David Pujante (Cartagena, España, 1953). Profesor universitario y poeta. Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Valladolid y actualmente Profesor Honorífico. Fue galardonado por la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras con el Premio Dámaso Alonso 2018. Su poemario El sueño de una sombra fue seleccionado para el Premio Nacional de Literatura el año 2020.
Avance
La retórica, que, según el diccionario de la RAE, es el «arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover», equivale también, cuando se usa como adjetivo, a algo «vacuo, falto de contenido». Por encima de esos dos aspectos, la retórica, desde el principio, desde los sofistas que la enseñaban, tiene un claro potencial político. Ya en Atenas, se trataba de hablar bien para argumentar del mejor modo posible en la asamblea y en los tribunales. Rechazando el uso peyorativo del término, y yendo más allá de los aspectos lingüísticos, el catedrático y experto en la materia David Pujante enfatiza en este trabajo el potencial social y político de la retórica.
Se detiene, por supuesto, en la parte lingüística del asunto, el aprendizaje del bien escribir, detallando las partes del discurso, distinguiendo los dos tipos de discurso retórico, el ensayo erudito y el discurso homilético (el de los sermones), o refiriéndose a la metáfora como expresión más característica de la retórica. Pero el propósito del libro —su tesis central y su hilo conductor— es poner el acento en su utilidad social. Como dice su subtítulo, la retórica sirve como antídoto de necedades. La utilidad de la retórica, su necesidad, se desprende, como la conclusión de un silogismo, de dos premisas: que «el mundo cobra sentido a través de la palabra, existe gracias a ella», y que la tarea original de la retórica es encontrar las palabras adecuadas. En la primera insiste el autor, afirmando que no tenemos otra forma de apropiarnos el mundo que no sea la del lenguaje; «todo vivir humano ocurre en conversaciones y es en ese espacio donde se crea la realidad en la que vivimos… y esa realidad en la que vivimos es una consecuencia de nuestro discursear».
La retórica que defiende Pujante es la de la racionalidad y los buenos argumentos que sostengan una confrontación de altura que busque el entendimiento en el debate social. La retórica consolida un discurso que construye mejores sociedades, ayudando a librarlas del conflicto, y «enseña a las sociedades a plantear de la mejor manera discursiva los errores pasados para no repetirlos, los deseos futuros para conseguirlos, y a elogiar lo bueno que se lleva a cabo y menoscabar lo malo que se realiza en la sociedad a diario». Se trata, por ello, de «potenciar un utillaje que desde siempre ha construido el discurso del entendimiento en democracia», el discurso que fundó la democracia en Grecia, Roma o Estados Unidos.
Desde los sofistas a la retórica en la obra de Cervantes, David Pujante insiste en su tesis y defiende que la retórica se opone a las verdades absolutas. Al contrario, como se muestra en el Quijote, el consenso dialéctico, el respeto a la libertad de cada uno, es esencial en ella. «Para contrarrestar la propagación de doctrinas e ideologías maliciosas solo contamos con la educación en el pensamiento crítico, fomentando la deliberación y los modos de autodefensa intelectual», sostiene el autor. «Todos nos hacemos en el discurso y la retórica hoy sigue siendo un arma poderosa que puede evitar una sociedad en manos de necios». Porque «si lo que nos ha hecho seres sociales desaparece, ¿qué sociedad nos espera?», concluye.
Artículo
La retórica tiene mala prensa. Está devaluada o mal vista. El uso más habitual de esta palabra es peyorativo. La retórica se asocia a discursos antiguos y plúmbeos (el prototipo hasta hace no mucho era Castelar; hoy quizá habría que explicar quién fue Castelar), cuando no a algo de lo que conviene desconfiar. Quizá porque, como constataba Unamuno, la retórica había sido sustituida, ya en sus tiempos, por la propaganda. Pero el propio Unamuno añadía —en una cita que el autor de este libro coloca entre las que lo abren— que «la retórica es el arte y la técnica de manejar colectivamente a los hombres sin profanarlos». En realidad, muchos siglos antes de Unamuno, Cicerón, uno de los fundadores de este arte o disciplina, distinguía entre la elocuencia virtuosa y el caos creado por los demagogos: «Si concedemos la felicidad de hablar a quienes no quieren saber nada de la virtud, en lugar de crear oradores, damos armas a los locos», escribió en El orador. Por ahí, y más allá, va el argumento de este recomendable trabajo del experto en retórica que es David Pujante. Lo deja claro desde su subtítulo: retórica como antídoto de necedades. E insiste en ello de diversos modos a lo largo de unas páginas que constituyen una elocuente (no podía ser de otro modo) reivindicación de la retórica.
Las razones de esa reivindicación pueden concluirse de dos premisas. Una, que «el mundo cobra sentido a través de la palabra, existe gracias a ella». La otra, que la tarea original de la retórica es encontrar las palabras adecuadas. Si se leen seguidas, justamente como las dos premisas de un silogismo, la conclusión se desprende por sí misma. Por lo que respecta a la primera, la preposición del título del libro no es en absoluto casual; más que del mundo de la palabra, se trata del mundo (que está, que solo está) en la palabra. El recordado Agustín García Calvo distinguía entre el mundo del que se habla y el mundo en el que se habla. Si entendemos bien la propuesta de David Pujante, no habría más mundo que aquel del que se habla; o ambos serían el mismo: el mundo en el que hablamos es el mundo del que hablamos, pues no tenemos otra forma de apropiárnoslo que no sea la del lenguaje. Es decir, con palabras del autor, «todo vivir humano ocurre en conversaciones y es en ese espacio donde se crea la realidad en la que vivimos… y esa realidad en la que vivimos es una consecuencia de nuestro discursear. Una propuesta a favor de la retórica hoy es una apuesta por la reflexión y el análisis discursivos». «Todo lo que decimos sobre el mundo y sobre nosotros mismos lo construimos para sosegar nuestra absoluta ignorancia, nuestra incertidumbre y la única certeza: lo lejos que estamos de toda cosa concreta, que es tangible y asible solo por el lenguaje». El mundo —y no hay uno solo, pues no hay una única mirada hacia él— es lo que nosotros vivimos como mundo y verbalizamos como tal, añade Pujante.
Potencial socio-político
Y la retórica, tal como la defiende el autor, tiene que ver con la racionalidad y los buenos argumentos. Para una confrontación de altura y que busque el entendimiento en el debate social, ayuda una buena preparación en las estrategias de la construcción y el análisis de los discursos, el tener conciencia de cómo hablamos y de cómo nuestro lenguaje es básico para entender el mundo, entendernos en él y avenirnos con los demás. La retórica consolida un discurso que construye mejores sociedades, ayudando a librarlas del conflicto; de ahí la necesidad de recuperarla. Se trata de «potenciar un utillaje que desde siempre ha construido el discurso del entendimiento en democracia», la teoría y la praxis discursiva de los grandes oradores y los maestros del discurso político-social. La retórica no es el discurso de la vaciedad, como se vende a menudo, sino el de la construcción de estados, el que fundó la democracia en Grecia, Roma o Estados Unidos. Un discurso sostenido por el humanismo.
Casualmente (o no, tal vez estas coincidencias no sean tan casuales y obedezcan a alguna necesidad de los tiempos), también acaba de aparecer Provocadores y paganos. El asombroso viaje del humanismo, en el que su autora, la británica Sarah Bakewell, sostiene que «la oratoria nunca se trata solo de las palabras» y afirma que «usar bien el lenguaje es más que añadir adornos decorativos: consiste en provocar en otras personas la emoción y el reconocimiento. Es una actividad moral, porque ser capaz de comunicarse bien es el núcleo de la humanitas, de ser humanos en el sentido más pleno». Y si, para David Pujante, la retórica «enseña a las sociedades a plantear de la mejor manera discursiva los errores pasados para no repetirlos, los deseos futuros para conseguirlos, y a elogiar lo bueno que se lleva a cabo y menoscabar lo malo que se realiza en la sociedad a diario», para Bakewell, «el lenguaje es nuestro elemento mismo: la base de nuestra vida social y moral. Nos permite elaborar en detalle nuestras críticas intelectuales al mundo existente, aplicarles nuestros mejores razonamientos e imaginar con palabras cómo podrían ser diferentes las cosas, y luego persuadir a otros de estas imaginaciones y razonamientos». Casualidad o causalidad, como le gustaba decir a Sánchez Dragó, la coincidencia es notable. Quizá los tiempos pidan estos recordatorios.
Insistamos: la básica razón de ser de la retórica es su potencial socio-político. Pues «la lengua hace el mundo». Tal es el hilo conductor de este trabajo de David Pujante. El libro, claro, entra también en aspectos técnicos; ya que, incluso en la mera faceta de aprendizaje del bien escribir sería hoy útil la retórica. Detalla, a este respecto, las cinco partes u operaciones del discurso público, las cinco operaciones retóricas: la inventio (encontrar las ideas que avalen nuestra postura), la dispositio (disposición u ordenamiento de esas ideas, fase no separada netamente de la anterior; ambas están más bien entrelazadas), la elocutio (elocución, traslado al lenguaje de lo hallado y ordenado anteriormente), y las dos últimas (memoria y actio o pronunciación, poner voz y gesto al discurso), que se relacionan con la puesta en acto del texto. Un aspecto clave de la última parte es la pasión, que no siempre es una salida falsa o un recurso demagógico; cabe recordar aquí el verso de Gil de Biedma: «con la pasión que da el conocimiento». Junto con esa defensa de la pasión, el autor defiende la importancia de la memoria, una suerte de puente entre las tres primeras partes y la última. Frente al «disparatado infundio» pedagógico de que lo que importa en entender y no memorizar, Pujante contraataca: «¿qué se puede entender si no hay en la cabeza elementos que poner en relación?».
El autor, en fin, nunca olvida, aunque trate cuestiones meramente técnicas, el objetivo principal de su trabajo: dar cuenta de cómo el discurso construye el mundo y lo cambia. Así, cuando distingue entre los dos tipos de discurso retórico, el ensayo erudito y el discurso homilético (el propio de los sermones), nos recuerda que el desarrollo, por magnífico y complejo que sea, de un pensamiento, se achica en lo doctrinal. O, a propósito de la metáfora como expresión más característica de la retórica, al llamar la atención sobre cómo algunas (por ejemplo «tsunami de emigrantes») ni son inocentes ni un mero elemento ornamental del discurso.
Cervantes y la retórica
Un capítulo que pudiera parecer digresivo (no lo es en absoluto, va al meollo de las tesis del libro, como veremos) está dedicado a Cervantes. El más profundo carácter retórico de su obra está —afirma el autor— en los planteamientos ontológico y epistemológico que la sustentan; especialmente, en el caso del Quijote. Cervantes, que siente como un verdadero humanista y está en la línea de los humanistas italianos más destacados, comparte con un clásico del humanismo, Poliziano, el deseo de imitar múltiples modelos en busca del estilo personal. Como aquellos, no parte de la búsqueda racional del ser de las cosas, sino de la originaria función desveladora de la palabra poética. Su entendimiento del mundo lo plasma al intentar resolver a través de la palabra el nudo de conflictos que van apareciendo a lo largo del Quijote, esa fábula filosófica. Como dijera Américo Castro, Cervantes sostiene «que las cosas nos ofrecen múltiples aspectos, y que a las discusiones de los hombres toca averiguar qué sea en último término lo verdadero». «Es en la dialéctica de los personajes cervantinos donde se solventa lo que las cosas son», mostrando un antiesencialismo que dirime y soluciona los problemas de lo real, de lo experiencial, en el ámbito de las discusiones humanas; dirime en el lenguaje (un lenguaje de la experiencia y la razón) qué es lo verdadero.
El fundamento retórico del Quijote está en su estructura dialógica, en el consenso dialéctico por el que los personajes llegan a acuerdos de verdad (¡el caso del baciyelmo!, «no yelmo ni bacía»), en la confrontación permanente de argumentos y contrargumentos entre los personajes. Cervantes en el Quijote, sostiene el autor de El mundo en la palabra, es menos superficialmente retórico según se hace más profundamente retórico.
Lo referido al consenso dialéctico es un aspecto central del libro: la idea de que la retórica nunca hablará de verdades absolutas. Que «la verdad no se encuentra, no está ahí fuera instalada en un mundo de ideas y matrices al que tenemos que ir a buscarla, sino que se construye con el consenso y el respeto a la libertad de cada uno». A primera vista, parece oponerse a los famosos versos de Antonio Machado («¿Tu verdad? No; la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela»). Sin embargo, en ese (esencial, en nuestra opinión) «y ven conmigo a buscarla» parece haber un punto de acuerdo. Pujante reivindica el consenso y se muestra en contra de la línea cartesiana (el «pertinaz racionalismo»), según la cual la razón dicta la verdad, y lo hace innecesario. Igual que rechaza el empeño de afianzar una visión única del mundo (por parte, por ejemplo, de padres o maestros, sean los primeros conservadores o woke, o los segundos afines a cualquier nacionalismo). Por parecidas razones sostiene que el lenguaje poético, mítico, que fue previo al reflexivo, dice más que este. «Toda nuestra experiencia emocional, relacional, histórica está volcada y cabe en el lenguaje poético; no así en el racional, que queda estrecho para tanta hondura, para tanta variedad, para tanto matiz, para el ilimitado sentido profundo de la experiencia».
Pensamos porque hablamos
La retórica, en fin, tras haber sido el pilar de las democracias de la Antigüedad, pasó a convertirse en el fundamento de la cultura occidental. No es el decir pomposo y vacío que se entiende a menudo, sino un sistema general de cultura que nos ha enseñado a escribir bien, a hablar bien y, especialmente, a comprender el lenguaje literario. «La retórica, en cualquiera de sus aspectos, ha sido siempre conformadora de cultura y ha elevado la sociedad». De modo que lo que hoy necesitamos es volver al discurso social, político, que sea «el constructor crítico de los avances sociales, el protagonista del pensamiento de vanguardia en busca de un mejoramiento colectivo y personal». A esa retórica cívica que construyó la verdad social e hizo el pensamiento por y con la palabra. Aquí las preposiciones vuelven a ser importantes. Pujante viene a sostener lo que muchos teóricos defienden (a Lázaro Carreter le gustaba insistir en ello), que pensamos porque hablamos, y no al revés.
En un ensayo que, leyéndose bien, no oculta la erudición que lo sustenta, el autor se refiere elogiosamente a los (también tradicionalmente mal vistos) sofistas, aquellos filósofos presocráticos, pioneros en cobrar por su trabajo. Siguiendo a la experta Jacqueline de Romilly, defiende su carácter de gente práctica, preocupada por el aquí y el ahora, así como su «lección iluminadora» de que «el discurso hace al hombre y en el discurso hacemos nuestras sociedades», algo a recuperar. Y el discurso, como bien sabía Gorgias, es técnica, procedimiento que se puede aprender (por eso lo enseñaban y cobraban por su trabajo; eran grandes maestros, señala Romilly). Discurso, insistamos, encaminado a construir mejores sociedades. «Para contrarrestar la propagación de doctrinas e ideologías maliciosas solo contamos con la educación en el pensamiento crítico, fomentando la deliberación y los modos de autodefensa intelectual. La reflexión sobre la mejor construcción posible del discurso que conviene a cada sociedad, en cada tiempo y en cada lugar, es, por tanto, una de nuestras mejores bazas», escribe David Pujante. Y en otro momento: «La creatividad discursiva nos une a las cosas… El discurso es la única mano con que contamos para tocar la compleja realidad». Y advierte: «Somos en el discurso, dependemos de los discursos, nos interrelacionamos con los discursos, pero podemos acabar siendo juguetes del discurso. Así que lo que nos salva siempre en el discurso es la capacidad de ser críticos con él».
Como resumen del libro y de la intención del autor, valgan estas dos últimas citas: «Todos nos hacemos en el discurso y la retórica hoy sigue siendo un arma poderosa que puede evitar una sociedad en manos de necios». «Si lo que nos ha hecho seres sociales desaparece, ¿qué sociedad nos espera?».