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Eduardo Novoa Monreal. Jurista, académico y abogado chileno. Presidente del Consejo de Defensa del Estado entre 1970 y 1972. Fue​ asesor jurídico de Salvador Allende. Tras el golpe de Estado marchó al exilio y regresó a Chile en 1987. Murió en 2006.


Avance

«¡Qué lejos queda todo esto de ese derecho idealizado que generalmente sustentan los juristas!», escribe Novoa Monreal en la introducción de su libro Derecho, Política y democracia. En el capítulo titulado Intereses, ideologías y derecho desarrolla el significado de todo esto: «Que sostengamos que la verdadera naturaleza del derecho es servir de instrumento técnico para que una sociedad determinada se organice conforme a una cierta ideología (la de los que la dominan). Para tal fin el derecho se limita a proporcionar la técnica formal, ya que el contenido de fondo lo ponen las concepciones ideológicas que imperan en el grupo dominante». Todo esto es el principio de realidad contra el que chocan los anhelos de un derecho ideal defendido tradicionalmente por los juristas.

Se constata el número enorme de situaciones sociales diversas y la diferente forma de reaccionar ante ellas de los múltiples grupos. Esto da lugar a una infinidad de respuestas ideológicas. No queda otra que reducir esa inmensa variedad a un esquema muy simple, que proponga solo las tres principales líneas que pueden salir de tan complejo conjunto: conservadora, revolucionaria y ecléctica.

A la pregunta por la traducción de la ideología conservadora en derechos, contesta Novoa Monreal: «Serán convertidos, de este modo, en valores jurídicos esenciales: el derecho de propiedad privada absoluto, exclusivo, ilimitado en cantidad y perpetuo; la plena libertad de contratación, incluso de aquella que tiene por objeto el trabajo personal del hombre, y la autonomía de la voluntad […]. Serán los «derechos subjetivos» los encargados de poner cimiento a estas estructuras jurídicas, pues en ellos anida ese «poder de querer» que trasforma al individuo aislado en factor determinante de la organización jurídica de la sociedad».

La ideología revolucionaria se basa en la idea de que no se puede esperar nada de la organización económico-social establecida ni de otros modelos derivados de ella. Solo una auténtica revolución podrá hacer realidad la plena liberación e igualdad entre los individuos. Sin embargo, los padres del marxismo no suministraron en sus estudios doctrinales elementos para una teoría marxista del derecho. Esta se puede extraer en contraposición con la ideología capitalista. Sus postulados fundamentales giran alrededor de dos ideas principales: que la economía ha de ser dirigida y planificada por el poder central del Estado en interés de toda la colectividad, y que la propiedad privada no puede alcanzar a los bienes que son medios de producción (tal vez con excepción de aquellos aptos para empleo individual o familiar).

Entre ambas o, mejor dicho, frente a ambas, con el propósito de escapar de sus errores y buscando su solución propia, surge la actitud ecléctica y reformista. La crítica que recibe desde las otras dos posiciones es implacable. Para el conservador, el reformista prepara el camino al comunismo mediante concesiones. Para el revolucionario, el reformista amortigua las contradicciones de la sociedad capitalista, adormeciendo la rebeldía y evitando así la revolución.

El reformista, a diferencia de los que sostienen una actitud conservadora, cree que en la organización actual de la sociedad hay injusticias que pueden y deben ser corregidas. La ideología de este grupo mantiene en alto el principio de la dignidad humana, manifiesta sensibilidad social y piedad ante el sufrimiento ajeno. Propone una elevación general de la producción de bienes y un progreso en su distribución, procurando una conciliación entre las diversas clases sociales. Se aprecia en la ideología reformista una predilecta valoración de la clase media.

En lo político y en lo económico, el reformismo más elaborado propone como concepto central la idea tomista del bien común, principio abstracto que sería la finalidad propia de la sociedad civil, a la que deberían orientarse las actividades económicas.


Artículo

La función del derecho y el papel del jurista es proporcionar un conjunto completo, armónico y eficiente de normas para la vida social, de acuerdo con el modelo que para esta tenga concebido quien ejerza el poder, y, luego, proporcionar las reglas técnicas conforme a las cuales ese sistema normativo deba ser aplicado en la vida real. Por consiguiente, la misión del derecho no llega más allá de dar reglas de conducta eficaces y bien coordinadas, de proponer sanciones adecuadas para el caso de su violación y obtener que la realidad social se amolde efectivamente a ellas.

Todo esto nos evidencia que el derecho sirve al poder dominante y está determinado, en cuanto al contenido y sentido de las reglas formales que lo integran, por la política. Y en cuanto la política es expresión de intereses de grupos o de capas sociales, el derecho se convierte también en expresión de tales intereses. ¡Qué lejos queda todo esto de ese derecho idealizado que generalmente sustentan los juristas!

El derecho como instrumento técnico

[…] Hasta hace poco dominaba la idea de que el sentido mismo de las normas obligatorias de conducta social —y no solo su manera de formularse y el régimen de sanciones— provenía también del derecho y que era este el que sentaba los principios y aportaba las ideas esenciales conforme a los cuales una sociedad concreta ha de ser organizada y ordenada. Esto hizo posible que en un momento dado se confundieran las estructuras contingentes de las sociedades capitalistas dominantes en el mundo occidental con los principios jurídicos generales y que pudieran presentarse esas estructuras (en su contenido o en su fondo) como el producto de principios, ideas y valores permanentes de índole jurídica. Con ello se logró presentar, como único derecho posible, aquel que enunciaba una forma de ordenación propia de una estructura capitalista […].

El marxismo sostuvo desde el siglo pasado que la estructura económica de la sociedad, constituida por la suma total de las relaciones de producción, forma la base real sobre la que se levanta una superestructura social y que, dentro de esta, se halla la superestructura jurídica. De este modo, es la infraestructura económica la que determina a la superestructura jurídica y no, como muchos habían pensado y siguen pensando, que es el derecho el que plasma a la sociedad. El derecho no es otra cosa, conforme a esta doctrina, que un producto histórico o sociológico que traspone o traduce lo material.

En los primeros años de este siglo el notable pensador jurídico Hans Kelsen empieza la elaboración de su «teoría pura del derecho», la que alcanza su expresión definitiva algunas décadas más tarde, en una obra del mismo título. Uno de sus principales propósitos es el de eliminar del derecho elementos que le son extraños, especialmente la política. El derecho es, para él, una técnica social destinada a inducir a los hombres a conducirse de determinada manera, técnica que puede servir cualquier idea de organización social, pues el derecho no es un fin sino un medio. No es una novedad, por lo tanto, que sostengamos que la verdadera naturaleza del derecho es servir de instrumento técnico para que una sociedad determinada se organice conforme a una cierta ideología (la de los que la dominan). Para tal fin el derecho se limita a proporcionar la técnica formal, ya que el contenido de fondo lo ponen las concepciones ideológicas que imperan en el grupo dominante.

[…] Nadie podría negar, por ejemplo, que las minorías favorecidas con el modo de vida, altamente gratificante en lo material y suficiente para resolver las necesidades que pudieran tener en lo espiritual que les ofrece el capitalismo, llegarán a mirar a este como el régimen socialmente más beneficioso y a atribuirle aptitud para resolver satisfactoriamente los problemas de todo el resto de la sociedad.

[…] Desde un punto de vista opuesto, quienes constituyen las mayorías perjudicadas habrán de tener escaso o nulo aprecio por los valores predicados por el capitalismo y habrán de cifrar todas sus esperanzas en la trasformación radical de este régimen, que nada de interés puede ofrecerles.

[…] Existe, pues, un conjunto de aspiraciones, intereses y reacciones subjetivas que suscitan en los seres humanos el sistema de organización social establecido o sus cambios posibles. Son ellos los que alimentan y dan cuerpo a las diferentes ideologías y los que determinan, en última instancia, las diversas formas que adquirirá el derecho al convertirse en forma de expresión de estas.  

Ordenación metodológica

[… ] El número enorme de situaciones sociales diversas, la diferente forma de reaccionar ante ellas de parte de los múltiples grupos que, sobre su base, pueden trazar proyectos distintos y la infinidad de respuestas ideológicas divergentes que, como consecuencia, han de nacer, convierten en un esfuerzo inútil toda tentativa de agruparlos, sistematizarlos y presentarlos ordenadamente de manera total. Ante eso, no queda otra solución que la de reducir esa inmensa variedad a un esquema muy simple, que proponga tan solo las tres principales líneas que pueden salir de tan complejo y nutrido conjunto, eligiendo entre las que se manifiestan de modo más decisivo y distinto, que serán: la conservadora, la revolucionaria y la ecléctica. Esto envuelve simplificar en grado extremo lo que se presenta con tanta multiplicidad y conducirá, en definitiva, a asimilar cada una de esas muchas respuestas ideológicas a alguno de los tres tipos básicos propuestos. Es indudable que con ello vamos a incurrir en muchos casos en afirmaciones poco precisas o sin los debidos matices, y, por consiguiente, no enteramente ajustadas a la realidad. Pero nos parece preferible este riesgo —bastante menor por suficientemente advertido— que el de enredarnos en interminables disquisiciones, clasificaciones y distingos que confundirían y harían impenetrable el resultado […].

La actitud conservadora

Quienes frente a los problemas de organización económico-social asumen una actitud conservadora, piensan que lo fundamental es la preservación del sistema de vida social en el que viven. Solamente él representa «el orden» y tiene el amparo de «el derecho». Ciertamente, esta posición viene a ser la generalizada entre todos los que están satisfechos con el sistema, esto es, los beneficiados con él […]. El apoyo jurídico de esta actitud se remonta a modelos y concepciones jurídicas de inicios del siglo pasado. Como es natural, esta actitud, en cuanto aspira a mantener su poder político y pretende perdurar socialmente, habrá de buscar dentro del derecho los medios apropiados para subsistir y defenderse. Para este fin, habrá de recabar de los juristas fórmulas destinadas a elevar a la categoría de valores jurídicos primordiales las interesadas aspiraciones que la animan, para asegurar la perdurabilidad del régimen y para impedir su remplazo por otro diverso.

Serán convertidos, de este modo, en valores jurídicos esenciales: el derecho de propiedad privada absoluto, exclusivo, ilimitado en cantidad y perpetuo; la plena libertad de contratación, incluso de aquella que tiene por objeto el trabajo personal del hombre, y la autonomía de la voluntad. El aporte jurídico insistirá, principalmente, en que debe dejarse a los individuos en plena libertad para que dispongan, conforme a su exclusiva voluntad, de los bienes que han adquirido, para que cedan su fuerza personal de trabajo y para que señalen a su arbitrio, en sus relaciones con los demás, los términos, el contenido y los efectos de los contratos que celebren entre sí. Serán los «derechos subjetivos» los encargados de poner cimiento a estas estructuras jurídicas, pues en ellos anida ese «poder de querer» que trasforma al individuo aislado en factor determinante de la organización jurídica de la sociedad.

La perdurabilidad del régimen se obtendrá jurídicamente por medio de dos reglas que se presentarán como inobjetables y que el sector dominante no vacilará en levantar al rango de principios fundamentales y generales de derecho: la inviolabilidad de los derechos adquiridos y la irretroactividad de la ley […].

La actitud revolucionaria

[…] Los padres del marxismo no suministraron en sus estudios doctrinales elementos que proporcionaran a sus seguidores, ni siquiera en esbozo, una teoría marxista del derecho. […] Los juristas adeptos al marxismo no van más allá, en la generalidad de los casos, de ocuparse de aspectos puntuales del derecho, soslayando una elaboración teórica total. Por ello, lo más que permiten sus obras es una reconstrucción «a mosaico» de una exposición relativamente completa.

Si quisiéramos extraer de este parco conjunto de ideas las técnicas jurídicas que podría utilizar un régimen marxista, podríamos llegar al siguiente enunciado que, como es fácil advertirlo, proviene más de la contraposición con la ideología capitalista que de los modestos resultados que pueden ofrecernos las pragmáticas posiciones de los juristas marxistas:

a) la economía ha de ser dirigida y planificada por el poder central del Estado, en interés de toda la colectividad;

b) la propiedad privada no puede alcanzar a los bienes que son medios de producción (tal vez con excepción de aquellos aptos para empleo individual o familiar);

c) los particulares solamente pueden celebrar entre ellos contratos respecto de los bienes limitados que forman parte de su patrimonio personal, contratos que no podrán afectar el interés colectivo;

d) el trabajo del hombre no puede ser cedido a simples particulares, para beneficio de estos; y no pueden invocarse derechos adquiridos en contra del interés colectivo.

La actitud ecléctica y reformista

[…] La manifestación básica de esta actitud brota de su propósito declarado de escapar a los errores propios del capitalismo y del socialismo. Ha de suponerse, entonces, que buscará su solución propia dentro de una modificación sustancial de cualquiera de ellos, por medio de la incorporación de elementos nuevos que atenúen sus exageraciones y defectos o mediante la selección y síntesis de lo mejor de cada uno. No faltan posiciones eclécticas que se sienten superadoras de la tesis de cada extremo y que, por ello, se declaran una «tercera fuerza», tan original y nueva que nada debe a ninguno; esto parece, en la práctica, tener mucho de ilusión. A todas se las llama, comúnmente, «reformistas».

La crítica que ella recibe desde las otras dos posiciones es implacable. Para el conservador, el reformista es el hombre que prepara el camino al comunismo mediante concesiones sucesivas, que van a producir el derrumbe final de las instituciones existentes y van a permitir la entronización de este régimen. Para el revolucionario, el reformista es el hombre que hace pequeñas concesiones a las aspiraciones populares con el fin de amortiguar las contradicciones de la sociedad capitalista, de adormecer así la rebeldía de las masas oprimidas y de evitar, con ello, el triunfo de la revolución.

Tal vez sean la naturaleza y profundidad de la intervención del Estado en la economía las características diferenciales más propias del género reformismo […]. Pero también pueden encontrarse en él inquietudes centrales de otra especie como prestar apoyo y protección al sector más débil de la relación económica, obtener una mejor distribución de la riqueza y adoptar las medidas para que se haga realidad un más pleno desarrollo humano y una mayor participación de los grupos más desposeídos. También estas, conforme a su grado y amplitud, podrían servir para caracterizarlo.

Estas tendencias empiezan a esbozarse desde fines del siglo pasado, en buena parte impulsadas por la denominada «doctrina social de la Iglesia» y por los planes socialdemócratas; cobran importancia a raíz de los desajustes y desequilibrios económicos provocados por las dos grandes guerras de este siglo y por la crisis de 1929, y van haciéndose realidad progresivamente por medio de disposiciones legales nuevas con sentido social. Ellas auspician, en un comienzo, la acción del Estado en la educación, la vivienda y la salubridad pública y, más adelante, propugnan que se extienda a la fiscalización, planificación e incluso gestión de actividades económicas.

[…] Hay un fenómeno muy importante, producido en el último medio siglo, que significa un cambio fundamental en las estructuras económico-sociales de la casi totalidad de los países del mundo que no han optado por el socialismo y que se ha hecho realidad más allá de teorías políticas o económicas y, en algunos casos, aun en contra de ellas. Se trata de la intervención del Estado en la economía y de la asunción por él de cada día mayor número de funciones de beneficio social o de interés colectivo. Es esta realidad social la que se confunde, en buena parte, con el auge del reformismo.

Precisamente, va a ser el grado de esa intervención estatal lo que va a servir como punto de referencia para clasificar la enorme gama de tendencias reformistas. Dentro de estas caben desde las tesis más limitadas acerca de la intervención económica del Estado al estilo de Keynes, hasta las posiciones de una social-democracia o de un social-cristianismo de avanzada, que pueden admitir hasta a gestión económica directa por el Estado de importantes actividades productivas o de distribución.

El reformista, a diferencia de los que sostienen una actitud conservadora, cree que en la organización actual de la sociedad hay injusticias que pueden y deben ser corregidas […].

La ideología de este grupo mantiene en alto el principio de la dignidad humana; se asienta en manifiesta sensibilidad social y en inclinaciones de piedad humana ante la injusticia y el sufrimiento ajeno; propone una elevación general de la producción de bienes y un progreso en su distribución (desarrollismo), y procura una conciliación entre las diversas clases sociales. Se aprecia en ella una predilecta valoración de la clase media.

En lo político y en lo económico el reformismo más elaborado propone como concepto central la idea tomista del bien común, principio abstracto que sería la finalidad propia de la sociedad civil, el cual puede ser alcanzado solamente si se mejora la condición humana de las mayorías. Ese bien común exige una subordinación a él de los intereses materiales de los individuos. La propiedad privada tiene una función social que cumplir.

Las actividades económicas deben realizarse sin menoscabo de ese bien común y por ello admiten regulaciones y aun restricciones destinadas al respeto de este. Es el Estado, como custodio del bien común y como ente neutral que resguarda el derecho de todos, el que debe implantar legalmente, a través de medidas de intervención directa en las actividades económicas, aquella indispensable regulación dirigida a subordinar el bien individual y privado al bien general de la sociedad. Los pobres y los que se hallan en situación de inferioridad dentro de los procesos económicos, deben ser protegidos.

El Estado ha de asumir funciones nuevas de gran importancia. Aparte de regular las actividades sociales, especialmente las económicas, con el fin de que se enmarquen dentro de las exigencias del bien común, puede restringirlas y, en casos extremos, hasta tomar algunas de ellas a su cargo, desplazando así a los empresarios privados. Con diferencias de grado, se admite el principio llamado de subsidiariedad. El Estado es el supremo conciliador y arbitrador de las pugnas y contradicciones que surgen entre clases sociales o entre grupos sociales importantes dentro de la sociedad. Es también el encargado de obrar como protector de los débiles e indefensos.

La más ansiada esperanza de los que sustentan esta actitud es traer a la vida social un equilibrio interno sustentado en bases éticas, que sería la verdadera justicia social; redistribuir la riqueza para evitar las hondas desigualdades que existen en su repartición actual, y limar las contradicciones sociales. El derecho no ha de tener por objeto en la práctica la protección de determinados grupos o sectores sociales, sino la atención y protección del interés de todos.


Fragmentos de la introducción y el primer capítulo (titulado Intereses, ideologías y derecho) del libro Derecho, política y democracia. Un punto de vista de izquierda, publicado por la editorial Temis en 1983. Extractado por Nueva Revista.

Foto de cabecera: © Shutterstock / Lightspring

Jurista, académico y abogado chileno. Presidente del Consejo de Defensa del Estado entre 1970 y 1972. Fue​ asesor jurídico de Salvador Allende. Tras el golpe de Estado marchó al exilio y regresó a Chile en 1987. Murió en 2006.