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Simone Weil. (París, 1909-Ashford, Reino Unido1943) Filósofa, escritora, mística y activista. Participó en la Guerra Civil española, como miembro de la Columna Durruti, y perteneció a la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Escribió, entre otros ensayos, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, La condición obrera, Escritos históricos y políticos, La levedad o la gracia y Echar raíces.


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La tesis de este ensayo de 40 páginas —editado junto con otros cinco escritos de Weil por la editorial Carpenoctem—, es que la guerra es «un sombrío encarnizamiento para acumular ruinas inútiles», algo que carece de «objetivo definido que no sea ella misma». Ocurre ahora y ocurría hace tres mil, cuando «se masacraron griegos y troyanos», a pesar de que «a ninguno le importaba demasiado Helena, salvo a París», y  «nadie podía definir entonces ni nunca el verdadero motivo de la guerra, pues no existía. La envergadura del conflicto solo se podía presumir por las muertes que había causado y las masacres previsibles». La autora escribe para los lectores de 1937, solo dos años antes de la Segunda Guerra Mundial, pero sus palabras se refieren a todos los grandes conflictos bélicos. Si lo que se invocaba en Troya era el nombre de Helena, lo que se invoca ahora son «palabras escritas con mayúsculas […] que no quieren decir nada»: tales como «nación, seguridad, capitalismo, comunismo, fascismo, orden, autoridad, propiedad, democracia».

Reflexiona sobre el carácter arbitrario del poder; alude a fascismo y comunismo, las dos ideologías totalitarias en liza en la Europa de los años 30, y afirma que cada bloque «considera al otro, necesariamente, como el mal absoluto, porque sabe que el otro lo aplastará si él no es más fuerte». En la Guerra Civil española —en la que ella misma participó—, la violencia privó de justificación a los supuestos ideales de ambos bandos, y los igualó en «un régimen casi idéntico». Al final la victoria de sus respectivas causas solo podía «definirse por el exterminio del adversario».

Entonces, se pregunta ¿es quimérico resolver conflictos o remediar injusticias sin tener que recurrir a las armas? Weil distingue entre «lucha» y «guerra». La primera es el impulso de la dinámica de toda historia real, y «la guerra», se desencadena por elementos ficticios que, por su carácter irreal, no son resolubles sino mediante la violencia. Es posible solucionar conflictos mediante la lucha, y Weil pone el ejemplo de los plebeyos de Roma que, sin derramar una gota de sangre, «salieron de una condición lindante con la esclavitud y obtuvieron como garantía de sus nuevos derechos la institución los tribunos». Claro que la antigua Roma no conocía «abstracciones, ni entidades ni palabras con mayúscula, ni palabras en ismo» como ocurre en el siglo XX, matiza. Se trata, en fin, de saber discriminar «lo imaginario de lo real para disminuir los riesgos de guerra sin renunciar a la lucha, de la que Heráclito decía que es condición de vida».


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as palabras que Simone Weil escribió en 1937, a solo dos años de la Segunda Guerra Mundial, podrían aplicarse perfectamente a la coyuntura presente: «vivimos en una época en la cual la seguridad relativa que aporta a los hombres cierto dominio técnico sobre la naturaleza queda ampliamente compensada por el peligro de las ruinas y las masacres que provocan los conflictos entre los grupos humanos». Si ese peligro es tan grave, se debe «a la potencia que tienen los instrumentos de destrucción».

La filósofa francesa había participado en la Guerra Civil española, como voluntaria, en las filas de la Columna Durruti, y quedó marcada por el carácter irracional e inhumano de la contienda, tras presenciar el fusilamiento de un joven falangista. Y ante la pugna del fascismo y el comunismo, el expansionismo de la Alemania hitleriana y el riesgo de un nuevo enfrentamiento bélico en Europa, escribió el ensayo No empecemos otra vez la guerra de Troya. La editorial Carpenoctem lo ha editado en un libro titulado El poder de las palabras, junto con otras breves piezas sobre diversos asuntos como la economía o la situación política francesa

Simone Weil. «El poder de las palabras». Carpenoctem, 2024.

La tesis del ensayo, de 40 páginas, es que la guerra es «un sombrío encarnizamiento para acumular ruinas inútiles», algo que se retroalimenta y que carece de «objetivo definido que no sea ella misma». Toma como ejemplo a los griegos y los troyanos, descritos en la Iliada, que «se masacraron entre sí durante diez años a causa de Helena», a pesar de que «a ninguno le importaba demasiado salvo a París —un soldado amateur—» Y, como ocurre en todos los conflictos de la Historia, «nadie podía definir entonces ni nunca el verdadero motivo de la guerra, pues no existía. Por eso no era mensurable. La envergadura del conflicto solo se podía presumir por las muertes que había causado y las masacres previsibles».

Para Weil, la mayoría de las contiendas bélicas modernas tienen «un carácter irreal […] más incluso que el conflicto entre griegos y troyanos». En aquel, «había al menos una mujer que era, por cierto, la perfección de la belleza. Para nuestros contemporáneos, el lugar de Helena lo ocupan palabras escritas con mayúsculas. Si tomamos una de esas palabras infladas a base de sangre y lágrimas, e intentamos estrujarla, la encontraremos vacía de contenido. Como son palabras que no quieren decir nada, nada real puede corresponderles». De suerte que, «el éxito se define exclusivamente por el aplastamiento de los grupos de hombres que se identifican con las palabras enemigas».

¿Cuáles son esas palabras? «Cualquier palabra del vocabulario político y social sirve de eje. Podríamos tomarlas todas una tras otra: nación, seguridad, capitalismo, comunismo, fascismo, orden, autoridad, propiedad, democracia». Todas ellas, «entidades vacías», sin conexión con la realidad, sostiene la filósofa.

Los motivos económicos

No olvida Weil los motivos económicos: «se llama interés económico vital a lo que permite que un país haga la guerra, y no a lo que permite vivir a los habitantes». En el siglo XX, por ejemplo, «el petróleo es bastante más apto para suscitar conflictos internacionales que el trigo». Y cuando se desencadena el enfrentamiento bélico es «para conservar o acrecentar los medios para el combate». Es decir, seguimos sin comprender la causa más profunda que lleva a los hombres a matarse. «¿Por qué hay que poder entrar en guerra? Lo ignoramos, igual que los troyanos tampoco sabían por qué debían retener a Helena». Y concluye, pensando en algunos estadistas democráticos de Europa, «por eso es tan poco eficaz la buena voluntad de los hombres de Estado que aman la paz».

Todo ello activa una perversa espiral: los estados hacen la guerra para demostrar que son capaces de hacerla. «Los troyanos Príamo y Héctor no pueden devolver a Helena, porque se pondría en duda su poder», parecerían débiles y correrían el riesgo no sólo del saqueo de los griegos, sino también de la insurrección de los propios troyanos.

En el siglo XX, añade Weil, «nosotros nos sacrificamos a nosotros mismos y al prójimo, en virtud de abstracciones cristalizadas, aisladas, imposibles de relacionar entre sí o con cosas concretas. Nuestra época, que se dice técnica, solo sabe enfrentarse contra molinos de viento».

El enemigo: el mal absoluto

La autora establece un paralelismo entre los bandos descritos por Homero en y el fascismo y el comunismo, las dos ideologías totalitarias en la Europa de los años 30. «Para un hombre que no está comprometido ni con el bloque anticomunista ni con el bloque antifascista, —indica— el choque entre estas dos ideologías casi iguales puede parecer ridículo, pero ya que estos bloques existen quien se encuentra en uno considera al otro, necesariamente, como el mal absoluto, porque sabe que el otro lo aplastará si él no es más fuerte».

Relaciona Weil la guerra con la naturaleza del poder, según su particular concepción: «Todos los absurdos que hacen que la historia se parezca a un largo delirio tienen su raíz en un absurdo esencial: la naturaleza del poder». No niega la necesidad del mismo, porque «el orden es indispensable para la existencia; pero la atribución del poder es arbitraria»; con el agravante de que «esa atribución no debe aparecer como arbitraria porque si no el poder se acabaría».

El prestigio —afirma— está en el corazón mismo del poder. «Un poder para ser estable debe aparecer como algo absoluto, intangible para aquellos que lo ejercen, para quienes le están sometidos, para los poderes exteriores […] Parece que los hombres tienen que elegir entre la anarquía que acompaña a los poderes débiles y las garras de todo tipo que suscita el prurito de prestigio».

Guerra civil española: dos bandos sin justificación

No hay ideal que justifique la guerra, sostiene la pensadora. Y pone el caso de los bandos enfrentados en la España de 1936, a pesar de que ella misma se unió a la causa de la República. El hombre de derechas propugna «el orden y el fin de la anarquía»; el de izquierdas, «el bienestar de las masas laborales y el aplastamiento de opresores y explotadores» y los dos luchan para que triunfen sus respectivas aspiraciones. Pero objeta Weill al de derechas: «ningún desorden es comparable con las destrucciones […], las masacres […], los centenares de crímenes cometidos diariamente por los dos bandos, visto que cualquier bandido se pone un fusil al hombro». Y al de izquierdas, le hace ver que «la falta de todo límite a la arbitrariedad […] suprime la libertad mucho más radicalmente de lo que lo haría un partido de extrema derecha en el poder» y, por otro lado, «los gastos de la guerra, la ruina, el atraso de la producción, condenan al pueblo a privaciones mucho más crueles de lo que harían sus explotadores».

La guerra priva de justificación a los dos bandos, y los iguala en «un régimen casi idéntico», porque ambos «perdieron su ideal, sustituyéndolo por una entidad vacía: para cada cual la victoria de lo que todavía llaman su idea solo puede definirse por el exterminio del adversario».

Entonces, ¿es quimérico luchar por ideales o resolver injusticias sin tener que recurrir a la guerra? se pregunta. Distingue, a este respecto, entre «la lucha», esto es, el impulso de la dinámica de toda historia real, y «la guerra», desencadenada por elementos ficticios que, por su carácter irreal, no son resolubles sino mediante la violencia. Ejemplo de la primera sería «la acción enérgica y unánime de los plebeyos de Roma» que, «sin derramar una gota de sangre, salieron de una condición lindante con la esclavitud y obtuvieron como garantía de sus nuevos derechos la institución los tribunos».

Pero la antigua Roma tiene una ventaja sobre la Europa moderna, objeta Weill. Aquella no conocía «abstracciones ni entidades ni palabras con mayúscula ni palabras en ismo; nada de lo que en nosotros amenaza con anular los efectos más duraderos o con hacer que la lucha social degenere en una guerra tan ruinosa y sangrienta […] como la guerra entre naciones».

Se trata, por tanto, de «discriminar lo imaginario de lo real para disminuir los riesgos de guerra sin renunciar a la lucha, de la que Heráclito decía que es condición de vida». No resulta fácil, alega Simone Weil, pero «la vida humana está hecha de milagros», y —concluye— «ya que, de hecho, no siempre estamos en guerra, la paz por tiempo indefinible no es imposible». Por desgracia, el tiempo le quitó la razón: solo dos años después Alemania invadía Polonia.

[«No empecemos otra vez la guerra de Troya» es el primero de los ensayos de Simone Weil recopilados en el libro «El poder de las palabras»]


Imagen: Detalle de «El triunfo de Aquiles». Fresco de Frantz von Matsch. Palacio Aquileón (Corfú, Grecia). © Wikimedia Commons

Doctor en Comunicación, periodista y escritor.