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El libro se divide en un prólogo y tres partes en diez capítulos. I. Homo sapiens conquista el mundo. II. Homo sapiens da sentido al mundo. III. Homo sapiens pierde el control. Comienza con un significativo pregón. Seguiremos el mismo método ya utilizado de citas apostilladas para componer este segundo resumen y dar cuenta de su contenido y significado.

Yuval Noah Harari: «Homo Deus, Breve historia del mañana». Barcelona, Debate, 2019. 492 pág.

 

La nueva agenda humana

«En los albores del tercer milenio, la humanidad se despierta, estira las extremidades y se restriega los ojos. Todavía vagan por su mente retazos de alguna pesadilla horrible. «Había algo con alambre de púas y enormes nubes con forma de seta. ¡Ah, vaya! Solo era un mal sueño». La humanidad se dirige al cuarto de baño, se lava la cara, observa sus arrugas en el espejo, se sirve una taza de café y abre el periódico. “Veamos qué hay hoy en la agenda”».

«A lo largo de miles de años, la respuesta a esta cuestión permaneció invariable. Los mismos tres problemas acuciaron a los pobladores de la China del siglo XX, a los de la India medieval y a los del antiguo Egipto. La hambruna, la peste y la guerra coparon siempre los primeros puestos de la lista. Generación tras generación, los seres humanos rezaron a todos los dioses, ángeles y santos, e inventaron innumerables utensilios, instituciones y sistemas sociales… pero siguieron muriendo por millones a causa del hambre, de las epidemias y de la violencia. Muchos pensadores y profetas concluyeron que la hambruna, la peste y la guerra debían de ser una parte integral del plan cósmico de Dios o de nuestra naturaleza imperfecta y que nada, excepto el final de los tiempos, nos libraría de ellas».

«Sin embargo, en los albores del tercer milenio, la humanidad se despierta y descubre algo asombroso. La mayoría de la gente rara vez piensa en ello, pero en las últimas décadas hemos conseguido controlar la hambruna, la peste y la guerra. Desde luego, estos problemas no se han resuelto por completo, pero han dejado de ser fuerzas de la naturaleza incomprensibles e incontrolables para convertirse en retos manejables (…). La afirmación de que las estamos poniendo bajo control puede parecer a muchos intolerable, extremadamente ingenua y quizá insensible» (p.11 y p. 13).

¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? son preguntas clásicas de todo milenarismo que trae consigo también el siglo XXI de la era cristiana. En Sapiens, Harari da por supuesto que los seres humanos no somos más que un animal con buena suerte, que no existe Dios ni el alma humana. Así, el relativismo preside nuestras opciones, porque no podemos afirmar que algo sea bueno o sea malo si no existe fundamento. Harari, no obstante, respeta incluso a los que creen en Dios. (¡Vaya!). Él se atiene solo a datos e hipótesis de las ciencias, si bien estas exigen ser cambiadas por otras (lo sabe también) cuando sus hipótesis resultan falsas. Pero es lo que hay: cientificismo puro.

Con estos mimbres, imagina que entramos en una nueva era en que las constantes contra las que ha luchado la humanidad están a punto de ser superadas: la hambruna, la peste y la guerra. Será cierto. Claro que existen amplias zonas del planeta con falta de alimentos y en situaciones de sequía y peligros del cambio climático y que la inesperada pandemia (peste) de COVID-19 reavivó las peores pesadillas y que la guerra de Ucrania se sumó a las situaciones de guerras que veníamos arrastrando en los cinco continentes. Todo en el primer cuarto de siglo del tercer milenio. Concedamos, sin embargo, que, siendo esto así, la humanidad puede tener la presunción de que la conexión universal, posible ahora en el planeta, y el progreso de la ciencia tienen capacidad, si no fuera porque somos como somos, para erradicar estos males atávicos.

«Si todo esto no basta, el miedo a la muerte, arraigado en la mayoría de los humanos, conferiría un impulso irresistible a la guerra contra la muerte. Cuando las personas asumieron que la muerte es inevitable, se habituaron desde una edad temprana a suprimir el deseo de vivir eternamente o lo desviaron hacia otros objetivos factibles. Las personas quieren vivir para siempre, de modo que componen una sinfonía “inmortal”, se esfuerzan por conseguir la “gloria eterna” en alguna guerra e incluso sacrifican su vida para que su alma goce de felicidad eterna en el paraíso. Gran parte de nuestra creatividad artística, nuestro compromiso político y nuestra devoción religiosa se alimenta del miedo a la muerte».

«A Woody Allen que se ha creado una trayectoria fabulosa a partir del miedo a la muerte, se le preguntó una vez si esperaba vivir eternamente a través de la pantalla cinematográfica, Allen contestó que “preferiría vivir en mi apartamento” Y añadió; “No quiero conseguir la inmortalidad por mi trabajo. Quiero conseguirla por no morirme”. Lo gloria eterna, las ceremonias conmemorativas nacionalista y los sueños del paraíso son un sustituto muy pobre de lo que los humanos como Allen quieren en realidad: no morir. Cuando la gente crea (con o sin buenas razones) que tiene una posibilidad seria de librarse de la muerte, el deseo de vivir se negará a seguir tirando del desvencijado carro del arte, la ideología y la religión, y se lanzará adelante como un alud» (p. 41).

Y la muerte. Es verdad que en muchos lugares se puede empezar a abrigar una esperanza media de vida de, por ejemplo,  cien años, aunque no se dominen de momento las claves de pasar las últimas etapas con una apreciable calidad en esa vida. De todos modos, hay científicos que piensan en el recambio de las piezas viejas (trasplantes y otras técnicas) y creen avizorar la inmortalidad. ¿Y esa inmortalidad en la que piensan no sería un aburrimiento?

«El lector no tiene que marcar el gol de la victoria en la final de la Copa del Mundo para sentir determinadas sensaciones. Si acaba de enterarse de que ha conseguido un ascenso inesperado en el trabajo y empieza a saltar de alegría, está reaccionando al mismo tipo de sensaciones Los planos más profundos de su mente no saben nada de fútbol ni de puestos de trabajo. Solo conocen sensaciones. Si le ascienden en el trabajo pero, por alguna razón, no experimenta sensaciones placenteras, no se sentirá muy satisfecho. También es cierto lo contrario: si acaba de ser despedido o de perder un partido de fútbol decisivo), pero experimenta sensaciones  muy placenteras (quizá porque se tomó alguna pastilla), todavía podría sentirse en la cima del mundo».

«La mala noticia es que las sensaciones placenteras desaparecen rápidamente, y más pronto o más tarde se transforman en sensaciones desagradables. Incluso marcar el gol de la victoria en la final de la Copa del Mundo no garantiza el éxtasis de por vida. En realidad puede que todo vaya cuesta abajo desde ese momento. De manera parecida, si el año pasado conseguí un ascenso inesperado en el trabajo, puede que todavía ocupe el nuevo puesto, pero las sensaciones muy agradables que experimenté al oír la noticia desaparecieron al cabo de pocas horas. Si quiero volver a sentir aquellas maravillosas sensaciones, debo obtener otro ascenso. Y otro. Y si no consigo ningún ascenso, puede que termine sintiéndome mucho más amargado e irascible que si hubiera continuado  siendo un humilde pelagatos» (p. 49).

«Si la ciencia está en lo cierto y nuestra felicidad viene determinada por nuestro sistema bioquímico, la única manera de asegurar un contento duradero es amañar ese sistema, Olvidemos el crecimiento económico, las reformas sociales y las revoluciones políticas: para aumentar los niveles mundiales de felicidad, necesitamos manipular la bioquímica humana. Y eso es exactamente lo que hemos empezado a hacer en las últimas décadas. Hace cincuenta años, los medicamentos psiquiátricos conllevaban un grave estigma. Hoy en día ese estigma se ha roto. Para bien o para mal, un porcentaje creciente de la población toma medicamentos psiquiátricos de forma regular, no solo para curar enfermedades debilitantes, sino también para encarar depresiones  más leves y episodios de abatimiento» (pp. 51-52).

Y, para colmo, que los seres humanos solo seamos química. He aquí unas presuposiciones que producen vértigo y son el marco de este relato de a dónde vamos que, no se apuren, relato de ciencia y todo, no puede ser otra cosa que relato de ciencia-ficción. Sigamos.

«Aunque los detalles son turbios, podemos estar seguros de la dirección que seguirá la historia. En el siglo XXI, el tercer gran proyecto de la humanidad será adquirir poderes divinos de creación y destrucción, y promover Homo sapiens a Homo Deus. Este tercer proyecto, obviamente, incorpora los otros dos y se alimenta de ellos. Queremos la capacidad de remodelar nuestro cuerpo y nuestra mente por encima de todo por escapar de la vejez, la muerte y la desgracia, pero cuando la tengamos, ¿quién sabe qué otras cosas podremos hacer con dicha capacidad? Así, bien podríamos esperar que la nueva agenda humana vaya a contener  en verdad un solo proyecto (con muchas ramas): conseguir la divinidad» (p. 59).

«De ahí que en el siglo XXI la verdadera agenda será a buen seguro mucho más complicada que lo que ha sugerido este extenso capítulo inicial. En la actualidad podría parecer que la inmortalidad, la dicha y la divinidad constituyen los primeros puntos de nuestra agenda. Pero cuando estemos cerca de alcanzar esos objetivos, es probable que los trastornos resultantes nos desvíen hacia destinos completamente diferentes. El futuro que se describe en este capítulo es simplemente el futuro del pasado, es decir, un futuro basado en las ideas y esperanzas que han dominado el mundo  durante los últimos trescientos años. El futuro real, es decir, un futuro generado por las nuevas ideas y esperanzas  del siglo XXI, podría ser completamente diferente» (p. 81). Sí, Podría ser completamente diferente… hasta cierto punto.

Parte I. Homo sapiens conquista el mundo

I.2. El Antropoceno

«Con respecto a los animales, los humanos hace ya tiempo que nos convertimos en dioses (…). ¿Cuántos lobos viven hoy en Alemania, el país de los hermano Grimm, de Caperucita Roja y El Lobo Feroz? Menos de un centenar. (Y casi todos ellos son lobos polacos que han cruzado la frontera en los últimos años). En cambio, Alemania es el hogar de cinco millones de perros domésticos. En total, unos 200.000 mil lobos salvajes todavía vagan por la tierra, pero hay más de 400 millones de perros domésticos. El mundo es hogar de 40.000 leones, frente a 600 millones de gatos domésticos, de 900.000 búfalos africanos frente a 1.500 millones de vacas domesticadas, de 50 millones de pingüinos y de 20.000 millones de gallinas. Desde 1970, a pesar de una conciencia ecológica creciente, las poblaciones de animales salvajes se han reducido a la mitad (y en 1970 no eran precisamente prósperas). En 1980 había 2.000 millones de aves silvestres en Europa. En 2009 solo quedaban 600 millones.  En el mismo año, los europeos criaban 1,900 millones de gallinas y pollos para producción de carne y huevos. En la actualidad, más del 90 por ciento de los grandes animales del mundo (es decir, los que pesan más que unos pocos kilogramos) son o bien humanos o bien animales domesticados» (p. 88).

«Homo sapiens ha reescrito las reglas del juego. Esta especie única de simio ha conseguido en estos setenta mil años cambiar el ecosistema global de formas radicales y sin precedentes. Nuestro impacto ya corre parejo con el de las edades del hielo y los movimientos tectónicos. Dentro de un siglo, nuestro impacto podría superar al del asteroide que extinguió los dinosaurios hace sesenta y cinco millones de años» (p. 89).

Algoritmos. «Incluso los economistas que han obtenido el premio Nobel toman solo una ínfima parte de sus decisiones utilizando lápiz, papel y calculadora; el 99 por ciento de nuestras decisiones (entre ellas, las elecciones más importantes de la vida, relacionadas con cónyuges, carreras y hábitats) las toman refinadísimos algoritmos que llamamos sensaciones, emociones y deseos. Debido a que dichos algoritmos controlan  la vida de todos los mamíferos y aves (y, probablemente de algunos reptiles en incluso peces), cuando humanos, babuinos y cerdos sienten miedo, procesos neurológicos similares tienen lugar en áreas cerebrales similares. Por lo tanto, es probable que humanos asustados, babuinos aterrados y cerdos atemorizados tengan experiencias similares» (pp. 103-104).

«De repente, damos muestras de un interés sin precedente por las llamadas formas de vida inferiores, quizás porque estamos a punto de convertirnos en una de ellas. Si los programas informáticos alcanzan una inteligencia sobrehumana y unos poderes sin precedentes, ¿deberemos valorar esos programas más de lo que valoramos a los humanos? ¿Será aceptable, por ejemplo, que una inteligencia artificial explote a los humanos e incluso los mate para favorecer sus propias necesidades y deseos? Si nunca se les va a permitir que hagan esto, a pesar de su inteligencia y poder superiores, ¿por qué es ético que los humanos exploten y maten a los cerdos? ¿Tienen los humanos alguna chispa mágica, además de inteligencia superior y mayor  poder, que los distinga de los cerdos, las gallinas, los chimpancés y los programas informáticos? En tal caso, ¿de dónde llegó esa chispa y por qué estamos seguros que una inteligencia artificial (IA) no la adquirirá nunca? Si no existe tal chispa, ¿habría alguna razón para continuar asignando un valor especial a la vida humana incluso después que los ordenadores sobrepasen a los humanos en inteligencia y poder? De hecho, y para empezar, ¿qué es exactamente lo que tenemos los humanos que nos hace tan inteligentes y poderosos y qué probabilidad hay de que entidades no humanas lleguen alguna vez a rivalizar con nosotros  y a superarnos?» (pp. 116-117).

I.3. La chispa humana

«Es cierto que existen experimentos de laboratorio que confirman la exactitud de una parte del mito: tal como sostienen las religiones monoteístas, los animales no tienen alma. De todos los estudios minuciosos y los exámenes concienzudos que se han llevado a cabo, ninguno ha conseguido descubrir el menor indicio de almas en cerdos, ratas y macacos. Lamentablemente, los mismos experimentos de laboratorio socavan la segunda parte, y la más importante, del mito monoteísta: que los humanos sí que tienen alma. Los científicos han sometido a Homo sapiens a decenas de miles de singulares experimentos y han escudriñado hasta el último resquicio de nuestro corazón y el último pliegue de nuestro cerebro, Pero por el momento no han descubierto ninguna chispa mágica. No existe una sola evidencia científica de que, en contraste con los cerdos, los sapiens posean alma» (p. 119).

«Cuando miles de automóviles se abren camino trabajosamente a través de Londres, lo denominamos “atasco”, pero eso no crea una gran conciencia londinense que planea sobre Piccadilly y se dice: “¡Vaya, me siento atascada! Cuando millones de personas venden miles de millones de acciones, a esto lo llamamos “crisis económica” , pero no hay un gran espíritu de Wall Street que refunfuñe: “¡Mierda, me siento en crisis!”. Cuando billones de moléculas se conglutinan en el cielo, a esto le llamamos “nube”, pero no hay una conciencia de las nubes que aparezca para anunciar: “¡Me siento lluviosa!”. ¿Cómo, pues, cuando miles de millones de señales eléctricas se mueven en mi cerebro, surge una mente que siente “¡Estoy furioso!”. A estas alturas de 2016, no tenemos ni la más remota idea.

De ahí que si esta disertación ha dejado al lector confuso y perplejo, se encuentra en muy buena compañía. También los mejores científicos están muy lejos de descifrar el enigma de la mente y la conciencia. Una de las cosas maravillosas que tiene la ciencia es que cuando los científicos no saben algo, pueden probar todo tipo de teorías y conjeturas, pero al final acaban por admitir su ignorancia» (p. 128).

«Quizá algún día los descubrimientos en neurobiología nos permitan explicar el comunismo y las cruzadas en términos estrictamente bioquímicos pero estamos muy lejos de ese momento. Durante el siglo XXI es probable que la frontera entre la historia y la biología se desvanezca, no porque descubramos explicaciones biológicas de los acontecimientos históricos, sino más bien porque las ficciones ideológicas reescriban las cadenas de ADN, los intereses políticos y económicos reescriban el clima, y la geografía de montañas y ríos dé paso al ciberespacio. A medida que las ficciones humanas se traduzcan en códigos genéticos y electrónicos, la realidad intersubjetiva engullirá por completo la realidad objetiva, y la biología se fusionará con la historia. En el siglo XXI, la ficción puede, por lo tanto, convertirse en la fuerza más poderosa de las Tierra, superando incluso a los asteroides caprichosos y a la selección natural. De ahí que si queremos entender nuestro futuro, en absoluto bastará con descifrar genomas y calcular números. También tenemos que descifrar las ficciones que dan sentido al mundo» (p. 172).

Llegamos al nudo de la exposición de Harari. A la pregunta ¿quiénes somos?, se ha dado por sentado desde el principio de que los seres humanos somos unos animales más, pertenecientes al género homo sapiens en la serie evolutiva supuesta por Darwin. No hay Dios ni existen las almas. Eso da categoría a los animales y rebaja a los humanos. Según se mire. En la serie de las eras geológicas, el Antropoceno, era del hombre, es la última parte de la Era Cuaternaria y llega a la actualidad en la que homo sapiens acaricia una facultades consideradas hasta ahora como privativas de Dios, situación que, estrictamente, se da en la última de las etapas de la historia humana (Prehistoria, Edad Antigua, Edad Moderna y Edad Contemporánea) con la irrupción en el quicio del tercer milenio de la Cultura Posmoderna, que conduce a sus últimas consecuencias la tentación  de prescindir de toda referencia que no sea uno mismo.

Si somos pura biología, si todas nuestras acciones y reacciones son consecuencias de operaciones sistemáticas (algoritmos) como la que nos llevan a limpiarnos los dientes o a mantener a veces una conversación sin darnos cuenta de por qué hacemos lo que hacemos o decimos lo que decimos, no podemos saber bien por qué somos más que los animales. A la vez, convertidos en dioses que podemos disponer de algoritmos para crear robots, para diseñar inteligencia artificial (IA), no podemos saber tampoco cuando esos algoritmos se dispararán y nos convertirán en esclavos de las máquinas, reescribirán las «ficciones» humanas o harán desaparecer la especie humana. Milenarismo puro.

Parte II. Homo sapiens da sentido al mundo

II.4. Los narradores

«Animales como los lobos y los chimpancés viven en una realidad dual. Por un lado, están familiarizados con entidades objetivas externas, como árboles, rocas, ríos. Por otra, son conscientes de experiencias subjetivas internas, como miedo alegría y deseo. Los sapiens, en cambio, viven en una realidad de tres capas. Además de árboles, ríos, miedos y deseos, el mundo de los sapiens contiene también relatos sobre dinero, dioses, naciones y compañías. A medida que la historia se iba desarrollando, el impacto de dioses, naciones y compañías creció a expensas de ríos, miedos y deseos. Todavía hay muchos ríos en el mundo, y la gente todavía se siente motivada por sus temores y sus deseos, pero Jesucristo, la República francesa y Apple Inc. han represado y explotado ríos, y han aprendido a modelar nuestras ansiedades y anhelos más profundos» (p. 177).

«La ficción no es mala. Es vital. Sin relatos aceptados de manera generalizada sobre cosas como el dinero, los estados y las empresas, ninguna sociedad humana compleja puede funcionar. No podemos jugar al fútbol a menos que todos creamos en las mismas normas inventadas, y no podemos disfrutar de los beneficios de los mercados  y de los tribunales sin relatos fantásticos similares. Pero los relatos solo son herramientas. No deberían convertirse en nuestros objetivos ni en nuestra vara de medir. Cuando olvidamos que son pura ficción, perdemos el contacto con la realidad. Entonces iniciamos guerras enteras “para ganar mucho dinero para la empresa” o “para proteger el interés nacional”. Empresas, dinero y naciones existen únicamente en nuestra imaginación. Los inventamos para que nos sirvieran, ¿cómo es que ahora nos encontramos sacrificando nuestra viuda a su servicio?

En el siglo XXI crearemos más ficciones poderosas y más religiones totalitarias que en ninguna era anterior. Con la ayuda de la biotecnología y los algoritmos informáticos, estas religiones  no solo controlarán nuestra existencia, minuto a minuto, sino que además serán capaces de moldear nuestros cuerpos, cerebros y mentes, y de crear mundos virtuales enteros. Diferenciar la ficción de la realidad y la religión de la ciencia será en consecuencia más difícil, pero también más esencial que nunca» (pp. 200-201).

II.5. La extraña pareja

«Un muchacho judío se acerca a su padre y le pregunta “Papá, ¿por qué no debemos comer cerdo?” El padre se acaricia la larga barba blanca con naire pensativo y le contesta: “Bueno, Yankele, así es como funciona el mundo. Todavía eres joven y no lo entiendes, pero si comemos cerdo, Dios nos castigará y acabaremos mal. No es una idea mía, ni siquiera del rabino, si el rabino hubiera creado el mundo, quizá hubiera creado un mundo en que el cerdo fuera perfectamente kosher. Pero el rabino no creó el mundo. Dios lo hizo. Y Dios dijo, no sé por qué, que no teníamos que comer cerdo. De modo que no debemos comerlo. ¿Lo entiendes?»

En 1943, un muchacho alemán se acerca a su padre, un oficial superior de las SS, y le pregunta: “Papá, ¿Por qué estamos matando a los judíos?”. El padre se calza sus relucientes botas de cuero y, mientras tanto, explica: “Bueno, Fritz, así es como funciona el mundo. Todavía eres joven y no lo entiendes, pero si permitiéramos que los judíos vivieran, causarían la degeneración y la extinción de la humanidad, no es una idea mía, y ni siquiera una idea del Führer. Si Hitler hubiera creado el mundo, quizá habría creado un mundo en que no fuera de aplicación las leyes de la selección natural, y judíos y arios pudieran vivir todos juntos en perfecta armonía. Pero Hitler no creó el mundo. Sólo consiguió descifrar las leyes de la naturaleza, y después nos instruyó para poder vivir de acuerdo con ellas. Si desobedecemos dichas leyes, acabaremos mal. ¿Está claro?”.

En 2016. Un muchacho inglés se acerca a su padre, un parlamentario liberal, y le pregunta: ”Papá, ¿por qué deben preocuparnos los derechos humanos de los musulmanes de Oriente Medio?”. El padre deja la taza de té en la mesa, piensa un momento y dice: “Bueno, Duncan, así funciona el mundo. Todavía eres joven y no lo entiendes, pero todos los humanos, incluso los musulmanes de Oriente Medio, tienen la misma naturaleza y por lo tanto, gozan de los mismos derechos naturales. No es una idea mía. Y ni siquiera es una decisión del Parlamento. Si el Parlamento hubiera creado el mundo, los derechos humanos universales podrían haber quedado enterrados en algún subcomité, junto con todo ese asunto de la física cuántica. Pero el Parlamento no creó el mundo, solo intenta darle sentido, y debemos respetar los derechos naturales, incluso los de los musulmanes de Oriente Medio, o muy pronto también se violarían nuestros derechos y acabaríamos mal. Ahora, puedes irte”» (pp. 205-206).

También se podrían haber oído otras respuestas:

  • Mira, Yankele, antiguamente la triquinosis del cerdo provocaba una gran mortalidad entre la población, así que, seguramente, nuestras autoridades religiosas pusieron la carne de cerdo entre las que no se debían comer para facilitar de manera provechosa, también para la salud, la oportunidad de ejercitar el autodominio. ¿Y, por qué es bueno ejercitar el autodominio? Porque, misteriosamente, ocurre que el ser humano es frágil y, a veces no hace el bien que quiere, sino el mal que no quiere. Y debe estar entrenado para afrontar esta realidad. Que el cerdo no sea kohser, mientras no se cambie por otra práctica, es decisión tan razonable como el ayuno de los cristianos o el ramadán de los musulmanes. Y hasta los entrenamientos de los deportistas.
  • Mira, Fritz, dar muerte al ser humano inocente es una aberración se mire como se mire. Que se pueda imponer algo así pertenece al misterio de mal, que viene de los propios seres humanos e incluso de la influencia de seres espirituales que la Biblia cita como Satanás y otros espíritus malignos que influyen en el mundo para perdición de las almas.
  • Mira, Duncan, los seres humanos (mujer y varón) hemos sido creados por Dios. Todos, por consiguiente, somos hijos de Dios y hermanos entre sí. En consecuencia, debemos sentir una innata propensión a querer y ayudar a la persona que está a nuestro lado (prójimo) y, por círculos concéntricos, a todos los demás, aunque estén lejos. Máxime en esta civilización de las conexiones instantáneas, de la mundialización.

«A los liberales, comunistas y seguidores de otros credos modernos no les gusta describir sus respectivos sistemas como religión, porque identifican la religión con superstición y poderes sobrenaturales» (p. 206).

«La afirmación de que la religión es una herramienta para preservar el orden social y para organizar la cooperación a gran escala puede ofender a muchas personas para las que representa, ante todo, un camino espiritual, Sin embargo, de la misma manera que la brecha entre la religión y la ciencia es menor de lo que podemos pensar, la brecha entre la religión y la espiritualidad es mucho mayor. La religión es un pacto, mientras que la espiritualidad es un viaje» (p. 208).

«Existen dos interpretaciones extremas de la relación entre religión y ciencia. Una de las teorías afirma que la ciencia y la religión son enemigas juradas, y que la historia moderna fue modelada por la lucha a vida o muerte del saber científico contra la superstición religiosa. Con el tiempo, la luz de la ciencia disipó la oscuridad de la religión, y el mundo se hizo cada vez más secular, racional y próspero. Sin embargo, aunque algunos descubrimientos científicos socaven ciertamente los dogmas religiosos, no es algo inevitable. Por ejemplo, el dogma musulmán sostiene que el islamismo fue fundado por el profeta Mahoma en la Arabia del siglo VII, y hay sobradas prueban que lo respaldan.

Más importante todavía: la ciencia siempre necesita ayuda religiosa en la creación de instituciones humanas viables. Los científicos estudian cómo funciona el mundo, pero no existe método científico alguno para determinar cómo deberían comportarse los humanos. La ciencia nos dice que los humanos no pueden sobrevivir sin oxígeno. Sin embargo, ¿es correcto ejecutar a criminales asfixiándolos? La ciencia no sabe cómo dar respuesta a esta pregunta. Solo las religiones nos proporcionan la orientación necesaria» (p. 212).

Harari plantea que «sería más correcto considerar la historia moderna como el proceso de formular un pacto entre la ciencia y una religión particular, a saber: el humanismo. La sociedad moderna cree en los dogmas humanistas y usa la ciencia no con la finalidad de cuestionar dichos dogmas, sino con la finalidad de ponerlos en marcha. En el siglo XXI es improbable que los dogmas humanistas sean sustituidos por teorías puramente científicas. Sin embargo, bien pudiera ser que el contrato entre la ciencia y el humanismo se desmoronara y diera paso a un tipo de pacto muy diferente entre la ciencia y alguna nueva religión posthumanista» (p.224).

II. 6. La alianza moderna

«A nivel práctico, la vida moderna consiste en una búsqueda constante del poder en el seno de un universo desprovisto de sentido. La cultura moderna es la más poderosa de la historia y está investigando, inventando, descubriendo y creciendo sin cesar. Al mismo tiempo, se encuentra acosada por más angustia existencial que ninguna otra cultura previa» (p. 227).

«De la misma manera que tanto cristianos como musulmanes creían en el Cielo y solo estaban en desacuerdo en la manera del alcanzarlo; durante la Guerra Fría, tanto  capitalistas como comunistas creían en la posibilidad de crear el Cielo en la Tierra mediante el crecimiento económico, y únicamente reñían por el método exacto de conseguirlo.

En la actualidad, predicadores hindúes, piadosos musulmanes, nacionalistas japoneses y comunistas chinos pueden declarar su adhesión a valores y objetivos muy diferentes, pero todos han llegado a convencerse  de que el crecimiento económico es la clave para conseguir sus dispares objetivos» (p.233).

II.7. La revolución humanista

«El pacto humanista nos da poder a condición de que renunciemos a nuestra creencia en un gran plan cósmico que da sentido a la vida. Pero cuando examinamos detenidamente el pacto, encontramos una ingeniosa cláusula de excepción Si de alguna manera los humanos consiguen encontrar sentido sin derivarlo  de un gran plan cósmico, esto no se considera un incumplimiento del contrato» (p. 248).

«El liberalismo [relativismo] ha ganado las guerras religiosas humanistas y en 2016 no tiene alternativa viable. Pero su mismo éxito puede contener las semillas de su ruina. Ahora los ideales liberales triunfantes impulsan a la humanidad a alcanzar la inmortalidad, la dicha y la divinidad. Alentados por los deseos supuestamente infalibles de clientes y votantes, los científicos y los ingenieros dedican más tiempo y más energía a estos proyectos. Pero lo que los científicos descubren y lo que los ingenieros desarrollan puede haber al descubierto los defectos inherentes a la visión liberal del mundo y la ceguera de clientes y votantes. Cuando la ingeniería genética y la inteligencia artificial revelen todo su potencial, el liberalismo, la democracia y el mercado libre podrían quedar tan obsoletos como los cuchillos de pedernal, los casetes, el islamismo y el comunismo.

Este libro empezó pronosticando que en el siglo XXI los humanos intentarán alcanzar la inmortalidad, la dicha y la divinidad. No es un pronóstico muy original ni visionario, Simplemente refleja los ideales tradicionales del humanismo liberal. Puesto que hace tiempo que el humanismo ha sacralizado la vida, las emociones y los deseos de los seres humanos, no resulta sorprendente que una civilización humanista quiera maximizar la duración de la vida humana, la felicidad humana y el poder humano. Pero la tercera y última parte del libro argumentará que intentar realizar este sueño humanista  socavará sus mismos cimientos al dar rienda suelta a nuevas tecnologías post humanistas. La creencia humanista en los sentimientos ha permitido que nos beneficiemos de los frutos de la alianza sin pagar su precio, No necesitamos que ningún dios limite nuestro poder y nos conceda sentido; las decisiones libres de clientes y votantes nos proporcionan todo el sentido que necesitamos. Así, pues, ¿qué ocurrirá cuando nos demos cuenta de que clientes y votantes nunca toman decisiones libres, y cuando tengamos la tecnología para calcular, diseñar o mejorar sus sentimientos?  Si todo el universo está sujeto a la experiencia humana, ¿qué sucederá cuando la experiencia humana se convierta en otro producto diseñable más, que en esencia no difiera de ningún otro artículo del supermercado?» (p. 307).

La persona que ha leído hasta aquí se habrá dado cuenta que religión, humanismo y liberalismo expresan cosas distintas de lo que habitualmente se entiende. En todo caso, en los párrafos anteriores, indican una buena síntesis de la mentalidad hoy dominante, entendiendo por mentalidad dominante no necesariamente la estadísticamente más numerosa, sino aquella visión del mundo que, en un momento histórico dado, puede proclamarse sin problema, pero no puede contradecirse sin sufrir una cierta violencia. Por ejemplo, es lo que pasó con el marxismo durante unos setenta años del siglo XX.

Parte III. Homo sapiens pierde el control

III.8. La bomba de tiempo en el laboratorio

«La ciencia del siglo XXI socava los cimientos del orden liberal. Puesto que la ciencia no aborda cuestiones de valor, no puede determinar si los liberales hacen bien en valorar más la liberad que la igualdad, o al individuo más que al colectivo. Sin embargo, como cualquier otra religión, el liberalismo también se basa en lo que considera declaraciones fácticas u objetivas, además de en juicio éticos abstractos. Y estas declaraciones fácticas sencillamente no resisten el escrutinio científico riguroso» (p. 311).

«Durante las últimas décadas, las ciencias de la vida han llegado a la conclusión de que este relato liberal es pura mitología. El yo único y auténtico es tan real como el alma cristiana eterna, Santa Claus y el conejo de Pascua. Si miro en mi interior más profundo, la aparente unidad que damos por sentada se disuelve en una cacofonía de voces en conflicto, ninguna de las cuales es mi “yo verdadero”. Los humanos no son individuos. Son “dividuos”» (p.321).

«En el inicio del tercer milenio, el liberalismo está amenazado no solo por la idea filosófica de que “no hay individuos libres”, sino más bien por tecnologías concretas. Estamos a punto de enfrentarnos a un aluvión de dispositivos, herramientas y estructuras utilísimos que no dejan margen para el libre albedrío de los individuos humanos. ¿Podrán la democracia, el mercado libre y los derechos humanos sobrevivir a este aluvión?» (p. 336).

III.9. La gran desconexión

En el siglo XXI tres acontecimiento prácticos pueden hacer que haya quedado obsoleta la convicción del liberalismo, de que cada ser humano es un individuo único y valiosos cuyas opciones libres son la fuente última de la autoridad:

  1. «Los humanos perderán su utilidad económica y militar, de ahí que el sistema económico y político deje de atribuirles mucho valor» (p. 337).

«Es posible que la prosperidad tecnológica haga viable alimentar y sostener a las masas inútiles incluso sin esfuerzo alguno por parte de estas. ¿Pero qué las mantendrá ocupadas y satisfechas? Las personas tendrán que hacer algo o se volverán locas. ¿Qué harán durante todo el día? Una solución la podrían ofrecer las drogas y los juegos de ordenador. Las personas innecesarias podrían pasar una cantidad de tiempo cada vez mayor dentro de mundos tridimensionales de realidad virtual lo que les proporcionarían más emoción y compromiso emocional que la gris realidad exterior. Pero esta situación asestaría un golpe mortal a la creencia liberal en el carácter sagrado de la vida y de la experiencia humana. ¿Qué hay de sagrado en holgazanes inútiles que se pasan el día devorando experiencias artificiales?

Algunos expertos y pensadores, como Nick Bostrom, advierten que es improbable que la humanidad padezca dicha degradación, porque cuando la inteligencia artificial supere a la inteligencia humana, sencillamente, exterminará a la humanidad. Es probable que esto lo haga la IA ya sea por miedo de que la humanidad se vuelva contra ella e intente cerrarle el grifo, ya sea en busca de algún objetivo insondable propio. Porque sería muy difícil que los humanos controlaran la motivación de un sistema más inteligente que ellos» (p. 358).

  1. «El sistema seguirá encontrando valor en los humanos colectivamente, pero no en los individuos» (p. 337).

«Hoy la mayoría de las empresas y los gobiernos rinden homenaje a mi individualidad, y prometen proporcionar medicina, educación y diversión personalizada, adaptada a mis necesidades y deseos únicos. Pero para poder llegar a hacerlo, empresas y gobiernos necesitan antes descomponerme en subsistemas bioquímicos, supervisar dichos subsistemas con sensores ubicuos y descifrar su funcionamiento por medio de potentes algoritmos. En el proceso se revelará que el individuo no es más que una fantasía religiosa. La realidad será una malla de algoritmos bioquímicos y electrónicos sin fronteras claras, y sin núcleos individuales» (p. 378).

  1. «El sistema seguirá encontrando valor e algunos individuos, pero estos serán una nueva élite de superhumanos mejorados y no la masa de la población» (p. 337).

«Los grandes proyectos humanos del siglo XX (superar el hambre, la peste y la guerra) pretendían salvaguardar una norma universal de abundancia, salud y paz para toda la gente, sin excepción. Los nuevos proyectos del siglo XXI (alcanzar la inmortalidad, la felicidad y la divinidad) también esperan servir a toda la humanidad, Sin embargo, debido a que estos proyectos aspiran a sobrepasar la norma, no a salvaguardarla, bien podrían derivarse en la creación de una nueva casta superhumana que abandone sus raíces liberales y trate a los humanos normales no mejor que los europeos del siglo XIX trataron a los africanos.

Si los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos dividen a la humanidad en una masa de humanos inútiles y una pequeña élite de superhumanos mejorados o si la autoridad se transfiere completamente a algoritmos muy inteligentes, el liberalismo se hundirá» (p. 382).

III.10. El océano de la conciencia

«De la misma manera que el socialismo se adueñó del mundo prometiendo la salvación  mediante el vapor y la electricidad, en las próximas décadas nuevas tecnorreligiones  podrán conquistar el mundo prometiendo la salvación mediante algoritmos y genes (…).  Prometen todas las recompensas antiguas (felicidad, paz, prosperidad e incluso la vida eterna), pero aquí en la Tierra, y con la ayuda de tecnología, en lugar de después de la muerte y con la ayuda de seres celestiales.

Estas nuevas tecnorreligiones pueden dividirse en dos clases principales: tecnohumanismo y religión de los datos. El tecnohumanismo  conviene en que Homo sapiens, tal y como lo conocemos, ya ha terminado su recorrido histórico y ya no será relevante en el futuro, pero concluye que, por ello, debemos utilizar la tecnología para crear Homo Deus, un modelo humano muy superior. Homo Deus conservará algunos rasgos humanos esenciales, pero también gozará de capacidades físicas y mentales mejoradas que le permitirán seguir siendo autónomo incluso frente a los algoritmos no conscientes más sofisticados. Puesto que la inteligencia se está escindiendo de la conciencia y se está desarrollando a una velocidad de vértigo, los humanos deben mejorar activamente si quieren seguir en la partida» (pp. 383-384).

«No obstante, aunque tuviéramos en cuenta a todas las especies humanas que han existido, esto seguiría sin agotar el espectro mental. Es probable que otros animales tengan experiencias que los humanos apenas podemos imaginar. Los murciélagos, por ejemplo, experimentan el mundo a través de la ecolocación. Emiten una rapidísima serie de llamadas de alta frecuencia, que trasciende con mucho la gama que percibe el oído humano. Después detectan e interpretan los ecos que retornan para ver laborar una imagen del mundo. Dicha imagen es tan detallada y precisa que los murciélagos pueden volar rápidamente entre árboles y edificios, perseguir y capturar polillas y mosquitos, y eludir continuamente lechuzas y depredadores.

Los murciélagos viven en un mundo de ecos. De la misma manera que en el mundo humano cada objeto tiene una forma y un color característicos, en el mundo de los murciélagos cada objeto tiene su pauta de ecos. Un murciélago puede discernir entre una especie sabrosa  de polilla  y una especie venenosa de polilla  a partir de los diferentes ecos  que devuelven sus delgadas alas. Algunas especies de polillas comestibles intentan protegerse produciendo una pauta de eco similar al de una especie venenosa. Otras polillas han desarrollado una capacidad más notable aún para desviar las ondas del radar de los murciélagos, de modo que, al igual que los bombarderos furtivos, vuelan sin que los murciélagos sepan que están allí. El mundo de la ecolocación es tan complejo  y tormentoso como nuestro mundo de sonido y visión, pero lo obviamos por completo.

Uno de los artículos más importantes acerca de la filosofía de la mente se titula What Is It Like to Be a Bat? En este artículo de 1974, el filósofo Thomas Nagel indica que una mente de sapiens no puede comprender el mundo subjetivo de un murciélago. Podemos escribir todos los algoritmos que queramos acerca del cuerpo del murciélago, de los sistemas de ecolocación de los murciélagos y de las neuronas de los murciélagos, pero ello no nos dirá qué se siente siendo un murciélago. ¿Qué se siente al ecolocar una mariposa que bate las alas? ¿Es parecido a ver o es algo completamente distinto?» (p. 389).

III.11. La religión de los datos

«El dataísmo sostiene que el universo consiste en flujos de datos, y que el valor de cualquier fenómeno o entidad está determinado por su contribución al procesamiento de datos. Esto puede sorprender e incluso parecer una idea excéntrica y marginal, pero en realidad ya ha conquistado la mayor parte de las esferas de la ciencia. El dataísmo nació de la confluencia explosiva de dos grandes olas científicas. En los ciento cincuenta años trascurridos desde que Charles Darwin publicara El origen de las especies las ciencias de la vida han acabado por ver los organismos  como algoritmos bioquímicos. Simultáneamente en las ocho décadas transcurridas desde que Alan Turing formulara la idea de la máquina de Turing, los científicos informáticos han aprendido a producir algoritmos electrónicos  cada vez más sofisticados. El dataísmo une ambos, y señala que las mismas leyes matemáticas se aplican tantos a los algoritmos bioquímicos como a los electrónicos. De esta manera, el dataísmo hace que la barrera entre animales y máquinas se desplome, y espera que los algoritmos electrónicos acaben por descifrar los algoritmos bioquímicos y los superen.

Para los políticos, los  empresarios y los consumidores corrientes, el dataísmo ofrece tecnologías innovadoras y poderes inmensos y nuevos. Para los estudiosos e intelectuales promete asimismo el santo grial científico que ha estado eludiéndonos  durante siglos; una única teoría global que unifique todas las disciplinas científicas, desde la musicología a la biología pasando por la economía. Según el dataísmo, la Quinta Sinfonía de Beethoven, la burbuja de la Bolsa  y el virus de la gripe no son sino tres pautas del flujo de datos que pueden analizarse, utilizando los mimos conceptos y herramientas básicos. Esta idea es muy atractiva» (p. 400).

«Todos los problemas y cuestiones resultan eclipsados por tres procesos interconectados:

  1. La ciencia converge en un dogma universal que afirma que los organismos son algoritmos y que la vida es procesamiento de datos.
  2. La inteligencia se desconecta de la conciencia.
  3. Algoritmos no conscientes pero inteligentísimos podrían conocernos mejor que nosotros mismos.

Estos tres procesos plantean tres interrogantes claves:

  1. ¿Son en verdad los organismos solo algoritmos y es en verdad la vida solo procesamiento de datos?
  2. ¿Qué es más valioso: la inteligencia o la conciencia?
  3. ¿Qué le ocurrirá a la sociedad, a la política y a la vida cotidiana cuando algoritmos no conscientes  pero muy inteligentes nos conozcan mejor que nosotros mismos?» (p. 431).

A mediado del siglo XIV de la era cristiana el sentido común de cualquier habitante de Europa contaba con la existencia de Dios, creador de todo lo visible y lo invisible, y la existencia de los seres humanos, dotados de alma y cuerpo. Constataba además que los seres humanos somos mortales y tenía fe en que, después de esta vida, el alma se separa del cuerpo, aunque, mirando desde este mundo, un día cada ser humano volvería a ser él mismo («la resurrección de la carne») y seguiría en la eternidad. Todo lo cual no se sabe cuándo ni cómo ocurrirá, porque hoy los científicos oscilan en calcular entre un millón y mil millones de años la posibilidad que tiene nuestra especie de pervivir en la tierra y eso sin contar con la posibilidad de emigrar a un espacio planetario exterior, pero tampoco con la eventualidad nada improbable de que un asteroide nos lleve por delante cualquier día de estos.

A partir del nominalismo se insinúa en la cultura europea la «filosofía de la sospecha», que va a más: ¿será cierto lo que intuimos? ¿No será más bien que siempre nos equivocamos? Como es cierto que nos equivocamos muchas veces, se instaura la línea de la Cultura Moderna y la duda ha ido avanzando a través de la historia hasta dar lugar a la cultura posmoderna, la dictadura del relativismo, el cientificismo absoluto que solo da crédito a los datos empíricos y a la hipótesis de ellos derivadas, las cuales, como sabemos, cuando se revelan como equivocadas, se cambian por otras. Y ya está. De ahí el pesimismo por los horrores del tercer milenio ante el poshumanismo o transhumanismo que se nos avecina.

Pero para los interrogantes que plantea Harari, cabe la respuesta optimista: a pesar de los pesares, es absurdo que los seres humanos hayamos sido pensados para equivocarnos en nuestras intuiciones más inmediatas e importantes. De aquí, unas contestaciones que no son precisamente las que insinúan la obra.

  1. La vida humana no es solo procesamiento de datos. Más allá de las reacciones espontáneas que nos mueven a hacer sin pensar actividades como limpiarnos los dientes, responder a un saludo o recitar una canción; más allá de que un deterioro cerebral deje en suspenso en este mundo nuestra actividad cognitiva; más allá de que una situación estimule el sistema neuronal o que una estimulación química de las neuronas provoquen un estado de ánimo, hay, en último término, un YO, un ser humano con alma.
  2. Inteligencia y conciencia. Memoria, inteligencia y voluntad unificadas en el YO no son susceptibles de ser clasificadas por importancia. Naturalmente, un robot, cualquier algoritmo de IA, por poderoso que sea, no es consciente en último término, por mucho que sea inteligente y que sus acciones y reacciones den resultados aparentes de lo que produce una conciencia de verdad.
  3. Cuando algoritmos nos «conozcan mejor» que nosotros mismos, tendremos los humanos una formidable ayuda. ¿Qué se pensaría hace nada de un mundo sin internet? Claro que tan formidables poderes entrañan peligros porque todo puede ser usado para el mal. Como dice la Biblia, sabemos que la creación entera sufre hasta el presente dolores de parto en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad der los hijos de Dios (Cfr. Rom. VIII, 202-22).

Para saber más:
https://www.nuevarevista.net/yuval-harari-sapiens-homo-deus-y-21-lecciones-para-el-siglo-xxi/

https://www.nuevarevista.net/una-lectura-de-sapiens-en-una-seleccion-de-citas/

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Sevilla y profesor de investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid). Director de Revista de Literatura (CSIC) y editor-director de Nueva Revista (UNIR). Académico correspondiente de la Academia Argentina de Letras, Academia Chilena de la Lengua y Academia Nacional de Letras del Uruguay. Premio Internacional Menéndez Pelayo.