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Christopher Clark. Catedrático de Historia en la Universidad de Cambridge. En España ha publicado Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914; Tiempo y poder. Visiones de la historia. Desde la guerra de los Treinta Años al Tercer Reich y Las trampas de la historia. De Nabucodonosor a Donald Trump.


Avance

Christopher Clark: «Primavera revolucionaria (La lucha por un mundo nuevo, 1848-1849)» Galaxia Gutenberg, 2024

Las revoluciones de 1848 fueron una sacudida europea que implantó la hegemonía del orden liberal y la mayoría de edad de la izquierda moderna. Un acontecimiento de dimensiones monstruosas, dice el autor del libro, que desafía cualquier intento de simplificación. Christopher Clark ha necesitado de ochocientas páginas para resumir este proceso. Su trabajo empieza con una mirada a los años previos, marcados por la desigualdad social, las crisis y los disturbios. Con todo, las crisis sociales fueron un telón de fondo de las revoluciones del 48, pero no su causa directa. Esta fue predominantemente política. Las palabras que recorrieron Europa en aquellos meses eran constitución, libertad, libertad de prensa, de asociación y reunión, reforma electoral. Junto a ellas, se exigía también la ampliación del derecho al voto (en Francia, por ejemplo, solo el 1% de la población lo tenía), uno de los caballos de batalla más característicos.

Como detectó Tocqueville, la revolución estaba en el ambiente, la tempestad se vislumbraba en el horizonte, aproximándose. «Todas las cosas y todo el mundo estaban en movimiento», los despachos de los editores de periódicos eran cuarteles generales de la insurrección, desde donde se articulaba la opinión pública, y no faltaban conspiradores para los que la clandestinidad era un modo de vida, yendo de un lugar a otro, de una lucha a otra, de un riesgo a otro. Sus sociedades secretas tenían poco impacto real, pero asustaban y preocupaban a las autoridades. La revolución, sin embargo, no vino de allí, no fue efecto de una conspiración planificada. 1848 fue algo más rudimentario, multifocal y socialmente profundo, que se desarrolló en tres tiempos: la agitación, las divisiones entre revolucionarios y la contrarrevolución, acompañada de una segunda ola de revueltas más radicales. Los clubs de lectura y los cafés estaban atestados; quien tuviera un periódico tenía que subirse a una silla y leerlo en voz alta. Las calles y las plazas «fueron los espacios donde la gente formó parte de algo superior a ellos» y las transformaciones desencadenadas por la revolución se volvieron visibles y audibles.

Al final, y más allá de la dura represión, no se dio una total vuelta atrás. Se produjeron cambios constitucionales perdurables. Lo que también se produjo fue una escisión fundamental en lo que, hasta entonces, era el frente revolucionario formado por liberales y radicales. «La visión liberal de una metapolítica centrada en la mediación discursiva de intereses», dice el autor, era entonces indispensable, y lo sigue siendo hoy. Pero los radicales acertaban al buscar la justicia social y combatir la desigualdad extrema que erosionaba el tejido del orden político. «El hecho de que liberales y radicales no supieran escucharse entre sí fue uno de los principales impedimentos para emprender una transformación política más profunda. Cuando los liberales tachaban a los demócratas de comunistas y los radicales ridiculizaban los parla-parla-parla-parlamentos de los liberales, estaban poniendo en escena una de las principales tragedias de 1848», concluye Christopher Clark.


Artículo

«Hay algo en las revoluciones de 1848 que desafía toda sinopsis», dice su autor al final de este libro, refiriéndose a la interminable dispersión de las localizaciones, el enjambre de protagonistas, la cacofonía de afirmaciones y opiniones contradictorias que se dieron. 1848, afirma, es un acontecimiento de dimensiones monstruosas, en el que entran cuestiones nacionales, agrarias, políticas, sociales… Christopher Clark recuerda lo que dijera su director de tesis, Jonathan Steinberg: «¡Llevo veinte años enseñando este tema y todavía no lo entiendo!». Y él mismo concluye: «No puedo afirmar si he llegado a captar o a entender todo ello». Lo dice al final de ochocientas páginas de texto dedicadas a rastrear esa multitud de protagonistas, localizaciones, voces y cuestiones implicadas. Y antes, ya ha hecho observaciones que dejan bien patente la complejidad casi inabarcable de los acontecimientos de 1848, la llamada primavera de los pueblos, «la única revolución auténticamente europea que ha habido jamás». «La narrativa se desborda, el historiador se desespera», escribe en algún momento, a propósito de una secuencia de hechos capilar, marcada por complicados circuitos de retroalimentación. O esta significativa cita de Bertolt Brecht, al final: «También nosotros sentimos incertidumbre y decepción cuando cae el telón y todas nuestras preguntas siguen abiertas».

Queda claro que 1848 requiere una aproximación lenta, prudente, paciente, minuciosa. Justo lo que ha hecho este reconocido historiador en un libro que, si no se puede calificar de definitivo (nada lo es en la historia, y menos en un asunto como este), sí de imprescindible. Si al cabo de sus ochocientas páginas queda algún cabo suelto o alguna pregunta en el aire, eso se compensa sobradamente con, por un lado, las toneladas de información que aporta, y, por otro, con las reflexiones de tipo general que hace el autor.

Una primera, básica y tradicional aproximación a las revoluciones del 48 (que, como es sabido e indica el subtítulo del libro, se extendieron al 49), las muestra como el momento en que un tácito frente común formado hacia 1815 y compuesto de liberales, demócratas y socialistas, se rompe, abandonando la burguesía un barco que, en adelante, tripularán las fuerzas populares que ya se pueden llamar socialistas o comunistas (el Manifiesto de Marx y Engels aparece justamente en febrero del 48). Esa coexistencia de diversas fuerzas políticas, correspondientes a distintos sectores sociales, se percibe en cuadros emblemáticos de la época, como el famosísimo de Delacroix, en el que coinciden levitas y sombreros de copa con camisas y gorras proletarias, o en el no menos famoso para nosotros Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros. Con la infinidad de matices y detalles que se quiera, ese esquema básico puede darse por bueno. Oigamos a Christopher Clark: «Los liberales habían logrado su revolución, o eso parecía, pero no así la izquierda». «El desafío de la izquierda reveló hasta qué punto se habían distanciado los modos de entender la revolución por parte de los radicales y liberales moderados». Para los radicales parisinos, el proceso no había hecho más que empezar. Para ellos, los de la bandera roja, la revolución era una transformación social, la mejora estructural de las desigualdades sociales. Para los liberales, los de la bandera tricolor, era la reforma política, y la mayoría de ellos eran reacios a ligar la autoridad política con la satisfacción de demandas sociales. «En 1848, los liberales tenían la esperanza de estabilizar la revolución en el punto preciso en que ellos y sus políticas estuvieran próximos a colmarse». Además, para los socialistas, 1848 «fue un momento grandioso de llegada»; aparecieron nuevos periódicos socialistas y nuevos líderes socialistas obreros, y pensadores socialistas se convirtieron en destacadas figuras públicas.

Antes de la revolución

A propósito de esa ruptura que anuncia un tiempo nuevo, y como colofón a los acontecimientos del 48, Clark deja esta interesante reflexión que mira al presente y —casi diríamos— nos interpela: «La visión liberal de una metapolítica centrada en la mediación discursiva de intereses es hoy tan indispensable como lo era entonces. Pero los liberales eran también una constelación de grupos de interés. Los radicales hacían bien en denunciar sus puntos ciegos y las inconsistencias surgidas del propio interés; los argumentos radicales a favor de la democracia y la justicia social fueron un correctivo esencial contra el elitismo liberal. Los radicales fueron los primeros en comprender… que la desigualdad extrema iba a erosionar el tejido de un orden político si no se lograba integrar a los estratos sociales más pobres. El hecho de que liberales y radicales no supieran escucharse entre sí fue uno de los principales impedimentos para emprender una transformación política más profunda. Cuando los liberales tachaban a los demócratas de comunistas y los radicales ridiculizaban los parla-parla-parla-parlamentos de los liberales, estaban poniendo en escena una de las principales tragedias de 1848».

Lo anterior, por lo que respecta al desenlace. En el principio, fue un mundo de gran desigualdad, muy duro para las clases bajas, de crisis e insurrecciones. El primer capítulo del libro plasma ese mundo y la oleada de informes, muy atentos a la estadística (hay una nueva conciencia de observación meticulosa de la realidad), sobre la cuestión social de esas décadas, en la que destaca el trabajo infantil desde los siete u ocho años. En ese contexto, no faltó una doble crisis, agraria e industrial, en los años 1845-47, que provocó revueltas de subsistencia. Antes, había habido graves revueltas y disturbios en muchos lugares, destacadamente en Lyon y Silesia. Pero el descontento social, advierte el autor, no provoca revoluciones; de ser así, estas serían mucho más frecuentes. El vínculo entre el disturbio social y la agitación revolucionaria no fue tan directo en 1848. La mayoría de las crisis de subsistencia de los años 40 habían terminado cuando estallaron las revoluciones de 1848, y la geografía del hambre de 1845-47 no coincide con la geografía de la revolución de 1848-49; las zonas de mayor hambruna no fueron las más activas en el 48. Los motines de subsistencia no fueron heraldos de la revolución; sus protestas no fueron radicales en el sentido político. Y las de los tejedores y otros obreros, aunque pudieran ser sofisticadas desde el punto de vista organizativo, eran reacciones esporádicas a situaciones de emergencia sin adhesión alguna a movimientos de oposición. Esas protestas sociales adolecieron de miopía política. El sufrimiento material de los europeos de entonces sí fue el telón de fondo de los procesos de polarización política que llevaron a las revoluciones, y fue el principal motivo que llevó a muchos a participar en los disturbios. Las demandas de tejedores, campesinos y aprendices de artesanos, referidas al salario mínimo o el control de precios, se oyeron en el 48 y rivalizaron con los llamamientos a la reforma política. Pero no toda esa turbulencia fue revolucionaria en el sentido afirmativo de los objetivos perseguidos por los intelectuales liberales o radicales.

Primacía de la política

«Las revoluciones son acontecimientos políticos, procesos en que la política goza de cierta autonomía», sostiene Christopher Clark. Advirtiendo que en la Europa continental de 1848 no existían partidos consolidados como hoy existen, sino «redes deslavazadas de facciones formadas por personas afines», ni «ideologías con autoridad doctrinal, sino más bien un archipiélago de textos y personalidades», el autor señala dos grandes grupos políticos revolucionarios. Por un lado, un liberalismo «rico, diverso, arriesgado y vibrante», que rechaza los privilegios de cuna, pero defiende el privilegio de la riqueza; exige igualdad política sin insistir en la igualdad social; abraza la representación, pero rechaza la democracia; admira la revolución de 1789 y aborrece la de 1793. Los liberales parecían revolucionarios a los partidarios del antiguo orden y obcecados partidarios de los intereses de la propiedad a los críticos de izquierdas. No eran demócratas, creían en la limitación del voto. Y les gustaban los mercados: «Resulta difícil imaginarse la magia subversiva que aún emanaba de la idea de mercado en aquella época», dice Clark.

Por otro, los radicales, un término —con el que el autor engloba a los que arriba hemos denominado demócratas y socialistas— aún menos preciso que el de liberales. Querían el sufragio universal y, frente a la competencia económica que defendían los liberales, y ellos consideraban socialmente tóxica, les interesaba el modo en que se distribuía la riqueza. Su retórica describía un orden social maniqueo que enfrentaba a los trabajadores impotentes con los ricos ociosos. El socialismo, antes de Marx y Engels, era, más que una teoría específica, «un diverso biotopo de escritos especulativos y movimientos reformistas».

A esos dos grupos hay que añadir la fuerza emergente del nacionalismo, a la sazón una emoción más que un conjunto de principios o argumentos. La exaltación de la nación conllevaba una carga ideológica radical. No proponía, pero sí implicaba, una especie de soberanía popular, ya que la nación residía en los pueblos, no en las dinastías.

En un trabajo atractivo también desde el punto de vista literario, Clark describe el panorama previo al 48, cuando «todas las cosas y todo el mundo estaban en movimiento», en unos años «marcados por el fluir y la transición, donde la dirección del viaje es más difícil de predecir, cuando formas dispares de identidad y compromiso se ven imprevisiblemente entrelazadas»; algo que forma parte de la fascinación de aquellas décadas. Estaba en el aire la revolución. Tocqueville advirtió que la tierra volvía a temblar en Europa, había en el aire un vendaval de revoluciones y la tempestad se vislumbraba en el horizonte, aproximándose. En aquel ambiente cargado, destacan personajes como Blanqui o Buonarroti, para los que la conspiración tenía un estatus casi sagrado y la clandestinidad era su modo de vida y «cuyas andanzas los llevan de un lugar a otro, de una lucha a otra, de un riesgo a otro». Destacaban también los editores de periódicos, cuyos despachos eran cuarteles generales de la insurrección. Los periódicos articulaban y organizaban la opinión pública hasta un punto que resulta inimaginable hoy en día. Del acoso policial que sufrían da idea el que los directores fueran encarcelados tan a menudo que se mantenían habitaciones especiales para ellos. Las sociedades secretas y redes radicales tenían un escaso impacto real, pero asustaban a las autoridades, alimentaban las pesadillas de los ministros del interior y atormentaban la imaginación de los conservadores, los liberales moderados y los jefes de policía.

Esas fuerzas de la vieja Europa se prepararon para una revolución que no fue la que estalló. El interés de la policía por las redes clandestinas, y el esfuerzo por erradicarlas y prevenir una revuelta fuertemente organizada y bien planificada, distrajo a las autoridades de una tarea más apremiante, «la de vacunar contra las convulsiones del orden social y político existente mediante reformas económicas de largo alcance». «Las revoluciones que estallaron en 1848 no fueron consecuencia de una planificación ni de conspiraciones largamente pensadas, sino de protestas masivas instigadas por una mezcla de disidencia política y severa dislocación económica», escribe Clark; algo más rudimentario, multifocal y socialmente profundo.

Y lo que encendió la mecha de la revolución fueron motivos políticos. A la cuestión del voto y las peticiones de reformarlo ampliándolo (el voto censitario resultaba cada vez más grotesco y absurdo, dice el autor), se sumó —en Francia, escenario principal del periodo— la aparición inesperada de una causa capaz de unir elementos descontentos y heterogéneos: el derecho de reunión, a raíz de la prohibición de los banquetes. Estos eran, desde la Restauración, una clásica forma para la oposición de hacerse visible socialmente. No eran un elemento insurreccional, sino una herramienta de cohesión.

Un movimiento europeo

Antes de París, Palermo asistió a un levantamiento en enero con características propias. De entrada, se cumplió ese sueño revolucionario de que las masas se echaran a las calles respondiendo a una convocatoria: un cartel anunció la revolución para un día, y la gente acudió; el anuncio de la revuelta bastó para provocarla. En Palermo, además, jugaron un papel los cónsules extranjeros, que fueron una suerte de tribunal moral; y se oyó una acusación a los liberales moderados que resonaría en toda Europa en los meses siguientes, que estos temían más la victoria del pueblo que la de los soldados borbónicos. También resonaron por todas partes las mismas palabras: constitución, libertad, libertad de prensa, de asociación y reunión, reforma electoral. Lo cierto es que los europeos participaban de una cultura política compartida, por lo que las revoluciones, aunque no fueron causa unas de otras, al estilo del efecto dominó (pese a la metáfora de la ola, omnipresente en los estudios sobre el 48), tampoco fueron mutuamente independientes. En todas partes, «los clubs de lectura, los cafés y los establecimientos públicos de todo tipo estaban atestados hasta los topes; cualquiera que se hiciera con un periódico tenía que subirse a una silla y leer el contenido en voz alta».

Clark distingue en ellas tres fases: el periodo febrero-marzo, con agitaciones por todo el continente y la «embriagadora euforia de unanimidad»; la aparición de divisiones en el seno de la agitación, con una enconada lucha de clases, en mayo-junio; y la contrarrevolución y, a la vez, una revuelta radical, dominada por demócratas y social-republicanos, en otoño. Tras el triunfo inicial, las calles y las plazas «fueron los espacios donde la gente formó parte de algo superior a ellos», donde las transformaciones desencadenadas por la revolución se volvieron visibles y audibles. «La ciudad cobró vida como un robot sintiente». Hubo una avalancha de nuevos periódicos, folletos y panfletos que se vendían por unas ciudades en las que se vivía la exaltante coexistencia de la revolución. Se establecieron ritos como las procesiones fúnebres que honraban a los caídos (en Berlín se logró una obra maestra de coreografía revolucionaria). La gente de mediados del XIX, era propensa a hacer historia de sí misma; de modo que la revolución no había hecho más que empezar y ya era posible representarla.

Más allá de esa ebullición, la primera tarea de los nuevos gobiernos era hacer una constitución que canalizara la energía desatada hacia un orden político estable y duradero. Pues cuando triunfa la revolución, la nueva forma del Estado no existe, ni siquiera de forma embrionaria. No había futuros ministros esperando entre bastidores ni una autoridad provisional nombrada de antemano; ni los procedimientos que pudieran gobernar la formación de esa autoridad. «Una revolución que se desarrollara bajo normas de sucesión acordadas no sería una verdadera revolución. La Revolución de Febrero no fue una transición, sino más bien un hiato». En Francia, se estableció una «autoridad revolucionaria» más que un gobierno propiamente dicho. En otros lugares hubo gobiernos muy distintos. Donde permanecían en pie las estructuras de soberanía anteriores (el rey en lugares como Prusia o Nápoles), hubo coexistencia de ministros nuevos y viejos. Hubo gran diversidad de formas en las trayectorias desde la convulsión y el conflicto hasta la casi estabilización de un nuevo orden. En todo caso, las nuevas estructuras eran frágiles, vinculadas a coaliciones sociales que carecían de liderazgo y cohesión.

Los nuevos Parlamentos fueron conservadores en su mayoría, aunque hubiera aumentado la población con derecho a voto (en Francia, por ejemplo, pasó del 1% al 23%). Así, con una mayoría de diputados liberales y conservadores, el Parlamento no fue la continuación de la insurgencia por otros medios, sino el retorno a una situación política ordenada.

Y pese a la represión con que se cerraron, las revoluciones del 48 no fueron un fracaso porque en muchos países produjeron cambios constitucionales rápidos y perdurables. 1848 fue el año de las constituciones. Abrazadas como un instrumento de estabilización política por la gran mayoría de conservadores posteriores a 1848, sirvieron para deslegitimar los desafíos radicales de la izquierda. Pues el orden liberal logró la hegemonía después de 1848.


Foto de cabecera: Barricade dans la rue de Soufflot, à Paris, le 25 juin 1848 por Horace Vernet. CC Wikimedia Commons.

Periodista cultural.