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Pedro Álvarez de Miranda. Académico de la RAE desde 2010, es doctor en Filosofía y Letras, catedrático de Lengua Española y especialista en lexicografía y lexicología. Autor de numerosos estudios sobre el siglo XVIII español


Se ha extendido mucho el uso del adjetivo panhispánico entre quienes se refieren a la lengua española en su dimensión intercontinental. En las cataratas de discursos, en las «grandes borrascas de palabras» a las que se refería hace poco Antonio Muñoz Molina como inevitables en los magnos congresos internacionales del ramo, es un adjetivo que no puede faltar como adobo en cualquier alocución vibrante, un calificador —suele suceder en casos tales— al que la moda ha puesto en el disparadero del abuso retórico.

Y, sin embargo, el panhispanismo no es cosa de ahora, ni siquiera de hace poco, y estimo que importa recordarlo. Se cumplieron en 2013 cincuenta años exactos de la celebración en Madrid de un congreso que, con muchísimo menor proyección mediática, en su momento, que los que ahora se reúnen, tuvo el mérito de asignar, creo que, por vez primera de modo relevante, un lugar central a ese concepto en las preocupaciones y las tareas de los lingüistas y filólogos de España e Hispanoamérica.

El congreso, o más exactamente la «Asamblea de Filología del I Congreso de instituciones hispánicas», llevó por título Presente y futuro de la lengua española, fue convocado por el Instituto de Cultura Hispánica —un organismo creado durante el franquismo, sí, lo que no obstó, es de justicia reconocerlo, para que desempeñara una labor en muchos aspectos valiosa— y se celebró en el mes de junio de 1963. Cierto es que antes de esta reunión habían tenido ya lugar tres congresos de Academias de la Lengua Española (México, 1951; Madrid, 1956; Bogotá, 1960); pero los primeros pasos del proceso confederativo de las Academias que tales encuentros perseguían estuvieron llenos de dificultades, y en los documentos que de dichos congresos emanaron no se encontrarán declaraciones tan nítidas, explícitas y certeras como las que, acordadas en aquella asamblea de 1963, más abajo aduciremos.

Las actas del encuentro, con el mismo título, se publicaron en dos volúmenes al año siguiente, y un simple vistazo a la relación de participantes demuestra que el nivel y la calidad no pudieron rayar más alto. Don Ramón Menéndez Pidal, desde la altura de sus 94 años, se dirigió a los congresistas en el acto de clausura. En el inaugural intervinieron Dámaso Alonso y el académico argentino Luis Alfonso. Participó la plana mayor de la filología española: Vicente García de Diego, Rafael Lapesa, Salvador Fernández Ramírez, Samuel Gili Gaya, Antonio Tovar, Alonso Zamora Vicente, Emilio Alarcos, Emilio Lorenzo, Manuel Alvar, Fernando Lázaro Carreter, los entonces muy jóvenes Gregorio Salvador, Manuel Seco, Diego Catalán, Fernando González Ollé; entre los participantes de Hispanoamérica estaban Ángel Rosenblat, Marcos Morínigo, José Pedro Rona, Rodolfo Oroz, Ángel Battistessa, Luis Flórez, Berta Elena Vidal de Battini, Juan Manuel Lope Blanch…; y asistieron también hispanistas extranjeros, como Bertil Malmberg, Bernard Pottier, Margherita Morreale, Lloyd Kasten, etc.

Tuvo una relevancia especial la intervención de Dámaso Alonso. Como se sabe, a las predicciones pesimistas de Rufino José Cuervo, quien consideraba inevitable una fragmentación de la lengua española similar a la que había acontecido en latín, opuso Menéndez Pidal —en varias ocasiones: un artículo de 1918, «La lengua española», una conferencia de 1944, «La unidad del idioma», y su intervención en el Congreso de Academias de 1956, «Nuevo valor de la palabra hablada y la unidad del idioma»— una visión optimista y tranquilizadora, basada en la evidencia de que las condiciones de la civilización en el siglo XX eran completamente distintas a las del momento en que se produjo la fractura del Imperio romano. Pues bien, Dámaso Alonso, aun conociendo, naturalmente, las consideraciones de don Ramón, volvió en cierto modo al planteamiento, llamémoslo así, pesimista. Creía que en un futuro lejano e impredecible —al que se refiere alguna vez con la expresión «posthistoria»— se produciría fatalmente la disolución del español. Pero que en el presente la tarea necesaria era afanarse por retrasar al máximo la llegada de ese momento, trabajando activamente en la preservación de la unidad idiomática. Esta preocupación, y no la tradicional por la «pureza», debía ser la central en la actividad de las Academias. Así lo había expuesto en el mencionado congreso académico madrileño de 1956, con su alocución «Unidad y defensa del idioma», que en su libro Del Siglo de Oro a este siglo de siglas aparecería recogida con el título «Defensa de la lengua castellana. (Misión de las Academias)». Pues bien, en la asamblea de 1963 a cuyo recuerdo dedicamos estas líneas, Presente y futuro de la lengua española, Dámaso Alonso, temeroso de que su llamamiento de siete años atrás hubiera caído en el vacío, lo repitió tanto en su conferencia, titulada «Para evitar la diversificación de nuestra lengua», como en el discurso inaugural. La consigna quedó formulada así: «Unificación antes que purismo». Unificación, sí, pero con respeto por «todas las variedades nacionales usadas entre personas cultas en los países de la comunidad hispanohablante».

En ese clima se desarrollaron los trabajos de una de las comisiones del congreso, la dedicada a «Unidad del español», que presidía Ángel Rosenblat. Son de gran interés las conclusiones de dicha comisión, cuyo relator fue nada menos que Eugenio Coseriu. A ellas pertenecen los siguientes párrafos:

Por lo que se refiere a la defensa y al mantenimiento de la unidad idiomática, se ha comprobado en general, en el seno de la Comisión, una actitud comprensiva, flexible y positiva de tolerancia y más aún de franca aceptación de la pluralidad de normas de ejemplaridad existentes en el nivel del habla culta de los varios países hispánicos, pluralidad que no afecta realmente a la unidad esencial de la lengua como elemento de intercomunicación panhispánica.

La Comisión considera que toda acción rectora del futuro de la lengua española, tendente a la deseable unificación de la lengua cultivada, debe hacerse con un absoluto respeto a las variedades nacionales tal como las usan los hablantes cultos y teniendo en cuenta que la unidad idiomática no es incompatible con la pluralidad de normas básicas, fonéticas y de otro tipo que caracterizan el habla ejemplar y prestigiosa de cada ámbito hispánico.

Desde luego, había que pasar de las palabras a los hechos, y ese paso se dio. Por recomendación de la misma comisión se creó, bajo el patrocinio del Instituto de Cultura Hispánica, la Oficina Internacional de Información y Observación del Español, OFINES, cuyo órgano de difusión sería la revista Español Actual. Al año siguiente arrancó, en un encuentro en Bloomington y por iniciativa de Juan Manuel Lope Blanch, el «Proyecto de estudio coordinado de la norma lingüística culta de las principales ciudades de Iberoamérica y de la Península Ibérica». Son logros que es de justicia recordar transcurrido medio siglo, pues sentaron las bases de la «política lingüística panhispánica» que hoy es orgullosa divisa de la actuación de las Academias.


Este texto se publicó en Rinconete, la revista del Centro Virtual Cervantes, el 5 de diciembre de 2013. Puede consultarse aquí. Asimismo, el texto está incluido en el libro de Pedro Álvarez de Miranda Más que palabras, en Galaxia Gutenberg, 2016 (págs. 200-203).


La imagen corresponde a la portada de las actas de la «Asamblea de Filología del I Congreso de instituciones hispánicas», con el título Presente y futuro de la lengua española, que menciona el autor. Se puede consultar en © Biblioteca Universitaria Miguel de Cervantes/ UNICAES

Académico de la RAE desde 2010, es doctor en Filosofía y Letras, catedrático de Lengua Española y especialista en lexicografía y lexicología. Autor de numerosos estudios sobre el siglo XVIII español