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Víctor Luis Guedán Pécker. Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. Ha dedicado su vida profesional a la docencia y a la divulgación en diversos medios. Fundador y presidente de la asociación Pórtico de la Cultura.


Avance

Filosofía en quince frases, una empresa ambiciosa, pero no descabellada. Quince frases que desde la Grecia clásica definieron el pensamiento que iba a venir en los siguientes siglos… y hasta la fecha, pues la actualidad se sigue midiendo con algunas máximas de Heráclito, Platón, Aristóteles o Diógenes. El profesor Víctor Luis Guedán Pécker propone en este libro de Shackleton books un itinerario con parada en quince aforismos de los que aquí tratamos en profundidad algunos: en esto de llegar a la filosofía —y a Ítaca— cada uno debe realizar su propio viaje. De la misma manera que Aristóteles consideraba que todas las personas tienen el deseo natural de saber, Guedán opina que no hay mejor manera de vivir que meditando y que «los grandes filósofos del pasado y del presente pueden ser extraordinarios compañeros en esa búsqueda de sentido».

Víctor Luis Guedán Pécker: «Rumbo a Ítaca ». Shackleton Books, 2024

Al igual que los turistas, en sus rutas, no es difícil que se encuentren en los distintos puntos de un itinerario, también en este viaje a Ítaca encontramos a veces a los mismos pensadores. Sócrates nos explicará por qué anda diciendo que no sabe nada si todos lo consideraban un sabio… Lo encontramos de nuevo en sus últimos momentos, cuando prefirió acatar las leyes injustas que lo condenaban a morir, las mismas que le habían permitido vivir feliz en Atenas, las mismas que, ya muerto, seguirían protegiendo a su familia. Platón y Aristóteles también aparecen y desaparecen dando cuenta, el primero, de las andanzas de Sócrates o haciendo suya una versión particular del «no todo debe revelarse a todos» de Pitágoras. Y Aristóteles comparece con su ansia de saber, su búsqueda de la felicidad —modo eudaimonía— y su propuesta del justo medio para alcanzarla. Por el camino se dejan ver también Protágoras y ese hombre como medida de todas las cosas, que la actualidad parece haberse tatuado, y Diógenes tan apátrida, tan performer, tan excesivo y tan moderno siempre en su denuncia de excesos pseudometafísicos. Es ese Diógenes que se levanta y se da unas vueltas porque ha oído que unos filósofos muy serios dicen que nada cambia nunca, pero él sabe que «el movimiento se demuestra andando».

Más allá de las anécdotas, por expresivas que sean, y de las citas, recuerda el autor que «la filosofía no puede reducirse a una colección de máximas». Él las pone en su contexto histórico y de pensamiento. En ellos se detiene con parsimonia y sin escamotear detalles: este libro de filosofía, es, al tiempo, un libro de historia del mundo clásico. Hay meandros en el curso de esta historia, idas y venidas, avances y retrocesos… Ni es el camino más rápido ni quiere serlo, pues solo quien se demora atendiendo lo que el viaje le ofrece de inesperado, solo en conversación con los filósofos de hace veintitantos siglos que salen al paso, se consigue atesorar la experiencia y el saber necesarios como para reconocer cuándo se ha llegado y qué significan las Ítacas.


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Incluso quienes confiesan no saber nada de filosofía algo sí saben: lo que acaban de enunciar ya es filosofía, como enseñó hace veinticinco siglos Sócrates. La cita, el aforismo, siempre es una buena puerta de entrada hacia ese amor al saber en que consiste esta disciplina. Para no andar escasos, Víctor Luis Guedán presenta quince en este libro que acaba de editar Shackleton Books. Su objetivo es acercar la filosofía a quienes creían que no podría gustarles, a quienes no se veían aptos para ella o a quienes directamente la odiaban. Docente y divulgador, Guedán está convencido —con Aristóteles— de que «no hay mejor manera de vivir que meditando, que todos estamos capacitados para hacerlo en grado suficiente para nuestro provecho, y que los grandes filósofos del pasado y del presente pueden ser extraordinarios compañeros en esa búsqueda de sentido». Esa aventura, que Kavafis resumió como nadie en su poema Ítaca  —sus versos abren, no podía ser de otra forma, este libro— es el viaje que propone Guedán. Tiene por compañeros a los filósofos de la Antigüedad clásica y parada en quince frases, quince puertos que prometen accesibilidad a la filosofía, pero se cuida de banalizarla. De hecho, el autor lanza una advertencia: «La filosofía no puede reducirse a una colección de máximas». Guedán evita explicarlas fuera de contexto y se detiene con parsimonia en el mismo: este libro de filosofía quiere ser también, hasta cierto punto, un libro de historia del mundo clásico.

«Solo sé que no sé nada»

No es esta la primera cita del libro, pero está. Tiene que estar porque el nacimiento de la filosofía en Occidente pasa por Sócrates y su frase y su actitud y su contexto y pasa también por su muerte. Sócrates, el ágrafo, estaba muy preocupado porque veía hacer aguas la democracia restaurada en Atenas tras la Tiranía de los 30 y creía tener la solución: «Ciudadanos formados con criterio independiente y moral elevada». El problema era que no los veía. «Durante la guerra del Peloponeso — explica Guedán—  se hizo patente que Atenas carecía de suficientes ciudadanos de semejante catadura, entre otros motivos porque los educadores de los jóvenes atenienses se habían preocupado de inculcar en sus discípulos habilidades para triunfar en los debates públicos, antes que para encontrar la verdad última de las cosas; triquiñuelas con las que aparentar dignidad en vez del desarrollo de un auténtico carácter moral». Sócrates quería este tipo de ciudadanos y no los encontraba. Entonces se propuso inventarlos, crearlos, modelarlos. Lo hizo saliendo al campo, es decir, a las calles, preguntando por cuestiones de su vida, de su día a día y de su proceder para saber en qué estaban equivocados y en qué no… Lo que le interesaba era el modo correcto de proceder en cada circunstancia de la vida, pero ¡ay!, ¿dónde se estudia eso? En esa materia cada uno podría exclamar con Sócrates su particular «solo sé que no se nada». Sócrates, por cierto, nunca lo enunció así. Como indica Guedán en Rumbo a Ítaca la sentencia «es un compendio afortunado de la actitud socrática, reflejada fielmente en varios textos platónicos».

Antes de llegar a esta parada, el libro se detiene en otras citas y merece la pena volver a atrás para recordar, por ejemplo, que existe una versión española del famoso «Conócete a ti mismo» que lució en el templo de Apolo en Delfos. La pronunció el Hidalgo inmortal para bajarle los humos a su escudero una vez nombrado gobernador de la Ínsula Barataria: «Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse», le dijo Don Quijote a Sancho. «Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey». O que el «Todo fluye» de Heráclito alberga también la inquietante idea de que la guerra puede ser justa. Dicho de otra manera, «el cambio, el devenir, la vida, son consecuencia obligada de una condición necesaria previa: la oposición de contrarios, la lucha de opuestos, la guerra entre ellos, tal y como le gustaba decir a Heráclito». Muchos siglos después seguimos preguntándonos si esto es una metáfora o no y, en todo caso, como hace el autor, «cuán acertado estuvo Heráclito afirmando que todo fluye y que ese fluir es resultado de una guerra justa entre contrarios».

«El hombre es medida de todas las cosas»

Seguramente Protágoras de Abdera no pudo imaginar el largo recorrido que su formulación iba a tener hasta la actualidad, donde su apuesta ha convertido en una cuestión candente. Platón ya hizo sus objeciones. Como se explica en el texto, creía que este pasarlo todo por el filtro sancionador del sujeto «sería resultado de una cierta indolencia en el pensar, que se queda petrificado ante la pluralidad de opiniones, bosteza y las acepta todas, sin más; cuando existe la posibilidad de analizar racionalmente para discriminar cuál de ellas está justificada y cuál no». Es el subjetivismo, esa versión del relativismo mínima, pero extrapolable hasta hablar de etnocentrismo y antropocentrismo según si el sujeto individual se convierte en un grupo humano o en toda la humanidad. El epítome del relativismo lo formuló Paul Feyerabend en su «Todo vale». ¿Todo vale? El autor plantea diversos ámbitos de alcance: manifestaciones artísticas, de índole moral… «Muchos de nosotros responderíamos negativamente. Pero eso no resuelve el reto planteado por Protágoras, porque la alternativa no carece de aristas». Guedán critica así el relativismo y la crítica al relativismo que «ha derivado a menudo hacia doctrinas excesivamente rígidas, y por ello autoritarias […]. Queda así planteado el reto palpitante para la filosofía de nuestra época: de qué manera protegernos contra la intransigencia, sin caer en la corrosión con que amenaza el relativismo en sus formas más extremas».

«La filosofía es preparación para la muerte»

Al igual que los turistas, en sus rutas, no es difícil que se encuentren en los distintos puntos de un itinerario, también en este viaje a Ítaca nos encontramos de nuevo a Sócrates en sus últimos momentos. Lo encontramos con una sentencia de muerte: todos sus compatriotas lo miraban con recelo. Los demócratas porque criticaba la escasa moralidad de la democracia restaurada y los oligarcas porque los ponía en serios aprietos: el tábano de la filosofía era molesto para ambos, de modo que unos y otros se pusieron de acuerdo en acabar con él. Los cargos eran impiedad y corrupción de la juventud. La defensa, que ejerció él mismo, resultó impecable. Pidió explicaciones sobre cuáles eran esas ideas tan perniciosas para la juventud y preguntó por qué lo eran: «Solicitaba ser él mismo educado, en vez de castigado». Asimismo, recordó la proporcionalidad del daño a la pena y explicó que aquellos por lo que se le condenaba solo podía traer un beneficio a la ciudad. Su defensa fue razonada y razonable, pero faltaba aún el golpe de efecto y lo dio con el cuerpo, entregándolo, encarnó la filosofía que predicaba; muriendo se hizo inmortal. ¿Qué fue lo que ocurrió? Cuando le propusieron huir, lo meditó y lo descartó. Tenía que asumir las leyes, aunque fueran injustas, aunque fueran de un país y de un momento (de un régimen) que había criticado con severidad. «La ley ateniense era el bien que le había permitido vivir feliz durante siete décadas en Atenas, y esa misma ley sería la que, ya muerto, seguiría protegiendo a su mujer Jantipa y a sus tres hijos. Pero para que ello pudiera ser posible, era necesario respetarla, no atentar contra ella, no destruir el sistema legal que hacía posible la pervivencia de ese inmenso bien que era la paz, el orden y la prosperidad de la polis». Y prosigue Guedán: «Ese respeto pasaba por aceptar sus veredictos, fueran cuales fuesen. Eso es lo que había defendido toda su vida; de manera que, si ahora huía, ¿qué podía esperar allá donde fuera?». El relato, pero el gesto sobre todo, hubo de impresionar a sus discípulos, Platón entre ellos, que ante tal ejemplo no dudó en escribir en el Fedón cómo la filosofía, entendida como sostenimiento de unos principios, como manera de proceder en la vida, es preparación para la muerte. Apoyan esta máxima las últimas palabras de Sócrates: le recordó a un amigo que le debían un gallo a Asclepio, así que «págaselo y no lo descuides». Era lo último que le quedaba por liquidar en la vida antes de despedirse, con toda tranquilidad, con todos los deberes cumplidos, de ella.

«No todo debe revelarse a todos»

La máxima hizo fortuna cuando Diógenes Laercio la usó en sus Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres para explicar el hermetismo con el que se procedía en la escuela o hermandad pitagórica. Platón le dio una vuelta cuando reflexionaba sobre la educación. Hoy, recuerda el autor de Rumbo a Ítaca, «nos parece obvio lo que antes de Platón era impensable: la función política de la educación; su utilidad para discriminar a los individuos en razón de sus capacidades, y también para desarrollar estas […]. La paideia es tan importante, que no puede ser dejada a la voluntad de los progenitores». El preciso remarcar que ese tipo de educación no englobaba solo conocimiento académico, sino valores, formación del carácter, oratoria… En la república de Platón, «niños y niñas serían tratados en igualdad de condiciones. Pero ese igualitarismo es solo el punto de partida en la educación platónica. Su meta no es la igualdad efectiva entre todos los ciudadanos, sino el desarrollo, en cada uno de ellos, de las capacidades que atesora». El resultado distribuía a los individuos en clases sociales decantadas por un complejo sistema de enseñanza que iba «graduando los saberes y reservando los más intrincados» para quienes mostrasen las capacidades suficientes como para estar a la altura de la clase dirigente. El «no todo debe revelarse a todos» resuena en estas disposiciones del Platón que, en la cima de su adultez, escribe aún la República con confianza. Años, décadas, después revisaría todo aquello en Las leyes con entusiasmo a la baja: si anteriormente había apostado todo a gobernantes capaces y bien elegidos, en Las Leyes, quizá desencantado ante la dificultad de dicha empresa, vuelve a defender la observancia de estas como la posibilidad más próxima a la justicia, tal y como había sostenido su maestro Sócrates hasta las últimas y fatales consecuencias.   

«El movimiento se demuestra andando»

A Diógenes se le dice de Sínope, la ciudad donde nació y de la que fue desterrado por un asunto que tenía que ver con la falsificación de moneda (su padre era banquero). En un gesto de reapropiación muy contemporáneo llevó su condición como divisa y se hizo apátrida, cosmopolita, ciudadano del mundo y de un mundo que decidió habitar con lo puesto a la búsqueda de una autarquía radical. Famosas son sus anécdotas con Alejandro Magno (a quien le respondió que se apartara un poquito, que le quitaba el sol, cuando este le dijo que le pidiera lo que deseara), o la gallina desplumada que lanzó a la Academia platónica para dar un ejemplo del ser humano que Platón definía como bípedo implume. Se mofaba así de una filosofía que confiaba solo en razón para alcanzar el bien y la verdad. Desconfiaba «de esa facultad racional tan encumbrada por los filósofos y se acogía, para contradecirla, a los dictados de nuestra experiencia sensorial y al sentido común». Ejemplo: ante las teorías de filósofos como Parménides que consideraban sospechoso (o imposible) todo cambio, salió del tonel donde vivía y se puso a caminar: «El movimiento se demuestra andando». «He ahí —señala Guedán— la actitud correcta para refutar cualquier desvarío de la razón: mostrar que las cosas son, en realidad, de otra manera, mal que les pese a los filósofos más racionalistas».

«Todos los hombres tienen el deseo natural de saber»

La última parada de este recorrido reducido con destino Ítaca se detiene en esta frase que escribió Aristóteles al principio de la Metafísica y que lo retrataba. El científico, acostumbrada a la taxonomías del mundo físico, las aplicó al mundo intelectual. De sus categorías metafísicas, pero también políticas y éticas irradió un corpus conceptual que lleva a alimentando la filosofía largos siglos. También el concepto de bien, en el que no podía dejar de fijarse, mereció su desglose: hay una jerarquía entre los distintos bienes y, si esto es posible, es porque existe el sumo bien. ¿Cuál es? Veamos antes cuál no lo es. «Ese sumo bien debe ser bueno por sí mismo, y no solo un mero medio para conseguir otro bien diferente, porque en tal caso, esta meta sería claramente superior al medio que estamos dispuestos a entregar para alcanzarla, y nuestro sumo bien dejaría de ser sumo bien: de ahí que ni las riquezas ni la salud deban ser consideradas sumo bien; ambos bienes los deseamos, porque nos ayudan a corregir a conseguir otras cosas distintas». El bien más preciado, además, debe de hacer mejor al ser humano, por lo que ha de estar muy relacionado con el raciocinio… Para no dar más vueltas. El sumo bien es la felicidad, la eudaimonía, que no es exactamente lo mismo, como no es lo mismo ser feliz que sentirse feliz. Así lo explica el autor de esta obra de Shackleton: «Bastaría entonces por ejemplo para ser feliz con el consumo de una droga de efectos placenteros». No es ese el camino: el camino es el de la virtud, el del descubrimiento y práctica del justo medio entre dos extremos viciosos. Un camino que cada uno ha de recorrer por sí mismo, sin atajos porque no es igual para todos. El justo medio, en eso índice Guedán, no es punto medio y ha de ser «descubierto en cada caso particular ejercitando cada cual las virtudes intelectuales que posee».

Hay más paradas y aforismos en esta aventura rumbo a Ítaca, porque en este viaje y en este libro, igual que sucede con el justo medio de la virtud aristotélica, cada uno puede y debe de hacer su recorrido. Solo así será posible descubrir que como escribía Kavafis en su famoso poema:

Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

Periodista cultural