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Últimamente, el diario El País dedicó un interesante reportaje para señalar, dentro de España, cuáles eran las ciudades que gozaban de mejores condiciones para la vida. De este estudio resultó que las más gratas para vivir eran Vitoria, Palma de Mallorca y Gerona, con lo cual el autor del artículo está conforme. Y las más inhóspitas, si no recuerdo mal, eran Baracaldo, Badajoz y Jaén.

El tema es muy interesante porque la ciudad es, al fin y al cabo, el lugar donde vivimos la mayor parte de los hombres, sobre todo en esta época en que cada vez crece el porcentaje de la urbanización frente al campo. Podríamos considerar que la ciudad es un mal inevitable y que era más placentera, sin duda alguna, la vida del campo o de la aldea; entre corte y cortijo prevalecería este último, con todas las amenidades de la descansada vida de que nos hablaba Fray Luís de León,

La jungla urbana

Pero siendo la ciudad un mal inevitable, hay que tratar de hacer más llevadera la situación del hombre , condenado a vivir en urbes cada vez más grandes. Esto ha sido pesadilla permanente de urbanistas, arquitectos, economistas, sociólogos y todos aquellos que, de una forma u otra, han tratado de buscar las soluciones más adecuadas para hacer compatible la ciudad con la comodidad de ¡a vida y el desarrollo del espíritu.

¿Qué diríamos que necesita una ciudad para, hasta cierto punto, competir con las delicias campesinas? Para Ortega y Gasset, la ciudad es un ensayo de secesión que hace el nombre para vivir fuera y frente al cosmos, tomando de él porciones selectas y acotadas.

Según esta radical definición orteguiana, la ciudad es una cosa y el campo es otra; dos realidades antitéticas. Pero suponiendo la parte de verdad que hay en ello, no cabe duda que el campo-campo no existe más que en la selva y la ciudad-ciudad no deja de ser aliada muchas veces del campo. Un urbanista del siglo pasado nos hablaba de campo urbanizado y de ciudad ruralizada.

Entonces, refiriéndonos a nuestro tema, diríamos que una ciudad es más habitable cuanto más participe o, por decirlo así, conviva con el campo, y no cabe duda que las ciudades, cuanto más se incorporen a un paisaje natural, más bellas son, más amables resultan y más habitables, en fin. se manifiestan.

Por ejemplo, tomemos una ciudad que no ha sido de las elegidas como las mejores para vivir en nuestra península pero que también merecería este título de excelencia: me refiero a San Sebastián, la capital de Guipúzcoa. Es una ciudad de las mejor vertebradas dentro de un medio natural. Andar por esta ciudad es verse envuelto en imágenes paisajísticas constantes. Llegamos a la Concha y la bahía y la dilatada playa, son un regalo para los ojos. Montañas como el Monte Úrgull y el Monte Igueldo cierran virtualmente nuestras perspectivas; campo y mar colaboran para que la ciudad se produzca con variedad y armonía en la línea de una elegante arquitectura. Por lo tanto, es indiscutible que las ciudades, cuanto más cerca estén de la naturaleza, más amables serán para la vida y, en la Península Ibérica, no cabe duda que lo mismo que San Sebastián, Santander. La Coruña, Cádiz, Lisboa y tantas otras ciudades gozan de este privilegio.

Los ríos suelen ser también motivo de penetración de los elementos naturales en la ciudad artificial. En España no gozamos en general de grandes ríos y menos todavía de ríos que hayan participado en el desenvolvimiento de la ciudad, como participan el Sena en París y el Támesis en Londres. Muchas veces nuestras ciudades han vuelto la espalda a los ríos, quedando sólo a una margen de éstos.

Esto ha sucedido, por ejemplo, en Zaragoza, con la importante compensación que su monumento más significativo, la Basílica del Pilar, se ha colocado a) lado mismo del rio, en el que su silueta se reproduce como si se tratara de un espejo. Hasta hace poco tiempo, Sevilla sólo contaba con el arrabal de Triana, al otro lado del rio, pero modernamente el crecimiento de la ciudad al saltar a la otra margen, ha equilibrado la composición urbana. Las ciudades, por otra parte , se humanizan y se hacen más razonables cuando quedan bien definidos sus límites, pero esto tratándose de grandes urbes resulta casi imposible y sobre todo en las conurbaciones industriales que se extienden como mancha de aceite por todo el territorio.

Tomemos un caso, el de la ciudad de Madrid. Madrid, por su límite Oeste, está bien definida y goza de un ¡imite natural formado por la Casa de Campo, el Parque del Oeste, La Moncloa, el Monte del Pardo, y, más allá, la Sierra del Guadarrama, En cambio, por el costado Sur-Este y en parte por el Norte, la ciudad se desperdiga a través del confuso tejido industrial. Esto hace que la fisonomía de la ciudad cambie según hacia donde se mire. Toda la frontera del Oeste da lugar a una ciudad hermosa, agradable y de mayor dignificación urbana. Paseos como Rosales, barrios como Arguelles, centros como la Ciudad Universitaria, hacen que esta parte de Madrid, prolongada luego en barrios residenciales de especial calidad, hagan muy favorable todo este sector. No sucede lo mismo en las otras fronteras, pero, claro está, una ciudad no puede ser solamente un lugar de recreo, de solar y esparcimiento que lleve consigo una superior calidad de vida. Tiene que ser, naturalmente, otras zonas que, siendo ecológicamente menos favorables, necesitan también dar vida a la urbe y asegurar su progreso económico.

Existe, por lo tanto, una constante lucha que no ha terminado ni terminará en mucho tiempo, entre la ciudad humanizada y la ciudad de la industria, del humo y el carbón como en los tiempos de Dickens o de la energía nuclear como hoy en día; de la polución, de los ruidos y de tantos agentes como afectan a la calidad de vida.

En esta lucha entre ¡a ciudad humanizada y la ciudad industrializada, unas ciudades resisten mejor que otras. Hemos hablado de San Sebastián, que ha tenido la suerte de que la mayor parte de su industria se haya distribuido por la provincia y no se haya concentrado en la capital, al contrario de lo que sucede en Bilbao, otra ciudad que también gozaba de bellos alrededores de montañas como las de Archanda o las del Serantes que rodeaban amorosamente el nido, o, mejor dicho, el «bocho», de la ciudad hasta los tiempos de la juventud de Unamuno. Pero ya ese paisaje enternecedor de Paz en la guerra ha sido triturado materialmente por la industria.

Hay que considerar que por añadidura muchas de esas montañas escondían tesoros de mineral que hubo que extraer para impulsar el crecimiento y la riqueza vizcaína. Todo esto ha contribuido naturalmente a que ese paisaje natural, prolongado en la hermosa ría, ya no se reconozca, con lo que, naturalmente, Bilbao no se puede poner como ejemplo de ciudad para vivir. Estaría en cambio en el primer puesto de las ciudades para producir.

Ciudades habitables

En cambio, en el País Vasco se ha producido el milagro de la ciudad de Vitoria; acaso sea ésta la más ejemplar entre las ciudades españolas. En un breve montículo, como en una acrópolis, se alza la ciudad medieval de calles formando un ovillo concéntrico bien definido y delimitado. Debajo se encuentra la ciudad decimonónica, perfectamente organizada, con una plaza mayor muy hermosa y con una calle, la de Dato, que don Joaquín Zugazagoitia consideraba, y no sin razón, la calle más bella de España. Pero, además de esto, el crecimiento de Vitoria a través de ensanches y grandes avenidas es de lo mejor que hemos realizado; justo es, pues, otorgar a Vitoria el título de ciudad para vivir, conjugando con el de ciudad también para producir. Yo llamaría a Vitoria el Amsterdam español, aunque no tenga canales ni el mar próximo.

Hemos citado a lo largo de este desilvanado discurso la ciudad de Lisboa; me acuerdo que en una ocasión yo aseguraba que en la Península había dos grandes ciudades por encima de todas, por su rango, por su historia, por sus monumentos, por su significación, por su belleza, por su talante y por muchas cosas más. Estas dos ciudades eran Lisboa y Sevilla. Al lado de éstas, lo demás, perdóneseme la osadía, eran villorrios o grandes urbes desmesuradas y sin concierto.

Conocí Lisboa antes de la caída del doctor Oliveira Salazar y de la Revolución de los Clavetes. Era una ciudad verdaderamente sorprendente, que todavía conservaba un increíble barrio islámico, el de Alfama, un sector racionalista de la época de la Ilustración, el barrio pombalino, entre la Plaza del Comercio y la del Rocío, un puerto imponderable, unas montañas, un castillo, el de San Jorge, unos alrededores extraordinarios con Sintra, Mafra y Queluz, y paremos de contar.

Sevilla es la otra perla entre las grandes metrópolis peninsulares, muy pocas ciudades pueden aventajar a la que reposa lánguidamente junto a las aguas del Betis que ahora parece que vamos a recuperar y que en un tiempo estuvo a punto de perderse como se perdió el Darro en Granada, pero con consecuencias infinitamente mayores. Me atrevo a decir que, cubierto el Guadalquivir a su paso por Sevilla, la ciudad hubiera caído en el abismo de su degradación. Ahora, el Guadalquivir correrá entre la Torre del Oro y el Convento de los Remedios, algo que deberemos a la Exposición del V Centenario.

Y para terminar, diremos que no hemos aludido a dos factores: al clima, que tanto interviene en hacer grata o incómoda la vida, y el carácter de sus habitantes, Buen clima y buen carácter son patentes seguras de que una ciudad será siempre habitable, Para muchos, las ciudades del Norte son ingratas por su clima lluvioso, pero esto, en cambio, les permite tener un paisaje siempre verde y un arbolado más frondoso que en otras latitudes, y el árbol, entre otras cosas, es lo que hace que una ciudad comulgue con la naturaleza. También Sevilla tiene como saldo negativo el calor de un estío demasiado prolongado, pero todo lo compensa una población amable, risueña y con su poco o su mucho de chispa y gracejo. Tendremos que convenir que a la larga todo no se puede tener.