Thomas Sowell. (Gastonia, Carolina del Norte, 1930), Pensador y economista liberal. Doctor en Economía por la Universidad de Chicago, es catedrático en la Hoover Institution (Universidad de Stanford). Autor de una treintena de obras, entre las que cabe destacar Economía básica, La discriminación positiva en el mundo y La economía, verdades y mentiras.
Avance
Thomas Sowell cuestiona, desde una perspectiva liberal, los presupuestos filosóficos y económicos de la justicia social, y lo hace negando la mayor: que todos seamos iguales. Nada hay más desigual, afirma, que la naturaleza, los factores geográficos, la demografía etc. Eso no quiere decir que no se deba luchar contra la segregación racial o las discriminaciones de sexo, pero resulta ilusorio imponer la igualdad mediante una agenda que, a su juicio, puede derivar en «ingeniería social» y que, a la postre, no siempre soluciona las injusticias sino que las agrava. El autor desmonta, a lo largo del ensayo, las cuatro falacias de la justicia social: las falacias de la igualdad de oportunidades, las falacias raciales, las falacias a la hora de aportar soluciones y las falacias del conocimiento.
En el mundo ideal rousoniano del que bebe la justicia social —señala Sowell— todos deberían tener los mismos resultados, independientemente de la clase o raza. La experiencia nos dice que no es así. Y ello no se debe a la discriminación ejercida por las mayorías dominantes contra las minorías, sino a un cúmulo de factores, incluidos la libertad humana y el azar. Pero la justicia social reduce «la búsqueda de causas a una búsqueda de culpables». Así, movimientos como el Black Lives Matter sostiene que las mayores tasas de pobreza de los negros son principalmente producto del persistente «racismo sistémico». Pero olvida otros factores no menos influyentes, objeta Sowell. Por ejemplo, las familias monoparentales, de EE.UU., independientemente de que sean blancas o negras, tienen una tasa de pobreza superior a las familias compuestas por parejas casadas. La trayectoria del propio Sowell, afroamericano y de origen humilde, sirve para desmontar determinados tópicos sobre el racismo en Norteamérica. Huérfano desde niño, no terminó el bachillerato y pudo matricularse en la universidad, gracias a una ley que beneficiaba a los veteranos de guerra como él, y con el tiempo llegó a ser un prestigioso académico.
A la hora de buscar soluciones, la justicia social recurre a los «decisores sustitutos» de la sociedad, es decir a élites expertas que aplican recetas creyendo que «pueden mover a las personas como se mueven las piezas de ajedrez», según el símil de Adam Smith. El ejemplo más gráfico es la confiscación y redistribución de la riqueza, «núcleo de la agenda de la justicia social». Según esta, «las subidas de impuestos y los ingresos fiscales se mueven automáticamente en la misma dirección, cuando a menudo se mueven en la dirección opuesta». No menos contraproducentes son otras medidas de los «decisores sustitutos» como el control de precios; el «impuesto» de la inflación; o la legislación del salario mínimo. Debido al conocimiento que acumulan, las elites expertas creen ser los que mejor saben lo que le conviene a la sociedad, pero no siempre sus políticas son acertadas. Cita el autor, entre otros ejemplos, el de los jueces del Supremo de EE.UU. que reinterpretaron la Constitución en los años 60 al considerar el delito como una enfermedad. Resultado: se duplicó la tasa de homicidios.
Y no es que no tengan razón los defensores de la justicia social al detectar lo que está mal, indica Sowell. El problema es el apriorismo ideológico y la falta de realismo que hace que, en muchos casos, sea peor el remedio que la enfermedad. Una irónica pregunta lo deja en evidencia. ¿Queremos que los pilotos de las aerolíneas sean elegidos por representar a diversos grupos demográficos o preferimos volar en un avión cuyo piloto sea capaz de llevarnos sanos y salvos a nuestro destino?
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L os defensores de la justicia social creen que todas las clases y razas tendrían las mismas oportunidades en igualdad de condiciones y, por lo tanto, deberían tener los mismos resultados. Thomas Sowell refuta esta tesis y, en línea con anteriores ensayos suyos, desmonta la utopía igualitaria, con argumentos históricos, económicos y sociológicos, desde una perspectiva liberal, en la que tienen notoria influencia algunos de sus mentores, singularmente Milton Friedman y Friedrich Hayek. En una primera parte del ensayo rebate las falacias de la igualdad de oportunidades; en la segunda, las falacias raciales; en la tercera, las falacias a la hora de aportar soluciones y en la cuarta, las falacias del conocimiento.
Comienza citando a uno de los precedentes filosóficos de la justicia social: Jean Jacques Rousseau, y su idea de que todos los hombres nacen iguales. Y la niega apoyándose en datos empíricos: nada hay más desigual que la naturaleza, las condiciones de vida, la herencia educativa, la demografía, etc.
O las diferencias climáticas. Influyen, por ejemplo, en que en los países de lagos helados del Norte proliferen los jugadores de hockey, cosa mucho menos frecuente en los países mediterráneos. O las geográficas. Los países de la costa europea, llenas de cabos, golfos, islas y penínsulas, con puertos que permiten atracar de forma segura a los barcos, han tenido históricamente un comercio marítimo mucho más próspero que el de los países de la costa africana, con menos puertos, cabos, islas y penínsulas. De esta evidencia se valió Adam Smith en el siglo XVIII para refutar que los africanos eran racialmente inferiores.
Las desigualdades son un hecho, observa Sowell, y no es culpa de nadie. Hay circunstancias que escapan a nuestro control. Por ejemplo, la familia de la que venimos. Un titular de The Economist daba este irónico consejo: «Elige sabiamente a tus padres».
Pero en el mundo ideal rousoniano del que bebe la justicia social —señala el autor— todos deberían tener los mismos resultados, independientemente de la clase o raza. La experiencia nos dice que no es así. Y que no los tengan no se debe, necesariamente, a la discriminación ejercida por las mayorías dominantes contra las minorías subordinadas, sino a un complejo sinfín de factores, subraya Sowll. La prueba es que abundan las excepciones. Así, contra todo pronóstico, minorías étnicas llegaron a gestionar importantes negocios a lo largo de la Historia: los judíos en Polonia, los griegos en la banca del Imperio otomano; los indios en África oriental…
Y, sensu contrario, es difícil encontrar un solo ejemplo en la abundante literatura sobre justicia social de «representación proporcional de los distintos grupos en actividades abiertas a la competencia, en ningún país del mundo ni en ningún momento de los miles de años de historia».
Además de los factores mencionados, la teoría de la justicia social —afirma Sowell— olvida la libertad humana y el cúmulo de intereses personales y personalísimos de cada cual, que impide establecer reglas generales sobre la igualdad de oportunidades y resultados: las personas con distintos orígenes no necesariamente quieren optar por el mismo camino e invertir tiempo y energía en las mismas habilidades y talentos.
Así, es inexacto sostener que la infrarrepresentación de las mujeres en Silicon Valley se deba a discriminación de género; se debe, en realidad, a que las mujeres obtienen menos del 30 por ciento de los títulos de ingeniería. Como tampoco es discriminación del varón frente a la mujer que aquel esté infrarrepresentado en el estamento docente, puesto que los hombres obtienen menos del 20 por cierto de títulos universitarios en educación.
Buscando culpables
Pero entre los defensores de la justicia social «existe una especie de misticismo según el cual las disparidades deben demostrar que alguien ha hecho algo malo» a un grupo rezagado, afirma el autor. La visión de la justicia social reduce «la búsqueda de causas a una búsqueda de culpables. Y para gran parte de lo que ocurre, no hay culpa».
«Cuando hay diferencias en los destinos humanos de las que claramente ningún agente humano es responsable» como decía Hayek, no podemos exigirle justicia al cosmos. Pero los defensores de la justicia social y sus epígonos progresistas exigen además reparaciones, como sostienen los autores afroamericanos Ta-Nehisi Coates o Ibram X. Kendi o el movimiento activista Black Lives Matter.
La raza es justamente uno de los ámbitos paradigmáticos de la agenda de la justicia social en Estados Unidos. La izquierda sostiene que las mayores tasas de pobreza de los negros son principalmente producto de la esclavitud, de las leyes de segregación de los Estados sureños, y del persistente «racismo sistémico». Es lo que Thomas Sowell llama la falacia racial.
El autor demuestra, con datos, que en la pobreza o la desigualdad pueden influir otros factores como la estructura familiar o la educación.
Falacias raciales
Es verdad que durante buena parte del siglo XX la tasa de pobreza de las familias negras de EE.UU. era superior a la de las familias blancas, pero las cosas han cambiado: desde 1994 en ningún año la tasa anual de pobreza en las familias de parejas casadas negras ha llegado el 10%, y en ningún año, desde 1959, la tasa de pobreza nacional en Estados Unidos ha alcanzado un porcentaje tan bajo como el 10%.
Pero la estructura familiar influye no menos en la pobreza. Así, las familias monoparentales, independientemente de que sean blancas o negras, tienen una tasa de pobreza superior a las familias compuestas por parejas casadas. Las familias monoparentales cuyo cabeza es una mujer blanca han experimentado una tasa de pobreza que ha sido más del doble del de las familias negras formadas por parejas casadas en cada año desde 1990 a 2020.
Respecto a la educación, Sowell pone el ejemplo de alumnos negros e hispanos de una escuela concertada y de una pública ubicadas en el mismo edificio, de Nueva York, que hicieron el mismo examen de matemáticas. Los de la escuela concertada obtuvieron calificaciones más altas que los de la escuela pública. No es pues, la raza, el factor único y determinante.
Por otro lado, el supremacismo blanco que nutre la retórica de la justicia social es actualmente muy relativo, advierte Sowell. No niega los hechos: «La media de los ingresos de las familias negras ha sido inferior a la media de los ingresos de las familias blancas durante generaciones». Pero, añade, «la media de la renta per cápita de los grupos asiáticos es más de 15.000 dólares al año superior a la media de la renta per cápita de los estadounidenses blancos».
Y hay zonas de EE. UU. pobladas casi exclusivamente por blancos, que no sufren racismo, y donde estos tienen ingresos inferiores que los de la gente de color. Es el caso de dos condados de los Apalaches (Kentucky), lugares «que son blancos en más de un 90%, donde la mediana de los ingresos familiares no solo es menos de la mitad de la mediana de los ingresos familiares de los estadounidenses blancos en el conjunto del país, sino también miles de dólares inferior a la mediana de los ingresos familiares de los estadounidenses negros en el conjunto del país».
La trayectoria del propio Sowell, afroamericano y de origen humilde, desmonta algunos tópicos al respecto. Huérfano desde niño, criado en Harlem, no terminó el bachillerato y pudo matricularse en la universidad, gracias a una ley que beneficiaba a los veteranos de guerra —en su caso por servir como marine en Corea—. Con el tiempo llegó a ser un prestigioso académico gracias a su tesón y a su capacidad de trabajo. Como otros muchos norteamericanos de color aplaudió el célebre discurso Yo tengo un sueño (1963) en el que Martin Luther King proclamaba la igualdad de oportunidades. Pero afirma que ese mensaje se ha distorsionado medio siglo después y que se ha pasado a imponer, mediante leyes poco realistas y contraproducentes, «la igualdad de resultados en el presente y la reparación en el pasado», como preconiza la agenda de la justicia social.
Soluciones poco viables y contraproducentes
Para el autor, el error de base de la justicia social es que detecta los problemas, no sin razón en algunos casos, pero no siempre acierta con las soluciones, por un exceso de idealismo. Sostiene que la literatura de justicia social —incluyendo el famoso ensayo de John Rawls Una teoría de la justicia—, recomienda diversas políticas para atajar las desigualdades, pero sin calibrar si las recetas son viables y si producen los efectos deseados o por el contrario resultan contraproducentes.
El propio Rawls se refiere a injusticias que la «sociedad» debería «arreglar». El quid de la cuestión es quién se encarga del arreglo, objeta Sowell. ¿La sociedad en abstracto o, más bien, quienes tienen poder de decisión…? esto es, las autoridades. «La inocente palabra arreglar no puede enmascarar esos riesgos» advierte el autor. Porque «los decoradores de interiores arreglan. Los gobiernos imponen. No es una distinción sutil».
En muchos casos, son los «decisores sustitutos» —poderes públicos, minorías influyentes, expertos técnicos, etc.— los que aplican recetas que no siempre son realistas o respetuosas con la libertad de la población. Esos teóricos abstractos creen que «pueden mover a las personas como se mueven las piezas de ajedrez», según el símil acuñado por Adam Smith en el siglo XVIII.
Y dedica Sowell varias páginas al caso más paradigmático: la confiscación y redistribución de la riqueza, «núcleo de la agenda de la justicia social». Según esta, «las subidas de impuestos y los ingresos fiscales se mueven automáticamente en la misma dirección, cuando a menudo se mueven en la dirección opuesta». Los progresistas suelen decir: «Necesitamos más dinero, así que haremos que los ricos paguen su parte justa, que nunca se define, por supuesto. Pero los ricos no van a quedarse sentados sin hacer nada». Invertirán en valores exentos de impuestos; transferirán su riqueza a otra jurisdicción fiscal o serán ellos mismos los que se trasladen personalmente a otra jurisdicción, observa Thomas Sowell.
Del mismo modo que las tasas impositivas más altas pueden ahuyentar a personas, empresas e inversores, las más bajas pueden atraerlas. Y recuerda el autor el caso de Islandia, donde al reducir gradualmente el impuesto de sociedades del 45 al 18 por ciento entre 1991 y 2001, se triplicaron los ingresos fiscales.
Un ejemplo histórico es de la Corona inglesa cuando en el siglo XVIII decidió que pondría «un nuevo impuesto a las colonias americanas. Resulta que los británicos no solo no obtuvieron más ingresos, sino que perdieron los ingresos fiscales que venían obteniendo».
Todo esto es aplicable a otras medidas económicas que imponen los poderes públicos como «si la personas fueran piezas de ajedrez»: el control de precios; el «impuesto» de la inflación; o la legislación del salario mínimo. Casi siempre son contraproducentes.
Las falacias del conocimiento
Los llamados decisores sustitutos suelen invocar como argumento de autoridad el conocimiento que acumulan. Pero tal cosa puede encerrar una falacia, ya que lo importante en la toma de decisiones no es el conocimiento en abstracto, sino «el conocimiento relevante con consecuencias significativas en la vida de las personas». Los oficiales del Titanic —cita Sowell como ejemplo— poseían amplios conocimientos de náutica, pero el conocimiento más relevante la noche del 14 de abril de 1912 era saber ubicar, en concreto, la posición de determinados icebergs. Ignorar esto último costó la vida de cientos de pasajeros.
Debido al conocimiento que acumulan, las élites expertas tienden a pensar que solo ellos saben lo que le conviene a la sociedad, pero no siempre sus políticas son acertadas ni beneficiosas. Caen, según Sowell, en la fatal arrogancia, parafraseando el título de un ensayo de Hayek sobre los errores del socialismo en el que este explicaba lo contraproducente que pueden llegar a ser las planificaciones que organizan y llevan a cabo los sustitutos de élite de la sociedad.
Uno de los ejemplos de esta arrogancia es el caso del jurista Roscoe Pound, decano de Derecho de Harvard que abogaba literalmente por la «ingeniería social» para «arreglar» injusticias, siguiendo la estela del presidente Woodrow Wilson, que a su vez consideraba que el pueblo era «egoísta, tímido, testarudo o necio». Pound estableció los principios del llamado activismo judicial, reinterpretando la ley o la Constitución para hacer justicia social. Siguiendo este modelo, diversos jueces del Tribunal Supremo de EE.UU. sostuvieron, a principios de la década de 1960, que el castigo a los criminales debería sustituirse, tratando al infractor como si el delito fuera una enfermedad cuyas raíces pudieran atribuirse tanto a la sociedad como al delincuente. Es decir, reinterpretaron la Constitución «concediendo nuevos y amplios derechos para los delincuentes». Resultado: la tasa de homicidios, que por aquel entonces era apenas la mitad de lo que había sido en 1934, se duplicó entre 1963 y 1973.
Otro caso, citado por Sowell, es el de la educación sexual. Los decisores sustitutos «suplantaron el papel de los padres en la crianza de sus hijos» cuando introdujeron la educación sexual en las escuelas públicas en la década de 1960. Aducían que era preciso reducir los embarazos no deseados. Sin embargo, la tasa de natalidad entre solteras de quince a diecinueve años que era del 15,3 por mil en 1960 pasó al 22,4 en 1970; al 27,6 en 1980; y al 40,4 en 1999. Desde el año 2000 más de tres cuartas partes de todos los partos de mujeres en ese tramo de edad fueron de solteras.
No es difícil «entender el por qué» de este repunte, afirma el autor, habida cuenta que los programas de educación sexual para estudiantes de 13 y 14 años incluían imágenes de sexo explícito, con la advertencia a los profesores de que no mostraran ese material a los progenitores. Cuando algunos padres de Connecticut se enteraron y protestaron, fueron tachados de «fundamentalistas».
Recuerda el autor —siguiendo a Hayek— que la sociedad no es una unidad de toma de decisiones, ni una institución que actúe. Eso es lo que hacen los gobiernos. Pero ni la sociedad ni el gobierno son capaces de comprender ni de controlar todas las numerosas y variadísimas circunstancias —incluido el puro azar— que pueden influir en el destino de los individuos, las clases, las razas o las naciones.
Y no es que no tengan razón los defensores de la agenda de la justicia social al detectar desigualdades, indica Sowell. El problema es su apriorismo ideológico y su falta de realismo que hace que, en muchos casos, sea peor el remedio que la enfermedad. Dos irónicas preguntas del libro lo dejan en evidencia. ¿Queremos que los estudiantes que se forman para ser médicos representen la composición demográfica de la población o preferimos cualquier estudiante, sin importar su procedencia, que acredite sus conocimientos médicos y que tenga mayor probabilidad de encontrar la cura para el cáncer, el Alzheimer y otras enfermedades devastadoras? ¿Queremos que los pilotos de las aerolíneas sean elegidos por representar a diversos grupos demográficos o preferimos volar en un avión cuyo piloto sea capaz de llevarnos sanos y salvos a nuestro destino? Esa es la cuestión.
Imagen de cabecera: «La oficina del recaudador de impuestos», pintura de Brueghel el Joven. CC Wikimedia Commons