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Al principio, existían la ABC, la NBC y la CBS, y eran buenas. El hombre estadounidense de mediados de siglo podía llegar a casa después de ocho horas de trabajo y encender su televisión y saber en qué situación se encontraba él en relación con su  esposa, y con sus hijos, y sus vecinos, y su ciudad, y su país, y su mundo. Y eso era bueno. O podía seguir el ritual de abrir el periódico local por la mañana, tomar su café en cívica  comunión, y saber que escenas idénticas se desarrollaban en los hogares de todo el país.

En las frecuencias que nuestro estadounidense nunca sintonizó, los predicadores radiofónicos rojos y de ultraderecha hacían hiperventilar a millones de personas. En revistas y libros que él no leía, las élites se preocupaban largamente por los efectos perturbadores de la televisión. Y para la gente que no se parecía a él, que no era como él, los medios de comunicación apenas tenían nada que decir. Pero nuestro hombre vivía en un Edén, no porque fuera virgen o viviera sin mancha, sino porque no se había planteado otro estado de cosas. Para él, la información estaba en su lugar correcto, es decir, era incuestionable. Y eso también era bueno.

Cada vez que se conecta a Facebook, YouTube o Twitter, se encuentra con los subproductos tóxicos de la modernidad tan rápido como sus dedos pueden desplazarse por la pantalla de turno

Hoy día, estamos desfasados. Entendemos los medios de comunicación a través de una metáfora –«el ecosistema de la información»– que sugiere al sujeto estadounidense que ocupa un entorno irremediablemente desnaturalizado. Cada vez que se conecta a Facebook, YouTube o Twitter, se encuentra con los subproductos tóxicos de la modernidad tan rápido como sus dedos pueden desplazarse por la pantalla de turno. Hay discursos de odio, interferencias extranjeras y troleos varios; hay mentiras sobre el número de asistentes a los actos públicos, sobre los orígenes de las pandemias y los resultados de las elecciones.

Mira a sus conciudadanos y los ve contaminados, como los animales que viven en la costa tras un vertido de petróleo, con «desinformación» e «información falsa de todo tipo». No sabe definir a ciencia cierta estos términos, pero cree que definen el mundo, el mundo online y, cada vez más, el que no es online, el real.

Todo el mundo escarba en este estercolero en busca de bocados contaminados de contenido, y es imposible saber exactamente qué ha encontrado cada uno, en qué estado y en qué orden. Sin embargo, nuestro estadounidense está seguro de que lo que sus conciudadanos leen y ven es malo. Según una encuesta de Pew Research de 2019, la mitad de los estadounidenses piensa que las «noticias/información inventadas» son «un problema muy grande en el país a día de hoy», más o menos a la par que el «sistema político de Estados Unidos», la «brecha entre ricos y pobres» y la «delincuencia violenta». Pero lo que más le preocupa es la desinformación, porque parece tan nueva, y por ser tan nueva, tan aislable, y por ser tan aislable, tan remediable. Sabe que tiene que ver con el algoritmo.

¿Qué se puede hacer con todo este contenido dañino, fraudulento? En marzo de 2021, el Instituto Aspen anunció que convocaría una Comisión exquisitamente no partidista sobre el problema de la Desinformación, copresidida por Katie Couric, quien «formulará recomendaciones sobre cómo puede responder el país a esta moderna crisis de confianza en las instituciones clave». Entre los quince miembros de la comisión se encuentran Yasmin Green, directora de investigación y desarrollo de Jigsaw, una incubadora de empresas de tecnología de Google que «explora las amenazas a las sociedades abiertas»; Garry Kasparov, campeón de ajedrez y crítico del Kremlin; Alex Stamos, antiguo jefe de seguridad de Facebook y actual director del Observatorio de Internet de Stanford; Kathryn Murdoch, nuera distanciada de Rupert Murdoch, y el príncipe Harry, hijo distanciado del príncipe Carlos. Uno de los objetivos de la comisión es determinar «cómo el gobierno, la empresa privada y la sociedad civil pueden trabajar juntos… para involucrar a las poblaciones descontentas que han perdido la confianza en la realidad basada en la evidencia», siendo la confianza un prerrequisito bien conocido para la realidad basada en la evidencia.

LA GRAN DESINFORMACIÓN

La Comisión para el estudio de la Desinformación –o más literalmente, sobre el Desorden informativo– es la última incorporación (y la del nombre más espeluznante) a un nuevo campo de producción de conocimiento que surgió durante los años de Trump de la confluencia entre los medios de comunicación, el mundo académico y la investigación política: la Gran Desinformación. Una especie de EPA1 de los contenidos que busca exponer la propagación de varios tipos de «toxicidad» en las plataformas de redes sociales, los efectos posteriores de esta propagación, y los intentos torpes, deshonestos y poco entusiastas de las plataformas para detenerlo. Como si se tratara de un proyecto de limpieza del medio ambiente, presupone un modelo de consumo de contenidos perjudicial. Al igual que, por ejemplo, fumar provoca cáncer, el consumo de información errónea debe provocar cambios en las creencias o en el comportamiento que son malos, según alguna norma. Si no, ¿por qué preocuparse de lo que la gente lee y ve?

La Gran Desinformación ha encontrado un enérgico apoyo en las más altas esferas del centro político estadounidense, que lleva advirtiendo de una crisis existencial de contenidos de forma más o menos constante desde las elecciones de 2016. Por poner solo el ejemplo más reciente: en mayo, Hillary Clinton le dijo al exlíder tory Lord Hague que «las empresas tecnológicas deben rendir cuentas de alguna manera por el papel que desempeñan en el debilitamiento del ecosistema de información que es absolutamente esencial para el funcionamiento de cualquier democracia».

Hace solo cinco años, Zuckerberg dijo que era una «idea bastante loca» que los malos contenidos de su web hubieran sido capaces de persuadir a un número suficiente de votantes como para inclinar las elecciones de 2016 del lado de Trump

Sorprendentemente, las grandes empresas tecnológicas están de acuerdo. En comparación con otros gigantes corporativos más literalmente tóxicos, los integrantes de la industria tecnológica se han apresurado a reconocer el papel que han desempeñado en la corrupción de la corriente supuestamente pura de la realidad estadounidense. Hace solo cinco años, Mark Zuckerberg dijo que era una «idea bastante loca» que los malos contenidos de su sitio web hubieran sido capaces de persuadir a un número suficiente de votantes como para inclinar las elecciones de 2016 del lado de Donald Trump. «Los votantes toman decisiones basadas en su experiencia vivida», dijo. «Hay una profunda falta de comprensión en la afirmación de que la única razón por la que alguien pudo votar como lo hizo es porque vio noticias falsas». Un año más tarde, repentinamente escarmentado, se disculpó por ser simplista y se comprometió a poner de su parte para frustrar a los que «difunden la desinformación».

Negarlo era insostenible, para Zuckerberg en particular. El llamado techlash2, una época de cobertura mediática tardía y brutal y la presión política tras el Brexit y la victoria de Trump, lo hicieron difícil. Pero fue el argumento empresarial básico de Facebook lo que hizo imposible la negación. La compañía de Zuckerberg consigue sus beneficios al convencer a los anunciantes de que puede modelar su audiencia para lograr una mejor persuasión comercial. ¿Cómo podría afirmar entonces simultáneamente que la gente no es persuadida por su contenido? Irónicamente, resultó que las grandes plataformas de redes sociales compartían una premisa fundamental con sus más severos críticos en el campo de la desinformación: que las plataformas tienen un poder único para influir en los usuarios, de manera profunda y cuantificable. En los últimos cinco años, estos críticos han contribuido a destruir el mito de las bondades cívicas de Silicon Valley, a la vez que han pulido su imagen de supervisor ultrarracional de un futuro consumista.

He aquí lo que proclaman tanto las plataformas como sus críticos más acérrimos: cientos de millones de estadounidenses en una red interminable, listos para ser manipulados, listos para ser activados. ¿Quieres cambiar un output, conseguir un resultado, digamos, como una insurrección o una cultura de escepticismo sobre las vacunas? Cambia tu entrada, el input. ¿Quieres resolver la «crisis de confianza en las instituciones clave» y la «pérdida de confianza en la realidad basada en la evidencia»? Adopta entonces una mejor política de moderación de contenidos. El arreglo, como ves, tiene que ver con el algoritmo.

EL NACIMIENTO DEL MARKETING POLÍTICO

En el período previo a las elecciones presidenciales de 1952, un grupo de donantes republicanos estaba muy preocupado por la fría imagen pública de Dwight Eisenhower. Recurrieron entonces a una empresa de publicidad de Madison Avenue, Ted Bates, para que creara anuncios destinados al nuevo y fascinante aparato que de repente estaba en millones de hogares. En Eisenhower Answers America, la primera serie de anuncios políticos de la historia de la televisión, un Ike muy sonriente daba respuestas concisas a preguntas sobre el fisco, la guerra de Corea o la deuda nacional. Los anuncios marcaron el inicio del marketing de masas en la política estadounidense. También introdujeron la lógica de la industria publicitaria en el imaginario político estadounidense: la idea de que la combinación correcta de imágenes y palabras, presentada en el formato adecuado, puede persuadir previsiblemente a la gente para que actúe, o no actúe.

La premisa psicológica de la condición manipulable del ser humano», escribió Hannah Arendt, «se ha convertido en una de las principales mercancías que se venden en el mercado de la opinión común, vulgar, y también de la erudita»

Esta visión mecanicista de la humanidad no estaba exenta de escépticos. «La premisa psicológica de la condición manipulable del ser humano», escribió Hannah Arendt, «se ha convertido en una de las principales mercancías que se venden en el mercado de la opinión común, vulgar, y también de la erudita». En su opinión, Eisenhower, que obtuvo 442 votos electorales en 1952, probablemente habría ganado incluso si no hubiera gastado un céntimo en televisión.

© Harper’s Magazine.

Lo que se necesitaba para acallar las dudas sobre la eficacia de la publicidad entre la gente que contrata anuncios era una prueba empírica, o al menos la apariencia de ello. La persuasión política moderna, escribió el sociólogo Jacques Ellul en su histórico estudio de 1962 sobre la propaganda, se define por sus aspiraciones de rigor científico, «el creciente intento de controlar su uso, medir sus resultados, definir sus efectos». Los clientes quieren persuadirse de que el público ha sido persuadido.

Por suerte para los aspirantes a propagandistas en la época de la Guerra Fría, la industria publicitaria estadounidense había perfeccionado su discurso. Había pasado la primera mitad del siglo tratando de justificar su valor mediante la asociación con los florecientes campos de la gestión científica y la psicología de laboratorio. Cultivar a los científicos del comportamiento y apropiarse de su jerga, escribe la economista Zoe Sherman, permitió a los vendedores de publicidad ofrecer «un barniz de certeza científica» al arte de la persuasión:

«Afirmaban que el público, al igual que los trabajadores en un lugar de trabajo taylorizado, no necesitaba ser persuadido mediante la razón, sino que podía ser entrenado mediante la repetición para adoptar los nuevos hábitos de consumo deseados por los vendedores».

La provechosa y rentable relación entre la industria de la publicidad y las ciencias sociales adquirió un cariz turbio en 1957, cuando el periodista Vance Packard publicó The Hidden Persuaders (en español, Las formas ocultas de la propaganda), su exposición acerca de la «investigación sobre la motivación», que era entonces la punta de lanza de la colaboración entre Madison Avenue y la investigación psicológica. La alarmante imagen pública que creó el bestseller de Packard –publicistas esgrimiendo una mezcla impía de Paulov y Freud para manipular al público estadounidense con el fin de que comprara pasta de dientes– sigue vigente. Y la idea de la manipulabilidad del público es, como señaló Arendt, una parte indispensable del producto. La publicidad se dirige a los consumidores, pero se vende a las empresas.

El informe de Packard se basaba en lo que le decían los investigadores de la motivación. Entre sus propias motivaciones, apenas ocultas, estaba el deseo de parecer clarividentes. En un capítulo posterior, Packard afirmaba en este sentido:

«Algunos de los investigadores eran propensos en ocasiones a sobrevalorarse a sí mismos, o en cierto sentido a explotar a los explotadores. John Dollard, [un] psicólogo de Yale que realizaba trabajos de consultoría para la empresa, reprendía a algunos de sus colegas diciendo que los que prometían a los anunciantes “una forma leve de omnipotencia eran bien recibidos”».

En la actualidad, un aura de omnipotencia aún mayor que a sus antepasados de la prensa escrita y la radiodifusión rodea al creador de anuncios digitales. Según Tim Hwang, un abogado que anteriormente dirigió la política pública de Google, esta imagen se mantiene gracias a dos «pilares de confianza»: que los anuncios digitales son más medibles y más eficaces que otras formas de persuasión comercial. El activo que estructura la publicidad digital es la atención. Pero, según argumenta Hwang en su libro de 2020 Subprime Attention Crisis, la atención es más difícil de estandarizar, y por tanto vale mucho menos como mercancía, de lo que parecen pensar quienes la compran. La «ilusión de una mayor transparencia» que se ofrece a los compradores de publicidad esconde así un mercado «profundamente opaco», automatizado y empaquetado de forma invisible y dominado por dos empresas sombríamente secretas, Facebook y Google, con todo el interés en hacer que la atención parezca lo más uniforme posible. Esta es quizás la crítica más profunda que se puede hacer a estos gigantes de Silicon Valley: no es que su reluciente política de información empresarial genere desagradables filtraciones, es que, antes de nada, no es tan valioso lo que sale de la fábrica.

MENSAJES PARA LOS YA CONVENCIDOS

Una mirada más cercana hace evidente que gran parte de la atención con la que se comercia en Internet es fortuita, no medible o simplemente fraudulenta. Hwang señala que, a pesar de estar expuesto a una enorme cantidad de publicidad en línea, el público es en gran medida apático hacia ella. Además, los anuncios online tienden a generar clics entre personas que ya son clientes fieles. Se trata, como dice Hwang, de «una forma cara de atraer a usuarios que, de todas formas, habrían comprado». Confundir la correlación con la causalidad ha dado a los compradores de publicidad una sensación muy exagerada de su capacidad de persuasión.

También lo han hecho los datos de los consumidores sobre los que se basa la publicidad segmentada, y que distintas investigaciones han revelado cómo, a menudo, resultan ser de mala calidad o estar sobrevalorados. En documentos judiciales recientemente desvelados, los directivos de Facebook menospreciaron la calidad de su propia publicidad segmentada precisamente por esta razón. Un correo electrónico interno de Facebook sugiere que la directora de operaciones Sheryl Sandberg sabía desde hace años que la empresa exageraba el alcance de sus anuncios.

La industria de la publicidad digital depende de nuestra percepción de su capacidad de persuasión tanto como de cualquier medición de su capacidad para hacerlo realmente

¿Por qué, entonces, a los compradores les gusta tanto la publicidad digital? En muchos casos, concluye Hwang, es simplemente porque va bien en una reunión, desplegada en un panel de análisis: «Es un gran teatro». En otras palabras, la industria de la publicidad digital depende de nuestra percepción de su capacidad de persuasión tanto como de cualquier medición de su capacidad para hacerlo realmente. Se trata de una cuestión de relaciones públicas, de contar historias. Y, en este punto, el marco de la desinformación ha sido una gran baza.

Los mitos de la industria de la publicidad digital han  desempeñado un papel decisivo en la forma en que los más críticos con las grandes empresas tecnológicas cuentan la historia de la persuasión política. Esto se debe a que el contenido político de pago es el tipo de desinformación digital de mayor impacto, la nefasta influencia a la que los observadores liberales de todo Occidente achacan el Brexit y la llegada a la presidencia de  Trump. Como cualquier relato realmente convincente, este tiene también buenos y malos. Los héroes del drama de la desinformación son personas como Christopher Wylie3, que denunció la magia negra de Cambridge Analytica y luego pidió al mundo que comprara su libro. Los villanos son personas como Brad Parscale4, el extravagante estratega que, con su metro ochenta de estatura, no podría haberse escondido de la prensa aunque quisiera, cosa que en absoluto hizo.

EL CASO DE PARSCALE, DIRECTOR DE CAMPAÑA DE TRUMP

Director digital de la exitosa campaña de Trump en 2016, Parscale fue ascendido a director de campaña para la reelección. Al percibir que este hombre de barba idiosincrásica era el arquitecto secreto del supuesto dominio digital de Trump, la prensa lo convirtió en un Señor Sith de la persuasión de la derecha, un maestro de la fuerza de la desinformación. Un perfil de Parscale en el New Yorker de marzo de 2020 lo promocionaba como «el hombre detrás del gigante de Facebook de Trump», que había «utilizado las redes sociales para influir en las elecciones de 2016» y estaba «preparado para hacerlo de nuevo». Parscale interpretó el papel con alegría kayfabiana5, tuiteando en mayo:

«Durante casi tres años hemos estado construyendo una  campaña gigantesca (Estrella de la Muerte). Está funcionando a toda máquina. Datos, digital, televisión, política, sustitutos, coaliciones, etc. Dentro de unos días procederemos a pulsar FIRE por primera vez».

Apenas dos meses después, ante las críticas de que Parscale no sabía manejar los elementos offline de una campaña, Trump lo relegó. Dos meses después, los agentes de policía detuvieron al gran manipulador, sin camisa e hinchado, en la puerta de su mansión del sur de Florida, donde había cargado una pistola durante una discusión con su esposa. Tras una hospitalización a la fuerza renunció a la campaña, alegando un «sobrecarga de estrés». (Desde entonces ha montado una nueva consultoría política digital.)

La narrativa de los medios de comunicación sobre el siniestro control mental digital ha ocultado un cuerpo de investigación que se muestra escéptico sobre los efectos de la publicidad política y la desinformación. Un estudio de miles de usuarios de Facebook realizado en 2019 por politólogos de Princeton y la Universidad de Nueva York descubrió que «compartir artículos de dominios de noticias falsas era una actividad poco frecuente»: más del 90% de los usuarios nunca habían compartido ninguno. Un estudio de 2017 de Stanford y la NYU concluyó que:

«Si un artículo de noticias falsas fuera tan persuasivo como un anuncio de campaña en televisión, las noticias falsas de nuestra base de datos habrían cambiado las cuotas de voto en una cantidad del orden de centésimas de punto porcentual. Esto es mucho menor que el margen de victoria de Trump en los estados clave de los que dependía el resultado».

No es que estos estudios deban tomarse como prueba definitiva de nada. A pesar de su protagonismo en los medios de comunicación, el estudio de la desinformación todavía está en proceso de responder a las preguntas que lo definan y no ha comenzado a considerar algunas cuestiones epistemológicas básicas.

CARENCIAS DE LAS INVESTIGACIONES

El estudio más exhaustivo del campo hasta la fecha, una revisión de la literatura científica de 2018 titulada Social Media, Political Polarization, and Political Disinformation (Redes sociales, polarización política y desinformación política), revela algunos déficits asombrosos. Los autores culpan a la investigación sobre desinformación por no explicar por qué cambian las opiniones; por carecer de datos sólidos sobre la prevalencia y el alcance de la desinformación; y por negarse a establecer definiciones comunes para los términos más importantes del campo, como información errónea, desinformación6, propaganda online, noticias hiperpartidistas, noticias  falsas, clickbait, rumores y teorías conspirativas. La sensación que prevalece es que no hay dos personas que investiguen la desinformación que hablen de lo mismo.

Esto le sonará a cualquiera que siga el actual debate mediático en torno a la propaganda online. «Desinformación» (entendida como información errónea sin más) y «desinformación» (como aquella fabricada o extendida con el propósito de manipular o dañar) se utilizan de forma casual e indistinta para referirse a una enorme gama de contenidos, que van desde las trilladas estafas hasta la agregación de noticias virales; desde las operaciones de  inteligencia extranjera hasta el troleo; desde la investigación de la oposición hasta el acoso. En su uso más crudo, los términos son simplemente una jerga para «cosas con las que no estoy de acuerdo». Los intentos de definir la «desinformación» de forma suficientemente amplia como para despojarla de perspectiva política o ideología nos dejan en un territorio tan abstracto como absurdo. Como dice la revisión bibliográfica

«la “desinformación” pretende ser una categoría amplia que describa los tipos de información que uno podría encontrar en línea y que podrían conducir a percepciones erróneas sobre el estado real del mundo».

¡Eso lo acota!

El término siempre ha sido político y beligerante. Cuando la dezinformatsiya apareció como una entrada en la Gran Enciclopedia Soviética de 1952, su significado era  despiadadamente ideológico: «Difusión (en la prensa, en la radio, etc.) de informes falsos con el fin de engañar a la opinión pública. La prensa y la radio capitalistas hacen un amplio uso de la dezinformatsiya». Hoy día, periodistas, académicos y políticos siguen enmarcando la cuestión de la desinformación en un lenguaje marcial, como una «guerra contra la verdad» o  «mentiras armadas». En el nuevo contexto, sin embargo, la mala información es un arma esgrimida en un conflicto político interno violento puntualmente, más que en una guerra fría entre superpotencias.

¿Las redes sociales están creando nuevos tipos de personas, o simplemente descubriendo tipos de personas olvidadas durante mucho tiempo a un segmento del público que no estaba acostumbrado a verlas?

Dado que los criterios del nuevo campo de estudio son tan   turbios, la comprensión popular de los efectos persuasivos de la mala información se ha vuelto excesivamente dependiente de anécdotas surreales que privilegian el papel de una novedosa tecnología por encima del contexto social, cultural, económico y político (Resuenan aquí temores de lavado de cerebro de la  Guerra Fría). Estas historias de persuasión, al igual que la historia de la publicidad en línea, están marcadas por la dificultad de separar la correlación de la causalidad. ¿Las redes sociales están creando nuevos tipos de personas, o simplemente descubriendo tipos de personas olvidadas durante mucho tiempo a un  segmento del público que no estaba acostumbrado a verlas? Esta última posibilidad tiene implicaciones embarazosas, tanto para los medios de comunicación como para el mundo académico.

UNA POSICIÓN DEFENSIVA

Con todo, una cuestión aún más molesta para el campo de la desinformación es la postura supuestamente objetiva que  adoptan los investigadores de los medios de comunicación y los periodistas respecto al ecosistema informativo al que ellos  mismos pertenecen. Sorprendentemente, este empeño ha tenido lugar al mismo tiempo que los medios de comunicación se han cuestionado de forma agónica y tardía el daño causado por los criterios profesionales de objetividad no examinados. Al igual que el periodismo, la erudición y todas las demás formas de creación de conocimiento, la investigación sobre desinformación refleja la cultura, las aspiraciones y los supuestos de sus creadores.

Basta un rápido vistazo a las instituciones que publican con mayor frecuencia e influencia sobre la desinformación: La Universidad de Harvard, el New York Times, la Universidad de Stanford, el MIT, la NBC, el Atlantic Council, el Council on Foreign Relations, etc. El hecho de que las instituciones liberales más prestigiosas de la era pre-digital sean las que más invierten en la lucha contra la desinformación revela mucho sobre lo que pueden perder o esperan recuperar. Cualquiera que sea la brillantez de los investigadores y reporteros de la desinformación, la naturaleza del proyecto los coloca inevitablemente en una posición lamentablemente defensiva en el debate contemporáneo sobre la representación de los medios de comunicación, la objetividad, la creación de imágenes y el conocimiento público. Por muy buenas intenciones que tengan estos profesionales, no tienen un acceso especial al tejido de la realidad.

La primavera de 2021, a la luz de nuevos informes y de un renovado esfuerzo político bipartidista para investigar los orígenes de la COVID-19, Facebook anunció que dejaría de eliminar las publicaciones que afirmaran que el coronavirus había sido creado o fabricado por el hombre. Muchos trabajadores de la  desinformación, que pasaron meses pidiendo a las empresas de redes sociales que prohibieran tales afirmaciones alegando que eran teorías conspirativas, han guardado un incómodo silencio cuando los científicos han empezado a admitir que una fuga accidental de un laboratorio de Wuhan es una posibilidad poco probable, pero plausible.

Sin embargo, la Gran Desinformación apenas puede contener su deseo de devolver el poder de la difusión del conocimiento a un conjunto de guardianes «objetivos». En febrero, el sitio web de noticias tecnológicas Recode informó sobre una iniciativa de noticias no partidista de 65 millones de dólares llamada Project for Good Information (Proyecto para la Buena  Información). Su creadora, Tara McGowan, es una veterana representante de los demócratas y directora general de Acronym, una organización sin ánimo de lucro de centro-izquierda dedicada a la publicidad digital y a la movilización de los votantes, cuyo PAC7 está financiado, entre otros, por Steven Spielberg; el cofundador de LinkedIn, Reid Hoffman; y el capitalista de riesgo, Michael Moritz. El antiguo director de la campaña de Obama, David Plouffe, actualmente estratega de la Iniciativa Chan Zuckerberg8, es asesor oficial de Acronym. Mientras tanto, un artículo del New York Times de febrero de 2021 sugería humildemente el nombramiento de un «zar de la realidad» que podría «convertirse en la punta de la lanza de la respuesta del gobierno federal a la crisis de la realidad».

INVESTIGADORES AL SERVICIO DEL ESTADO

La visión de un científico que, como si de un dios se tratara, controla los medios de comunicación en nombre del gobierno de Estados Unidos tiene casi un siglo de antigüedad. Después de la Primera Guerra Mundial, el estudio académico de la propaganda fue explícitamente progresista y reformista, tratando de exponer el papel de los poderosos intereses en la configuración de las noticias. Luego, a finales de la década de 1930, la Fundación Rockefeller comenzó a patrocinar a los evangelizadores de una nueva disciplina llamada investigación de la comunicación. Los psicólogos, politólogos y consultores que estaban detrás de este movimiento pregonaban su sofisticación metodológica y su absoluta neutralidad política. Vendieron la «predisposición psicológica de la manipulabilidad humana» de Arendt a los funcionarios del gobierno y a los hombres de negocios, al igual que lo hicieron los primeros ejecutivos de anuncios de televisión. Se pusieron al servicio del Estado.

Jack Bratich ha argumentado que la industria contemporánea de la contradesinformación forma parte de una «guerra de restauración» librada por un centro político estadounidense humillado por las crisis económicas y políticas de los últimos veinte años

El experto en medios de comunicación Jack Bratich ha argumentado que la industria contemporánea de la  contradesinformación forma parte de una «guerra de  restauración» librada por un centro político estadounidense humillado por las crisis económicas y políticas de los últimos veinte años. La sociedad civil despolitizada se convierte, según Bratich, en «el terreno para la restauración de los que dicen la verdad con autoridad» como –vaya– Harvard, el New York Times y el Consejo de Relaciones Exteriores. Con este argumento, el establishment ha aplicado los métodos para desacreditar la información de sus enemigos geopolíticos contra sus propios ciudadanos.

La National Strategy for Countering Domestic Terrorism  (Estrategia nacional para contrarrestar el terrorismo interno) de la administración Biden –la primera de este tipo– promete «contrarrestar la polarización a menudo alimentada por la desinformación y las peligrosas teorías de la conspiración online». El informe completo advierte no solo de las milicias de derechas y de los incels9, sino también de los activistas anticapitalistas, ecologistas y de los derechos de los animales. Esto se produce en un momento en que los gobiernos de todo el mundo han empezado a utilizar las leyes de emergencia sobre «noticias falsas» y «desinformación» para acosar y detener a disidentes y periodistas.

Sin embargo, no hace falta comprarle la historia a Bratich para entender lo que las empresas tecnológicas y determinadas organizaciones de medios de comunicación ganan con la visión del mundo de la Gran Desinformación. Los gigantes de contenidos –Facebook, Twitter, Google– llevan años intentando aprovechar la credibilidad y la experiencia de ciertas formas de periodismo mediante iniciativas de verificación de hechos o fact-checking y de alfabetización mediática. En este contexto, el proyecto de desinformación no es más que una asociación no oficial entre las grandes empresas tecnológicas, los medios de comunicación corporativos, las universidades de élite y fundaciones con mucho dinero. De hecho, en los últimos años, algunos periodistas han empezado a quejarse de que su trabajo consiste ahora en  verificar contenidos de las mismas plataformas sociales que están desintegrando su sector.

Irónicamente, en la medida en que este trabajo crea una alarma indebida sobre la desinformación, apoya el argumento de venta de Facebook. Después de todo, ¿qué podría ser más atractivo para un anunciante que una máquina capaz de persuadir a cualquiera de cualquier cosa? Este supuesto beneficia a  Facebook, que difunde más información errónea, lo que crea más alarma. Los soportes o medios tradicionales, con marcas de prestigio, son tomados como socios de confianza a la hora de determinar cuándo los niveles de contaminación en el ecosistema informativo (del que se han desprendido mágicamente) son demasiado altos. Para las viejas instituciones mediáticas se trata de una apuesta por la relevancia, una forma de autopreservación. Para las plataformas tecnológicas es una estrategia superficial para evitar cuestiones más profundas. Un campo de  desinformación de confianza es, en este sentido, algo muy útil para Mark Zuckerberg.

¿Y con qué resultado? En 2020, Facebook empezó a poner etiquetas de advertencia en las publicaciones desinformativas de Trump. BuzzFeed News informó en noviembre de que las  etiquetas habían reducido la difusión en solo un 8%. Era casi como si a la gran mayoría de la gente que difundía lo que Trump publicaba no le importara si un tercero había calificado su  discurso como poco fiable. (De hecho, uno se pregunta si, para cierto tipo de personas, esa advertencia podría ser incluso un incentivo para compartirla.) Facebook podía decir que había escuchado a los críticos y, además, podía señalar las cifras que indicaban que había limpiado el ecosistema de la información en un 8%. Sus críticos, al haber sido escuchados, podrían quedarse con las manos en los bolsillos.

UNA METÁFORA EPIDEMIOLÓGICA

Cuando el virus se apoderó del mundo, una nueva metáfora epidemiológica se impuso para tratar la mala información. La desinformación ya no era una toxina exógena, sino un organismo contagioso, que tenía como efecto la persuasión de forma inevitable tal y como sobreviene tos o fiebre tras haber estado expuesto a dicho organismo. En una inversión perfecta del lenguaje de los medios digitales, «volverse viral» era ahora algo malo. En octubre de 2020, Anne Applebaum proclamó en The Atlantic que Trump era un «superdifusor de  desinformación». Un estudio realizado a principios de ese mes por investigadores de Cornell descubrió que el 38% de la «conversación sobre desinformación» en inglés en torno a la COVID-19 incluía alguna mención a Trump, lo que le convertía, según el New York Times, en «el mayor impulsor de la “infodemia”».

Esta apreciación encaja con diversas investigaciones anteriores que sugieren que la desinformación suele necesitar el apoyo de las élites políticas y mediáticas para difundirse de forma generalizada. Es decir, la capacidad de persuasión de la información en las redes sociales depende del contexto. La propaganda no aparece de la nada, y no funciona toda de la misma manera. Ellul escribió sobre el papel necesario de lo que llamó «pre-propaganda»:

«La propaganda directa, destinada a modificar las opiniones y las actitudes, debe ir precedida de una propaganda de carácter sociológico, lenta, general, que busque crear un clima, una atmósfera de actitudes previas favorables. Ninguna propaganda directa puede ser eficaz sin la pre-propaganda, que, sin agresión directa o visible, se limita a crear ciertas ambigüedades, reducir prejuicios y difundir imágenes, aparentemente sin finalidad alguna».

Otra forma de pensar en la pre-propaganda es considerar como un todo el contexto social, cultural, político e histórico. En Estados Unidos, ese contexto incluye un proceso electoral muy particular y un sistema bipartidista que se ha polarizado e inclinado asimétricamente hacia una derecha patriótica del ‘american first’ y de retórica antielitista. También incluye una ética social libertaria, un «estilo paranoico», un «americanismo autóctono», unos medios de comunicación nacionales profundamente irresponsables, la desaparición de las noticias locales, una industria del entretenimiento que glorifica la violencia, un ejército hinchado, una desigualdad de ingresos masiva, una historia de racismo brutal e intratable que ha destrozado una y otra vez la conciencia de clase, unos hábitos mentales conspiranoicos y temas de declive y redención histórico-mundial. La situación específica de Estados Unidos estaba creando tipos específicos de personas mucho antes de la llegada de las plataformas tecnológicas.

Es tener en cuenta el contexto en su totalidad, o al menos todo lo que sea posible del conjunto, y comprobar lo ridículo e  insuficiente de culpar a estas plataformas de los tristes extremos de la vida nacional norteamericana, incluidos los disturbios del 6 de enero de 2020. Y sin embargo, dado el determinismo  tecnológico del discurso de la desinformación, ¿es sorprendente que los abogados de algunos de los alborotadores del Capitolio estén planeando defensas legales que culpen a las empresas de redes sociales?

Solo ciertos tipos de personas responden a ciertos tipos de propaganda en ciertas situaciones. Los mejores reportajes sobre QAnon10, por ejemplo, son los que han tenido en cuenta la popularidad del movimiento conspirativo entre los evangélicos blancos. Los mejores reportajes sobre el escepticismo ante las vacunas y las mascarillas han tenido en cuenta el mosaico de experiencias que conforman la actitud estadounidense respecto a la competencia de las autoridades de salud pública. No hay nada mágicamente persuasivo en las plataformas de las redes sociales; son una parte nueva e importante del panorama, pero están lejos de ser el todo. Facebook, por mucho que Mark Zuckerberg y Sheryl Sandberg quieran que lo pensemos, no son el motor inmóvil, el único dios creador.

Para cualquiera que haya utilizado Facebook recientemente, esto debería ser obvio. Facebook está lleno de feos memes y grupos aburridos, argumentaciones absurdas, sensacionalismo y clickbait, productos que nadie quiere y artículos inútiles que no interesan a nadie. Y, sin embargo, las personas más alarmadas por la terrible influencia de Facebook son las que más se quejan de lo malo que es el producto. La pregunta es: ¿por qué los trabajadores de la desinformación creen que son los únicos que se han dado cuenta de que Facebook apesta? ¿Por qué debemos suponer que el resto del mundo ha sido hipnotizado por él? ¿Por qué hemos estado tan dispuestos a aceptar el cuento de Silicon Valley sobre lo fáciles que somos de manipular?

Dentro de las profesiones que generan conocimiento existen explicaciones estructurales afines. Los científicos sociales obtienen financiación para proyectos de investigación que puedan aparecer en las noticias. Los think tanks quieren estudiar problemas políticos cuantificables. Los periodistas se esfuerzan por desenmascarar a los poderosos hipócritas y crear «impacto». De hecho, las plataformas tecnológicas son tan ineptas y se les pilla con tanta facilidad violando sus propias normas sobre información vetada, que una generación de reporteros ambiciosos ha encontrado un filón inagotable de hipocresía a través de historias sobre desinformación que llevan a la moderación. Como política, es mucho más fácil centrarse en un algoritmo ajustable que en las condiciones sociales arraigadas.

EL COMPRADOR, «VÍCTIMA Y PRESA»

Sin embargo, los incentivos profesionales no son suficientes para explicar por qué el marco de la desinformación se ha vuelto tan dominante. Ellul rechazó la «opinión común de la propaganda como obra de un puñado de hombres malvados, seductores del pueblo». Comparó esta historia simplista con los estudios de mediados de siglo sobre la publicidad «que consideran al  comprador como víctima y presa». Por contra, escribió, el propagandista y aquel que es objeto de la propaganda la harían de forma conjunta.

Es posible que el establishment necesite el teatro de la persuasión de las redes sociales para construir un mundo político que todavía tenga sentido, para explicar el Brexit y Trump y la pérdida de fe en las decadentes instituciones de  Occidente

Una de las razones para aceptar los supuestos de Silicon Valley sobre nuestra persuabilidad mecanicista es que nos impide pensar demasiado en el papel que desempeñamos al asumir y creer las cosas que queremos creer. Convierte una enorme pregunta sobre la naturaleza de la democracia en la era digital –¿qué pasa si la gente cree cosas locas, y ahora todo el mundo lo sabe?– en una negociación tecnocrática entre empresas tecnológicas, empresas de medios de comunicación, grupos de reflexión y universidades.

Pero hay una razón más profunda y relacionada con la anterior, por la que muchos críticos de las grandes tecnologías se  apresuran a aceptar la historia de los tecnólogos sobre la  capacidad de persuasión humana. Como ha señalado el politólogo Yaron Ezrahi, la opinión pública confía en las demostraciones científicas y tecnológicas de causa y efecto político porque sostienen nuestra creencia en la racionalidad del gobierno democrático.

De hecho, es posible que el establishment necesite el teatro de la persuasión de las redes sociales para construir un mundo político que todavía tenga sentido, para explicar el Brexit y Trump y la pérdida de fe en las decadentes instituciones de  Occidente. Las rupturas que surgieron en gran parte del mundo democrático hace cinco años pusieron en tela de juicio los supuestos básicos de muchos de los participantes en este debate: los ejecutivos de las redes sociales, los académicos, los  periodistas, los expertos en investigación y los encuestadores. Una explicación común de los efectos persuasivos de los medios sociales proporciona una explicación conveniente de cómo tanta gente pensó de forma tan equivocada más o menos al mismo tiempo. Además, crea un mundo de persuasión que es legible y útil para el capital, para los anunciantes, los consultores políticos, las empresas de comunicación y, por supuesto, para las propias plataformas tecnológicas. Es un modelo de causa y efecto en el que la información que circula por unas pocas  corporaciones tiene el poder total de justificar las creencias y los comportamientos del demos. En este sentido, este mundo es un mundo cómodo. Fácil de explicar, fácil de ajustar y fácil de vender, es un digno sucesor de la visión unificada de la vida americana producida por la televisión del siglo XX. No es, como dijo Mark Zuckerberg, «una idea loca». Sobre todo si todos nos la creemos.

(Copyright  © Harper’s Magazine. Todos los derechos reservados. Artículo reproducido del número de septiembre con autorización especial).

Traducción: Pilar Gómez.

NOTAS

1. EPA. La Environmental Protection Agency o agencia de protección medioambiental es una agencia ejecutiva independiente del gobierno federal de los Estados Unidos que se ocupa de asuntos relacionados con la protección del medio ambiente.

2. El TechLash es un término que acuñó The Economist en 2018 para denominar las reacciones críticas contra los gigantes tecnológicos de Silicon Valley como Facebook, Google y Amazon derivadas de sus malas prácticas.

3 Más info: https://elpais.com/internacional/2018/03/26/actualidad/1522058765_703094.html

4 Más info: https://www.lavanguardia.com/internacional/20200606/481612492944/brad-parscale-el-guru-digital-de-donald-trump.html

5 Kayfabe es un término de la lucha libre y alude a la representación ficticia de eventos organizados como «reales» o «verdaderos», específicamente a la escenificación de rivalidades entre los participantes.

6 En español se suele utilizar la palabra «desinformación» para traducir dos términos en inglés: “misinformation” y “desinformation”. Ambas hacen referencia a información errónea o falsa, pero lo que varía es el propósito: en la primera no existe intencionalidad de engañar o confundir, al contrario que en la segunda. El autor se detiene a continuación en ambos términos y su uso equivalente.

7 PAC. Political Action Committee o Comité de acción política es un comité que reúne las aportaciones de sus miembros y dona esos fondos a campañas a favor o en contra de candidatos, iniciativas electorales o legislación. Los PAC suelen ser creados en favor de intereses empresariales, laborales o ideológicos por personas que desean recaudar dinero de forma privada para donarlo a las campañas a las que sirven.

8 La fundación que Mark Zuckerberg y su mujer, Priscilla Chan, anunciaron al hacer público el nacimiento de su hija. La iniciativa se ha creado con la donación del 99% de sus acciones en Facebook.

9Incels o célibes involuntarios son un grupo o subcultura agrupada alrededor de comunidades virtuales donde expresan sus sentimientos de odio, misantropía, misoginia, resentimiento y violencia contra un mundo donde no pueden satisfacer sus deseos sexuales como o con quién les gustaría. La palabra se ha usado ya en referencia a autores de tiroteos o matanzas llevadas a cabo en los últimos años en Estados Unidos.

10 QAnon (abreviatura de Q-Anónimo) es el término con el que se designa a quienes respaldan y difunden teorías conspirativas según las cuales el mundo es gobernado por un grupo de pedófilos secuestra niños y adoradores de Satán organizados contra Donald Trump. Políticos (demócratas), famosos y autoridades religiosas formarían parte de esta trama. Más info: https://www.nytimes.com/es/2020/08/21/espanol/qanon-que-es.html

Periodista senior en BuzzFeed News y participante en 2021 del programa de la Fundación Nieman para la investigación periodística.