Hace mucho, mucho, mucho tiempo, a finales de 1960—yo tenía entonces 24 años, acababa de casarme con Isabel Blancafort París y, profesionalmente, estaba, ay, en expectativa de destino—, cenando en Madrid con Dionisio Ridruejo en el restaurante Baviera le expuse la idea de un libro que creía que alguien, no sabía todavía quién —pero no él, por razones obvias—, debería escribir; ignoraba, así mismo, quién podría ser su editor, pero en cambio tenía muy claro su posible título, Por qué perdimos la guerra.
Se trataba de explicar, a través de una selección de textos de los vencidos en la contienda civil de 1936-1939, las causas de la derrota de la Segunda República española, de la que me consideraba heredero, como tantas gentes de mi generación, a título de inventario, gracias, aunque sólo en parte —mis amigos y yo nos reclamábamos republicanos de razón, no de placenta previa—, a que el general Franco, en 1947, había tenido la humorada de hacer aprobar por sus Cortes orgánicas una Ley de Sucesión en la que se proclamaba: España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino. Y que, por supuesto, garantizaba el carácter vitalicio de su magistratura al frente de la Jefatura del Estado —de la mano de Franco, dicho sea en passant, los Borbones conseguirían así, en 1975, una vez más, el regreso de su dinastía al trono de España, aunque fuese por la puerta de servicio de la votación espuria de unas Cortes que no pasaban de ser una mera creación gubernativa, según manifestación so- lemne de don Juan de Borbón, hijo y heredero de don Alfonso XIII y titular de los derechos sucesorios que le fueron arrebatados por su hijo—.
Mi ignorancia, por aquellas fechas, 1960, era un poco menos enciclopédica de lo que es hoy, casi medio siglo después, pero no mucho menos; yo desconocía, por ejemplo, como la mayoría de mis compatriotas, supongo, la existencia de Diego Abad de Santillán y su verdadero nombre—Sinesio García Delgado—; su militancia ácrata y su actuación al frente de la Consejería de Economía de la Generalitat catalana en guerra, y también, sobre todo, que en los primeros días de la revolución desencadenada por los militares golpistas que se habían alzado en armas a pretexto de evitarla, Abad había pronunciado, nada menos que en la sede de la CNT-FAI, las palabras más insólitas por ejemplares, posiblemente, de todo el conflicto incivil y fratricida: No quería la prisión para mí y no la quiero para mis enemigos.
Ignoraba, en fin, que con aquel título —Por qué perdimos la guerra. Una contribución a la historia de la tragedia española, para ser exactos— Abad había publicado en 1940, en su exilio de Buenos Aires, un libro que la censura se había cuidado muy mucho de que en España no estuviese al abasto de ninguno de nosotros —para más inri, en cambio, a partir de 1943, el NO-DO (Noticiarios y Documentales) alardearía de poner el mundo entero al alcance de todos los españoles—.
Dionisio, que también debía desconocer la existencia de Abad de Santillán y de su obra, me dijo de inmediato que el libro debía escribirlo yo, que había reparado en su necesidad, y que parecía tenerlo tan claro que sólo me faltaba redactarlo —y encontrar un editor con el coraje suficiente para embarcarse en la aventura, me permití apostillar—; se ofreció, incluso, con la generosidad que le caracterizaba, para escribir un prólogo si yo lo consideraba conveniente. Le agradecí muy de veras la confianza que· me otorgaba, y su ofrecimiento, y en aquel momento, al razonar mi negativa, resolví de una vez por todas ciertas dudas hasta entonces no resueltas.
ESCRIBIR O EDITAR
Un servidor se había iniciado en la escritura a través de las publicaciones universitarias de la época con artículos de todo tipo, y hasta algún poemilla vergonzante del que por fortuna nadie tiene hoy conocimiento; había publicado algún relato en semanarios como Lecturas, entonces no especializado en los asuntos del corazón; había empezado la inevitable novela con que todo joven inexperto aspira a conquistar la gloria y a cambiar el mundo; y a partir de 1955 había sido uno de los críticos literarios de la revista Índice que en Madrid pilotaba Juan Fernández Figueroa.
En 1956 había fundado en Barcelona, con un voluntarismo que excedía mis más que escasos medios económicos, la revista La Jirafa, un intento de apertura intelectual en circunstancias poco propicias, de vida más que accidentada y un lema que en su momento hizo fortuna: Visto desde arriba con los pies abajo. La Jirafa, sin otros recursos que los ingresos, insuficientes, que proporcionaban sus subscriptores, la venta en algunas librerías especializadas y la publicidad mezquina de unas pocas editoriales, feneció de muerte natural en 1959, cuando yo daba mis prime- ros pasos, equivocados, como editor por cuenta propia.
Pero por los días de aquella cena con Dionisio Ridruejo yo tenía claro que debía concentrarme en editar, aunque fuese por cuenta ajena a falta de recursos para seguir haciéndolo por mí mismo; era la salida profesional que se imponía tras haberme casado y dejado atrás los días de vino y rosas de una bohemia, todo hay que decirlo, más que moderada. Pero me quedaba dentro el sentimiento, que no quería cristalizase en resentimiento, por tener que renunciar a escribir en serio, que yo pensaba era el ejercicio que me ayudaría a comprender algunas cosas —muchas de las cuales, las que importan de verdad, al día de hoy, para qué engañarse, con una docena de obras de las que soy autor, sigo sin entender—.
Le argumenté a Dionisio que yo emplearía en escribir el libro —así fuese como antólogo— no menos de año o año y medio; en cambio, si encontraba el correspondiente empresario que entendiese mi proyecto, en idéntico plazo podría publicar no sólo aquella obra sino media docena más, de las que le adelanté algunos títulos cuya necesidad yo venía rumiando desde hacía tiempo; muchos de aquellos proyectos, como un posible Diccionario de la guerra civil española, y cito uno sólo, tuvieron que aguardar a que se cumpliesen las previsiones sucesorias —como púdicamente se aludía al hecho de que, contra todas las previsiones humanas y divinas, el general Franco no era inmortal—, para poder convertirse en realidad.
UNA EMPRESA ARQUITECTÓNICA
Aquella noche, por tanto, decidí que renunciaba a escribir para dedicarme a hacer posible que otros lo hicieran; la conversación con un interlocutor tan estimulante como Ridruejo, que actuó como catalizador eficaz, me había permitido ponerme de acuerdo conmigo mismo sobre lo que, de allí en adelante, quería hacer de mi vida profesional: ser un intermediario que acertase al discernir qué libros eran necesarios para entender el mundo en que vivíamos, que no era sino la consecuencia del mundo que habíamos heredado; qué libros podían ser útiles, sobre todo, para entender la historia más reciente de nuestro país —incluidos libros de ficción, pues tenía muy presente lo del espejo paseado a lo largo del camino—, y qué autores eran los idóneos para llevarlos a cabo; un buen editor, un editor activo —el término lo acuñaría luego José Manuel Lara Bosch—, me parecía que no podía resignarse a crear un catálogo según las ofertas que recibiese. Años después Pedro Laín Entralgo lo explicaría de manera convincente en un texto que he citado otras veces:
Como el autor planea y compone libros, el editor planea y compone bibliotecas. Menguado editor el que, sea cual sea su éxito final, no se ha propuesto la empresa arquitectónica de ordenar su producción en colecciones, y éstas en bibliotecas. No hay sociedad, por cultivada que parezca ser o realmente sea, en cuyo suelo no existan o puedan existir yermos intelectuales y literarios, solares susceptibles de acotamientos y edificación. Pues bien: a diferencia del mero fabricante de libros, editor es el hombre que sabe descubrir esos espacios no habitados y levantar en ellos la fábrica más o menos autónoma de una nueva casa para la inteligencia y la imaginación. Que esto es, en esencia, un catálogo editorial bien pensado y compuesto.
Era consciente de que tal vez, de manera provisional, tendría que trabajar para algún fabricante de libros —y he conocido más de uno, haya o no estado a sus órdenes, que han creado un catálogo por puro azar, por simple acumulación de materiales—, pero aunque no me hiciese ilusiones mantenía la ilusión de que, algún día, podría hacerlo para alguna empresa que me permitiese, razonable- mente, elaborar aquel catálogo bien pensado y compuesto a que aludía Laín.
ESCRIBIR O CONSPIRAR
Poco podía imaginar entonces que años después, en 1972, le encargaría al propio Dionisio Ridruejo un libro titulado provisionalmente La Derecha ante la Segunda República, para la colección que yo dirigía en Ediciones Nauta, Los libros de La Veleta. Serie Documentos, en cuya declaración de principios (1969) se afirmaba: Se trata, en definitiva, de crear una zona de libre acceso, cerrada —única excepción—, para quienes, a la izquierda como a la derecha, o donde quiera que se hallen, preconicen la razón de las ar- mas frente a las razones de las urnas. y en este espíritu de concordia, confiamos, nos acompaña la voluntad mayoritaria de los españoles de hoy y de mañana. Aquella apelación a los comicios para relegar las bayonetas a los cuarteles, formulada en 1969, era voluntarista, lo sé, pero no superflua.
La escritura del libro de Dionisio, por desgracia, se demoró de manera indefinida; alguna vez, exasperado por el retraso, me desahogaba en Madrid con Fernando García Lahiguera o algún otro alevín del grupo político de Ridruejo, la USDE —Unión Social Demócrata Española—, al que yo mismo, a las órdenes de Cesáreo Rodríguez Aguilera en Barcelona, había dado una adhesión puramente testimonial, y para mi asombro se me argumentaba, por ejemplo, que en aquellos momentos estábamos pendientes de algún acuerdo con José María Gil Robles y sus democrata- cristianos, y que las previsibles críticas que Ridruejo pudiese formular en su libro a la actuación del líder de la CEDA en el pasado podrían dificultarlo.
Yo pensaba, por el contrario, que el juicio crítico de Dionisio sobre la historia reciente de nuestro país, su testimonio impreso —como Escrito en España, publicado en Buenos Aires en 1962—, era mil veces más importante que las acciones políticas concretas que él y sus amigos pudiésemos llevar a cabo, pero Dionisio estaba metido de hoz y coz en la frustrante actividad conspiratoria cotidiana, como si del recobro de las libertades secuestradas por el franquismo dependiese la absolución de la parte de culpa que, en el pasado, había contraído en su pérdida, y no le bastasen las mil penalidades y perrerías sufridas desde 1956 por parte del régimen que él había contribuido a instaurar —detenciones, cárceles, juicios, multas, exilio, prohibición de colaborar en la prensa—. Hasta su querencia seguramente más arraigada, la de poeta, la supeditaba a aquel objetivo, la reconquista de la libertad para sus conciudadanos; en unas declaraciones a la BBC, el 1 4 de junio de 1975, tres semanas antes de su muerte, explicó: Me interesa poder morir con la conciencia a punto. Con la evidencia de haber obrado con sinceridad, con honradez y con solidaridad. Y si me da usted a elegir entre el destino de un poeta cuyos versos serán repetidos dentro de cinco siglos y el de un ciudadano que ha ayudado a que sus vecinos vivan un poco mejor, elijo, aunque parezca mentira, esta última aspiración.
Pero no se necesitaba ser un lince de la sociología política para intuir que a la muerte de Franco —que por desgracia era la única hipótesis de trabajo seria para enfocar el tiempo nuevo que sucedería de forma inevitable al régimen del general— las fuerzas que se impondrían serían, a la izquierda, las constituidas por los socialistas del exilio y del interior y los comunistas, con su poderosa correa de transmisión, Comisiones Obreras, y a la derecha, el franquismo sociológico —el término se debe a Manuel Cantarero del Castillo—, cuyos eficaces gestores tendrían muy presente sin duda la constatación de Giuseppe Tomassi di Lampedusa, por boca de su criatura de ficción, el príncipe de Salina, de que si querían que todo siguiese igual era necesario que todo cambiase; y, por supuesto, los nacionalismos periféricos de diverso pelaje cuyo peso, entonces, era difícil de prever.
Y a mí me parecía que a Dionisio no se le haría un sitio en el socialismo refundido ni, aunque se le ofreciera, aceptaría un puesto en el franquismo reciclado. Su papel era otro; a su muerte, Juan Benet lo expresaría de manera obligadamente retórica: Si nuestra época conservara un cierto gusto por aquella solemnidad de los antiguos, tal vez se decidiera a escribir sobre su tumba: no yace aquí la esperanza sino quien la despertó.
En cuanto a Gil Robles, y no digamos ya figuras como Joaquín Ruiz-Giménez, que en aquellos años era otro de los interlocutores de la USDE, yo no creía que tuviesen cabida en la democracia tutelada que el sucesor del invicto Caudillo, don Juan Carlos de Borbón, a poco que tuviese dos dedos de frente, otorgaría por real decreto si aspiraba a conservar la silla —ni un zorro viejo de la política como Santiago Carrillo pudo prever que el Rey de los cruzados se acreditaría como el más listo de todos los Borbones españoles desde Felipe V a nuestros días, incluidos sus ilustres antecesores Fernando VII, el Rey felón, y Alfonso XIII, el Rey perjuro—.
LAS MEMORIAS DE RIDRUEJO: UN VOTO DE CONFIANZA
Tras mi fichaje por Planeta en 1973 convencí a José Manuel Lara Hernández para que facilitásemos a Ridruejo la devolución a Nauta del parvo anticipo recibido y le con- tratásemos sus memorias para la colección Espejo de España —la fidelidad con que me honraban algunos autores formaba parte de mi capital simbólico(1)—; a aquellas alturas me había convencido de que Dionisio no escribiría el libro que le había encargado; las memorias, en cambio, parecían de realización más factible; podía prescindir, casi, del engorroso trabajo de documentación, dictarlas de una tirada y, en definitiva, elaborarlas partiendo de los avances que veían la luz en el semanario Destino y de otros textos dispersos en publicaciones diversas, del interior y del exilio.
Y así se hizo, tras un almuerzo, en agosto de 1974, en el chalet donde Lara veraneaba en Masnou, población cercana a Barcelona —guardo memoria nítida de aquel encuentro: Lara, vehemente y por encima del bien y del mal, convencido de que Ridruejo y su testimonio no abatirían a Franco; la mujer de Lara, María Teresa Bosch, discreta pero crispada frente al discurso antifranquista de Ridruejo; el hijo menor de ambos, Fernando, con menos de 20 años, encerrado en un silencio receloso; la mujer de Dionisio, Gloria de Ros, prodigando sus apostillas que eran más ácidamente antifranquistas que el propio discurso de Dionisio; Isabel y yo, en fin, temerosos de que, a última hora, todo se fuese a pique—.
Ya firmado el contrato Dionisio me explicó que el dinero de Lara, dos millones de pesetas de anticipo a cuenta de sus derechos de autor, le llegaba en un momento especialmente difícil —todos lo habían sido para él, casi sin excepción, desde hacía treinta años, cuando en 1942 fue confinado en Ronda por su falangismo contestatario frente a la deriva cada vez más reaccionaria del Régimen—. Y en su relación con los editores, supongo que sin ninguna excepción hasta entonces, se había dejado ningunear de manera indecorosa: José Vergés, por ejemplo, en un alarde de magnanimidad, le había pagado, para toda la vida, un anticipo de 50.000 pesetas por los dos voluminosos tomos de su Guía de Castilla la Vieja, publicados por Destino antes de su absorción por Planeta.
Dionisio me explicó también que, cuestiones económicas aparte, estaba muy contento de haber contratado sus memorias para una editorial en la que yo me iniciaba como director literario, y me recordó nuestra cena de doce años atrás en Madrid: Rafael, si hubieses seguido mi consejo y te hubieses dedicado a escribir —me dijo con una pizca de afectuosa ironía—, hoy seguirías de pobre y yo no hubiese firmado con el «impetuoso» don José Manuel; lo he hecho por la confianza que me inspira tu presencia en la casa.
EL HERMANO MAYOR
Pero, para desconsuelo de todos sus amigos, Dionisio Ridruejo murió el 29 de junio de 1975, a los 62 años; el mismo día de su fallecimiento me trasladé a Madrid, en un vuelo nocturno en el que coincidí con Alberto Puig Palau, para asistir a su entierro, a la mañana siguiente, a primera hora. Lo hice a título particular, y pocos días después volví a la capital para garantizarle a Gloria, como director literario de Planeta, que Lara mantenía el cumplimiento de todo lo pactado con respecto a las memorias de Dionisio; encontraríamos una fórmula, no importaba cuál, para que el libro, aunque no fuese lo que se tenía proyectado, no se frustrase del todo. Los papeles de Dionisio, publicados con el título Casi unas memorias y prólogo de Salvador de Madariaga, tuvieron un excelente editor en César Armando Gómez.
El libro abarcaba los aspectos más sobresalientes de su vida privada y de sus actividades de carácter público; des- de los testimonios decisivos de la gran crisis ideológica de la posguerra española a los debates y las luchas políticas de los últimos años, la apasionante trayectoria vital de Ridruejo quedaba plasmada en aquellas páginas, que reflejaban un pedazo esencial de la historia del país vista por un hombre singularmente lúcido, sincero e insobornable. Casi unas memorias era un recuento dramático y compren- sivo de una vida —íntimamente tramada en la gran historia— que ha sido, es, un símbolo impresionante de la España contemporánea.
Después, en 1978, publiqué Los cuadernos de Rusia, diario de su estancia en el frente del Este como voluntario de la División Azul; era un testimonio no menos impresionante que permanecía inédito —de cuya edición cuidaron Gloria de Ros y César Armando Gómez—, una gavilla de impresiones personales —paisajes, ambientes, estados de ánimo, tipos y anécdotas—, con pasajes re- flexivos y a menudo líricos de una gran belleza. La historia vivida se hacía profunda reflexión humana, en la que se mezclaban dramáticamente ilusiones y decepciones; gran literatura, en fin, en uno de los textos más hondos y representativos de su autor, aunque no faltó quien, como Ignacio Sotelo, que profesaba en la Universidad Libre de Berlín y parecía llamado a desempeñar un papel importante en el futuro gobierno del PSOE, me reprochase que tales textos era mejor que no se hiciesen públicos —lo que me pareció una falta de honestidad intelectual para un entendimiento correcto y completo de la evolución ideo- lógica del personaje, que nunca falseó su peripecia biográfica—.
Y en 2006 el profesor Jordi Gracia, que ha dedicado a la figura de Ridruejo tan valiosos estudios, me propuso la edición de su Epistolario inédito. 1933-1975, bajo el título El valor de la disidencia; acepté de inmediato y lo incluí en la colección España Escrita, continuación natural de Espejo de España. Para Jordi Gracia —subscribo sus palabras—, Dionisio Ridruejo es el hombre que mejor encarnó la transición razonada y solvente desde la Falange totalitaria a la socialdemocracia sin dejar de ser poeta, ensayista y gran memorialista hasta el final de su vida.
A Dionisio le había conocido en Barcelona en abril de 1955, en el curso de una cena, en la que me las ingenié para sentarme a su lado, tras la conferencia que pronunció en el todavía Ateneo Barcelonés —hasta después de la muerte de Franco no recuperaría su denominación original, Ateneu Barcelonès—; aquella disertación suya supuso su ruptura pública con el Régimen, que la censura consiguió no trascendiera; en febrero del año siguiente, 1956, se produjo su detención y su consiguiente presenta- ción en sociedad como figura descollante de la oposición antifranquista.
Para mí había sido, desde que yo tenía 19 años y él poco más de 40, el modelo que el joven busca instintivamente para seguirle e imitarle; algo así como el hermano mayor que siempre orienta el despegue rebelde de los adolescentes cuando sienten la necesidad de romper con lo más inmediato e impuesto(2). Supe desde entonces, 1955, que Dionisio Ridruejo sería un punto de referencia en toda mi andadura futura.
DONDE COMPARECE EL INGENIOSO HIDALGO CARLOS ROJAS
En marzo de 1970, diez años después de aquella cena con Dionisio Ridruejo en Madrid en 1960, el proyecto de aquel libro del que le había hablado —Por qué perdimos la guerra— se hizo realidad. Había encontrado al autor idóneo, Carlos Rojas: le interesaba el tema, como había de- mostrado ya, al margen de su importante obra novelesca, con Diálogos para otra España (1966), cuya publicación propicié en Ediciones Ariel —los Diálogos, explicó Rojas, eran un estudio, en el doble plano histórico e intrahistórico, de los escasos, sinceros ensayos de concordia entre las «dos Españas» enfrentadas siempre en irreconciliable enemiga—; pertenecía, por edad (Barcelona, 1928), a quienes no habíamos hecho la guerra, aunque hubiésemos padecido sus consecuencias; estaba, políticamente, por encima de los odios cainitas que nos habían enfrentado, aunque su sentido ético le inclinaba del lado de los vencidos, sin negarse a ver, maniqueamente, la parte de culpa que les pu- diese corresponder en la guerra de los desastres; había tratado a bastantes de ellos, personalmente o por carta, en sus frecuentes viajes por la América de habla hispana; y por su residencia durante el curso académico en la Universidad de Emory, Atlanta (EE.UU.) —catedrático de Literatura Española Contemporánea—, tenía acceso a una bibliografía entonces muy difícil de conseguir en España—Internet pertenecía aún al mundo de las hadas, era como la alfombra voladora antes de que se construyesen los primeros aviones—. Con Carlos, en fin, me unía una amistad iniciada en los días fundacionales de La Jirafa (1956), de la que había sido un colaborador constante desde el primero al último de los números publicados, que excedía la relación autor-editor.
Y había encontrado al editor propicio: Nauta, donde yo compaginaba las funciones de director literario, director comercial para librerías y, qué remedio, director de relaciones públicas. El empresario, José Luis Ruiz de Villa, pese a pertenecer a la España de los vencedores, se mostró proclive —la pela es la pela, aunque se sea originario de La Montaña— tras el éxito más que espectacular del primer título de la colección que le propuse, 100 españoles y Dios, de José María Gironella, y cuando contratamos el libro de Carlos, Fraga, autor de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, no había sido aún defenestrado por sus compinches del Opus en el Gobierno, lo que permitía esperar que los rigores de la censura serían sorteables.
Carlos Rojas, que sí sabía, cómo no, de la existencia de Diego Abad de Santillán y de su libro, aceptó mi propuesta: racionalizar la derrota de la República en la guerra civil mediante el testimonio de sus protagonistas, que agrupó en cuatro grandes bloques: los políticos, los militares y hombres de acción, los artistas e intelectuales y los extranjeros. A mí el título Por qué perdimos la guerra me gustaba mucho, me parecía muy expresivo, y respondía muy bien al propósito de su contenido; convencí a Carlos, amigo personal de Abad de Santillán, de que le pidiese permiso para utilizarlo, haciéndolo constar en el prólogo; Abad no puso ninguna pega.
CEREZAS ENREDADAS EN EL MISMO CESTO
Años después, como a veces la vida es redonda como una naranja, a don Diego lo conocí en Madrid de la mano del historiador Ramón Garriga Alemany, y le organicé en Barcelona, en el Ateneu, una sonada conferencia que Abad no pudo concluir por el boicot de unos jóvenes bastante airados y alguna momia no convenientemente embalsamada, residuos todos ellos de una FAI de recuerdo infausto; en 1977, para rematar la faena, le publiqué sus Memorias. 1897-1936 en la colección Espejo de España; y todavía tengo presentes las lágrimas del entonces ya ex President de la Generalitat, Josep Tarradellas, el día de su entierro: acogido a la caridad municipal —Hogares Mundet—, Abad murió en Barcelona en 1983.
A Ramón Garriga lo había descubierto antes, en 1973, recién vuelto de su exilio argentino; a su paso por Madrid, Ridruejo, que le conocía desde los tiempos de la guerra civil, en la que ambos militaron en la retaguardia del bando opuesto al de Abad de Santillán, le había encarecido, de forma vehemente, que en Barcelona no dejase de conectar conmigo; a partir de ahí me convertí en su editor; y fui yo quien le presentó a Carlos Rojas, amigo de don Diego; también a Carlos le presenté a Dionisio Ridruejo; en esta evocación todos parecemos cerezas enredadas en el mismo cesto.
UN EXITO PREVISIBLE
El libro de Carlos Rojas —que bajo el sucesor de Fraga en el ministerio, Alfredo Sánchez Bella, sufrió algún tijeretazo— obtuvo un éxito que ni el autor ni el empresario acababan de creerse, pero que a mí me parecía previsible: era la primera vez que en España podían leerse textos de Manuel Azaña y Dolores Ibárruri, de Ignacio Hidalgo de Cisneros y Enrique Líster, de Arturo Barea y Antonio Machado, o de Mijail Koltsov y André Malraux referidos a la Guerra Civil española —un total de 40 testimonios—.
Años después Rodolfo Martín Villa me explicó que por aquellas fechas, siendo secretario general de la Organización Sindical, se entrevistó en Buenos Aires con su paisano Abad de Santillán, al que le regaló un ejemplar de la antología de Carlos; el viejo ácrata, según Martín Villa, no podía creer que en la España de Franco un libro como aquél circulase libremente. Supongo que el futuro ministro de Relaciones Sindicales en el primer Gobierno de la Monarquía le vendió la moto de manera convincente, sin explicarle, claro está, las mil perrerías con que a diario nos obsequiaba la censura; el posibilismo de las víctimas comportaba en ocasiones la servidumbre de servir de coartada a los verdugos.
De Por qué perdimos la guerra se hizo, para librerías, una primera edición de 20.000 ejemplares (recuérdese, 1970), copiosamente reeditada; aquel mismo año, una edición especial, en dos volúmenes, para Mail Ibérica, empresa de venta por correo; la propia Nauta, en enero de 1971, lanzó una edición, en tapa dura, de semi bolsillo; en 1972, Ediciones Germán Plaza, uno de los sellos de Plaza & Janés, una edición de riguroso bolsillo, y Círculo de Lectores una edición para sus asociados. Y años después (septiembre de 2006) rescaté el libro para la colección España Escrita que dirigí tras mi regreso a Planeta el año anterior; en esta nueva salida el autor incorporó los testimonios sobre el tema que se habían conocido desde hacía tres décadas y pico.
A L G U N A S U G E R E N C I A , A L G U N A I N V I T A C I Ó N
Antes y después de aquel libro de Carlos Rojas han sido bastantes los que he editado sugeridos por mí a diversos autores. Antonio Muñoz Molina creo que lo intuyó de manera natural: Habría que averiguar cuántos de los libros más celebrados de las últimas décadas tuvieron en su origen o en algún pasaje de su escritura alguna sugerencia, alguna invitación de Rafael Borràs. Sin abrumar a nadie con elogios ni con expectativas mareantes de celebridad o de ventas, en sus palabras, escritas o habladas, ha habido siempre un tono serio de verdad.
Después de mi salida de Planeta en 1995, José Manuel, según me ha contado él mismo más de una y de dos veces, no dejó, hasta hoy, de ponderar a sus diversos ejecutivos literarios mi condición de editor activo, que no esperaba que le trajesen un libro sino que se lo inventaba, incluido —son sus palabras— algún Premio Planeta. Supongo que con ello, por mucho que se lo agradezca, que se lo agradezco, ha conseguido que quienes han heredado los pedazos de la túnica me detesten cordialmente, lo que entiendo sin mayor esfuerzo.
* Nueva Revista agradece a Rafael Borràs su autorización para publicar este extracto del capítulo segundo de su libro La razón frente al azar. Memorias de un editor, editado por Ediciones Flor de Viento, 2010.
N O T A S
1 Capital simbólico es un término acuñado por Pierre Bourdieu, que remite a cualquier forma de capital (económico, social o cultural) percibido y reconocido por otros actores sociales.
2 Dionisio Ridruejo a propósito de José Antonio Primo de Rivera, Escrito en España, pág. 11, Buenos Aires, 1962.