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María Victoria López-Cordón. Catedrática emérita de Historia Moderna de la Universidad Complutense. Aunque su especialidad ha sido la Edad Moderna y la historia de las mujeres, se doctoró con una tesis sobre el periodo 1868-1874, de la que saldría el libro La revolución de 1868 y la I República.


Avance

1868 es una de esas fechas que sobresalen en la historia de España. Es el año en que Isabel II se ve obligada a deja el trono y exiliarse, a causa de lo que tradicionalmente se ha conocido como la Revolución Gloriosa. Esos calificativos (revolución y gloriosa) han sido, sin embargo, rebajados por los historiadores. Aquel movimiento es visto desde hace tiempo como un reajuste de un sistema que había llegado al agotamiento. Como escribe la profesora María Victoria López-Cordón, que dedicó su tesis al llamado sexenio revolucionario (1868-1874) y escribió una interesante y útil síntesis, la revolución se inició, pero no logró hacerse realmente con el poder, la Gloriosa no creó nada nuevo y la continuidad esencial de nuestro proceso histórico atraviesa indemne el periodo revolucionario.

En todo caso, la multiplicidad de fuerzas (políticos, militares, intelectuales, clases populares) que confluyeron en aquel movimiento, lo hacen especialmente interesante. Como interesante es verlo en relación con los hechos contemporáneos que se dieron en Europa y, concretamente, en Francia. No son pocas las similitudes del caso español con otros europeos, como las crisis económicas que sufrieron: unas, de subsistencias, todavía propias del Antiguo Régimen, y otras, propias de una economía capitalista moderna. En España y el resto de Europa son los años en que la burguesía pasa de revolucionaria a conservadora, una vez que considera que sus reivindicaciones de lograr un régimen político y una economía liberales, se han satisfecho. En adelante, será un proletariado que, hasta ese momento, no ha constituido un movimiento autónomo, siendo dependiente de los partidos burgueses más radicales (demócratas y republicanos), quien protagonice las siguientes revoluciones.

Además de presentar la descomposición de un régimen, el 1868 español permite ver al trasluz ese proceso.


Artículo

Hace diez años, con ocasión de un ciclo de conferencias sobre el periodo 1868-1874, la profesora, y directora de la Real Academia de la Historia, Carmen Iglesias sostenía que 1868 es una de las fechas claves del siglo XIX, junto con 1808 y 1833, año de la muerte de Fernando VII, que marca el fin del Antiguo Régimen. Lo que ocurrió ese año fue una dizque revolución que pasó a la historia como la Gloriosa. Lo cierto es que los historiadores, de modo muy generalizado, han puesto en cuestión el carácter revolucionario de los hechos de aquel año y, consecuentemente, su condición de gloriosos. Como escribiera en su día la profesora María Victoria López-Cordón en su libro La revolución de 1868 y la I República (Siglo XXI, 1976), que seguiremos en este artículo, «la revolución se inicia, produce un corte brusco con la legitimidad anterior, salta a la tribuna y a la calle», pero «no logra hacerse realmente con el poder, o lo que es lo mismo, no logra la coherencia necesaria entre el poder político, el económico y el social».

Es cierto que en 1868 se derrocó a una dinastía, pero también que, solo seis años después, esa dinastía retornaba al trono, y lo hacía nada menos que en la persona del hijo de la reina derrocada. En todo caso, ese sexenio comprendido entre derrocamiento y Restauración (la palabra daría nombre al periodo siguiente) ha sido calificado también de revolucionario, término que se ha impuesto sobre el de democrático, usado también en ocasiones.

Independientemente de la profundidad de las transformaciones ocurridas en el sexenio, el destronamiento de Isabel II en 1868, así como la proclamación, algo más de cuatro años después, de la I República española (con el intermedio de la monarquía de Amadeo de Saboya), mantienen su fuerza simbólica y su carácter de referentes, ya que habría, como es bien sabido, una segunda expulsión de los Borbones y una Segunda República en 1931. Por lo que sí cabe considerar a 1868 como una fecha clave, y se comprende el atractivo que el periodo sigue despertando. Muy estudiados, tanto el año como el sexenio, desde diversos puntos de vista, no abundan, sin embargo, los trabajos de síntesis dedicados al periodo. El citado de María Victoria López-Cordón, fruto de su tesis doctoral, conserva todo su interés precisamente por ese carácter de síntesis global, frente a otros estudios centrados en aspectos parciales.

La burguesía revolucionaria

Antes de entrar en el análisis de hechos y causas, puede resultar útil ver el contexto europeo, concretamente el caso de Francia, el país que mejor encarna el proceso histórico que se estaba desarrollando en Europa. Sin duda, cambiar una dinastía por otra más liberal, como pasó en España, hace pensar inmediatamente en el caso francés de cuatro décadas antes, cuando, en 1830, las jornadas (llamadas también gloriosas) de julio acabaron —allí, sí, definitivamente— con los Borbones para entronizar a Luis Felipe de Orleans, significativamente llamado el rey ciudadano. 1830 es un jalón importante de un proceso del que, a su modo, también participa España. Con la prudencia con que hay que manejar estos resúmenes simplificadores, el proceso sería el siguiente: Desde la Restauración francesa de 1814, se abre un largo ciclo de estallidos revolucionarios en el que van juntos, en una suerte de frente común tácito, los grupos que podemos definir, de derecha a izquierda, como liberales, demócratas y socialistas incipientes, correspondientes respectivamente a la burguesía más acomodada, la pequeña burguesía y las fuerzas populares compuestas de artesanos y obreros. Una diferencia entre los dos primeros grupos sería su reivindicación del derecho al voto; restringido o censitario por parte de los liberales, universal por parte de los demócratas (no hace falta decir que, en este momento, universal equivale a masculino). Los que, para entendernos, podemos llamar socialistas, añadían a esas reivindicaciones otras de tipo social que perseguían una igualdad no solo legal, sino económica. Ese frente común se rompe en 1848, fecha que puede marcar el abandono de la revolución por parte de la burguesía y el nacimiento del movimiento obrero o socialista, ya autónomo. Curiosamente —o no— ese es el año en que aparece el Manifiesto comunista. El 1868 español podría verse entonces, y así lo ha sido en ocasiones, como nuestro 1848.

En efecto, según el historiador Miguel Artola, 1868 es «la última ocasión en que la burguesía protagoniza un movimiento revolucionario». En cuanto a lo que en ese momento puede considerarse movimiento obrero español, también está anclado a las fuerzas burguesas hasta, por lo menos, el momento de la gloriosa: «La fuerza política que capitalizó la confianza obrera fue el partido democrático-republicano», escribe Casimiro Martí en el tomo correspondiente de la Historia de España dirigida por Manuel Tuñón de Lara. Por su parte, Josep Fontana explica que una parte considerable de la población (el elemento popular) no se resignaba a que se le negase toda participación activa en la política, y había perdido la esperanza en los caudillos. De esa experiencia «nació la alianza de las organizaciones populares y el movimiento obrero con los demócratas partidarios de la república federal». Alianza que duró hasta poco después del 68, «cuando, cansados de que se les dijera que los objetivos sociales debían dejarse para más adelante, los trabajadores decidieron apartarse de la política parlamentaria y escoger sus propias vías hacía el cambio». Y a partir de ahí, «estas masas van a convertirse en protagonistas de la historia», dice Fontana en el tomo dedicado al periodo en otra Historia de España más reciente (no tenemos noticia de ninguna posterior), dirigida por él mismo y Ramón Villares.

A esa emancipación de un incipiente movimiento obrero que ya había dado muestras de actividad en las décadas anteriores, actividad centrada sobre todo en perseguir la libertad de asociación, ayudarían los contactos con los hombres de la I Internacional —fundada en 1864—, prácticamente inexistentes o «tan leves como efímeros» (Tuñón de Lara) antes de 1868.

Las causas de la revolución

En cualquier caso, ¿cuáles fueron las causas o circunstancias que llevaron al estallido del 68? Como siempre, fueron complejas; «profundas unas, coyunturales otras», distingue López-Cordón. En España vuelve a ocurrir en 1866-1868, la misma doble crisis que había azotado a Francia y otros países de Europa en los años previos a 1848: una crisis tradicional, alimenticia o de subsistencias en el mismo 1868, y una crisis financiera, típica de la sociedad moderna capitalista, en 1866. Aunque algunos historiadores económicos o inclinados a la economía han subrayado la importancia de esta segunda, como Vicens Vives («la catástrofe del 66 fue la madre de la revolución del 68») o Nicolás Sánchez Albornoz; otros, caso de Miguel Artola, han restado importancia a ese factor económico, sobre todo a la crisis financiera. Lo hacía en la primera edición, de 1973, de su libro La burguesía revolucionaria (1808-1874), y lo enfatizaba en la edición corregida, de 1990, de ese mismo título; afirmando en ambos casos que «el origen de la revolución hay que buscarlo en las contradicciones inherentes al régimen de 1845».

María Victoria López-Cordón: «La revolución de 1868 y la I República». Siglo XXI, 1976

Esa explicación más política es la que parece haberse impuesto. La propia López-Cordón, en el trabajo que nos ocupa, sin desdeñar los motivos económicos, parece dar la razón a esa tesis cuando concluye que «los hombres del 68… nunca pretendieron más que acomodarse un poco mejor» en el país. Esa frase, a modo de resumen, ilumina retrospectivamente los acontecimientos del sexenio, que no habría sido sino una suerte de reajuste del sistema. Probablemente, sería exagerado aducir aquí la famosa y manoseada frase de El gatopardo, pues algunas cosas sí cambiaron; pero la experta López-Cordón se refiere a «la continuidad esencial de nuestro proceso histórico, que atraviesa indemne el periodo revolucionario. La Gloriosa no crea nada nuevo, no hace más que explicitar fuerzas sociales, sentimientos e ideologías, formadas lenta pero ininterrumpidamente a lo largo del siglo».

Lo que, esencialmente, se produce en 1868 es el agotamiento de un régimen. Como ha dicho la autora de la que es, sin duda, la biografía de referencia de Isabel II, la catedrática de la Universidad de Valencia Isabel Burdiel, «Isabel II fue desvaneciendo progresivamente todas las expectativas que se habían depositado en ella como representante de la libertad y el constitucionalismo. Fue incapaz de comprender y aceptar lo que era bandera de los liberales, que la reina es servidora de la nación, no su propietaria. La desilusión y la frustración fueron mayores precisamente por esas expectativas previas». En opinión de esta historiadora, los dos grandes vicios de la reina fueron el de imponer su capricho personal en los nombramientos políticos y apoyarse en un solo partido, el moderado, o incluso en una fracción de éste, la más reaccionaria. Eso último fue reduciendo el espacio de la monarquía. No solo estaban fuera del sistema partidos como los carlistas o los demócratas, sino que las rivalidades y desencuentros entre los que estaban dentro llevó al retraimiento de otros, como los progresistas (y aquí conviene advertir, con López-Cordón, que «solo por una simplificación del lenguaje podemos llamar partidos a los grupos que están en el poder en los años anteriores a la Revolución», poco más que clientelas políticas). La base de la monarquía se reducía a unionistas (de la Unión Liberal, que acabarían abandonando el barco) y moderados, en lo político, con el apoyo de la nobleza, la Iglesia y el Ejército (hasta que dejó de hacerlo), en lo social.

Protestas y represión

El desgaste, por supuesto, venía de atrás. A mediados de la década se produce esa clásica espiral de protestas-represión-aumento del descontento y las protestas. El gobierno se iba endureciendo, como se mostró de modo fehaciente en la represión en 1865 de la famosa noche de San Daniel («una algarada de los estudiantes universitarios que alcanza la categoría de revuelta y trasciende del ámbito universitario gracias a la capacidad agitadora de progresistas y demócratas», y que se configura como «la primera gran revuelta intelectual del siglo XIX», según Ángel Bahamonde y Jesús A. Martínez); o en la más grave insurrección de suboficiales del cuartel de San Gil al año siguiente, saldada con decenas de fusilamientos, fusilamientos que parecieron pocos a la reina, pero horrorizaron a un joven Galdós que presenció la conducción de los sargentos al patíbulo. Dos meses después, en agosto del 66, los progresistas y los demócratas firmaron el pacto de Ostende, al que más tarde se sumarían los unionistas, que abogaba por la destrucción de «lo existente» y la elección por sufragio universal directo de una Asamblea Constituyente. Todavía en el 67 hubo otro levantamiento frustrado.

El refranero español abunda en expresiones sobre la fatalidad o las desgracias, como que estas nunca vienen solas o que, al perro flaco, todo le son pulgas. La naturaleza se sumó a los males de la reina al llevarse a su seno entre finales del 67 y la primavera del 68 a dos de sus apoyos más firmes: los generales O’Donnell (aunque este, en tanto que unionista, ya se había alejado de la reina) y Narváez, frecuentes presidentes del gobierno a lo largo de su reinado. El nuevo jefe del gobierno, González Bravo, «no hizo más que profundizar el vacío en torno a la Corte» (López-Cordón).

Los motivos económicos, pues, no estuvieron totalmente ausentes del movimiento de 1868, en tanto que se dio esa crisis de las dos economías que coexistían en España: la tradicional y la moderna capitalista; bien que esta última, un tanto precaria, centrada en la banca y el ferrocarril (los bancos apoyaban al ferrocarril como en nuestros tiempos al ladrillo). «El hecho es importante y por ello debe considerarse en la base de los acontecimientos», dice López-Cordón. Hubo, por un lado, pánico financiero; y, por otro, encarecimiento, escasez y hambre. La escasez —de nuevo López-Cordón— no fue la causa, pero sí un factor que llevó a ciertos sectores a sumarse al movimiento. El propio Artola considera esa crisis de subsistencias como el detonador del estallido. Se produjeron motines y la posibilidad de un levantamiento estaba en el aire.

La multiplicidad de grupos implicados (militares, políticos de distinto signo, intelectuales, obreros, campesinos) fue a la vez la fuerza y el talón de Aquiles de la revolución. Si sirvió para dejar en absoluta soledad a Isabel II y su camarilla, imposibilitó una reivindicación común que conjugara las de dichos grupos. Esto fue palpable en el manifiesto del pronunciamiento de Cádiz que representa el levantamiento contra la reina, «un auténtico prodigio de ambigüedad política», al decir de Fontana, con aquel «Abajo lo existente. Viva España con honra».

Frente a esa vaguedad del elemento militar que se pronuncia en Cádiz, y a sus propósitos, que se limitan a cambiar a la reina y la Constitución, los partidos progresista y demócrata crean juntas revolucionarias, cuyos manifiestos, especialmente los de Sevilla y Málaga, plantean cuestiones más concretas y avanzadas, como el sufragio universal, la soberanía nacional o las libertades de imprenta, enseñanza, asociación y cultos.

A los actores citados cabe añadir a los intelectuales, que «consolidaron un discurso alternativo, pero no engendraron las causas de la revolución» (Bahamonde y Martínez).

El carácter predominantemente político y escasamente revolucionario de 1868, que se limitó a cambiar el régimen moderado del 45 por otro de carácter demoliberal, ha sido puesto de manifiesto por quienes se han ocupado de él. A lo ya citado de López-Cordón, se puede añadir de nuevo a Bahamonde y Martínez: «La revolución de septiembre se nos aparece como un hecho de minorías, que se engendra en el interior de las élites políticas, más que como una revolución popular», aunque «resulta evidente la importancia del elemento popular en todo el entramado». O a Fontana: «la revolución de 1868 fue un movimiento organizado desde arriba por políticos y militares que tenían unos objetivos limitados: acabar con el bloqueo del sistema parlamentario que impedía el acceso al poder de los progresistas e implantar unas medidas de urgencia para resolver la mala situación económica, en particular la de las empresas ferroviarias».

Que, tras el triunfo de la revolución, a raíz de la decisiva batalla de Alcolea, el encargado de formar gobierno fuera el general Serrano, ratificó la orientación monárquica de un movimiento que quedaba en manos de los más moderados de sus componentes.


Foto: el dibujo de Vicente Urrabieta y el grabado de Enrique Laporta Valor aparecieron en la revista española El Museo Universal el 18 Octubre de 1868 con el pie de foto «La Puerta del Sol en la mañana del 29 de septiembre». La imagen está en dominio público, en Wikimedia Commons, y se puede consultar aquí.

Periodista cultural.