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Con el referéndum del 20 de febrero el Gobierno y el principal de los partidos de la coalición (?) que lo sostiene pretendían demostrar que disponían de un amplio respaldo ciudadano para ratificar el Tratado constitucional de la Unión Europea. Pero eso estaba garantizado gracias a la explícita conformidad del Partido Popular, sin cuyo apoyo los sufragios afirmativos no habrían llegado a la mitad de los que se depositaron en las urnas. Aunque la elevada abstención, sin precedentes en comicios anteriores, haya deslucida la jomada, y sus socios parlamentarios pidieran el voto contra el Gobierno, el resultado fue positivo, si bien poco brillante y bastante corto para desplegar entusiasmos. Lo cual no es particularmente grave dado que la consulta no era vinculante y que muchos ciudadanos, no sin razones para ello, la consideraban superflua.

PONERSE AL TAJO

Pero todo eso es agua pasada. La «precampaña» de enero y la campaña de febrero han sido como un periodo de vacaciones en la gestión de los negocios públicos de que deben ocuparse el Gobierno y las Cámaras, con la excepción de las reuniones de la famosa Comisión de Diputados del 11 -M, de las que se puede decir que han sido más «mediáticas» que prácticas.

EL «SECESIONISMO» DEL PNV

Entre una y otra campaña referendaria, la previa y la oficial, tuvo lugar un acontecimiento político importante y, ciertamente, penoso. Fue el debate parlamentario del llamado «Plan Ibarreche», o proyecto de nuevo Estatuto para el País Vasco, frente al cual populares y socialistas (no así los otros dos partidos gubernamentales) cerraron filas en defensa de la Constitución. Pero ese trámite parlamentario se debería haber ahorrado con la devolución, legal y procesalmente justificada, de un proyecto de ley orgánica anticonstitucional del principio al fin, cuya discusión en el Congreso de los Diputados podía significar —como de hecho ha significado— que las Cortes Generales sometían a votación la unidad del Estado español.

Vestido o no de seda, el «secesionismo» del PNV y sus socios del gobierno autonómico de Vitoria volverá a plantearse de una manera u otra, según cuál sea el resultado de las elecciones vascas del 17 de abril. Ese es uno de los problemas reales que tienen ante sí el Gobierno y el Parlamento nacional y con ellos el conjunto de los partidos políticos y las instituciones de las comunidades autónomas.

Pero ese problema y otros que están ahí, y algunos más que se ven venir, son problemas reales. Son nuestro siempre fugaz presente y nuestro pasado real. En una de mis devociones literarias —la obra de T. S. Eliot—, se lee bella y sobriamente expuesta una sentencia que habría que tener siempre presente en los asuntos humanos, especialmente en los de carácter político: «The future can only be built upon the real past». Esto, que «el futuro sólo se puede construir sobre el pasado real», lo dice Agatha, la menor de las hermanas Monchensey, en la primera escena de The Family Reunión, a propósito de cuestiones que no tienen nada que ver con gobiernos ni parlamentos.

Muchos españoles piensan que se van a presentar cuestiones difíciles y no están seguros de que con la trayectoria actual del Gobierno y sus socios vaya a ser fácil afrontarlas adecuadamente. Pero también creen que un cambio de política puede poner al país en condiciones de hacerlo. Porque —otra vez Eliot en la misma comedia, ahora por boca del médico de la casa— constituye una dificultad mayor «no estar preparados para algo que es muy probable que ocurra». («It is much more difficult not to be prepared for something that is very likely to happen»). Como tantas veces los poetas dicen más de lo que ellos mismos pensaban y sus palabras iluminan mundos que ni siquiera soñaron.

El País Vasco en los dos próximos momentos, el de antes y el de después de las elecciones de abril, es uno de los asuntos para el que Gobierno, Parlamento y partidos nacionales han de estar preparados.

LA GRESCA CATALANA

Lo de Cataluña, aunque alguien pueda pensar que se parece a lo de Euskadi, es sin embargo muy diferente por razones estructurales, históricas y políticas. Allí comparten el poder el mismo partido nacional del ejecutivo de Madrid y los catalanistas —o más bien separatistas— de Esquerra, asociados, igual que en Vitoria, con ese perejil de todas las salsas indigestas, ahora verde y antes rojo, que se llama Izquierda Unida, y que no es ni una cosa ni la otra. Por eso la responsabilidad del gobierno nacional es mayor, si bien debe su mayoría en el Congreso de Madrid al apoyo de esa misma ERC, que tan gravoso le resulta en Barcelona. Allí no hay por ahora elecciones, ni nadie con ganas o con fuerza para pedirlas. Y los partidos «nacionalistas» son dos, uno igual y otro parecido a los de la Segunda República, incluso en las alineaciones mayoritarias de su gente durante la guerra civil.

De la actual gresca —que quizá un día no muy lejano se calme o se atenúe—, los principales perjudicados son Cataluña y los partidos del parlamento de allí. Pero los catalanes son prácticos y pueden presionar a sus políticos para que sigan tirando.

Estas grandes cuestiones, que afectan a la estructura de los poderes públicos y muy directamente a los intereses, derechos y obligaciones nacionales, así como las otras cuestiones autonómicas —salvo lo que pueda suceder con las elecciones vascas de abril— han entrado de momento y hasta el año que viene, por lo menos, en un cierto periodo de hibernación o, como se dice ahora, en stand bye. Un posible y eventual acuerdo para formar gobierno juntos en Vitoria, quizá buscado o soñado por algunos estrategas de café de cualquiera de los dos psoes —nacional y vasco, que luego son sólo uno—, podría crear en el parlamento de allí situaciones como la que ahora, a principios de marzo, se están viviendo en Barcelona.

DE LA REFORMA, EL CONSEJO

El Gobierno, en efecto, había enunciado como una de sus prioridades una cierta reforma de la constitución que afectaría a varios de sus Títulos y capítulos. Pero ahora, en vez de enviar al Parlamento un proyecto de ley orgánica ha trasladado al Consejo de Estado una consulta acerca de varios de los cambios que querría introducir en la que suele llamarse «ley de leyes» de la nación. No estaba entre las funciones del Consejo de Estado atender consultas previas, sino dictaminar acerca de proyectos o textos legislativos. Pero una reciente modificación de la ley orgánica de ese prestigioso e histórico «supremo órgano consultivo del Gobierno» (art. 107 de la Constitución española) abre paso a trabajos como el que ahora se le ha encomendado. Se ha fijado al Consejo para cumplir su encomienda un plazo relativamente largo, hasta final de año, quizá a la espera de ver cómo están las cosas en las comunidades con elecciones en 2005 (País Vasco y Galicia), en alguna otra en donde ahora hay sobre la mesa asuntos calientes, y en el propio parlamento nacional.

Como después de evacuado el trámite del Consejo de Estado el Gobierno tendría que elaborar su proyecto, algunos observadores piensan que la cuestión puede quedar ad calendas graecas, o sea, sin fecha fija de caducidad, y luego ya se verá. (Lo de las calendas griegas fue una ingeniosa frase de Augusto, el verdadero fundador del Imperio romano. En Roma las deudas se solían pagar el primer día de mes —el día de las «calendas»—, mientras que.los griegos no tenían esa costumbre, ni siquiera conocían el nombre de las tales «calendas». Entre ellos los pagos de cada mes se hacían el día de la luna nueva. Augusto era hombre de chispeantes y expresivas ocurrencias y sus contemporáneos le atribuían casi tantas frases como los modernos a Churchill).

Aplazada de momento la reforma de la Constitución y con ello los cambios en los Estatutos autonómicos, Gobierno, Parlamento y en general la política del Estado debería concentrarse en unas cuantos asuntos que son responsabilidad de todos y de interés nacional y no de partido o de ideologías, que no parece que ocupen ahora las primeras páginas de la agenda del gobierno socialista.

ASUNTOS NO DE PARTIDO

El primero de ellos sigue siendo la lucha contra el terrorismo, que es la defensa y protección de las libertades, para lo cual los grandes partidos suscribieron un pacto que ha de cumplirse escrupulosamente, sin reservas y sin debilidades y con el debido respeto a la ley.

Hay en cambio otras cuestiones en que parecen estar empeñados el Gobierno y sus partidos con proyectos de leyes o decretos que no resuelven problemas sino que los crean y dividen profundamente a la nación en un momento político especialmente inoportuno para andar a la greña. Entre ellas se cuentan las que afectan a la familia, a la bioética, a la educación y a las relaciones del Estado con la Iglesia católica, confesión religiosa mayoritaria en el país y especialmente atendida en la Constitución del 78. Llamar «matrimonio» a uniones de homosexuales y equipararlas a las de los esposos normales, es algo que va contra la naturaleza, contra el sentido común y hasta contra las tradiciones de la lengua. Marginar la enseñanza de la religión en la escuela pública lesiona los derechos de los padres respecto a la educación de sus hijos. El tratamiento mecánico y la consiguiente destrucción de embriones humanos implica aniquilar las vidas de los hombres y mujeres que normalmente se desarrollarían a partir de ellos, etc.

Hay en cambio otros campos de la política y de la historia en que España y los españoles pueden y deben avanzar si el Gobierno y la política se orientan en la debida dirección. Para ello sería preciso que nuestros socialistas abandonaran de una vez esa política de hacer oposición al gobierno anterior, que hace un año que dejó de ser tal.

Asunto de particular urgencia es la inmigración. Nuestro país puede y debe acoger inmigrantes, procedentes de pueblos y lugares desfavorecidos por el destino y por la historia, y que son hombres y mujeres como nosotros. Pero ha de evitarse maltratar a los «ilegales» o engañarlos, a ellos y a otros, ilusionándolos con una integración y un trabajo que no van a encontrar. Tampoco hay que olvidar que no pocos de los que aspiran a venir o están aquí ven a España como una estación de tránsito, para Francia los magrebíes y para los Estados Unidos si son centroeuropeos. España ha suscrito los acuerdos de Schengen y debe respetarlos, y no dar lugar a que se plantee una nueva impermeabilización de las fronteras.

En la Unión Europea hay miembros ricos y pobres, antiguos y nuevos, unos que reciben fondos y otros que los dotan. Nuestro país se encuentra en un incómodo lugar medio: ni es de los más poderosos económicamente como Alemania, el Reino Unido, Francia y otros de menos población y altas renta, que suelen integrar las filas de los donantes netos; y otros, muchos ahora, que serán recipendarios. La dependencia de nuestra política europea respecto de la francesa que practica el actual Gobierno ha de dejar paso a la de velar por los interese nacionales, con el apoyo de todo el Parlamento en negociaciones en que, por servir a otros intereses políticos, salga perjudicado nuestro país. Es una prioridad de gran trascendencia para mañana e incluso para hoy.

La educación en España está afortunadamente generalizada y apenas si queda en algún perdido rincón una bolsa de población desatendida. Pero no siempre y en todas partes se puede decir lo mismo de la calidad y modernización de los diversos niveles de enseñanza. Los resultados de algunas encuestas inducen al pesimismo. Una política que eleve la calidad de las escuelas, públicas y privadas, de todos niveles de la enseñanza sería una empresa no sólo conveniente sino necesaria, cuidando al mismo tiempo de que la compartimentación territorial de las competencias de educación que degeneraría en una especie de neoprovincialismo paleto en un país entre cuyas regiones es más frecuente que nunca el desplazamiento de familias y escolares.

No faltan quehaceres al Gobierno si en vez de fomentar enfrentamientos con los que en la siguiente legislatura pueden sustituirlo, fuera ahora capaz de ordenar sus prioridades con la mirada puesta en el interés general e histórico de España.

Fundador de Nueva Revista