Sarah Bakewell estudió filosofía en la Universidad de Essex y trabajó durante diez años como curadora de libros antiguos en la Wellcome Library de Londres. Es autora de Cómo vivir: una vida con Montaigne y En el café de los existencialistas.
Avance
Como otros términos de la historia de la cultura (clásico, barroco, romántico) el término humanismo puede tomarse en sentido estricto, ligado al Renacimiento, o como una corriente intelectual que atraviesa prácticamente la historia de la humanidad. La autora de este interesante ensayo dirigido a un público amplio lo toma en el segundo sentido, ofreciendo una visión panorámica de un movimiento intelectual caracterizado por el librepensamiento, la investigación y la esperanza en la capacidad de mejora del ser humano.
Los humanistas del pre-Renacimiento, Petrarca y Bocaccio destacadamente, se distinguieron por su labor de rescatadores y editores de la sabiduría clásica, preservando y copiando lo que se pudo salvar del legado del clasicismo grecolatino. Algo posterior, Lorenzo Valla plasma otra faceta indisociable del humanismo, la de no considerar nada libre de duda y poner la disputa y la contradicción, como esencia de la vida intelectual, por encima de la veneración y la obediencia. La espléndida Florencia de los Médici fue el mejor marco y contexto para aquella eclosión intelectual. Erasmo de Róterdam, preocupado por la educación, la paz y la cooperación internacional, es un jalón imprescindible en esta época.
Más adelante, los humanistas se fijaron menos en el pasado y se interesaron cada vez más por la complejidad social y los efectos de los acontecimientos a gran escala en las vidas individuales. Las guerras de religión no fueron ajenas a esta preocupación. Por su parte, los desastres naturales, como el famoso terremoto de Lisboa de 1755, hizo que una generación posterior, la de los ilustrados, se preguntara por la presencia del mal y el sufrimiento en el mundo. La búsqueda del bienestar caracterizó a los ilustrados del XVIII. Aquí el nombre destacado es Voltaire, que creyó en el mejoramiento del mundo hasta cierto punto, mediante el esfuerzo humano. Pese a sus lagunas —señaladamente, el olvido de la mujer—, la Ilustración dio un gran paso en la consideración de la humanidad como una unidad común y esencial. Con principios tan plausibles como que la forma de ser feliz es intentar que los demás lo sean, y que no se puede negar la humanidad de otro sin disminuir la propia
Y la educación, concebida como un despliegue o desarrollo de la humanidad, cobró una importancia relevante, de la mano de pensadores como Wilhelm von Humboldt. Él y John Stuart Mill contribuyeron a sentar las bases de la sociedad liberal actual con su visión de una sociedad basada en la realización humana, en la que cada uno pueda desarrollar su vida y desplegar al máximo su humanidad.
La ciencia, basada en la actitud inquisitiva, añadió un nuevo testigo en esta suerte de carrera de relevos del humanismo. Y la llamada «muerte de Dios» no impidió a algunos mantener una moralidad basada en el sentido del deber y el respeto a la humanidad.
Las guerras mundiales supusieron un mazazo para ese pilar del humanismo que es la esperanza en la mejora de los seres humanos. Ante el espectáculo del desastre, se llegó a decir que «el hombre produce el mal como una abeja produce la miel». Pese a la manifiesta debilidad del humanismo y a la desconfianza que empezó a despertar en algunos críticos, algunas instituciones de posguerra —la UNESCO o la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos— aparecen como un modelo de humanismo, inclusión y sensibilidad cultural.
Artículo
«Pese a que el humanismo tiende a identificarse con el Renacimiento, puede decirse que sus bases ideológicas y científicas se extienden hasta la época ilustrada (el proyecto de la Enciclopedia, Voltaire, Rousseau) y el idealismo alemán» (Diccionario Espasa de Filosofía). La autora de este libro, significativamente subtitulado en español «el asombroso viaje del humanismo», toma, en efecto, el concepto en ese sentido amplio, remontándose a antes del Renacimiento y llegando hasta nuestros días. El resultado es, ciertamente, algo parecido a un viaje, que, dada su ambición, y como los viajes actuales, obliga a paradas breves en cada etapa. Este de Sarah Bakewell es un libro panorámico, didáctico, más extenso que profundo, dirigido a un público no especialista (el estilo claro, directo, coloquial incluso, así lo evidencia) para el que será de indudable utilidad. Su extensión no es solo temporal, sino también espacial, ocupándose del humanismo en algunas culturas orientales. Lo anterior no quita para que estemos ante un libro ciertamente erudito que da noticia de personajes y asuntos poco divulgados.
La autora empieza por señalar una creencia humanista esencial, que todos estamos atados a la vida de los demás; y tres principios también fundamentales: el librepensamiento, la investigación (los humanistas creen en el estudio y la educación) y la esperanza en la capacidad de mejora del ser humano. Justamente las tres cuestiones que están en el título original (freethinking, enquiry, hope), cambiadas en la edición española por ese (algo provocador) Provocadores y paganos, que hace relativa justicia al contenido.
Los dramatis personae del libro son numerosos, y, junto a los más famosos, el lector encontrará otros menos conocidos. Protágoras, Confucio, Terencio… son algunos de esos protagonistas en la Antigüedad. Pero son Petrarca y Bocaccio los promotores, los que, en términos generales, inventaron el estilo de vida que, durante dos siglos, definiría el humanismo. Ambos, y otros coetáneos, se aplicaron a una ardua tarea muy definidora del humanismo: copiar manuscritos, salvarlos y difundirlos. Petrarca, en concreto, fue pionero en la labor de editor, para lograr que los textos fueran más ricos y precisos. Petrarca, como sus colegas, «estaba del lado del conocimiento, del saber, de la sana abundancia de palabras y de ideas». Para esa labor, Petrarca y Bocaccio escudriñaron monasterios e hicieron buenos descubrimientos. Ambos mostraron una total dedicación a su trabajo y a su objetivo, «la revitalización de los antiguos estudios humanísticos que esperaban ver renacer de las profundidades y cobrar nueva vida para el futuro».
Rescatar naufragios, iluminar la oscuridad
Su tarea consistía en preservar y copiar lo que se pudiera del legado de los antiguos que iluminaron el mundo con su elocuencia y sabiduría para pasarlo a nuevas generaciones; desenterrar las huellas de la sabiduría y la excelencia, estudiarlas, difundirlas, utilizarlas para iluminar cuestiones sociales y políticas y crear obras de similar sabiduría y excelencia partiendo de aquellos modelos. Eran cazadores de manuscritos. Por supuesto, se había perdido mucho, de modo que las metáforas que empleaban aquellos primeros humanistas tenían que ver con rescatar naufragios, iluminar la oscuridad, salvar prisioneros. Paliaba algo de aquellas pérdidas la importante labor de copistas de muchos monjes «inteligentes y vivaces» (irlandeses y británicos, en buena parte) que luego continuaron los árabes.
La generación siguiente, la de los Coluccio Salutati, Niccoló Niccoli o Poggio Bracciolini, continuó la labor, y también «la tradición de combinar la amistad con la bibliomanía». Ya en pleno siglo XV, se alza con personalidad propia la figura de Lorenzo Valla, excelso representante, entre otros méritos, de una característica esencial del humanismo: el sentido crítico. «Valla representaba el librepensamiento en el sentido más general de la palabra, es decir, la insistencia en confiar en la experiencia más que en la autoridad y en explorar cómo los textos y las afirmaciones habían llegado a ser lo que eran. Sus adeptos le seguirían en la investigación de documentos sospechosos y en el análisis de sus orígenes y validez». Valla, hombre temerario al que no se podía hacer callar, y al que no importaba ganarse la enemistad de autoridades eclesiásticas, aristotélicos de vieja escuela u otros humanistas, mostraba en su comportamiento que «la disputa y la contradicción, no la veneración y la obediencia, son la esencia de la vida intelectual». Había dos tipos de humanistas, los que adoraban e imitaban a los clásicos sin cuestionarlos, y los que no consideraban nada libre de duda, ni a Cicerón ni al Papa. Valla, para el que luchar con los muertos era un deber, pertenecía, por supuesto, al segundo grupo. Su espíritu crítico inspiraría a una nueva generación que rechaza la autoridad eclesiástica e incuba el protestantismo.
Solo unos años posteriores son figuras como Marsilio Ficino o Pico della Mirandola (este, autor de un significativo Discurso sobre la dignidad del hombre), indisociables de la espléndida Florencia de los Médici, «un lugar enérgico, artístico e intelectualmente activo a lo largo del siglo XV, lleno de grandes personajes y, en general, favorable a las actividades de los humanistas».
Fuera de Italia sobresale Erasmo de Róterdam, «el humanista nórdico más eminente de su siglo» (cetro que comparte con Montaigne) y uno de los más polifacéticos; viajero y, como tantos de sus colegas, dependiente de complacer a quienes le apoyaban. De personalidad irónica, erudita y generosa con sus conocimientos, enriquecida por años de viajes, lecturas y amistades, odiaba por encima de todo la guerra. Sostenía que el aprendizaje «posee el mayor poder para tejer amistades» (de nuevo amistad y bibliomanía). Su legado, como el de otros humanistas, se plasma en la educación (crucial en la visión humanista del mundo), en la religión y en el movimiento por la paz y la cooperación internacional.
El siglo XVI supone un giro que apunta claramente a la modernidad. Los humanistas «comenzaron a adorar menos ingenuamente el pasado y a interesarse cada vez más por la complejidad social, la falibilidad humana y los efectos de los acontecimientos a gran escala en las vidas individuales». Entre esos acontecimientos, destacan las guerras de religión y el sufrimiento que causaron «a personas que normalmente no esperarían que sus vidas se vieran afectadas en gran medida por la teología». Y como aliviar el sufrimiento humano es un objetivo plenamente humanista, este siglo ve un auge de la práctica de la medicina. Humanismo y medicina llegan a mezclarse. Al volverse menos serviles con los antiguos, los humanistas se acercan más al mundo real, indagando en la vida física y mental e interrogándose por el tipo de criatura que es el hombre y acerca del cuerpo humano. Los estudios anatómicos, las disecciones y un personaje como Andrea Vesalio son hitos de este periodo.
Las Luces y sus sombras
Si las guerras de religión fueron una sacudida para algunas conciencias, lo mismo ocurrió con el famoso terremoto de Lisboa de 1755. Voltaire, uno de los más impresionados por el desastre, fue también, quizá, el que mejor expresó esa sacudida por la presencia del mal y el sufrimiento en el mundo (y, sobre todo, el sufrimiento de los inocentes). En su Diccionario filosófico se pregunta cómo puede ser bueno para Dios lo que es malo para los hombres, y por qué las leyes eternas no se establecieron para proporcionar el bienestar para todos los individuos. El caso es que esa búsqueda del bienestar caracterizó a los ilustrados del XVIII, que promovieron una filosofía de mejora pragmática y racional. Voltaire, si no el más importante, el que mejor ha sobrevivido, creía que el mundo puede mejorarse hasta cierto punto y, mediante el esfuerzo humano, aliviar el sufrimiento, al menos en parte. Basada en esa convicción está su invitación a la humanidad para hacer algo al respecto. No todos los ilustrados son humanistas, ni viceversa, pero les unen esa actitud de mejorar la condición humana y la inclinación a valorar más la medida humana que la sumisión mística a los hados.
Ya en el siglo XVIII, el de la igualdad y los derechos del hombre (sic), se plantea la gran limitación de casi todos los humanistas, la de dirigirse solo a hombres blancos. Bakewell recuerda la escasa consideración que tenían por los pueblos no blancos autores, por otra parte tan importantes, como Condorcet o David Hume, que consideraban a esos pueblos «naturalmente inferiores». La misma escasa consideración les merecía a muchos humanistas del periodo la mujer, lo que les inscribe en «la antigua tradición de mezclar la brillantez en algunos asuntos con la insensatez en otros». «Para ser sinceros —escribe Bakewell, con ese matiz significativo—, en la cuestión de la humanidad, algunas instituciones cristianas tenían mejores antecedentes que los filósofos laicos».
Con todo, voces humanistas importantes defendieron la idea de que todo el mundo comparte una humanidad esencial. Estos pioneros se apoyaron especialmente en cuatro grandes ideales humanistas: la unidad común, la diversidad que también debe respetarse y celebrarse, el pensamiento crítico y la investigación, y la necesidad o conveniencia de buscar formas de conectar y comunicarnos entre nosotros, la conexión moral. Esos argumentos e ideales, que estaban en la tradición humanista, ayudaron, a su vez, a remodelar lo que significaba ser humanista. Y tenían sus implicaciones. El ideal de la unidad lleva a reivindicar que todos deberíamos poder aspirar a toda la gama de virtudes humanas, no solo las de nuestro grupo (como hizo Mary Wollstonecraft al considerar a las mujeres en común con los hombres, en tanto que criaturas humanas). Por otro lado, la diversidad sin una idea de humanidad común nos dejaría a todos aislados. Ambos ideales suelen ir juntos: cuando, en regímenes opresivos, no se respetan las diferencias, tampoco se respeta la universalidad de la vida humana.
«Conexiones, comunicaciones, vínculos morales e intelectuales de todo tipo, así como el reconocimiento de la diferencia y el cuestionamiento de las normas arbitrarias: todos estos elementos conforman la red de la humanidad», escribe la autora. «La forma de ser feliz es intentar que los demás lo sean».
No siempre fueron filósofos o pensadores de primera fila los que levantaron la bandera del humanismo. Sarah Bakewell da noticia de personajes, no por poco conocidos menos interesantes. Es el caso de Frederick Douglass, esclavo que consiguió fugarse y fue un activo abolicionista. «Pasó a escribir y hablar de su experiencia con una elocuencia y un poder devastadores». La suya «es la historia de un ser humano que emerge del intento de deshumanizarlo», y muestra, a propósito de los esclavistas, que uno no puede negar la humanidad de otro sin disminuir la propia.
La educación
Un asunto que es común a los humanistas de todos los tiempos es el interés por la educación, el concebirla como un despliegue o desarrollo de la humanidad. Wilhelm von Humboldt, ya en el siglo XIX, creía en la predisposición natural de las personas a la bondad y a la fraternidad, y que esos impulsos necesitaban orientación y desarrollo, pero no ser sustituidos por imposiciones estatales, un principio clave del liberalismo político. Necesitamos buenos profesores humanistas, pero no intrusivas normas del Estado, viene a decir Humboldt. Para él, que creía en el aprendizaje a lo largo de la vida, la educación no debía consistir principalmente en adquirir habilidades, sino en crear seres humanos con responsabilidad moral, una rica vida interior y apertura intelectual. Las ideas de Humboldt y de John Stuart Mill siguen siendo las bases de la sociedad liberal actual, tanto por sus ideas sobre la libertad como por su humanismo: su visión de una sociedad basada en la realización humana, en la que cada uno pueda desarrollar su vida y desplegar al máximo su humanidad.
Y otro denominador común de los humanistas es el placer de la cultura, el hacer hincapié en el aspecto hedonista de la vida cultural.
El siglo XIX trajo el auge de la ciencia y un giro hacia formas de pensar sobre nosotros mismos basadas en ella. En tanto que la ciencia (y su enseñanza) fomenta la actitud inquisitiva en los niños, eso les dota de aptitudes humanísticas. El caso es que los principios del humanismo científico siguen formando parte de la perspectiva humanista general hasta hoy.
El reverso de ese progreso científico fue una pérdida de influencia de la religión y los intentos de crear religiones humanistas y laicas. A la autora, le parece un momento extraordinario en la historia del humanismo, con la mezcla de entusiasmo científico, deseo de mentores morales e intentos de sustituir la fe perdida tras «la muerte de Dios». El Londres victoriano —tan lleno de radicales, evolucionistas, librepensadores, agnósticos y positivistas, que, no ser uno de ellos, era no ser nadie, escribe Bakewell— es un buen escenario para verlo. Leslie Stephen, padre de Virginia Woolf, dijo: «Ahora no creo en nada, pero no por ello creo menos en la moralidad». «Quiero vivir y morir como un caballero, si es posible». En cuanto a George Eliot, si de la terna Dios, inmortalidad, deber, el primer término le parece inconcebible y el segundo, increíble, el tercero le parece perentorio y absoluto. Los dos plasman el fuerte sentido del deber sin necesidad de Dios, un deseo totalmente humano de hacer lo correcto, por nuestras propias vidas, nuestra propia humanidad.
La debilidad del humanismo
Las dos guerras mundiales supusieron una conmoción semejante al terremoto de Lisboa, pero esta vez por causas humanas. Mostraron la debilidad del humanismo —su combinación de lucidez e impotencia— frente a la fuerza bruta. Y tras 1945, se mantuvo el «hábito humano de comportarse de forma inhumana», patente en las dictaduras comunistas o en la Revolución Cultural china. «El hombre produce el mal como una abeja produce la miel», dijo William Golding, autor de una famosa novela que captaba ese espíritu de los tiempos. Y la conciencia del horror llevó a criticar a la Ilustración y el humanismo por haber desembocado en el Holocausto. Pero decir eso —argumenta la autora— es como decir que, puesto que sigue habiendo accidentes de tráfico a pesar de los semáforos, la culpa de los accidentes es de los semáforos. Esas críticas reflejan «la dificultad de los intelectuales por dar una respuesta adecuada a los acontecimientos extremos. Al ver desmantelados los valores civilizados y no tener a quién recurrir, no parecían considerar otra respuesta que un desmantelamiento aún más extremo de esos valores».
Con todo, esos críticos del humanismo ofrecieron “un valioso servicio de revisión”, poniendo de relieve cuestiones sobre las que tradicionalmente los humanistas habían pensado poco: la exclusión social, el racismo, el colonialismo. Algunos, como el radical Frantz Fanon, pensaban que la tradición humanista necesitaba una revisión drástica, pero no un rechazo total.
La esperanza que siempre ha guiado a los humanistas se fundamenta, tras la Segunda Guerra Mundial, en los programas educativos para sentar las bases de un renacimiento moral general, en instituciones como la UNESCO, de concepción fuertemente humanista, o en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, “más inclusiva y culturalmente sensible que la mayoría de los documentos de su época”.