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Ignacio García de Leániz Caprile (1961). Consultor y profesor de Gestión Internacional de Recursos Humanos en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Alcalá de Henares. Colaborador de «El Mundo» y «El Debate». Ha escrito diversos libros y artículos sobre pensamiento, antropología, literatura y cine.


Ignacio García de Leániz Caprile: «La extinción de los hijos. El retorno del flautista de Hamelin». Ediciones Cristiandad, 2024

Artículo

El flautista de Hamelin está completando su trabajo a fondo, especialmente en Occidente, pero no solo. Como Tony Blair lamentaba, a quien lo señala se le manda callar educadamente; pero lo cierto es que la desaparición de los hijos está alterando la estructura misma de la vida humana e incluso amenaza la pervivencia de la especie.

Más de dos tercios de la población mundial vive en países cuya fecundidad está por debajo del umbral de equilibrio. Por primera vez en la historia, un número muy importante de personas renuncia voluntariamente a tener descendencia. Más de la mitad de los jóvenes españoles no serán nunca abuelos. De las mujeres alemanas con título universitario más de un 40% no tienen hijos.

Si, como sostiene el autor de este ensayo necesario y lúcido, el triunfo de la infertilidad es el fracaso de lo humano, urge esclarecer las causas y condicionantes, dar cuenta y razón de esa tendencia.

García de Leániz diagnostica en profundidad, con intuiciones estructurantes —privilegio del buen filósofo— y advirtiendo a menudo consecuencias rara vez mencionadas por el permanente observatorio sociológico de los medios. Exhibe una grata soltura para integrar pintura, cine y literatura en la representación de tipos humanos y modelos éticos; lo que es quizá la vía más certera, porque en los exempla uirtutis se pierde menos de lo humano que en la etopeya abstracta. Desde una perspectiva de antropología filosófica, se analizan algunos de los ámbitos más llamativos de la debacle demográfica, e indaga sobre su génesis y desarrollo, acelerado desde finales de los sesenta, con hitos señalados en el proceso como la difusión de la expresión «bomba demográfica» (título del libro de Paul R. Ehrlich) e incentivos poderosos como la propaganda y actividad neomalthusiana del Club de Roma entre otros.

El nihilismo de corte nietzscheano es la matriz fecunda —si cabe la ironía— de este suicidio colectivo. Un hijo es la antítesis de la nada, la algarabía del ser. Más allá de las máscaras, tras la esterilidad voluntaria trasluce un poso melancólico de temor y rechazo del mundo, que ha quedado desprovisto de finalidad y sentido. Ofelia, sin padre ya, advierte que su prometido Hamlet nunca la hará madre, hundido como está en la nada del sinsentido del mundo. No tenemos hijos, porque han dejado de ser un bien deseable. El mandato «creced y multiplicaos» ha sido sustituido, junto a los demás imperativos trascendentes, por la pura voluntad y capricho subjetivos, por un narcisismo consumista de eternos adolescentes. Citando a Wordsworth, «The child is the father of a man», la paternidad comporta la extroversión característica de la vida adulta. El hijo hace al padre.

Sin hermanos, sin abuelos

El correlato de la nada es la soledad. La desaparición de los hermanos supone la privación del primer ámbito en el que se experimenta la existencia de constantes límites en la convivencia, la primera escuela de tolerancia a la frustración, de aprecio íntimo de caracteres dispares, de relaciones económicas no exclusivamente mercantiles, de conflicto y reconciliación recurrentes —antídoto de rigideces dogmáticas como la de la cultura woke—; desaparece también el adiestramiento en esa estrategia de supervivencia que es la complicidad entre los hermanos, como la que describe Salinger en El Guardián entre el centeno y los recuerdos compartidos de vivencias: el conocimiento, en definitiva, del sentido de la hermandad. No habrá Antígonas sin Polinices. Narciso no tenía hermanos, Hamlet era hijo único. García de Leániz ve en la desaparición de los hermanos una de las causas de la atonía social, del individualismo disgregador que corroe la vida política occidental y es caldo de cultivo de la xenofobia. Porque la polis pervive en las familias cuando la política se pervierte y deshumaniza.

También la figura del abuelo será cada vez menos frecuente, pese a la mayor longevidad media. Se perderá con eso la gran oportunidad que los nietos dan de salir de las categorías de éxito/fracaso, poder y control, para sustituirlas por el juego y la sencillez, lo gratuito y espontáneo, lo liviano. De ampliar como Rilke o Saint-Exupéry la mirada por el mundo infantil: un memento nasci, al final de la vida.

Surge en ese contexto la «ecoansiedad», esa que Baricco describe con la enálage «inminente sensación de apocalipsis», por la que tener un hijo se convierte en crimen de lesa naturaleza. El nacimiento, donde Hannah Arendt veía la salvación de la acción humana, se convierte en un acto contaminante. El emotivismo ambiente emite sentencias sumarias que obligan —o el hijo o el planeta— a renunciar a que una nueva generación pueda mejorar nuestra relación con la naturaleza, a que podamos estar abiertos a ese algo epifánico de cada hijo, que descubre a los padres asombrados dimensiones desconocidas, donde podría encontrarse ese equilibrio perdido, como en La carretera supo narrar Cormac McCarthy. El milenarismo ecologista propugna la extinción voluntaria de la humanidad como un gesto de amor homicida, como un nuevo sacrificio de Ifigenia, bien lejos del senecano homo homini sacra res. Renunciar al hijo es renunciar a construir un mundo mejor.

El aborto, con su masacre silenciosa, muestra a las claras —bastan las cifras— su real condición de método antinatalista desaprensivo: siempre la nada. Aunque las regulares dosis de recuerdo propagandístico aseguren proactivamente su aceptación social. Dos valiosos testimonios sirven al autor para mostrar realidades que oculta ese silencio: Pier Paolo Pasolini insistía en que la vida intrauterina es parte irrenunciable de la propia biografía. Oriana Fallaci se opuso a las leyes abortistas en Italia, con el mismo coraje militante de otras causas, y se empeñó en no escuchar las mil voces que le aconsejaban eliminar al hijo con el que mantuvo un diálogo intenso mientras vivía en su seno.

Las mascotas han remplazado a los niños. La misantropía de frases como la de Byron: «Cuanto más conozco a los hombres, más amo a mi perro», o la de Zweig: «Oh, Dios, en tu infinita locura creas un sinfín de mis semejantes», parecen contar hoy con espontánea simpatía. Pero conviene quizá reflexionar sin ligereza sobre lo que implica el reemplazo de la compañía personal por una afectividad muda. La sustitución de la dependencia constante del bebé por animales que alcanzan pronto su madurez instintiva y autonomía. La exclusión de nuestras vidas de la reflexión sobre la realidad a la que obligan los interrogatorios infantiles. Porque los niños son seres biográficos mientras las mascotas carecen de sentido temporal, de cargas o educación ganadas en el pasado y de preocupación o esperanzas en el porvenir. La mascota no nos juzga, no tiene rencor ni reclama reconciliación. En un mundo de infidelidad, la mascota es un raro anclaje para la autoestima (así lo confirman, en efecto, no pocos lemas de las redes sociales). Pero hoy es necesario preguntarse si son comparables y equiparables la espera fiel de Argos y el viaje de búsqueda de Telémaco, el instinto y la fidelidad del ser biográfico. En realidad, entre dueño y mascota no hay alteridad. No se es dueño de un hijo. No hay verdadera amistad con el animal, que no tiene propiamente interioridad. El animal no tiene rostro o semblante, sólo cara. Ningún animal merece el perdón, siendo como es radicalmente inocente. En el hijo hay mucho de los padres, que puede pervivir; la mascota se compra. Mientras el niño rompe la tranquilidad satisfecha del yo, y apela a una responsabilidad infinita por nuestra parte, el animal doméstico es compatible con el más irrestricto narcisismo. Podría quizás haberse añadido a esta serie muy lograda del autor que la condición que estamos poniendo a los seres que entran en nuestra intimidad es que no sean libres ni inteligentes. Saque cada cual sus consecuencias.

El giro al individualismo

El nihilismo estéril, en suma, atora las fuentes de gracia y redención que la estructura de la vida humana nos regalaba. Frente al mundo de la apertura (hijos, hermanos, nietos) nos amuralla en el enclaustramiento del yo. La creciente intransigencia con el otro que caracteriza cada vez más nuestra política y sociedad están relacionadas con la pérdida de la paternidad y maternidad. La crisis de la figura del padre es señal de la pérdida de la idea misma del Dios cristiano. La renuncia a la descendencia es el signo de la muerte entre nosotros de un Dios que engendra desde la eternidad. Pero la filiación en Dios es también el remedio frente a la nada, al permitir que ninguno seamos hijo único —la principal oración es el Padre nuestro, en plural—.

Al giro individualista pueden atribuirse algunas consecuencias quizá positivas, como la imposibilidad de invocar hoy con fines natalistas motivos de preponderancia racial o nacionalista, o utilitarios como la sostenibilidad de las pensiones. Pero —es necesario levantar acta— han quedado también superadas posiciones más recientes ampliamente difundidas: el reemplazo de la fecundidad por la migración es ilusorio, entre otros motivos porque los índices de fertilidad de los países de origen se acercan cada vez más a los occidentales. Cabe en este sentido apuntar que es significativo que el Conjunto de Instrumentos (toolbox) para el cambio demográfico que la Comisión Europea presentó en octubre de 20231, el capítulo dedicado a la migración para suplir la falta de nacimientos haya pasado del primero al último lugar, como resultado quizá de un cambio en las tendencias que ha desbaratado las certezas previas —sin procurar otras nuevas. En cualquier caso, es revelador que el Consejo Europeo de junio de 2023 se ocupara explícitamente del problema demográfico: en sus conclusiones está el origen de la citada comunicación de la Comisión Europea. Si es el inicio de un giro respecto al silencio general que lamentaba Tony Blair lo sabremos en los próximos meses. Indicativo será, al menos como puro gesto, que la nueva Comisión mantenga una cartera dedicada a la demografía.

Porque esa conjura de silencio sobre la debacle demográfica debe terminar de romperse. Una oportunidad la ofrece la creciente visibilidad de sus consecuencias sobre el mercado de trabajo: la crisis demográfica es una crisis de la empresa; escasean candidatos para los puestos y proliferan las jubilaciones. Ambas cosas repercuten en la calidad del conocimiento y trabajo. Las plantillas envejecidas se adaptan peor al dinamismo creciente. La citada Comunicación de la Comisión Europea reconoce una carencia de mano de obra de dimensiones imponentes. García de Leániz, experto en recursos humanos, propone, entre otras vías de solución, que se incorporen a los criterios de sostenibilidad (ambientales, sociales y de gobierno: ESG) los relacionados con la fecundidad. La fecundidad debe formar parte del conjunto de criterios de sostenibilidad de la organización empresarial. En los criterios de inversión sostenible y responsable (ISR), a la igualdad y diversidad, debería unirse la natalidad como objetivo. Porque es obvia su vinculación con la sostenibilidad de la actividad empresarial. Será quizá la empresa, que no puede despegarse de la realidad social, la que obligue a la política a hablar del problema.

Pero parece necesario también que todos los ciudadanos responsables hablen públicamente de lo que está en juego: de la alteración de las estructuras de la vida y de sus razones ideológicas. No les faltarán buenos argumentos en estas páginas con las que Gracía de Leániz quiere contribuir a que los niños regresen de las montañas de Hamelin.


Foto de cabecera: Aardige sprookjes [Cuentos de hadas], publicado por Adolf Engel e ilustrados por Carl Offterdinger, Fedor Flinzer y Josef Emil Dolleschal. El original se encuentra en la National Library of the Netherlands. CC Wikimedia Commons.

  1. Cfr. https://rb.gy/bml8l6 ↩︎
Doctor en Filología por la Universidad Complutense de Madrid.