Tiempo de lectura: 8 min.

José Ignacio Torreblanca. Coordinador de este número, profesor de Ciencia Política en la UNED, director de la oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations (ECFR) y patrono de la Fundación Felipe González.


Los casi 45 años transcurridos desde la firma, en 1978, de nuestro pacto constitucional han sido, sin duda alguna, los mejores de nuestra historia. En ellos se han resuelto o encauzado de manera satisfactoria los múltiples problemas y conflictos cruzados que han caracterizado nuestro pasado reciente. Gracias a ese pacto, la ciudadanía española disfruta hoy de la gama de libertades más amplia y profunda de su historia, y lo hace, tras haber puesto fin a décadas de aislamiento, junto a las democracias más avanzadas del planeta, de las que es socia y aliada. Esas libertades y derechos se ejercen, además, en un contexto de prosperidad económica también sin parangón en nuestra historia, y lo que es tanto o más importante, también en condiciones de igualdad y justicia social inéditas. Por lo demás, en un país fraguado sobre múltiples identidades y sentimientos nacionales, el reconocimiento de la pluralidad, el respeto de esas identidades y la protección y fomento de las lenguas y tradiciones tampoco tiene precedente.

El monográfico de Nueva Revista «Pactos»

Nada de ello puede ser utilizado para ocultar o minusvalorar los problemas que tiene la España de hoy. Pero sí para ponerlos en contexto. Desde luego, España tiene numerosos problemas: el envejecimiento, la desafección, la polarización, la desigualdad, el mantenimiento de la calidad de servicios y prestaciones públicos esenciales como la sanidad, la educación o las pensiones, la sostenibilidad medioambiental, la productividad o la despoblación. Problemas a los que hay que sumar aquellos que provienen de un entorno internacional cambiante dominado por la reaparición de la guerra en el continente europeo, la fragmentación de la globalización, la crisis del multilateralismo, las rivalidades entre grandes potencias y las dificultades para proveer bienes globales como la salud o el medio ambiente o la gestión de los flujos migratorios generados por un mundo desigual, en conflicto y carente de libertad y justicia social. Contribuir a la solución de esos problemas compartidos con otros es también nuestra obligación, aunque a veces el ensimismamiento nos impida entender cuáles son nuestras responsabilidades internacionales.

Sin embargo, con toda su gravedad y dificultad, los problemas que enfrenta España son, por fortuna, los típicos de los que adolecen las democracias avanzadas más prósperas y libres. En otros términos: lo que España ha dejado de «tener» es un problema o, mejor dicho, en la medida que las tesis sobre el «problema de España» pudieran ser ciertas, lo que es muy discutible y en cualquier caso excedería el propósito y alcance de estas páginas, España ha dejado de «ser» un problema. Y si lo ha dejado de ser, es sin duda gracias al pacto constitucional de 1978.

Como toda construcción, sería absurdo no admitir que en nuestro pacto político se observan algunas grietas importantes. Unas se deben al mero paso del tiempo, que ha desactualizado o puesto en evidencia lenguajes y estructuras de pensamiento que han evolucionado. Otras se deben a la desidia de los ocupantes del edificio, incapaces de mantener algunas estancias en condiciones de uso y habitabilidad. Pero otras se deben al socavamiento activo que algunos actores han practicado.

Unos lo han practicado desde dentro del sistema, como es el caso de los dos grandes partidos políticos, con unas miopías, egoísmos, ventajismos y acaparamientos institucionales (por no hablar de los daños generados por la corrupción y la financiación ilegal de los partidos), incompatibles con su papel sistémico. Otros han ejercido esa labor extramuros practicando un revisionismo cuyo objetivo en modo alguno ha sido ampliar, profundizar o incorporar a nuevas generaciones, sectores o territorios al espíritu y filosofía que alumbró el pacto de convivencia constitucional.

Entre ellos está la derecha radical que representa Vox, con su empeño en negar la pluralidad de identidades y sentimientos que constituye España y su sistemático cuestionamiento de consensos básicos internacionales como la violencia de género o el cambio climático. Les acompaña en la tarea la izquierda populista, empeñada en demoler desde el extremo opuesto la arquitectura constitucional misma con su propuesta de un modelo republicano y federalista que supondría la ruptura irreversible no ya del marco constitucional, sino del país. Y cierran el trío los irredentismos independentistas, siempre prestos, como se ha podido constatar en la reciente historia de España, primero en el País Vasco de ETA y luego en la Cataluña del 1-0, a partir sus propias sociedades en dos excluyendo y antagonizando a la mitad de su población como paso previo para romper con España.

Algo une a estos tres elementos que se han agrupado bajo una etiqueta impugnatoria: el negar que, en España, como en Europa, el único supuesto sobre el que se puede asentar la convivencia pacífica, la libertad, los derechos y la prosperidad es bajo esa divisa que en la Unión Europea se formula como «Unidad en la diversidad» y que nuestra Constitución dibuja en su artículo 2 articulando una nación política sobre un lienzo de diversidad de sentimientos e identificaciones.

No se trata de sacralizar el pacto constitucional ni de convertirlo en un tótem al que interpelar para resolver mágicamente nuestros problemas. En absoluto. La Constitución se puede y se debe reformar, pero siempre que se reproduzcan las capacidades de acuerdo que la forjaron. Y en ausencia de esas reformas, los pactos entre las grandes fuerzas políticas pueden permitir resolver mediante leyes orgánicas muchos de los grandes problemas que enfrentamos. De lo que se trata es de entender que con los mimbres que nos ha dejado la historia reciente, las diferencias (legítimas) que nos caracterizan, y los desafíos que nos plantea el presente y futuro, solo los acuerdos son capaces de movilizar las energías para progresar, individual y colectivamente.

Un buen número de esos pactos y acuerdos se analizan y discuten en este monográfico, cuya coordinación he asumido por encargo de la Fundación Felipe González, de la que me honra ser Patrono, y de Nueva Revista, a cuyo equipo quiero agradecer su trabajo y cuidadosa edición de los textos. Para diseccionar dichos pactos, entender cómo funcionaron, qué aportaron al progreso del país, qué aprendemos de ellos y cómo mantenerlos vivos y renovarlos de cara al futuro, hemos invitado a dieciséis autores de primer nivel provenientes de diversos campos del conocimiento académico, la praxis profesional y el activismo político. A lo largo de las siguientes páginas, y de la mano de sus autores, los lectores se adentrarán en una reflexión que hemos estructurado en tres partes desde tres ángulos complementarios.

En la primera, «el valor de los pactos», Víctor Lapuente nos señala una gran paradoja: que cada vez discrepamos más sobre diferencias que cada vez son más pequeñas y que se refieren a problemas sobre los que tenemos poco margen de actuación. Y encima lo hacemos de forma airada y pasional, con una dramática consecuencia: el estancamiento económico de nuestro país. A continuación, José Juan Toharia nos señala otra gran contradicción: que frente a la idea extendida de que la sociedad está dividida y enfrentada y que penaliza a los que pactan, la realidad es la contraria: la sociedad sigue siendo pactista, son los políticos los que han dejado de hacerlo, especialmente en el ámbito nacional, en contraste con municipios y comunidades autónomas, donde se pacta mucho más de lo que parece. Por su parte, Ignacio Urquizu examina la dinámica de los gobiernos de coalición y también nos deja una observación contraintuitiva: en ocasiones, puede ser más rentable pactar el gobierno con los diferentes que con los afines, ya que los socios de gobierno corren menos riesgo de entrar en disputas que supongan trasvase de votos entre ellos. Claro que eso exige unas negociaciones muy detalladas y mecanismos de coordinación y gobierno eficaces, lo que no siempre es el caso. Míriam Juan-Torres nos explica cómo y por qué funciona esa gran lacra democrática que es la polarización: se extiende más sobre los sentimientos, las identidades y las ideologías que sobre las políticas, y su consecuencia es que la política sea un juego de suma cero plagado de trincheras y bloques que nadie se atreve o puede cruzar para poder pactar. Por último, Soraya Sáenz de Santamaría reivindica la capacidad y voluntad de pactar precisamente en los momentos y temas más divisivos y de mayor enfrentamiento como vía para resolver los problemas de gran complejidad que enfrentamos y así desinflamar y prestigiar de nuevo la política.

En la segunda parte, «los pactos que somos, pactos para la convivencia», se analizan los mimbres con los que se ha tejido y salvaguardado la convivencia en la España democrática. Javier Moreno se adentra en el pasado reciente para mostrar que nuestro denostado siglo XIX tuvo y mantuvo un importante núcleo de pactos que, con todas sus imperfecciones y disfuncionalidades, permitió progresos importantes, entre ellos, una Constitución, la de 1876, inusualmente longeva (cuarenta y siete años). A continuación, Juan Moscoso examina los Pactos de la Moncloa, a los que también se refiere el presidente González en su prólogo, y enfatiza cómo consiguieron generar una dinámica de acuerdos y de confianza entre interlocutores políticos, económicos y sociales clave para resolver los problemas económicos del país, encauzar las negociaciones constitucionales y dejar instaurada e institucionalizada una dinámica de concertación y negociación colectiva que ha pervivido hasta nuestros días. Por su parte, José Enrique Serrano, en un texto que estará accesible próximamente en la versión en línea de la revista, analiza los elementos básicos que permitieron alcanzar el pacto constitucional. Le sigue Ramón Jáuregui con un análisis de una de las piezas más centrales, pero a la vez más delicada y frágil de nuestro entramado constitucional y de convivencia: el pacto territorial, siempre objeto de fricciones e incluso amenazas de desbordamiento, y cuyas posibles avenidas para la reforma discute en profundidad. Continúa Fátima Báñez con un detallado examen de los pactos sociales en España, también objeto de amplios acuerdos entre gobierno y oposición, imprescindibles para poder materializar los derechos que se proclaman en la Constitución y que muy oportunamente enmarca en un contexto internacional y europeo que nos habilita y a la vez obliga a esa concertación continua. Concluye José Antonio Zarzalejos con uno de los pactos de más alcance y profundidad alcanzados en España entre los dos grandes partidos: el Pacto Antiterrorista, reflejo de una sociedad ansiosa de disfrutar la democracia y ejercer sus derechos y libertades sin las coacciones ni imposiciones de aquellos que pagaron la generosidad de la democracia con ellos con una violencia exacerbada destinada a hacerla naufragar.

En la tercera y última parte del monográfico, «Pactos a los que mirar y en los que mirarnos», ahondamos ese recorrido por los grandes acuerdos que se han alcanzado en este país y sus problemas, limitaciones y necesidades de actualización. Elena Valenciano abre la sección con el Pacto Europeo, otro gran acuerdo que al hacer posible la reconciliación franco-alemana pone fin a los que los historiadores han denominado la «larga guerra civil europea». Se trata, no obstante, de un pacto que, como se ha visto en el contexto de la salvaje agresión unilateral de Rusia a Ucrania, ha vuelto a traer la guerra al continente, y que requiere completarse de tal manera que los valores y principios europeos puedan sobrevivir y hacerse valer globalmente. Por su parte, Cristina Monge nos habla de otro desafío existencial que enfrentamos, el cambio climático, que puede poner en riesgo tanto nuestra prosperidad como cohesión social, además de ser fuente de conflictos internacionales, pero cuya gobernanza es, inevitablemente compleja y descentralizada. A continuación, Ángeles Álvarez se centra en un pacto, el feminista y contra la violencia de género, que ha pasado de concitar un gran consenso político y social a sufrir un doble asedio: desde la derecha radical, empeñado, contra toda la legislación internacional, incluida la Convención de Estambul, en cuestionar su misma existencia, pero también desde una cierta izquierda que adoptando postulados muy dogmáticos, excluyentes y sectarios, ha partido el movimiento feminista en dos y dado alas al cuestionamiento de avances que se creían ya consolidados. En esta sección no hemos querido dejar de mirar al exterior, especialmente al mundo latinoamericano, también víctima de la polarización y huérfana de pactos, y por eso pedimos a Natalia Roa que nos explicara cómo se logró ese gran acuerdo de paz que permitió a Colombia superar la guerra civil más larga y con más víctimas del continente latinoamericano. Concluye María González Romero con un texto que no podía ser más oportuno y necesario como cierre del monográfico pues trata de cómo debemos educar a los niños para desarrollar el hábito y la cultura de pactos y acuerdos que los acompañarán cuando sean adultos.

«Pactos», «acuerdos», no «unanimidad» ni necesariamente «consenso», un término que en ocasiones se muestra tan pesado normativamente y tan absoluto y sin matices que acaba impidiendo el alcance de acuerdos que, por su naturaleza, tienen que ser pragmáticos, incompletos, imperfectos y revisables y ajustables a la evolución de la realidad. Unos son pactos con mayúsculas, otros con minúsculas, unos se conciben como medios, otros como fines, unos crean estructuras en los que la política es posible, otros conceden agencia a los actores para que puedan resolver problemas, unos son más estáticos, otros son más dinámicos. Los pactos, nos dicen los autores de este monográfico, son el mejor y más poderoso antiinflamatorio del que disponemos contra la mayoría de los males que aquejan a nuestras democracias. Son el músculo que permite ejercer la democracia de forma saludable, tanto para las instituciones como para los actores políticos y lograr que la política se ejercite honrando su fin último: servir a la ciudadanía.

Profesor de Ciencia Política en la UNED, director de la oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations (ECFR) y patrono de la Fundación Felipe González.