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Creo que muchos nos encontramos bastante de acuerdo sobre la clase de persona que nos gusta a los liberales. Nos gustan los tipos independientes, esto es, los que piensan sus pensamientos porque han elegido pensarlos, no porque les haya llevado de la mano hasta ellos una iglesia, un partido político o cualquier otra instancia superior y extrínseca.

Ahora bien, esta estampa nuclear se presta a racionalizaciones diversas. O mejor, se aviene a ser interpretada desde tradiciones distintas. Una de ellas, la más rica y compleja a mi entender, es la historicista o, si se quiere, la liberal/conservadora. Incluye en sus huestes a los doctrinarios franceses y a Tocqueville, y entre los contemporáneos, a Oakeshott, Hayek y Berlin. No niego mi respeto por esta corriente, a la que aludiré brevemente al término de esta nota. Mi propósito más bien será el de señalar las menguas conceptuales de otra tradición igualmente poderosa y más próxima a lo que vulgarmente se comprende bajo el término de «liberalismo». Me refiero a la tradición representada por un espectro de actitudes que van, desde el anarquismo libertario, al liberalismo a la americana, incorrectamente identificado en España con la socialdemocracia. Se preguntará por qué, siendo el lector liberal, me dispongo a hacer la crítica de una de las acepciones del liberalismo. Mi respuesta es que es obligación de los liberales el no simplificar dogmáticamente la realidad, aun a costa de incurrir en formas atenuadas, o no tan atenuadas, de masoquismo. Advertido lo cual, y sin mayores preámbulos, voy derecho al bulto.

La debilidad del liberalismo que voy a criticar reside en un concepto demasiado rudimentario de lo que es una persona. Lo primero, en consecuencia, consistirá en precisar qué liberalismo es ése, y cuál es el concepto de persona que nos propone.

LAS TRES PATAS DEL LIBERALISMO

Haré mi exposición siguiendo un orden, por así decirlo, linneano: de lo más general a lo menos general, o lo que es lo mismo, buscando la especie dentro del género. El principio fundamental sobre el que el modelo liberal se asienta es el principio individualista, un principio que se puede formular, bien en términos ontológicos, bien en términos metodológicos. En su versión ontológica, el principio individualista asevera que los únicos individuos verdaderos son las personas. Todo ente «superior» -la nación, la clase, la sociedad o la Historiaes una construcción o una idealización, y de tales construcciones o idealizaciones no cabe decir que existan en el sentido en que existe Mengano o existe Fulano. Esta tesis se refleja inmediatamente en una tesis gemela, ahora de índole metodológica: según el individualismo metodológico, un bien social cualquiera ha de poder enunciarse, o expresarse, como una agregación (o constelación) de bienes «estrictamente» individuales, es decir, referidos a personas de carne y hueso. Una filosofía política que no sea previamente individualista, ontológica y metodológicamente individualista, no acertará a ser liberal. Obviamente, ni el marxismo, ni el hegelianismo, ni el rousseunianismo del Contrato, ni tipo alguno de organicismo son compatibles con el liberalismo.

Sin embargo, es posible que una filosofía política sea individualista, y «no» sea todavía liberal. En ese caso está incurso, por ejemplo, el utilitarismo clásico. ¿Por qué? Porque el utilitarismo no excluye que se sacrifiquen los intereses de Mengano, si de este modo mejoran su condición Fulano y Zutano y las mejoras por ellos experimentadas superan el perjuicio que ha sufrido Mengano. Ello nos conduce por lo derecho al segundo rasgo básico del liberalismo: los derechos individuales. Según los liberales, no es tolerable medida alguna que lesione los derechos de un solo individuo, por grandes que sean los beneficios agregados de la medida en cuestión. Nadie ha expresado este punto con mayor elocuencia que Donald Dworkin, un liberal contemporáneo: «Cuando alguien tiene derecho a algo, no debe el gobierno negárselo, incluso cuando el hacerlo redundara en beneficio del interés general».

¿Atrapan los dos principios la esencia del liberalismo? Todavía no. Para apurar el contorno auténtico del liberalismo, es menester añadir un tercer principio, más complicado, o al menos no tan fácil de resumir en unos pocos renglones. El principio en cuestión se refiere a lo que significa que un hombre sea libre. Puede de hecho ser libre por analogía a la manera como es libre un cuerpo físico que se mueve en el vacío, esto es, libre en cuanto no sujeto a impedimentos externos; o puede ser libre con arreglo a una situación que él no ha inventado y que en cierto modo le viene impuesta desde fuera. Reparen, como ilustración del segundo caso, en lo que solemos entender como «ciudadano» libre. Un ciudadano libre no es libre porque no tropiece con ningún obstáculo en la satisfacción de sus deseos: porque nadie le impida tener las amantes que apetezca, o tomar un helado de fresa si le pide el cuerpo un helado de fresa. Un «ciudadano» es libre en tanto en cuanto, mediante el ejercicio del voto, la asociación política no prohibida por la ley, o la expresión de sus opiniones en los términos acuñados por una tradición de buen comportamiento cívico, participa en el rito democrático. Es su vinculación a la colectividad, y la elección de alternativas «dentro» del espacio conformado por esa vinculación, lo que hace libre al ciudadano libre. La libertad del ciudadano libre exige, por tanto, acomodarse a una estructura con relación a la cual es eso, libre, y de resultas la libertad ciudadana implica una forma de constricción, una angostura previa que el individuo ha de dar por sentada antes de que se planteee seriamente el contencioso de su libertad. De suyo cae que, para ser libre en esta última acepción, para disfrutar de lo que podríamos conocer como «libertad ligada», es menester ser «menos» libre en la primera acepción, la correspondiente a lo que Isaiah Berlin denominó «libertad negativa».

Es evidente también que estas dos distintas maneras de interpretar la libertad se hallan subterráneamente comunicadas con conceptos también diversos de lo que entraña ser una persona. Si opinamos que una persona llega a fruición como tal persona en el seno de una cultura o una comunidad «dadas», esto es, que la persona es impensable abstraída de la cultura o la comunidad que fuere, será natural que pongamos el acento en la libertad ligada. Y si es la libertad negativa la que nos importa, procuraremos, a la inversa, que en nuestra concepción de lo que es una persona se reduzcan a un mínimo las cláusulas que la complican con su entorno social o axiológico y que, por efecto de esta complicación, fijan de antemano los caminos a través de los cuales transitará en libertad.

Es precisamente esta resistencia a hiperdefinir a la persona y, por tanto, a constreñirla, lo que finalmente da su tono específico al liberalismo. El liberalismo busca una definición sumaria del hombre, no por afán generalizador o por un prurito de economía filosófica, sino porque una definición conceptualmente «pobre» del hombre dilata, automáticamente, la esfera de lo que un hombre «puede» ser y por ende está autorizado a «querer». Podrá querer cualquier cosa que no sea incompatible con su definición escueta, y más podrá querer, cuanto más escueta sea esa definición. Conviene llamar la atención sobre el hecho de que, si nos atenemos a los tres principios, resultan ser liberales pensadores que es usual distinguir entre sí, y aun considerar contrapuestos e irreconciliables. Estoy pensando, concretamente, en el anarquista libertario Nozick y en el «socialdemócrata» Rawls. Nozick es el héroe de quienes postulan un Estado mínimo, si no un Estado ausente, en tanto que Rawls contempla políticas redistributivas potencialmente drásticas. Los dos, con todo, son liberales a machamartillo. La razón… es que ambos, aparte de considerar que el individuo está antes que la sociedad y abriga intereses que guardan un orden de prelación absoluto con relación a los intereses de la sociedad, coinciden en creer que sería abusivo o inadecuado partir de una idea del hombre demasiado comprometedora, comprometedora en cuanto descriptivamente rica. Esta creencia se ha expresado a veces a través de una especie de lema o consigna: la preeminencia del procedimiento. Figúrese el lector que «sabemos» cómo debe ser el hombre, o hacie dónde debe dirigirse para cumplir su destino en la tierra. Lo normal será entonces impedir aquellos desarrollos que aparten al hombre de ese destino que le es connatural. Estaremos tentados a encajonar al hombre, a forzarlo para que no se salga del arquetipo que fija sus límites «verdaderos». Y, a continuación, suponga usted que, justo en dirección contraria, suspendemos el juicio sobre estas cuestiones magnas. Que nos abstenemos, esto es, de formular teorías que anticipan lo que es el hombre y, por tanto, lo que él no puede ser. ¿Cómo remediar el caos que podría seguirse de esta negativa a dictaminar lo que es bueno o es malo? Queda la alternativa de erigir una estructura civil sobre principios muy genéricos de comportamiento, suficientes para garantizar los derechos y asimismo la paz y la libertad, pero neutrales o silentes en lo referente al contenido último de la moral. Estaremos a partir de este momento… en un régimen gobernado por el procedimiento. La viabilidad del procedimiento como eje de la organización social presupone que somos racionales: racionales, por ejemplo, a la manera simple en que lo es el maximizador de beneficios de los textos de economía, o racionales de otras maneras no tan simples. Pero esto es todo lo que se presupone. Se presupone exacta y circularmente la dosis de racionalidad precisa, a fin de que el procedimiento funcione. Para los anarquistas libertarios, la soberanía del procedimiento, refleja automáticamente la soberanía de la libertad. Un hecho «social» -la distribución de la propiedad, o la asignación de los recursos necesarios a la producción de la mercancía A o B- integrará un «bien» social si (y solo si) ha sido determinado conforme a procedimiento; y habrá sido determinado conforme a procedimiento, si (y solo si) se origina de los cruces e imprevisibles machihembramientos de las elecciones voluntarias efectuadas por los individuos sueltos. El bien singular que el libertario protege es la libertad, y ahí acaba la historia. La historia rawlsiana es más complicada, pero contiene igualmente la idea de que solo son justos aquellos patrones sociales que acierten a ser «obtenidos» (o puedan ser «deducidos») por un encadenamiento o combinación de decisiones respetuosas de la inviolable libertad individual. En ambos casos, el procedimiento se convierte en un mecanismo para la toma de decisiones justas que hace innecesaria la apelación a nociones trascendentes del bien y del mal.

Y ahora dé un salto gigante hacia atrás y contemple el espectáculo desde, por ejemplo, el punto de vista de Aristóteles, quien aseveró que educar a un ciudadano consiste en inculcar en él las virtudes que convierten al hombre bruto en un ser plenamente humano, y a la vez en un miembro distinguido de la polis. Desde esta atalaya remota, la distancia que separa a Nozick del «socialdemócrata» Rawls se hace de pronto diminuta. Los dos se nos muestran como inflexiones dialectales de un gran idioma común: el idioma liberal. Contra este idioma han dirigido su batería los socialistas, los organicistas reaccionarios, los republicanistas, y la versátil combinación de todas estas corrientes que circulan por ahí bajo el rótulo de «comunitarismo».

EL ARGUMENTO COMUNITARISTA

Los comunitaristas -valga esta palabra, a partir de ahora, como un comodín para designar a los enemigos conceptualmente más eficaces del liberalismo- han esgrimido un argumento que va derecho al corazón de la filosofía política liberal. Este argumento asevera que la noción de persona propuesta por los liberales no expresa lo que mínimamente es una persona y, por tanto, que la moral y las formas de organización civil inspiradas en esa noción son irremediablemente engañosas.

¿En qué sentido es «demasiado» sumaria, según los comunitaristas, la descripción que del hombre nos dan los liberales? Lo es en el sentido de que omite rasgos importantes del objeto «hombre»; rasgos lo bastante importantes para que esté justificada la afirmación de que el hombre que se nos describe es un hombre intolerablemente mutilado. Tomen el caso del liberal ilustre (y divergente en muchos aspectos de los liberales norteamericanos) que fue Popper. En La sociedad abierta y sus enemigos, Popper contrastó la sociedad antigua y cerrada, donde el papel del individuo quedaba determinado por la tradición y los «roles» sociales correspondientes al nacimiento, el sexo o la adscripción a un gremio, con la sociedad abierta, integrada por individuos libres. ¿En qué consiste, para Popper, la libertad del individuo libre? Pues en una licencia u holgura para proceder a la luz de la pura razón, una razón que se formula en términos muy abstractos y que desconoce diferencias que son de primera magnitud en la experiencia individual: por ejemplo, el sexo, o también, las contingencias que sobre nosotros operan cuando crecemos en un lugar y un tiempo determinados. El resultado es que los hombres de la sociedad abierta serán todo lo libres que se quiera, pero son increíble, rigurosamente increíbles, como hombres. En esto se asemejan al hombre moral kantiano, y al hombre de Rawls, y a los titulares de los derechos naturales de las diversas cartas de derechos que por ahí circulan. Todos estos hombres en esbozo responden en parte a lo que esperamos de un hombre. Pero son la raíz cúbica de cualquier hombre, y no resulta claro que a partir de este esquema enteco pueda levantarse un proyecto de sociedad. Un proyecto efectivamente convincente, y en consecuencia «moralmente» convincente, de sociedad. Es como si quisiéramos reconstruir un rostro conocido empleando solo líneas rectas. Nos saldrá el rostro de un robot humanoide, aunque no el rostro de nadie que nos hayamos echado realmente a la cara.

Esto tiene una contrapartida práctica, y también política. Es innegable que la vida social se rige por reglas, y que las reglas son generales, y en virtud de ello, abstractas. Pero existe un factor de escala que no conviene olvidar. Imagine que me pongo a jugar al fútbol. En tanto que juego al fútbol, me rijo por las reglas que configuran el fútbol. Si cojo un balón con las manos, sin ser portero, cometo una falta. Soy yo, en efecto, el que la ha cometido, yo con mis pelos y señales, pero de todos estos pelos y señales solo es importante un pelo, o una señal: que no soy portero. Se me penaliza como a una X cuya única característica es no ser portero, no como a una X que ha estudiado Derecho en Deusto y que a las tres o cuatro copas se lanza a cantar corridos mexicanos. Estos últimos datos son irrelevantes. No conciernen al árbitro, ni me conciernen a mí en tanto que jugador de fútbol, ni serían mencionados por alguien que estuviera analizando un partido de fútbol. Después acaba el partido, y entro en una serie de actividades que se encuentran a su vez regidas por reglas donde vuelvo a ser una X, una X para las que son relevantes circunstancias, distintas de las que eran relevantes mientras jugaba el partido. ¿Qué soy yo, además de las sucesivas X que he venido siendo a lo largo de mi vida? La respuesta a esta pregunta no nos interesa ahora. Lo que nos debe interesar, y lo que es sin duda obvio, es que, en la medida en que procuremos fijar el contorno de lo que yo soy a partir de las sucesivas X que he venido siendo a lo largo de mi vida, será necesario abarcar espacios más anchurosos que el correspondiente a mi provisional condición de jugador de fútbol. Habrá que tener en cuenta mi origen, mi profesión, las costumbres de la gente entre la que me muevo, el idioma que hablo, mis simpatías políticas, etc. Alguien que se caracterizara a sí mismo como «portero» sin más, o «extremo derecha», sería un imbécil moral. Lo mismo que sería un imbécil moral el que se caracterizara a sí mismo como «ingeniero» sin más, «automovilista» sin más o «contribuyente» sin más. En todas estas definiciones, con independencia de que sean materialmente correctas, echamos en falta el mínimo espesor, la indispensable complejidad, que hacen que un hombre sea un hombre.

Y ahora salgamos del fútbol e ingresemos en la vida civil. También la vida civil se encuentra regida por reglas abstractas, enunciadas en las constituciones y desarrolladas en los códigos y en la jurisprudencia acumulada a lo largo del tiempo. Existen modos diversos de interpretar y valorar este hecho. Uno de los posibles consiste en identificar la ley con un sistema de derechos, idealmente deducible de un puñado de principios generales. Es la índole sumamente general de estos principios la que «justifica» racionalmente la ley. La ley es asumible en tanto en cuanto es compatible con los principios de la razón, y los principios de la razón son transversales: rozan con su ala el alma de cualquier ser humano, el cual es esencialmente humano en la medida en que es esencialmente racional. Se llega así a una suerte de ecuación que equipara la condición civil con la racional, y la racional con la humana, y la humana con un conocimiento idealmente exhaustivo de los derechos. Ser hombre es estar en la ciudad de Dios en su versión laica, y los nombres de las calles, en esta ciudad de Dios, llevan nombres que son nombres de derechos. Para el liberal que combaten los comunitarisas, es esta suerte de ciudadanía la que nos hace humanos. En rigor, suficientemente humanos. La respuesta del comunitarista es que esto no es suficiente, y que por no ser suficiente, resulta moralmente desorientador. El que pretenda definirse como mero sujeto de derechos comete un error de escala. Radicalizando el argumento, comete un error de escala comparable al cometido por el que se define como «delantero centro» o «contribuyente» y, después de dar esta definición, se para en seco, como si ya hubiera dicho todo lo que hay que decir. Tal es, en su almendra, la crítica comunitarista al liberalismo de los derechos.

No se trata ésta, es obvio, de una crítica nueva. En su vertiente antropológica, había sido ya propuesta por Herder y los románticos. Y por supuesto, se presta a ser enunciada desde los principios aristotélicos en que beben los republicanistas. Pero ello no quita para que sea digna de ser tomada en cuenta. De hecho, existen cuestiones prácticas que se comprenden bastante bien al trasluz de esta crítica. Mencionaré dos: la dificultad de formar a los jóvenes desde principios desnudamente liberales, y la no menos grande de movilizar, desde esos mismos principios, al cuerpo social en momentos de conturbación histórica.

Formar a un joven implica inculcar en él una serie de disposiciones. En el orden ético, por ejemplo, la disposición a reaccionar adecuadamente a los estímulos de la ambición, la responsabilidad, y la caridad. Fijémonos un instante en el primer ítem de la lista. Un exceso de ambición es incompatible con el manejo responsable de los asuntos civiles o los empeños familiares, así como, evidentemente, con el respeto efectivo del prójimo que la tradición cristiana denominaba caridad y nosotros denominamos de otras maneras, en el fondo intercambiables. A la inversa, un defecto de ambición puede conducir a la acidia; a ese desasimiento de las urgencias vitales que también es incompatible con la responsabilidad, y que convertido en hábito nos arrastra en último término a volver la espalda al prójimo y a desatender la caridad. Si partiéramos de los otros dos ítems de la lista, la responsabilidad y la caridad, llegaríamos a conclusiones parecidas. De hecho, el carácter integra un tono orgánico, que es misión de los educadores asegurar en la medida de lo posible. Los líderes carismáticos, los maniáticos morales o los santos representan exageraciones interesantes, y quizá socialmente valiosas, de dimensiones concretas del carácter. Pero no es tarea de las instituciones educativas, en sentido amplio, el crear figuras excepcionales. Lo suyo es construir ciudadanos viables, esto es, conciliables en conjunto con la vida social.

Pues bien, este proyecto no se puede llevar a la práctica con los mimbres escasos que nos proporciona la Weltanschauung liberal. ¿Por qué? Porque la última señala algunos ideales -resumiendo, la autonomía del individuo-, y varias prohibiciones institucionales y morales -resumiendo otra vez, las que aplastan la autonomía del individuo-. Pero no nos dice en rigor «cómo» conviene preparar al imberbe para que sea luego un adulto libre. El imberbe aprende a ser un adulto libre a través de contactos múltiples con la literatura, la historia, determinados mitos civiles o estéticos, inercias religiosas implícitas, y experiencias aparentemente tan marginales como el fair play en los deportes o en el amor. Es la intimidad con este conjunto de vivencias lo que en rigor le permite aprender una conducta en términos absolutos y, en particular, aprender una conducta libre. Esto se aprecia inmediatamente enfilando el asunto por su envés. Imagínese ya formado en un régimen liberal, y considere su actitud ante formas culturales ajenas. Sería una simpleza pretender que usted entiende estas formas culturales desde lejos, a ojo de pájaro. Solo las habrá entendido luego de haberlas penetrado, esto es, después de haber recorrido su urdimbre interior. Sostener lo contrario equivale a confundir la macroestampa liberal con una antropología. O sea, suponer que el liberalismo, aparte de fijar ciertas condiciones de frontera sobre lo que es permisible o deseable, nos ofrece un «programa» completo de acción social. Esto es absurdo. Esto, literalmente, es tomar la parte por el todo, y se traduce en una visión depauperada y precaria del ser humano.

Vayamos al segundo caso, el de los momentos excepcionales o de emergencia histórica. Aquéllos en los que se declara una guerra, o en que hay que defender las libertades, o en los que procede hacer un esfuerzo gigantesco y desusado. En ese brete se han visto, alguna vez, todas las sociedades libres: Inglaterra y Estados Unidos durante la Segunda Guerra, los alemanes en vísperas del acceso de Hitler al poder, Europa tras la postración de los años cuarenta. En algunas ocasiones se ha salido con bien del empeño; en otras, se ha fracasado. Lo que quiero subrayar aquí es que los sucesos felices, y los fracasos, no han sido nunca el reflejo mecánico de un amor o un desapego abstractos hacia los principios en que se funda la sociedad liberal. Allí donde ha triunfado la libertad, lo ha hecho con el empuje precioso del sentimiento nacional o de la solidaridad tribal. Allí donde ha sucumbido, estas emociones han sido igualmente determinantes. Somos libres de menospreciarlas por bajas, incomprensibles e indignas del tipo de hombre que el credo liberal postula. Esta indignación santa, sin embargo, no estorba a mi argumento. Mi argumento es que una antropología liberal es, por definición, radicalmente incompleta, según queda demostrado por la Historia y las pasiones efectivas que hasta la fecha nos han movido y que probablemente seguirán moviéndonos en el futuro.

Mientras perseveremos en presentar el liberalismo como lo que no debe ser, esto es, una teoría antropológica rival de la cristiana o de la marxista, el argumento comunitarista podrá hacer contra nosotros más sangre de la conveniente. ¿Qué nos queda entonces del liberalismo, luego de haber renunciado a edificar sobre él una antropología?

Fundamentalmente, un residuo del Derecho Natural, y una suerte de instinto político. El liberal no extenderá su comprensión moral de otras culturas hasta el extremo de tolerar organizaciones colectivas en que quepan la esclavitud, la división del todo social en estamentos o el monopolio de los recursos por una minoría. No tolerará estas versiones divergentes de modo incondicional: es decir, por principio, porque niegan el mínimo de autonomía que nos hace hombres cabales. Si se quiere leer en esta intolerancia una secularización del Derecho Natural, pues adelante, léase esto, y arróstrense alegremente las pretensiones normativas que pareja postura entraña.

En cuanto a la acción política, el liberal avisado tenderá a promover aquellos derechos que, en circunstancias concretas, más garanticen la libertad. Pero renunciará a una reconstrucción idealizada de cómo puede ponerse una sociedad en marcha. Este intento, tan caro a la tradición contractualista, presupone que sabemos lo suficiente acerca del hombre y sus formas de sociabilidad, y el caso es que no sabemos demasiado, ni sobre lo uno, ni sobre lo otro. Soy consciente de que esta amalgama de un Derecho Natural sin el apoyo implícito de Dios Padre, y una estrategia política oportunista y cambiante carece de apresto intelectual. Pero es el precio que se sigue de desistir de simplificaciones intrínsecamente increíbles. Es un precio que vale la pena pagar… cuando se sospecha que las certidumbres prematuras desorientan, y a la larga nos llevan a pisar charcos que una mayor clarividencia nos habría permitido salvar a pie enjuto.

Este podría ser el momento, por cierto, de hablar de la otra tradición liberal, la historicista o, si el lector lo prefiere, la conservadora, o redundantemente, la liberal-conservadora. No lo haré por dos motivos. El primero es la falta de espacio. El segundo y más sustancioso, que la deliberada renuncia de los liberalconservadores a imprimir un sesgo universalista al principio de la libertad envuelve renuncias morales que no estoy seguro de que ni mi lector, ni yo, estemos en grado de asumir.