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Germán Rueda. Catedrático de Historia Contemporánea (Universidad San Pablo CEU). Miembro de la Real Academia de la Historia.


Avance

El agotamiento de un régimen político que no daba más de sí tuvo su reflejo, en la España de la segunda mitad del siglo XVIII, en un agotamiento «biológico», que evidencian las muertes de O’Donnell (1867) y Narváez (1868). A ello se unió como efecto coadyuvante, más que detonante, una crisis económica que convirtió en un hecho el «todos contra la reina». El catedrático de Historia Contemporánea Germán Rueda examina pormenorizadamente en este artículo los acontecimientos que acabaron con Isabel II en un tren hacia el exilio en Francia. En el texto se revisan las principales fuerzas políticas en liza de la época, las instituciones y las peculiaridades personales de la soberana. Entre las conclusiones, el contraste «entre los anquilosados conservadores (que tenían el poder, pero no practicaban el liberalismo por el que una vez combatieron) y los demócratas y progresistas (al margen del poder político, pero con ilusiones y capacidad para luchar por un sistema más amplio y sincero)» iba a caracterizar los años prerrevolucionarios y el propio proceso de la revolución.

Fue en el agitado mes de septiembre de 1868 cuando se declaró la rebelión. El día 18, el general Prim lanzó una proclama al grito de: «¡A las armas, ciudadanos, a las armas!». Al día siguiente, un nuevo manifiesto planteaba una revolución dirigida no tanto contra personas como contra la corrupción establecida en el poder. En consecuencia, dicho escrito no termina con vivas al pueblo o la soberanía nacional, sino con un compendio de valores rematado con el famoso: «¡Viva España con honra!».

Un invento, el telégrafo, iba a ser de capital importancia en el devenir de los acontecimientos, que se repasan de forma exhaustiva hasta llegar a finales de ese mes, cuando «políticamente ya se había dado una ruptura entre Isabel II y lo que quedaba del antiguo y el nuevo gobierno» y la reina ya solo pensaba en marcharse a Francia. El día 29, tras la derrota en la batalla del puente de Alcolea (Córdoba) de las últimas tropas realistas que se mantenían fieles a su autoridad, su huida era inminente. Al día siguiente, la reina partía hacia Biarritz, donde le esperaban los emperadores de Francia.


Artículo

Así como se puede interpretar que la revolución de 1854 en España es una versión diferida de la europea de 1848, el proceso revolucionario de 1866-68 y su resistencia es de carácter endógeno y está fuera de las corrientes de época en Europa Occidental, donde el constitucionalismo se extendía con fuerza incluso en países que se habían incorporado recientemente al sistema liberal.

Causas y objetivos

Las causas profundas de la revolución de 1868 han sido sometidas a revisión en los últimos cincuenta años. Las más evidentes son las de naturaleza política, es decir, el proceso que analizaremos. Entre ellas, no es la menos importante la que Jover ha llamado agotamiento «biológico», que tiene su principal reflejo en las muertes de O’Donnell (1867) y Narváez (1868).

También hay que analizar el factor de la crisis económica como causante del proceso revolucionario desde 1866. Hasta mediados de siglo XX no se planteaba esta posibilidad. Jaime Vicens Vives llamó la atención, en su Historia económica de España, sobre la relación entre la crisis financiera y de subsistencias (1865-66) con la revolución. Antonio Miguel Bernal consideró que actuó como detonador, al menos en Andalucía. Nicolás Sánchez Albornoz desarrolló estas ideas y en los últimos decenios del siglo XX se generalizó la imagen de una crisis del sistema que derivó en la revolución de 1868, como consecuencia de una coyuntura que no era específica de España, sino que afectaba a toda Europa. Efectivamente, como señala Jover, esta crisis económica golpeó a la burguesía de los negocios, que se despegará del régimen. En todo caso, siguiendo la opinión de Artola, no parece suficientemente probada la relación causa-efecto entre ambos fenómenos «al tiempo que no se puede ignorar la existencia de causas de naturaleza social» y política, que fueron más influyentes que las económicas. En un país con desarrollo industrial limitado, cuyos precios agrícolas tuvieron una etapa de alza a partir de 1865, lo que significa prosperidad, por lo menos para propietarios y arrendatarios, y cuya balanza comercial y nivel de ingresos presupuestarios no reflejan oscilaciones significativas, no parece que pueda atribuirse a la crisis de 1866 la importancia que se le otorga y mucho menos ver en ello la única causa de la revolución de 1868.

Desde el punto de vista político, salvo los moderados, se adhirieron todos los grupos: desde unionistas hasta demócratas republicanos, pasando por progresistas y liberales partidarios de la monarquía. Incluso se pactó con los carlistas. El «todos contra la reina» fue un hecho.

Podemos repasar las principales fuerzas, cuya evolución en los años sesenta veremos más detalladamente:

— Los progresistas, organizados en grupos muchas veces con sede en los casinos de ciudades y cabeceras de comarca, que tenían una influencia castrense especialmente por el atractivo de Prim sobre sectores de la oficialidad. A ello se unía, en los últimos años, las vinculaciones con parte de la burguesía catalana.

— Los demócratas, la mayoría civiles con poco apoyo militar, pero con aportaciones doctrinales interesantes y respaldo en los medios populares urbanos.

— Los unionistas, que, además de su importancia en la política madrileña, tenían una considerable fuerza militar: cerca de cincuenta generales, que constituían la mayor parte de los altos mandos del Ejército.

Los objetivos habían sido fijados en una reunión (Bruselas, VII- 1867): la caída de los Borbones y la formación de un gobierno provisional, dirigido por Prim, que debía convocar Cortes constituyentes que decidiesen la forma de Estado.

A lo largo de los días en que se desarrolló la revolución se hizo notar la dualidad de las fuerzas revolucionarias y la discrepancia entre sus objetivos:

— Los militares, declaradamente monárquicos, intentaron un cambio de régimen limitado: sustituir a la reina, respeto a unos derechos individuales sin especificar y convocatoria de elecciones para Cortes constituyentes. Con esos fines se emprendió la revolución en la bahía de Cádiz.

— Los revolucionarios civiles, representados en las «Juntas» de las ciudades con gran influencia de los demócratas, quisieron ir más allá e implantar un régimen de lo que entonces se denominaba democracia, cuyo principal elemento era un genérico sufragio universal masculino. A lo largo de la revolución, las Juntas concretaron su modelo: soberanía nacional, sufragio universal, libertad de imprenta y enseñanza, libertad de cultos, libertad de comercio, libertad de asociación, descentralización administrativa.

Los poderes constitucionales y reales

La vida política del régimen liberal en los años del reinado de Isabel II se articulaba en diferentes niveles e instituciones: la Corona, el poder ejecutivo del gobierno y los ayuntamientos, el poder legislativo y el poder judicial. Además, había que contar con otros poderes fácticos: el ejército, los partidos, la prensa, la Iglesia, las grandes fortunas y la Milicia Nacional.

Para comprender la evolución interna, hay que tener en cuenta que las tres principales fuerzas del poder liberal en la España de Isabel II —la Corona, el Ejército y los partidos dinásticos— se mostraron unidas frente a las amenazas externas: carlistas, republicanos y las nacientes asociaciones obreras. Pero, como ha señalado Raymond Carr, conspiraron dos contra la otra en diversos momentos. En el origen de cada uno de los períodos políticos se encuentra una situación anómala: un «pronunciamiento» o una revolución de carácter militar apoyados, con frecuencia, por revueltas callejeras «civiles» a través de las «juntas locales».

Germán Rueda: Isabel II. Biografía breve. Ediciones 19, 2017
Germán Rueda: «Isabel II. Biografía breve». Ediciones 19, 2017

La Corona partía de la debilidad personal de Isabel II, primero por su edad y comprensible ignorancia y después por su carácter, relativamente indolente, que la mantuvo en una incomprensible ignorancia y falta de formación. Las personas que influían en ella lo hacían incoherentemente. Cuando no mediaba la fuerza de las armas, casi siempre que había cambios de gobierno, se debían a razones más o menos endebles, caprichos, intrigas palaciegas o de los políticos de turno que actuaban para su beneficio. Los cambios de gobierno, cuando implicaban mudanzas de partido político, no se llevaban a cabo a través de unas elecciones, sino por la decisión de la corona, forzada en bastantes ocasiones. Los grupos políticos, a veces con la presión de las armas o con la algarada callejera, actuaban sobre la Corona logrando muchas veces el encargo de formar gobierno, lo que conllevaba la posibilidad de «manejar» la elección, «que —como señaló Jover— siempre proporcionaba mayorías sumisas».

Hay también una tendencia en la Corona a apoyarse en los moderados y subsidiariamente en la Unión Liberal de O’Donnell en vez de en los progresistas, a los que, cuando no tuvo más remedio, cedió el poder forzada por la revolución, los pronunciamientos o el miedo a perder el trono que, finalmente, fue lo que ocurrió en 1868.

Los demócratas, que aglutinaban las fuerzas antidinásticas y trataban de atraerse a los progresistas desde 1863, y los carlistas estaban fuera del sistema dispuestos a utilizar las armas y la violencia para asaltar el poder. Los progresistas, y aun los restos de la Unión Liberal, les seguirán en este propósito en septiembre de 1868.

Resistir al proceso revolucionario: 1866-1868

La evolución del régimen isabelino, en su última etapa, pone de manifiesto cómo el temor a perder el poder llevó a la Corona a reducir el número de apoyos, lanzando a la oposición contra el régimen a sectores cada vez más numerosos. El período comprendido entre 1856 y 1868 estuvo protagonizado por un liderazgo, más militar que civil, de Narváez en el partido Moderado y de O’Donnell en la Unión Liberal. Espartero tuvo un papel declinante en el partido progresista, cuyo mando efectivo se disputarán un civil, Olózaga, y un general, Prim. Solo la Unión Liberal y los moderados (apoyados por los neocatólicos), lograron el gobierno de la nación, del que se sintieron excluidos los autodenominados «progresistas» (aunque participaban del poder local).

Moderados y unionistas son prácticamente las mismas personas, cada vez más ancianos, con menos ilusiones y menos dispuestos a poner en práctica un liberalismo por el que alguna vez lucharon. Que son las mismas personas, además del nombre de los líderes, lo prueba la cantidad de ministros que repiten en los gobiernos durante décadas. Que son más viejos, lo demuestra la simple constatación de sus biografías y lo confirma la muerte en poco tiempo de los dos «espadones» liberales que le quedan a la reina: Narváez y O’Donnell.

El contraste entre los anquilosados conservadores (que tenían el poder, pero no practicaban ni siquiera el liberalismo por el que una vez combatieron) y los demócratas y progresistas (que se mantenían al margen del poder político, pero tenían ilusiones y capacidad para luchar por un sistema más amplio y sincero) es lo característico de estos años prerrevolucionarios y del propio proceso de la revolución.

El golpe del general Prim (3-I-1866) en Villarejo, aunque fallido, significaba que el «progresismo» se sumaba a la solución armada. A partir de ese momento la revolución estaba lanzada. La política gubernamental de los próximos treinta y dos meses consistirá en lo que en la época se denominaba la «resistencia»: empleo de la fuerza frente a la revolución, exigencia de lealtades inquebrantables a funcionarios y políticos, represalias o amenazas a disidentes, restricción de los derechos de asociación y libertad de expresión.

El levantamiento del Cuartel de San Gil (22-VI-1866), aunque fracasó el mismo día, marcó un hito. Las barricadas que se resistieron fueron deshechas por la artillería. Cientos de personas habían muerto. Políticamente se puede considerar un paso más del proceso revolucionario. La realidad es que, a los pocos días del «fracaso», los que apoyaban las intenciones de la revolución (concretamente la reimplantación del liberalismo y el destronamiento de la reina Isabel II) eran muchos más que antes de junio de 1866, a pesar de que O’Donnell ordenó ejecuciones sumarísimas de sesenta y ocho responsables. Se suspendieron todas las garantías constitucionales y se amplió la capacidad de decisión del poder ejecutivo en detrimento del legislativo. En julio de 1866 la reina dudó de O’Donnell. Nombró un nuevo gobierno de Narváez (VII-1866 a IV-1868) que no solo no consiguió acercar a los progresistas, sino que llevó al alejamiento de los unionistas, a los que impidió manifestar su desacuerdo en la Cortes al proceder al cierre de estas el once de julio (un día después de tomar posesión).

 En agosto de 1866 se reunieron demócratas y progresistas y llegaron al pacto de Ostende, por el que se comprometían a derrocar a Isabel II, tras lo que se elegiría por sufragio universal masculino una asamblea constituyente que decidiría sobre la forma de Estado.

En diciembre de 1866, los presidentes del Congreso (Antonio Ríos Rosas) y Senado (general Serrano) pidieron que se reuniesen las Cortes para la defensa del sistema liberal. Narváez mandó al ejército a cerrar las puertas del Congreso. Serrano y Ríos Rosas fueron encarcelados. A ello siguieron el control de la prensa y la persecución policial. Los sucesos favorecieron la incorporación de los unionistas a la coalición revolucionaria. O’Donnell no lo autorizó, pero sí otros, como el general Serrano. En enero de 1867, la denominada Junta Revolucionaria de Madrid lanzó una proclama en la que anunciaba claramente su objetivo: «la expulsión definitiva, completa y perpetua de la familia Borbón».

En marzo de 1867 se constituyen las nuevas Cortes, mientras el gobierno seguía con su implacable represión. A todos estos sucesos se sumaron las acusaciones de la oposición contra la reina por sus relaciones sentimentales con Carlos Marfori, sobrino político de Narváez, que fue nombrado ministro de Ultramar. No era la primera vez que Isabel II tenía un amante pero, en estos momentos, sus andanzas se utilizaron políticamente.

En este clima, dimitieron varios ministros. La disidencia que el gobierno perseguía se daba en el propio gobierno. Se iban cerrando puertas y la situación de Narváez y la reina cada día se hacía más asfixiante.

En agosto de 1867, surgió otra intentona. Esta vez provenía de los grupos exiliados en el sur de Francia. Aragón, Cataluña, Valencia y Castilla fueron los escenarios. El general Pierrad, que estuvo al frente de la revuelta del cuartel de San Gil, pasó la frontera por Aragón el 14 de agosto con soldados, carabineros y civiles a los que siguieron otros grupos los días siguientes por la zona pirenaica y la costa desde Barcelona a Tarragona. En Valencia, donde también tendría que haberse levantado un grupo, falló la acción. Prim, que esperaba en un barco frente a la ciudad, el día 15 de agosto recibió la noticia del fracaso y puso rumbo a Marsella. Además de los focos indicados, surgieron chispazos revolucionarios en Madrid (Aranjuez) y Béjar. Narváez organizó un cuerpo de ejército para reprimirlos. A finales de mes el intento de revuelta había terminado.

El fracasado movimiento de agosto de 1867 determinó la reorganización de la conspiración. Parecía que perdía fuerza cuando se vio favorecido por la muerte de O’Donnell en Biarritz (4-XI-1867). Los unionistas sufrieron un proceso de desarticulación. Un sector de ellos aceptó la dirección de Serrano, más cercano al progresismo. Este grupo se adhirió al Pacto de Ostende, con la condición de respetar la monarquía, aunque con otro monarca y, probablemente, otra dinastía.

En abril de 1868, una enfermedad fulminante terminó con la vida de Narváez. Su muerte dejó aún más aislada a la reina, que nombró presidente a González Bravo. El ministro de Ultramar, Marfori, dejó el gobierno dos meses después. La intención no era sofocar las habladurías. Su paso al servicio directo de la reina, como intendente del Palacio, aumentó el escándalo de la opinión pública.

El gobierno era muy débil y optó por llevar a cabo una política aún más represiva. Endureció la legislación de imprenta y orden público. Además, durante el verano del 68, detuvo a militares considerados unionistas, expulsó del país a la hermana de la reina y a su marido el duque de Montpensier, bajo la sospecha de conjura, tuvo enfrentamientos con capitanes generales afines al moderantismo, como era el caso del conde de Cheste y del marqués de Novaliches. Ante la defensa que hizo la reina de este último, el gobierno se sintió desautorizado y, en un consejo celebrado en La Granja a principios de agosto, dimitió en pleno. La reina, de momento, no aceptó la dimisión. Pretendía ir a Lequetio, lo que efectivamente hizo. A su vuelta, ya decidiría. Todos quedaron disgustados y desunidos.

La reina, ya en Lequeitio, pensó en José Gutiérrez de la Concha (marqués de la Habana), como nuevo presidente. No obstante, González Bravo siguió siendo jefe de gobierno hasta el estallido del momento final de la revolución.

La Revolución de 1868

La revolución fue un proceso largo, con elementos reconocibles desde la primavera de 1865, pero que, como tal, se inicia en enero de 1866. Además de los fallidos pronunciamientos, destaca la fijación de programas en dos pactos, el de Ostende en 1866, entre progresistas y algunos demócratas, y el de Bruselas en 1867, que incorporó al resto de los demócratas. Las juntas revolucionarias, que se organizaron en muchas localidades españolas, fueron decisivas. La Junta de Madrid, la de mayor peso específico, fue la que organizó el gobierno provisional. El líder fue el general Prim. La mayoría de las fuerzas armadas se unieron al golpe de Estado en dos tiempos.

Los acontecimientos se suceden a partir de que, desde Londres, Prim llegara a Gibraltar a bordo de un vapor. El día 16 de septiembre de 1868 se trasladó a Cádiz y se embarcó en la fragata Zaragoza. El día 17, algunos barcos de la Armada que se encontraban en la bahía de Cádiz, al frente de los que estaba Juan Bautista Topete, actuaron como ariete. Topete, aunque no responde exactamente a las pretensiones de Prim y a los objetivos de los Pactos de Ostende y Bruselas, anuncia a la opinión pública la rebelión a través de un manifiesto.

Pasaron algunas horas de incertidumbre y de comunicación tanto entre los implicados en la revolución como entre las autoridades. El telégrafo jugó un papel fundamental en todo ello. La reina recibió la primera noticia a través de un telegrama que firmaba el marqués de Roncali, a las tres de la tarde del día 18. Ese mismo día, Prim lanzó una proclama en la que dejaba más claras sus pretensiones: «¡A las armas, ciudadanos, a las armas!». Un grupo de generales, la mayoría unionistas (entre ellos Serrano y Dulce), que estaban confinados en Canarias, tuvieron algún problema y no llegaron a Cádiz hasta el día 19. Prim hace alusión a ambos generales en nombre de los que dice hablar. A las pocas horas se suman a la revolución las guarniciones de Cádiz. El propio día 19 un nuevo manifiesto, esta vez firmado, entre otros, por los tres generales y Topete, no se plantea tanto una revolución contra personas como contra la corrupción establecida en el poder. En consecuencia, no termina con vivas al pueblo o la soberanía nacional, sino con un compendio de los valores morales que rezuma el documento: «¡Viva España con honra!».

El gobierno de González Bravo había dimitido (por segunda vez, después de la que no fue admitida en agosto) el día 18 con el argumento de que la rebelión debía de ser resuelta por un presidente militar. Para ello la reina designó al general José Gutiérrez de la Concha, marqués de la Habana, quien, después de jurar el día 19 en San Sebastián, cogió un tren especial que le conduciría a Madrid. A partir del día 20, su hermano, el marqués del Duero, organiza la defensa de la parte de España leal a Isabel II. Dividió el país en cuatro zonas de defensa. Al tiempo, los hermanos Concha telegrafiaron a la reina pidiéndole su presencia en Madrid. Todavía era el largo día 20 de septiembre.

Serrano se encargó de organizar un ejército sublevado. Después de las de Cádiz, sigue la incorporación de otras guarniciones a la revolución. Prim, embarcado, recorrió el Levante español para conseguir adeptos. Triunfaron los levantamientos de Málaga, Granada y toda Andalucía, siguieron las plazas de Cartagena, Murcia y Santoña. Además, hubo otras insurrecciones en puertos del norte como Coruña, Ferrol, Santander y ciudades del interior como Béjar. En otras muchas se produjeron levantamientos de civiles organizados en juntas. El nuevo presidente de gobierno, allí donde controlaba el telégrafo, daba instrucciones de represión y resistencia.

El destronamiento de Isabel II: una reina coge el tren

El día 21 el presidente telegrafió a la reina instándola a volver a la capital (sin Carlos Marfori). El día 22 le pidió que, al menos, saliese de San Sebastián y se acercase a Madrid, lo que reiteró los días siguientes. La reina siguió en San Sebastián y, dolida por la indicación sobre Marfori, decidió desposeer de la presidencia al marqués de La Habana (y así lo comunicó a varias personas), cosa que, en tal estado de confusión, no pudo realizar. Políticamente ya se había dado una ruptura entre Isabel II y lo que quedaba del antiguo y el nuevo gobierno. La reina ya solo pensaba en irse a Francia.

La batalla del puente de Alcolea (Córdoba, 28-IX) supuso una curiosa derrota militar: el ejército gubernamental, mandado por el marqués de Novaliches, se incorporó a la revolución con determinadas condiciones.

Los hechos se sucedieron con mucha rapidez. El día 29, horas después de conocer la «derrota» del Puente de Alcolea, el marqués del Duero telegrafió a la autoridad militar de San Sebastián, de quien recibió noticias sobre los preparativos para la inminente huida de la reina a Francia. El presidente, marqués de la Habana, pidió asilo político en una embajada. Ante este panorama, decidió abstenerse de toda acción y entregó el poder militar a los sublevados, personificado en el general Ros de Olano, al mismo tiempo que reconocía a Serrano como su jefe. A lo largo del día 29 fueron sumándose a la revolución la mayoría de los regimientos.

La reina se aposentó en el tren real a media mañana del día 30 de septiembre y se dirigió a Biarritz, donde le esperaban los emperadores de Francia. Desde allí se encaminó a Pau, donde se alojó en el Palacio Real. El mismo día escribía «A los españoles» y justificaba su actitud por «el deber en que estoy de transmitir ilesos a mi hijo mis derechos…».


Foto: Desfile militar ante el Congreso de los Diputados con motivo del triunfo de la Gloriosa, de Joaquín Sigüenza y Chavarrieta. Se pintó entre 1868 y 1872, aproximadamente, y se guarda en el Museo del Romanticismo de Madrid. El archivo se encuentra en dominio público y se puede consultar aquí.

Catedrático de Historia Contemporánea (Universidad San Pablo CEU). Miembro de la Real Academia de la Historia. Está especializado en la historia del siglo XIX y ha publicado diversos libros sobre este periodo.