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Felipe González. Presidente de la Fundación Felipe González y ex presidente del Gobierno (1982-1996).


La esencia del funcionamiento de una democracia eficiente es sumar el máximo de voluntades en los asuntos en los que el país se la juega. Pero se la juega con los intereses de los ciudadanos, no con los intereses de los políticos. Ese es un reclamo constante. Y si alguien piensa que pactar es eliminar el conflicto propio de funcionamiento de una sociedad democrática, se equivoca. Si alguien piensa que la gente castiga al que pacta, se equivoca mucho más. Porque lo que yo percibo hoy, como lo percibía hace 40 años o 45 años, es que los ciudadanos sienten un enorme alivio cuando ven que, en lugar de estarse peleando por cuestiones personales, por destruir al otro, los políticos se ponen de acuerdo. Los ciudadanos no les dicen a los políticos en qué hay que ponerse de acuerdo, sería estúpido que se lo dijeran, pero quieren que pacten. Eso no excluye que te critiquen porque a una parte de los ciudadanos no les gusta que se pongan de acuerdo en esto o en lo otro. Por eso, si no les gusta en qué te has puesto de acuerdo y cómo lo has hecho, tienen derecho a criticarte.

«Pactos», monográfico de Nueva Revista

Los pactos son una constante de toda mi experiencia política, sobre todo de la experiencia política de transición. La esencia de la transición democrática se fundamenta en el logro de un gran pacto entre los que venían del régimen, pero no creían que pudiera sobrevivir el franquismo sin Franco y los que veníamos de fuera del sistema. Para superar el franquismo, primero necesitábamos conquistar parcelas de libertad, ampliar nuestros espacios de participación. Eso era previo. No creíamos que la solución fuera volver a confrontarse unos con otros. Aun así, había mucha tensión: la recuerdo vivamente.

Hay hitos que marcan esa dinámica de negociación, como los Pactos de la Moncloa. Estábamos en una economía arrasada por la crisis del tardofranquismo que no tenía margen de maniobra para enfrentar el shock petrolero, el envejecimiento del aparato productivo y una economía intervenida y aislada. Había muchos problemas acumulados. Los Pactos de La Moncloa eran una necesidad, pero el ministro de Economía, Fuentes Quintana, más que negociar, lo que quería era que firmáramos al pie de lo que él ya traía. Santiago Carrillo, que quería mostrar la voluntad del PCE de cambiar e integrarse en el sistema, estaba dispuesto a decir: «¿Dónde tengo que firmar?». Pero nosotros queríamos pactar, no entregar.

El resultado fue un pacto estrictamente político, no entre interlocutores sociales. Había un pacto salarial, que era muy visible, porque el ajuste de los salarios a la subida de precios estaba creando una espiral inflacionista. Pero detrás de esos había una serie de reformas estructurales, entre las que destacaba un pacto de rentas. Además, había un valor intangible que la gente no quiere ver. Que desde los herederos del PNV hasta los herederos del Partido Comunista, pasando por muchos más que los que después quedaron en las urnas, podíamos sentarnos en una mesa, a hablar, a analizar la situación del país y llegar a la conclusión de que había que pactar un camino. Era un camino difícil y doloroso, pero imprescindible para sacar adelante a nuestro país.

Los Pactos de la Moncloa fueron un entrenamiento que nos dio la perspectiva para llegar a un acuerdo constitucional. Fueron un entrenamiento psicológico, a través del diálogo y la búsqueda de un interés general para salvar una situación crítica de transición entre un régimen como el de Franco y una democracia. Cuando llegamos a pactar la Constitución, eso ya estaba rodado.

He sido y soy partidario de los pactos, especialmente los pactos de centralidad. Estos fortalecen no solo la democracia, sino también el destino de un país. Cuando estos pactos de centralidad desaparecen, el país se debilita, se polariza, pierde fuerza y credibilidad tanto interna como internacionalmente. Y ahí es donde estamos ahora. Podemos verlo en todas las democracias, prácticamente en toda América Latina, donde la democracia está mediada pero no fracturada. También vemos el ejemplo de Estados Unidos, que encabezó ese consenso durante años y rompió esa tendencia, algo que parecía imposible. ¿Cuál es la diferencia entre el Lula que accedió a su tercera presidencia y el Lula que llegó a la presidencia en enero de 2003, hace veinte años? La diferencia es que la sociedad brasileña antes era de convivencia y dejó de serlo con la llegada de Bolsonaro. Se fracturó irremediablemente.

Pensando en el contexto español, hay propuestas que podrían tener sentido si no estuviéramos atrapados en bloqueos políticos. Hace seis meses tendrían más sentido que ahora, que es más difícil. Busquemos soluciones en las que la lista más votada sea aceptable cuando no haya otra opción. ¿Qué pedimos a cambio de permitir gobernar? No pedir nada. Si no pides nada, tendrán que llegar a acuerdos en cada proyecto de ley y en el presupuesto. ¿Por qué no se transmite esa experiencia política acumulada? Me gusta lo que dice el lema del Partido Socialista portugués en la celebración de su 50 aniversario: «Futuro con historia». Tenemos que renovar nuestra caja de herramientas, pero no podemos abandonar nuestra historia, porque eso significa abandonar nuestra identidad y de dónde venimos. Nuestro pasado condiciona nuestro futuro. Hay espacios para hacerlo. 

Presidente del Gobierno entre 1982 y 1996.