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José Juan Toharia. Catedrático emérito de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente y fundador de Metroscopia, uno de los más destacados institutos de investigación de la opinión pública.


Avance

Las sociedades requieren, para sobrevivir como democracias, una predisposición permanente al diálogo, al pacto y a la cooperación entre los respectivos líderes políticos. No es usual, como ocurre ahora en nuestro país —recuerda José Juan Toharia en este artículo—, que sean los ciudadanos los que reclamen capacidad de negociar y de llegar a acuerdos a quienes son sus representantes. Tampoco es normal que los que tienen por misión negociar y alcanzar acuerdos lo más amplios posible sean quienes propendan a un clima de crispación en la vida pública que prácticamente los haga inviables.

«Pactos», monográfico de Nueva Revista

Nuestra sociedad, en su conjunto, sigue siendo fundamentalmente pactista, pero sus representantes políticos ya no lo son, subraya el autor con datos de Metroscopia. Los españoles declaran sentirse, en este tiempo complejo y difícil, ajenos e indiferentes a un ruido político que les decepciona tanto como les disgusta. De forma masiva, los españoles creen necesaria ahora una suerte de «segunda Transición» que restablezca modos de relacionarse y actuar cívicos y pactistas. En plena pandemia del coronavirus, un 85 % de los españoles consideraba que la forma usual de actuar de nuestra clase política constituía un mayor peligro para nuestra vida colectiva y para nuestra democracia que lo que entonces estaba suponiendo la pandemia. Resulta difícil imaginar una evaluación comparativa más severa.

Desde hace ya cuatro decenios, el 80 % de los españoles sigue declarando su total identificación con la monarquía democrática, constitucional y parlamentaria ahora vigente en nuestra patria. Un idéntico porcentaje considera que nuestro actual sistema político, con todas sus posibles deficiencias o desgastes, constituye el mejor periodo político de toda nuestra historia. La disyuntiva realmente relevante en el mundo actual es entre más o menos libertad, más o menos pluralismo político, más o menos democracia. Porque en toda democracia avanzada, y con independencia de la forma que adopte la Jefatura de su Estado, la vida política es siempre, en su sentido semántico más estricto, «republicana»: es decir, cosa de todos.


Artículo

En la actualidad, entre quienes en 2019 votaron al PSOE, solamente un 27 % piensa —como cabría esperar— que al PSOE y al PP les unan más cosas de las que les separan. Ahora bien, al mismo tiempo, un 67 % de esos votantes piensa que, pese a ello, PSOE y PP deberían buscar una cercanía política mayor que la que ahora mantienen: es decir, una interlocución razonablemente fluida, por encima de sus divergencias. Y, significativamente, esto resulta ser también (y de forma milimétricamente similar) lo que, por su parte, opinan quienes en las últimas elecciones generales votaron al PP: entre ellos, solo un 26 % cree que PP y PSOE tengan en común más de lo que les diferencia, y un 80 % opina que, por encima de esa distancia ideológica, ambas formaciones deberían tener una relación más estrecha.

Es decir, de forma igualmente mayoritaria, los electorados de los dos partidos que han tenido (y tienen) un papel determinante en la vertebración de nuestra actual democracia, coinciden en reclamar una mayor capacidad de diálogo y comunicación entre sus respectivos líderes, por encima de sus diferencias ideológicas.

Y ocurre, además, que incluso entre los propios votantes de Unidas Podemos y de Vox está asimismo ampliamente extendida esta idea de que PP y PSOE deberían acercarse políticamente en mayor medida (la expresan un 56 % y un 51 %, respectivamente) (1). Es decir, hasta los propios votantes de las dos formaciones más extremadas en los bloques ideológicos que lideran PSOE y PP se muestran proclives a una mayor y mejor conexión entre estos dos partidos. Y ello a pesar del continuado empeño de los líderes de UP y Vox en trazar entre aquellos una línea roja separadora lo más gruesa posible.

Estos datos permiten pensar que la pulsión ciudadana por el diálogo entre las distintas formaciones políticas (y, especialmente, entre las que mayor peso relativo tienen en nuestra escena pública) se encuentra tan extendida socialmente como, al mismo tiempo, desajustada respecto del estilo, tan sumamente acre, crispado, que ahora caracteriza a quienes protagonizan, dándose la espalda, la escena política nacional (algo que —conviene señalar— se da en mucha menor medida en la vida política municipal o autonómica).

Las sociedades fuertemente fragmentadas, con divisiones internas profundas y difícilmente conciliables, requieren —para lograr sobrevivir como democracias— una predisposición permanente al diálogo, al pacto y a la cooperación entre los respectivos líderes políticos. Ese entendimiento continuo «por arriba» permite canalizar la intensa tensión social existente, evitando las catastróficas consecuencias que su desbordamiento podría ocasionar. El caso de estas democracias «consociacionales», o de concertación, quedó ya certeramente codificado hace ahora 55 años por Arend Lijphart, en un texto justamente devenido referencia inexcusable (2). En contraste claro, y sin excesiva exageración, cabe pensar que la España actual podría constituir en buena medida el caso opuesto al tipo de situaciones límite que considerara Lijphart. No es ciertamente usual, como ocurre ahora en nuestro país, que sean los ciudadanos los que reclamen capacidad de negociar y de llegar a acuerdos a quienes son sus representantes para que canalicen, o resuelvan, las grietas o desgarros en el tejido social en vez de exacerbarlos. Y tampoco es usual que quienes tienen por misión negociar y alcanzar acuerdos lo más amplios, y por tanto más sólidos posible, sean precisamente quienes, de forma sistemática, propendan a crear un clima de crispación en la vida pública que prácticamente los haga inviables.

Ocurre, sencillamente, que nuestra sociedad, en su conjunto, sigue siendo fundamentalmente pactista; pero sus representantes políticos ya no lo son. Por ahora, la clara divergencia, en modos y estilo, entre representantes y representados solo se traduce en un creciente desapego de los segundos respecto de la actual vida política, con el consiguiente descrédito de quienes protagonizan la escena pública (pero no de la democracia misma, como más adelante se verá). La permanente belicosidad de la escena política no logra —al menos por ahora— traspasar la burbuja en que vive encerrada y, por tanto, no logra desteñir sobre la ciudadanía ni enfebrecerla, como parecería ser su objetivo. Los españoles declaran sentirse, en este tiempo complejo y difícil, fundamentalmente serenos… y cansados, según datos reiterados de Metroscopia: es decir, ajenos e indiferentes a un ruido político que les decepciona tanto como les disgusta.

En el actual imaginario colectivo de nuestra sociedad, la Transición a la democracia (quizá algo idealizada con el tiempo) ha adquirido ya, y ahora quizá además por contraste, la condición de referencia mítica. Ocho de cada diez españoles piensan hoy (igual que hace veinte años) que aquella constituye un motivo de orgullo para nuestro país. Esa misma proporción cree que aquel tránsito (trabajoso y complejo como fue) desde una dictadura de cuarenta años a una democracia plena fue posible por la altura de miras, capacidad de mutuo respeto, de concesiones recíprocas, de acuerdos y pactos entre líderes con posicionamientos ideológicos en ocasiones muy alejados. Su forma de actuar en aquel período ha quedado consagrada entre nuestra ciudadanía como un modelo de discusión y gestión de los asuntos públicos. De ahí que, una vez más de forma masiva (ocho de cada diez), los españoles crean necesaria ahora alguna suerte de «segunda Transición» que restableciera —entre la clase política— los modos de relacionarse y actuar que un día tuvo y que ahora ha perdido.

El actual radicalismo en las propuestas, las descalificaciones mutuas, la intransigencia en el debate, el dogmatismo y, quizá sobre todo, la permanente tendencia a trazar «líneas rojas» supuestamente intraspasables (sin otro fin que el de demonizar cualquier intento de contacto con quienes se encuentran fuera del propio, e impermeable, bloque ideológico) han contribuido, con seguridad, a que en esta hora los españoles, de forma masiva, piensen que quienes dicen actuar en su nombre en realidad no les representan.

Una clase política que se aleja

Probablemente, el primer toque de atención sobre este —entonces incipiente— desacoplamiento entre ciudadanía y clase política se produjo en 2010: un 22 % de los españo

les declaraba en esa fecha considerar a los políticos como el tercer problema más importante de los que entonces pesaban sobre el país (3) (tras el paro, mencionado por un 78 %, y la situación de la economía, citada por un 53 %).

Apenas un año después (15 de mayo de 2011), la acampada de «los indignados» en la madrileña Puerta del Sol fue interpretada por un 71 % de los españoles como expresión del generalizado deseo ciudadano de regeneración de nuestra vida democrática para resintonizarla con la ciudadanía, como un día estuvo. La ciudadanía no lo entendió, pese al sentido que posteriormente se le intentó dar, como un cuestionamiento radical del que algunos —desde la presbicia que propicia el fanatismo ideológico— decidieron etiquetar como «Régimen del 78».

En abril de 2012, otro sondeo de Metroscopia captó la triple y severa acusación que la ciudadanía formulaba contra su clase política: desinterés (según un 90 %, no prestaba la atención debida a lo que realmente pensaba y quería el ciudadano medio); autismo autocomplaciente (para un 88 % los partidos solo pensaban en lo que les beneficiaba e interesaba a ellos); y endogamia: selección sesgada de sus efectivos, pues para un 73 % de la ciudadanía, los partidos, tal y como están organizados y ahora funcionan, difícilmente pueden atraer para la actividad política a las personas más competentes, mejor preparadas, y más representativas socialmente.

En 2020, ya en plena pandemia del coronavirus, un 85 % de los españoles consideraba que la forma usual de actuar de nuestra clase política (un permanente y crispado enfrentamiento) constituía un mayor peligro para nuestra vida colectiva y para nuestra democracia que lo que entonces estaba suponiendo la pandemia del coronavirus. Resulta difícil imaginar una evaluación comparativa más severa.

Finalmente, y desde 2021, un 84 % (en promedio) de la
ciudadanía viene reiterando su impresión de que los actuales políticos y partidos forman más parte de los problemas que pesan sobre España que de su posible solución.

Esta breve enumeración de algunos de los muchos datos de opinión disponibles en esta misma línea revela el intenso grado de decepción de los ciudadanos respecto de quienes, en principio, los representan. Los perciben desatentos y poco receptivos a lo que realmente preocupa e interesa a la sociedad, y con una forma de actuar y expresarse que masivamente reprueban. Los españoles distan mucho de coincidir con quien, desde un muy alto cargo del actual Gobierno, llegó a declarar que «hay que naturalizar que en una democracia avanzada, cualquiera que tenga presencia pública o cualquiera que tenga responsabilidad en una empresa de comunicación o en la política, lógicamente están sometidos tanto a la crítica como al insulto en las redes» (4).

El tema del diálogo entre partidos y de los posibles pactos y acuerdos entre las distintas formaciones merece una consideración especial. El desacoplamiento, en este punto, entre lo que la clase política cree que la sociedad piensa y lo que la misma realmente opina y desea resulta especialmente profundo. En conjunto, la ciudadanía considera que la propensión a dialogar, negociar y acordar debe ser permanente y generalizada, no circunstancial y «a la carta»; además, debe propiciar la convivencia y mutua acomodación de ideologías distintas, pues nadie puede creerse nunca en posesión de la verdad en todas las cuestiones. El «patriotismo de partido», el fanatismo ideológico, que lleva, a lo Carl Schmitt (¡a estas alturas!) a considerar como enemigo irreductible, y por tanto indigno de respeto alguno, a quien no comparta sin fisuras ni ambigüedades los propios planteamientos, y la adjetivación (despectiva y descalificadora) de «equidistantes» a cuantos intenten aportar matices a planteamientos dogmáticos tenidos, por definición, como intocables, son actitudes y formas de proceder incompatibles con una cultura cívica genuinamente democrática y que, por fortuna, la amplia mayoría ciudadana no comparte en modo alguno.

Cuando los políticos dejan de escuchar

A este respecto, una segunda selección —sucinta pero representativa— de datos recientes ilustra la profundidad del desajuste entre cómo enfocan la ciudadanía, por un lado, y la clase política, por otro, el diálogo y la negociación entre formaciones políticas.

—En julio de 2019, un 81 % de los votantes del entonces pujante Ciudadanos se mostró partidario de una coalición de gobierno de esta formación con el PSOE considerándola la alternativa más conveniente en ese momento para el país. Propuesta, por cierto, que asimismo aprobaba el 57 % (frente al 40 %) de los votantes del PSOE. Pero nadie, en la burbuja política, pareció considerar que esto mereciera ser tenido en cuenta.

—En esa misma fecha (julio, 2019), un 71 % de los votantes de Ciudadanos declaraba que la abstención de su partido para permitir la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, sin necesidad de coalición alguna, sería una muestra de responsabilidad y madurez política; solo un 23 % pensó que constituiría una traición a su electorado. Esta voz mayoritaria fue, por supuesto, ignorada.

—En cuanto a la tan manoseada cuestión de la posible fidelidad o traición al propio electorado, resulta clamoroso el desconocimiento entre los representantes políticos de lo que realmente piensan al respecto sus votantes. En ocho ocasiones distintas, entre mayo de 2015 y enero de 2020, Metroscopia ha formulado a los españoles esta misma pregunta: «Si su partido llegara a un acuerdo con otro (de ideología muy distinta) que implicara ceder ambos, en parte, lo que querían y proponían, ¿para usted esto supondría una muestra de sentido de la responsabilidad política o una infidelidad a sus propios ideales y planteamientos?». En promedio (con muy leves oscilaciones) un 65 % de nuestra ciudadanía contesta, sistemáticamente, que interpretaría esa decisión como una muestra de responsabilidad política. Dato conocido, y sistemáticamente ignorado, por los elegidos para representarla: sistemáticamente recurren a la tópica (y, como puede verse, infundada) excusa de que «nuestros votantes no lo entenderían».

—En abril de 2020, en plena pandemia del coronavirus, el 92 % de los españoles reclamaba un gran acuerdo entre todas las fuerzas políticas (al estilo de los Pactos de la Moncloa de 1977) que, atendiendo exclusivamente a lo mejor para nuestra sociedad, facilitase la gestión conjunta de la grave situación existente. Pero la ciudadanía no se hacía ilusiones: un resignado 79 % reconocía que era sumamente improbable que ese deseado acuerdo llegara a ser realidad. Y, lamentablemente, así fue.

—En octubre de 2021, el 71 % de los votantes de Unidas Podemos prefería contar con el apoyo de ERC y Bildu para aprobar los nuevos presupuestos y solamente un 17 % deseaba ampliar ese apoyo hacia el centro (PNV y Cs). Ahora bien, entre los votantes del PSOE las preferencias en este asunto se dividían claramente casi por tercios: una mayoría relativa (39 %) prefería abrirse a apoyos del centro (PNV y Cs); un 31 %, optaba limitar el apoyo al ya conseguido el año anterior de ERC y Bildu; pero un apreciable 22 % proponía incluso abrir el acuerdo hasta incluir al PP. Los votantes socialistas se mostraban mucho más flexibles e integradores que quienes les representaban. Sin mayor trascendencia, obvio es decirlo. Sencillamente, la ciudadanía, en su conjunto, entiende que nuestra vida política debería ser más naturalmente fluida y menos rígidamente envarada y trabada por líneas rojas. Añora la capacidad, que un día existió, de debates serenos y de acuerdos transversales, sin exclusiones, y reprueba severamente la incapacidad (o falta de voluntad) de partidos y dirigentes de propiciar puntos de encuentro y consenso entre ellos.

El giro pragmático de la sociedad española

Por otra parte, conviene destacar que esta sólida pulsión pactista detectable en nuestra sociedad se estaría ahora reforzando con el «giro pragmático» que el Pulso de España de Metroscopia lleva detectando en estos últimos meses en el ánimo de los españoles. Una especie de orteguiano «Españoles, a las cosas» que estaría propiciando actitudes mucho más moduladas en cuestiones enfocadas, usualmente, desde criterios de orden ideológico-político, pero para las que ahora se acepta, en creciente medida, la consideración adicional de factores coyunturales de conveniencia. Así, en este momento, la sociedad española:

—Sigue siendo pacifista pero, al mismo tiempo, aprueba de forma claramente mayoritaria la intervención de la OTAN, y de España, en defensa de Ucrania y confía muy ampliamente en nuestras fuerzas armadas;

—Sigue preocupada con el cambio climático, pero entiende que algunas de las medidas adoptadas para prevenirlo puedan ser dosificadas, temporalmente, para permitir la recuperación de determinados sectores económicos;

—Sigue recelando de la energía nuclear, ahora ya considerada oficialmente «energía verde», pero cada vez en clara menor medida;

—Pese a su todavía básica ambivalencia respecto del mundo empresarial, los españoles se muestran crecientemente partidarios de la cooperación público-privada como modo mejor de gestión de determinados servicios públicos de especial importancia;

—Nuestra sociedad se identifica de forma inequívoca con una panoplia, ampliamente compartida, de valores cívicos básicos; pero rechaza de forma firme los planteamientos radicales, excluyentes y extremistas. Y se muestra mínimamente receptiva a la ola woke, tan extendida en algunos países de nuestro entorno, pero mínima (y muy selectivamente) acogida entre nosotros.

En todo caso, cabe celebrar que este profundo desaco- plamiento entre ciudadanos y clase política en cuanto a su cultura política más básica (es decir, en cuanto a los modos y usos que deben imperar en la gestión de nuestro sistema democrático) no se esté traduciendo, al menos por ahora, en erosión alguna de la confianza en la democracia liberal (tal y como esta es entendida en nuestra Unión Europea).

Desde hace ya cuatro decenios, el 80 % de los españoles sigue declarando, en promedio, su total identificación con la democracia y, específicamente, con la concreta variante de la misma (monarquía democrática, constitucional y parlamentaria) ahora vigente en España. Y un idéntico porcentaje considera que nuestro actual sistema político, con todas sus posibles deficiencias o desgastes, constituye el mejor período político de toda nuestra historia.

Desde hace ya tiempo, siete de cada diez españoles consideran que España es una democracia plena (5), diagnóstico que, por cierto, coincide con el que expresan regularmente agencias evaluadoras reconocidas (como, por ejemplo, la Intelligence Unit del rotativo británico The Economist), con algún reciente ligero matiz a la baja, derivado, fundamentalmente, de cuanto ha supuesto el fallido proceso independentista catalán.

Entre las diez democracias que nuestra ciudadanía considera particularmente ejemplares (6) (nueve de ellas, por cierto,
europeas) unas son, en cuanto a la forma de su Estado, repúblicas, y otras monarquías. Y resulta llamativo que entre los votantes de partidos de izquierda (algunos de ellos explícita, e incluso activamente, autodefinidos como republicanos) los países más citados como democracias especialmente avanzadas (Noruega, Suecia, Dinamarca) resulten ser monarquías. En cambio, entre los votantes del espacio ideológico de la derecha, son consideradas democracias especialmente avanzadas Alemania, Francia y Estados Unidos: tres repúblicas (y, dos de ellas, además, federales o fuertemente descentralizadas). Datos que sugieren, una vez más, la creciente vacuidad de la nominalista contraposición, que todavía hay quien se empeña en plantear como sustantiva, entre monarquía y república como forma preferible del Estado. La disyuntiva realmente relevante en el mundo actual es entre más o menos libertad, más o menos pluralismo político, más o menos democracia. Porque en toda democracia avanzada, y con independencia de la forma que adopte la Jefatura de su Estado, la vida política es siempre, en su sentido semántico más estricto, «republicana»: es decir, cosa de todos.


(1) Véase Andrés Medina, La última frontera. Los límites de los españoles a los partidos políticos, en Pulso de España (Metroscopia, 23-12-2021). En adelante —y salvo cuando se indique otra cosa— todos los porcentajes que se mencionan corresponden a sondeos del proyecto Pulso de España que, desde 2010, lleva a cabo, semanalmente, Metroscopia.

(2) Arend Lijphart, The Politics of Accommodation (1968).

(3) Barómetro mensual del CIS, julio de 2010.

(4) Quien así hablaba no pretendía, realmente —como algunos interpretaron— propiciar el insulto como práctica normal en democracia. Sus palabras parecían, eso sí, indicar que ignoraba que el insulto, desde hace tiempo, está ya naturalizado en nuestra sociedad: aparece formalmente reconocido (que es lo que significa naturalizar), en el Código Penal (artículo 208), con el nombre de injuria, algo ante lo que procede no una resignada aceptación como mal inevitable, sino una reacción de tajante rechazo e incluso denuncia ante la Justicia.

(5) Véase Pulso de España de Metroscopia, 6 de julio de 2022.

(6) Alemania, Francia, Estados Unidos, Noruega, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Reino Unido, Suiza y España.

Catedrático emérito de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente y fundador de Metroscopia, uno de los más destacados institutos de investigación de la opinión pública.