Joseph S. Nye Jr. Nacido en South Orange, New Jersey, en 1937, Nye Jr. es profesor en la Kennedy School of Government de Harvard y cofundador, junto con Robert Keohane, de la teoría del neoliberalismo de las relaciones internacionales. Acuñó el término «poder blando», que desarrolló en su libro El poder blando: Los medios para el éxito en la política mundial. Es autor también de Comprender los conflictos internacionales, La paradoja del poder americano y A Life in the American Century.
Avance
Para bien o para mal, Estados Unidos ha sido la potencia hegemónica del planeta desde que Roosevelt hizo que entrara en la Segunda Guerra Mundial, en 1941. Empezaba lo que un editor del semanario Time había bautizado como el siglo estadounidense. Joseph S. Nye se pregunta si, ante la aparición de un competidor como China y las disrupciones de la globalización, ese siglo ya ha caducado. Y responde que no, aunque la primacía estadounidense del siglo XXI no se parecerá a la de la centuria pasada. Parte con ventaja frente a China en cinco ámbitos estratégicos: el geográfico, el energético, el financiero, el demográfico y el tecnológico. Más le preocupan a Nye los problemas internos de EE.UU., con el aumento de la polarización política, o los riesgos de tecnologías como los deep-fakes o los bots generativos y el daño que todo ello puede causar al poder blando, es decir, la capacidad de influencia del país por la vía de la persuasión.
Por eso se muestra «cautelosamente optimista» ante el futuro. Pese a los innegables problemas: desigualdad, pérdida de confianza, violencia, suicidios, etc., el autor recuerda el carácter innovador y resiliente de la sociedad estadounidense y que ha sido capaz de sobrevivir a periodos peores, en las décadas de 1890, 1930 y 1960, recreándose y reinventándose cada vez.
Artículo
E
n este polémico año electoral, una de las preguntas más importantes es si estamos asistiendo al fin de una era en la que Estados Unidos ha sido la potencia dominante. En mi libro de memorias A Life in the American Century hago una llamada al optimismo.
He vivido ocho décadas de una era estadounidense que incluyó la Segunda Guerra Mundial, Hiroshima y las guerras en Corea, Vietnam, Afganistán e Irak. La Guerra Fría terminó sin la catástrofe nuclear que se cernía sobre nuestras cabezas y siguió luego un período de arrogancia en el que Estados Unidos se convirtió en la única superpotencia del mundo. Ese momento unipolar pronto fue reemplazado por temores de terrorismo transnacional y guerras cibernéticas. Los analistas hablan hoy de una nueva guerra fría con una China en ascenso y el miedo a una escalada nuclear tras la invasión rusa de Ucrania. Nuestros mapas mentales del mundo han cambiado drásticamente a lo largo de mi vida.
Durante esas ocho décadas, hemos vivido en lo que Henry Luce, editor de Time, bautizó, en marzo de 1941, como el siglo estadounidense. En el XIX, el equilibrio de poder global se centraba en Europa, que extendía sus tentáculos imperiales por todo el mundo. Estados Unidos era entonces un actor secundario con un ejército no mucho mayor que el de Chile. Al comenzar el siglo XX, se convirtió en la mayor potencia industrial del mundo y representaba casi una cuarta parte de la economía mundial —como sigue ocurriendo hoy en día—.
Cuando en 1917, el presidente Woodrow Wilson decidió enviar tropas a Europa, EE. UU. inclinó la balanza en la Primera Guerra Mundial. Pero después, volvió a la normalidad y, en la década de 1930, se hizo fuertemente aislacionista. De manera que resulta más preciso fechar el siglo estadounidense en 1941, cuando el presidente Franklin Roosevelt decide que EE. UU. entre en la Segunda Guerra Mundial. En ese contexto acuñó Luce su famoso término para superar el aislacionismo e instar a la participación en la contienda. Algunos se han referido a un imperio americano, pero nuestro poder siempre tuvo límites. Es más exacto pensar en el siglo estadounidense como el período posterior a la Segunda Guerra Mundial durante el cual, para bien o para mal, Estados Unidos ha sido la potencia preeminente en los asuntos mundiales.
Estados Unidos sigue siendo actualmente la potencia militar más fuerte del mundo, así como la economía más grande, pero desde la década de 2010 China se ha convertido en un competidor económico casi igual, y amplios sectores de nuestro país han reaccionado negativamente a las disrupciones causadas por la globalización. Hasta el momento, esta nueva era contemporánea no tiene una etiqueta fija.
Entonces, ¿qué clase de mundo les estoy dejando a mis nietos y a su generación? Traté de examinar parte de ello en mi libro ¿Se acabó el siglo estadounidense? (2015) y concluí que la respuesta a esa pregunta era no, pero añadí que la primacía estadounidense en esta centuria no se parecerá a la del siglo XX. Argumenté que el mayor peligro al que nos enfrentamos los estadounidenses no es que China nos supere, sino que la difusión del poder produzca entropía o la incapacidad de hacer algo.
China es un competidor impresionante con grandes fortalezas, pero también debilidades. Al evaluar el equilibrio general de poder, Estados Unidos tiene al menos cinco ventajas a largo plazo. Una de ellas es la geografía: EE. UU. está rodeado por dos océanos y dos vecinos amigos, mientras que China comparte frontera con otros catorce países y está involucrada en disputas territoriales con varios de ellos. EE. UU. también posee una ventaja energética, mientras que China depende, en este capítulo, de las importaciones. En tercer lugar, EE. UU. deriva su poder de sus grandes instituciones financieras transnacionales y del papel internacional del dólar. Una moneda de reserva creíble depende de que sea libremente convertible, así como de unos mercados de capital profundos y del imperio de la ley, de los que China carece. EE. UU. también tiene una relativa ventaja demográfica, ya que es el único país desarrollado importante que actualmente se prevé que mantenga su lugar —el tercero— en el ranking de la población mundial. Siete de las quince economías más grandes del mundo tendrán una fuerza laboral en declive durante la próxima década, pero se espera que la fuerza laboral de Estados Unidos aumente, mientras que la de China alcanzó su punto máximo en 2014. Por último, EE. UU. ha estado a la vanguardia en nuevas tecnologías punteras (biotecnología, nanotecnología e información). Por supuesto que China está invirtiendo fuertemente en investigación y desarrollo; y obtiene buenos resultados en el número de patentes, pero, según sus propias mediciones, sus universidades de investigación todavía están por detrás de las estadounidenses.
En resumen, Estados Unidos tiene una mano fuerte en esta partida de grandes potencias. Pero si los estadounidenses sucumben a la histeria sobre el ascenso de China o a la autocomplacencia sobre su propio apogeo, podrían jugar mal sus cartas. Sería un grave error descartar las de alto valor, incluidas las alianzas sólidas y la influencia en las instituciones internacionales. China no representa una amenaza existencial para Estados Unidos, a menos que los líderes estadounidenses la hagan realidad al meterse en una guerra importante. Y la analogía histórica que me preocupa no es 1941, sino 1914.
Mi mayor preocupación, sin embargo, es el cambio interno y lo que podría suponer para al poder blando de EE.UU. —concepto que inventé en 1990 para describir la capacidad de obtener lo que uno quiere a través de la atracción o la persuasión en lugar de la coerción— y, por lo tanto, para el futuro del siglo estadounidense. Incluso si su poder externo sigue siendo dominante, un país puede perder su virtud interna y su atractivo para los demás. El Imperio Romano duró mucho tiempo después de perder su forma republicana de gobierno. Como señaló Benjamín Franklin sobre la forma de gobierno estadounidense creada por los fundadores: «[Es] Una república, si puedes mantenerla» [1]. La polarización política es un problema y la vida cívica resulta cada vez más compleja. La tecnología está propiciando una enorme gama de oportunidades, pero también generando riesgos que correrán mis nietos al enfrentarse al internet de las cosas, la inteligencia artificial, los macrodatos, el aprendizaje automático, los deep fakes y los bots generativos, por citar solo algunos. Y se aproximan desafíos aún mayores desde el ámbito de la biotecnología, por no hablar de los asociados al cambio climático.
Algunos historiadores han comparado el flujo de ideas y conexiones de hoy con la agitación del Renacimiento y la Reforma de hace cinco siglos, pero a una escala mucho mayor. Y a esas épocas les siguió la Guerra de los Treinta Años, que mató a un tercio de la población de Alemania. Actualmente el mundo es más próspero pero también más arriesgado que nunca.
A veces me preguntan si soy optimista o pesimista sobre el futuro de los Estados Unidos. Les respondo: «Cautelosamente optimista». El país tiene muchos problemas: polarización, desigualdad, pérdida de confianza, tiroteos masivos, muertes por desesperación a causa de las drogas y el suicidio, solo por nombrar algunos que aparecen en los titulares de prensa. Hay razones para el pesimismo. Al mismo tiempo, los estadounidenses hemos sobrevivido a períodos peores en las décadas de 1890, 1930 y 1960. Y a pesar de todos sus defectos, Estados Unidos es una sociedad innovadora y resiliente que, en el pasado, ha sido capaz de recrearse y reinventarse. Tal vez la Generación Z pueda hacerlo de nuevo. Eso espero.
[1] Cuando Benjamin Franklin salió de la Convención Constitucional que definió la estructura de los nuevos Estados Unidos, en 1787, una anciana le preguntó: «Bueno, doctor, ¿qué tenemos?, ¿una república o una monarquía?» La elocuente respuesta de Franklin fue: «Una república, si se puede mantener» [nota de NR].
Artículo publicado por Joseph S. Nye Jr. en Atlantic Council, donde sintetiza las ideas principales de su libro A Life in the American Century. Lo reproducimos en Nueva Revista con autorización del autor. Traducción de Alfonso Basallo.
Foto de cabecera: Estatua de Abraham Lincoln en el Capitolio de Washington. CC Wikimedia Commons.