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Michael Walzer. (Nueva York, 1935) Reputado experto en Filosofía Política, formado en Cambridge y Harvard, profesor emérito en Princeton, es una de las voces más respetadas en su campo, especialmente en la Teoría de la Guerra Justa. Autor de obras como Las esferas de la justicia, Terrorismo y guerra justa, Tratado sobre la tolerancia, Guerra, política y moral o Reflexiones sobre la guerra.


Avance

Michael Walzer ha marcado en este libro, según el prologuista, «los desarrollos posteriores de la reflexión sobre la relación entre guerra y justicia hasta convertirse en el texto clásico del tratamiento moderno del tema». O, en palabras de otro estudioso del asunto, «la obra definitiva sobre la ética de la guerra». Walzer se propone «volver a integrar la noción de guerra justa en la teoría moral y política», basándose en los derechos humanos y centrándose «en las tensiones que, dentro de la propia teoría, la hacen problemática y están en la base de las dificultades y el dolor que implica el hecho de tener que tomar decisiones en tiempo de guerra». Asunto, efectivamente, problemático, que requiere un tratamiento muy casuístico y atento a los detalles. Así, tras señalar los dos momentos en que se juzga la guerra —al ser declarada (ius ad bellum) y en su desarrollo (ius in bello)—. el autor procede a un análisis de las numerosas cuestiones implicadas: la agresión y la autodefensa, las intervenciones de terceros, el asunto central de los no combatientes, el terrorismo, la guerra de guerrillas, las represalias, los bombardeos sobre ciudades, el caso extremo de la bomba atómica y la disuasión nuclear, la responsabilidad moral (más que legal). Sobre la disuasión, que vuelve a cobrar vigencia por cierto con la guerra de Ucrania, el autor sostiene que la guerra nuclear es y seguirá siendo moralmente inaceptable, y la disuasión -de carácter criminal- es una mala forma de prevenirla.

Michael Walzer. «Guerras justas e injustas». Paidós, 2001.

Distinguir entre ius ad bellum y ius in bello implica que una guerra puede ser justa, pero desarrollarse injustamente, y viceversa. Y el dilema básico es que la guerra exige cumplir con el fin de conseguir la victoria, lo que suele implicar el desentendimiento de cualquier límite con tal de obtenerla («en la guerra, la mayor gentileza consiste en concluirla con rapidez»), pero la convención bélica (en breve, la guerra justa) nos exige respetar esos límites. Los casuistas católicos medievales hablaron de la doctrina del doble efecto, que trata de reconciliar la absoluta prohibición de atacar a los no combatientes con la legítima conducta de la actividad militar. Frente a las teorías utilitaristas, que subordinan los medios a los fines, Walzer pone por encima de todo los derechos humanos y el derecho a la inmunidad de los no combatientes: «un legítimo acto de guerra es aquel que no viola los derechos de las personas contra las que actúa». E insiste en el valor absoluto de la vida humana: «la destrucción de inocentes, sean cuales sean sus propósitos, es una especie de blasfemia que transgrede nuestros más profundos compromisos morales». Quizá los soldados hayan sido hechos para que los maten (Napoleón dixit), pero nadie más ha sido hecho para que lo maten. Incluso «si el hecho de salvar las vidas de los civiles implica arriesgar las de los soldados, es preciso aceptar el riesgo». «La matanza de civiles es una afrenta para la humanidad», remacha. La guerra tiene un carácter insoslayablemente moral, y, como tal, atañe a la responsabilidad. «Los actos de Estado también son actos de personas en particular y, cuando adoptan la forma de guerra de agresión, las personas en particular incurren en responsabilidad criminal».


Artículo

U

n ataque terrorista contra civiles no legitima una represalia contra civiles, sostiene Michael Walzer en este libro, en el que también recuerda que la mayoría de las incursiones palestinas en territorio israelí han sido obra de terroristas, no de guerrilleros; y, por tanto, ilegítimas. «La matanza de civiles es una afrenta para la humanidad», concluye. Aunque se publicó originalmente en 1977 (siendo reeditado en 2000 y apareciendo en España al año siguiente), como se ve, no ha perdido actualidad. En parte, por ese triste carácter recurrente de algunos conflictos (como escribiera León Felipe, «¿quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?»). Pero, sobre todo, porque, como señala Rafael Grasa, profesor de Relaciones Internacionales en la Autónoma de Barcelona y prologuista del volumen, este trabajo de Michel Walzer «ha marcado los desarrollos posteriores de la reflexión sobre la relación entre guerra y justicia hasta convertirse en el texto clásico del tratamiento moderno del tema». Otro destacado estudioso del asunto, Alex J. Bellamy, lo considera «la obra definitiva sobre la ética de la guerra».

Walzer, según propia declaración, empezó el libro pensando especialmente en la guerra de Vietnam, e interesado en «la estructura del mundo moral contemporáneo» y en «volver a integrar la noción de guerra justa en la teoría moral y política». Su exposición de la teoría moral de la guerra, basada en los derechos humanos, «se centra en las tensiones que, dentro de la propia teoría, la hacen problemática y están en la base de las dificultades y el dolor que implica el hecho de tener que tomar decisiones en tiempo de guerra». Algo muy relacionado con el problema de los medios y los fines, cuestión central de la ética política.

Asunto tan espinoso y problemático, lleno de matices y cuestiones complejas encadenadas entre sí, requiere —como hace el autor— un tratamiento muy casuístico y un profundo esfuerzo (moral) de análisis de los múltiples ejemplos considerados, que van de la Atenas clásica a las citadas guerras árabe-israelí y de Vietnam, pasando por los múltiples focos de la Segunda Guerra Mundial, la franco prusiana, la hispano norteamericana de Cuba, la española de Sucesión o la norteamericana de Secesión, entre otros.

Walzer empieza señalando las dos vertientes de la moralidad de la guerra, o los dos momentos en que cabe juzgarla: al ser declarada, es decir, las razones de los Estados para entrar en combate (ius ad bellum) y en su desarrollo (ius in bello). De modo que una guerra puede ser justa, pero desarrollarse injustamente y viceversa; el mariscal Rommel luchó honorablemente en una mala guerra y en un bando infame Y la complejidad del asunto se presenta desde el momento en que pedimos que la agresión —y, por lo tanto, el crimen— que es la guerra se rija por ciertas reglas. Defenderse de una agresión es un derecho, pero ponemos límites morales y legales a esa resistencia. Lo hacemos contra la propia inercia de la guerra, que nos arrastra a desentendernos de cualquier límite con tal de obtener la victoria; quienes resisten a la agresión se ven forzados a imitar, incluso a exceder la brutalidad del agresor.

Lo anterior no elimina —al contrario— el carácter moral de la guerra (mientras la guerra se libre con seres humanos no podrá separarse de la vida moral), sobre la que recae una regla básica: no se dispara al que se rinde, ni se asesina el enemigo herido. Otra cuestión básica es que los enemigos no lo son personalmente, ya que la guerra no es una relación entre personas sino entre entidades políticas que se enfrentan con instrumentos humanos. Y esos instrumentos, los soldados, no son responsables de la (declaración de) guerra (lo que atañe al ius ad bellum), pero sí de su propia conducta en ella (campo del ius in bello), por lo que no carecen por completo de responsabilidad, pese a que nuestro Francisco de Vitoria —«el mejor de los escolásticos»— optara por disculparlos y hacer recaer la responsabilidad sobre el príncipe.

El marco de todo el asunto es lo que Walzer llama la convención bélica: el conjunto de normas, acuerdos, costumbres, principios… que dan forma a nuestros juicios sobre la conducta militar. Y lo espinoso del mismo es que esa convención haya sido debatida, criticada y revisada durante muchos siglos, y siga siendo imperfecta. Entre otras cosas, porque «la guerra es tan horrorosa que nos vuelve cínicos respecto a la posibilidad de hacerla con restricciones y luego empeora tanto que logra que nos indignemos ante la ausencia de cortapisas; nuestro cinismo es testimonio de la imperfección de la convención bélica y nuestra indignación da fe de su realidad y su dureza». Como señalara von Moltke, «en la guerra, la mayor gentileza consiste en concluirla con rapidez», para lo que se requieren todos los medios salvo los absolutamente cuestionables. En esa delgada línea entre Escila y Caribdis se mueve todo lo que tiene que ver con la guerra justa y el autor aporta numerosas precisiones y consideraciones iluminadoras.

Agresión y autodefensa

La segunda de las cinco partes del libro se centra en la teoría de la agresión, que es el nombre que damos al crimen de guerra (y que es un crimen porque interrumpe un estado de paz). Dada la existencia de una sociedad internacional con una ley que establece los derechos de sus miembros, sobre todo los derechos de integridad territorial y soberanía política, cualquier uso de la fuerza o amenaza de un inminente uso de la fuerza por parte de un Estado contra la soberanía política o la integridad territorial de otro Estado constituye una agresión y es un acto criminal que justifica la resistencia mediante el uso de la fuerza. Esa guerra de autodefensa la puede emprender la víctima en solitario o con la ayuda de cualquier otro miembro de la sociedad internacional para hacer cumplir la ley («cualquiera puede venir a ayudar a la víctima y utilizar la fuerza necesaria contra el agresor e incluso hacer cualquier cosa que sea el equivalente internacional del arresto de un ciudadano»). Por lo demás, nada, excepto la agresión, puede justificar la guerra; como escribió Vitoria: «hay una única causa justa para empezar una guerra, a saber, una ofensa recibida». Todo lo anterior constituye una teoría potente y coherente que ha dominado nuestra conciencia moral durante mucho tiempo.

La cuestión de la autodefensa ante una agresión, normalmente de un Estado poderoso a otro más débil, nos lleva a asuntos como el apaciguamiento en aras de salvar vidas, la guerra preventiva y las condiciones para que sea justa (existencia de un peligro objetivo o que la espera aumente grandemente el riesgo; la Guerra de los Seis Días sería un caso de anticipación legítima) o las intervenciones de terceros. Estas deben justificarse siempre y evitar convertirse en lo que acabó siendo la guerra de Vietnam, una guerra de ese país tercero (Estados Unidos) con objetivos del propio país. Tampoco fue un ejemplo de intervención humanitaria la de Estados Unidos en la Cuba española a finales del siglo XIX. Aunque la causa cubana fuera justa, Estados Unidos tenía intereses propios (económicos y estratégicos). No es posible intervenir en favor de alguien y contra sus fines (la liberación nacional, en este caso).

Combatientes y no combatientes

Asunto central del libro es la convención bélica, cuyo objetivo es «establecer los deberes que, respecto a la dirección de las hostilidades, incumben a los Estados beligerantes, a los comandantes de los ejércitos y a los soldados individuales» (independientemente de que la guerra sea de agresión o defensiva). Al contrario que en los delitos domésticos —robo, violación…—, la guerra tiene reglas, y estas solo excluyen, según un autor como H. Sidgwick, la violencia carente de objeto o de sentido; también la desproporción entre el fin que se persigue (la victoria) y los medios empleados para lograrla. Para Walzer «un legítimo acto de guerra es aquel que no viola los derechos de las personas contra las que actúa». Puede que, como dijera Napoleón, los soldados hayan sido hechos para que los maten, pero nadie más ha sido hecho para que lo maten. Por otro lado, ni los soldados que luchan a favor de un Estado opresor son criminales, ni los que luchan contra un Estado opresor tienen licencia para convertirse en criminales.

Estos principios generales se tornan complejos cuando se desciende a casos concretos (y la casuística en este campo en amplísima). ¿Cómo considerar a los civiles que trabajan en una fábrica de armas, realizando lo que los soldados necesitan para combatir, o los que producen lo que los soldados necesitan para vivir (alimentos o medicinas)? En primera instancia, los primeros podrían ser un objetivo legítimo (solo cuando están en la fábrica); los otros, no. Aquí entra en juego la doctrina o principio del doble efecto, elaborada por los casuistas católicos medievales, que trata de reconciliar la absoluta prohibición de atacar a los no combatientes con la legítima conducta de la actividad militar; poniendo condiciones a los actos militares que pueden causar bajas civiles. En opinión de Walzer necesita alguna corrección: «no basta con no tener intención de provocar la muerte de civiles… si el hecho de salvar las vidas de los civiles implica arriesgar las de los soldados, es preciso aceptar el riesgo». Dentro del mismo asunto, hay otros casos particulares. Los asedios, en los que los civiles mueren de hambre, en los que el ejército sitiador tiene la obligación de ofrecer una vía de escape a los civiles sitiados que quieran salir.

La otra cara de la moneda es la situación de los soldados entre los civiles, situación que se torna ardua en la guerra de guerrillas. Lo que dicta la convención bélica es que “los soldados tienen que sentirse a salvo entre los civiles si los civiles han de encontrarse a salvo entre los soldados”.

Una forma de guerra particular es el terrorismo. Walzer engloba bajo el término no solo el habitual terrorismo revolucionario, sino, por ejemplo, los bombardeos aliados sobre ciudades alemanas en la Segunda Guerra Mundial. Y recuerda que, de hecho, el terrorismo surgió en la guerra convencional. En cuanto al terrorismo revolucionario. «revela su libertad del mismo modo que la gana: enfrentándose directamente a sus enemigos y absteniéndose de atacar a nadie más».

Las represalias, dice Walzer, son la parte de la convención bélica de la que más se abusa; legitiman acciones que, de otro modo, se considerarían actos criminales, y significa hacer algo injusto con el pretexto de que otro lo hizo primero, lo que crea una cadena de delitos. De nuevo hay que recordar la prohibición tajante de matar prisioneros o rehenes en represalia por otras ejecuciones. Esas muertes son asesinatos. Según las convenciones internacionales, los prisioneros, heridos y náufragos son inmunes. «La matanza de civiles es una afrenta para la humanidad», y tampoco es justo «utilizarlas como coartada para proceder a invasiones, intervenciones o asaltos contra vidas inocentes», remacha el autor una tesis que recorre el libro.

Los dilemas de la guerra

«La teoría de la guerra, cuando se comprende por completo, plantea un dilema que todo teórico (aunque, afortunadamente, no todo soldado) tiene que resolver lo mejor que pueda. Y ninguna resolución es seria a menos que reconozca por igual el valor del ius ad bellum y del ius in bello» Walzer defiende una doctrina, opuesta al llamado utilitarismo, que resume así: «haz justicia, excepto en el caso de que el cielo esté (verdaderamente) a punto de venirse abajo». Su tesis es que los derechos no se pueden erosionar ni socavar; nada los mengua y siguen vigentes aun cuando son obviados. Una situación extrema puede llevar a la obligación de transgredir las reglas. De las opciones que se presentan en ese caso, él defiende que la convención bélica solo se puede dejar de lado solo ante una catástrofe inminente. Y para quebrantar las reglas hay que esperar al último minuto. La emergencia suprema está definida por la gravedad extrema del peligro y la inminencia de este simultáneamente.

Un caso históricamente reciente y especialmente delicado es el de los bombardeos aliados sobre ciudades alemanas («bombardeos de intención aterradora» para minar la moral de la población), el posterior bombardeo incendiario de Tokio y, finalmente, las bombas atómicas. Walzer, como cabe esperar, es muy crítico. Si la emergencia suprema era la inminencia del muy alarmante peligro de una victoria nazi, dicha emergencia desapareció antes de que cesaran los bombardeos, que alcanzaron su apogeo con la guerra a punto de ganarse. El argumento utilitarista dice que todas las muertes de los bombardeos contribuyeron a salvar otras vidas que se habrían perdido al no actuar así (porque los bombardeos —o la bomba atómica— acortaron la guerra). Walzer insiste en la primacía —siempre— de los derechos humanos y el valor absoluto de la vida humana: «la destrucción de inocentes, sean cuales sean sus propósitos, es una especie de blasfemia que transgrede nuestros más profundos compromisos morales». Y en el caso de la bomba atómica, sostiene que lo condenable de su uso fue que no se intentó la salida de la negociación y la rendición con un Japón cercano a la derrota y distinto, además, del nazismo. (Por no hablar, como han sugerido algunos historiadores, de que se tratara —lo que lo convertiría en algo mucho peor— de una demostración dirigida a los rusos).

En cuanto a la disuasión nuclear, su inmoralidad estriba en la propia amenaza, ya que cualquier cosa que sea injusto hacer, constituirá también una amenaza injusta; desde el punto de vista de la moral, la disposición lo es todo. «Las armas nucleares hacen saltar por los aires la teoría de la guerra justa. Son las primeras innovaciones tecnológicas de la humanidad que, sencillamente, no pueden integrarse en el seno de nuestro familiar mundo moral». Para Walzer, la guerra nuclear es y seguirá siendo moralmente inaceptable, y la disuasión —de carácter criminal— es una mala forma de prevenirla.

Walzer cierra su jugoso trabajo con unas referencias a la responsabilidad; ya que para que haya justicia debe haber responsables; responsables morales, no legales, aunque la moralidad sea un asunto menos definido, menos objetivo y concreto que la legalidad. La moral, la autoridad moral «tiene que ver con la capacidad para evocar de forma persuasiva principios de común aceptación y aplicarlos a casos concretos». Y el argumento moral es especialmente relevante en tiempo de guerra porque las leyes de la guerra están radicalmente incompletas. «Los actos de Estado también son actos de personas en particular y, cuando adoptan la forma de guerra de agresión, las personas en particular incurren en responsabilidad criminal». Y sobre los criminales de guerra, «sabemos dónde tenemos que mirar si queremos hallarlos, solo es preciso que estemos dispuestos a mirar».


Imagen: © Wikimedia Commons

Periodista cultural.