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El papel del Rey y de la Monarquía en la vida política nacional española ha sido objeto de numerosos análisis tanto académicos como periodísticos. Sin embargo, ha sido relativamente escasa la atención prestada a la vertiente exterior de esta cuestión, lo cual resulta sorprendente -dada la importancia que se le suele atribuir en otras latitudes a la capacidad de la Monarquía para representar en el exterior al Estado (y a la nación) que encarna su titular-. Este artículo pretende tan solo llamar la atención sobre esta anomalía, y analizar brevemente el papel de Don Juan Carlos y de la Monarquía en este campo prácticamente virgen.

Son muy numerosos los autores -y, por supuesto, los actores políticos- que han lamentado el hecho de que Franco nombrase a Don Juan Carlos «sucesor a título de Rey» en julio de 1969, y ello a pesar de no tener intención alguna de realizar la sucesión en vida, condenando así al futuro monarca a una larga espera de más de seis años. Sin embargo, una de las ventajas de dicha decisión fue que permitió al Príncipe darse a conocer en el exterior, en un momento en el que, si bien carecía por completo de poderes propios, representaba ya el futuro postfranquista. A su vez, ello permitió que las potencias occidentales le cultivaran -con la esperanza de que su llegada al trono supusiese no solo la restauración de la monarquía, sino también el restablecimiento de la democracia-. En otras palabras: la existencia de un sucesor oficialmente proclamado por Franco les permitió -sin irritar innecesariamente al dictador- invertir en un futuro que confiaban fuese distinto. Con ello se contribuía a disminuir la posibilidad de una ruptura violenta con el pasado, y a garantizar la imprescindible continuidad -que nada tiene que ver con el continuismo, como señalara en su día Julián Marías- del Estado español.

La actividad exterior de Don Juan Carlos

Don Juan Carlos empezó a mostrarse activo en el campo exterior inmediatamente después de su nombramiento. Ya en diciembre de 1969 visitó las instituciones de la Comunidad Europea, en un esfuerzo por impulsar las negociaciones que desembocarían en el Acuerdo Preferencial de 1970, que se mantendría en vigor hasta 1986. En octubre de 1970, los Príncipes fueron recibidos en visita de Estado por el presidente Pompidou, y en septiembre de 1972 realizaron su primera visita oficial a la República Federal de Alemania. Por último, en enero de 1971 efectuaron su primera visita de Estado a los Estados Unidos, a invitación del presidente Nixon. Todas estas visitas tuvieron una relevancia especial, debido a que, dada la naturaleza autoritaria del régimen franquista, hasta entonces los intercambios con estos países nunca habían superado el nivel de ministro; gracias a la ambigüedad inherente a su status de sucesor, las visitas del Príncipe no suscitaban apenas rechazo entre la opinión pública de dichos países.

El conocimiento previo de la clase política de las democracias occidentales permitiría asimismo a Don Juan Carlos garantizar la presencia de los representantes de dichos países en su ceremonia de investidura, celebrada el 27 de noviembre de 1975, que contrastó vivamente con la escasa presencia extranjera en el funeral de Franco. Este contraste, absolutamente intencionado, pretendía subrayar el hecho de que, con la muerte del dictador, se había producido no solo un cambio en la jefatura del Estado, sino también un cambio de régimen político. En ese y otros momentos posteriores fue necesario apelar al apoyo exterior debido precisamente a la naturaleza no rupturista del proceso democratizador que entonces se iniciaba. En otras palabras, la continuidad interior se compensaba poniendo de relieve -en ocasiones de forma exagerada y artificial- la discontinuidad en relación con el exterior.

Esta preocupación del Monarca estuvo muy presente en las relaciones bilaterales con los Estados Unidos. Don Juan Carlos deseaba que Washington reconociese formalmente el cambio de régimen elevando a la categoría de tratado el acuerdo existente desde 1953, lo cual requería la aprobación de un Senado tradicionalmente hostil al régimen de Franco. Al secretario de estado, Kissinger, le interesaba exclusivamente garantizar el uso continuado de las bases, y por lo tanto, se conformaba con renovar el acuerdo de 1970. Sin embargo, Don Juan Carlos se mantuvo firme, logrando finalmente su propósito. Ello explica en gran medida su deseo de hacer explícitas sus intenciones democratizadoras en el tantas veces citado discurso de junio de 1976 ante el Congreso norteamericano. La intervención del Monarca en esta ocasión tuvo especial importancia, porque sus palabras no reflejaban la situación realmente existente, caracterizada por el fracaso del segundo gobierno Arias, sino que anunciaban lo que habría de venir.

La muerte de Franco hizo posible la normalización de las relaciones exteriores de España, proceso en el cual Don Juan Carlos y la Monarquía jugaron un papel decisivo. De hecho, en algunos casos era la presencia física de Franco la que obstaculizaba dichas relaciones. Desde el punto de vista del Vaticano, la negativa del dictador a renunciar al derecho de presentación de obispos, prerrogativa que Franco había hecho suya y que la Iglesia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano n, estimaba profundamente anacrónica, hacía imposible una relación fluida. Durante el primer gobierno de la Monarquía el Rey poco pudo hacer por mejorar la situación, debido a la oposición de Arias, un clásico anticlerical de derechas. Sin embargo, una vez producido su cese, envió a Mondéjar a Roma con un mensaje personal para el Papa en el que anunciaba su propósito de renunciar al derecho de presentación como prueba de su acatamiento del espíritu conciliar. El Papa, profundamente aliviado, se apresuraría a contestar al Rey alabando «la fe cristiana de Vuestra Majestad, que le ha movido a aceptar el llamamiento hecho a tal respecto por el Concilio Vaticano H, consciente al mismo tiempo de responder así a las exigencias de la tradición católica de España y al sentir mayoritario del pueblo español». Tras la firma de un nuevo acuerdo con el Vaticano a finales de julio, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Oreja, viajaría a Roma para entrevistarse con el Papa Pablo vi, el cual le pidió encarecidamente que informara a Don Juan Carlos que sus esfuerzos democratizadores contaban con la bendición entusiasta de la Iglesia católica.

El Rey también intervino de forma muy directa en la normalización de las relaciones con México. Dicho país no solo se había negado a reconocer al régimen de Franco, sino que había permitido que el gobierno de la República en el exilio actuase desde su capital. El establecimiento de relaciones diplomáticas con México en mayo de 1977 tuvo un componente simbólico muy acusado, ya que suponía el reconocimiento de la joven monarquía democrática por parte de los enemigos históricos del régimen franquista. Por otro lado, dada su importancia para la diáspora republicana, la reconciliación con México formaba parte de un proceso de reconciliación nacional más amplio, auspiciado por la Corona, como pondría de manifiesto la entrevista de los reyes con Dolores Rivas, la viuda de Manuel Azaña, durante la visita realizada en 1978.

Durante la fase pre-constitucional de su reinado (1975-78), Don Juan Carlos desempeñó un papel excepcionalmente activo en la política exterior española. Durante esa época no sorprendía a nadie que el Rey interviniera directamente en el nombramiento de un embajador, como ocurrió en el caso de Juan José Rovira, enviado a Washington tras haber contribuido decisivamente al tratado de 1976. En términos más generales, el Rey disuadió a Adolfo Suárez de destituir a los embajadores pertenecientes a la carrera diplomática que no se mostraban entusiastas ante el proceso democratizador, nombrando en su lugar a personas de su confianza. De hecho, y al igual que en el caso de las Fuerzas Armadas, la Monarquía permitiría a los sectores más conservadores del cuerpo diplomático trasladar su lealtad de un sistema político a otro sin excesivos sobresaltos. Gracias a la existencia de la institución, un embajador poco partidario del cambio político en curso podía salvar su conciencia con el argumento de que, en última instancia, representaba a la Corona. Este es un ejemplo más de la importancia de la Monarquía como institución-puente.

A partir de la aprobación de la Constitución de 1978, y al igual que en otras monarquías parlamentarias europeas, la política exterior del país pasó a ser de la exclusiva competencia del gobierno. Sin embargo, el respeto y la admiración que suscitaba Don Juan Carlos fuera de España, así como sus relaciones personales con numerosos jefes de Estado y sus conocimientos -nada desdeñables- de política internacional, constituían bazas importantes, que los sucesivos presidentes de gobierno procurarían aprovechar. Tradicionalmente, los monarcas han sido considerados excelentes embajadores, por su capacidad para identificarse con sus países y representarlos en el exterior. Esta virtud se daba de forma especial en el caso de Don Juan Carlos, que era recibido en el extranjero como el máximo protagonista de un proceso democratizador exitoso, que estaba permitiendo a España desempeñar un papel internacional cada vez más destacado.

Desde su proclamación en 1975, Don Juan Carlos siempre se había manifestado como un europeísta convencido y un firme partidario del ingreso de España en la CE, objetivo compartido por todos los partidos políticos españoles, así como por la opinión pública en general. A partir de entonces, el discurso del Rey en relación con Europa estuvo caracterizado por la idea de un reencuentro o reconciliación, en este caso entre España y las democracias europeas. Dado que en 1962 la CE había vetado políticamente al régimen de Franco, a los ojos de la opinión democrática española ésta adquirió una importancia creciente como referente exterior. Si el Rey hizo gala de un entusiasmo europeísta comparable al de los principales partidos políticos ello se debió en gran medida a la necesidad de subrayar la discontinuidad que se había producido en relación con el régimen anterior.

Inevitablemente, el ingreso de España en la CE dominó las relaciones del Rey con los principales estadistas europeos entre 1975 y 1985, y el monarca hizo sin duda una valiosa aportación a dicho proceso. Así se le reconocería oficialmente en mayo de 1982, con la concesión del prestigioso premio Carlomagno, por su contribución al establecimiento de la democracia en España y a la causa de la unidad europea. Tras entrar en vigor el tratado de adhesión, Don Juan Carlos reiteraría el compromiso de España con la CE en un solemne discurso ante el Parlamento Europeo, en mayo de 1986.

Mientras que el ingreso en la CE era un objetivo unánimemente compartido -incluso por los comunistas, a diferencia de Grecia y Portugal- la OTAN provocaba el rechazo de los partidos de izquierda y de una parte importante de la opinión pública. Y ello debido -en cierta medida- a que, a diferencia de la CE, la OTAN había aceptado como miembros a países no democráticos como Portugal o Turquía, y se había negado a expulsar a Grecia tras el golpe de 1967. Ello explica la enorme cautela del Monarca en relación con el ingreso en la OTAN, a pesar de la cual afirmaría -en su discurso en la Pascua militar de enero de 1985- que «la neutralidad o el aislamiento de España sería suicida». A raíz de este discurso, el izquierdista catalán Heribert Barrera, que tan activo se había mostrado durante los debates constitucionales, sentenciaría que «solo habrá una auténtica democracia en el Estado español el día que tengamos una república».

El Rey y las relaciones con Francia

Durante la primera década de su reinado, el principal objetivo exterior del Rey consistió en lograr que las democracias europeas reconocieran plenamente a la España democrática. Los dos primeros estados europeos visitados por el Rey fueron Francia y Alemania, en parte debido a la necesidad de contar con su apoyo de cara a la solicitud de ingreso en la CE, presentada finalmente en julio de 1977. Giscard d’Estaing, que había cultivado al Monarca con entusiasmo desde su proclamación, visitó oficialmente Madrid en junio de 1978, convirtiéndose en el primer presidente francés que lo hacía desde 1906. Giscard, cuyos delirios de grandeza le hacían sucumbir a la tentación de tratar con condescendencia a su petit frére español, solía desdeñar abiertamente a Suárez, prefiriendo el trato directo con el Rey. Como explicaría posteriormente Fernando Morán, Giscard cometió «un error importante en su relación con España: considerar que el Rey representaba, de hecho, la casi totalidad del poder ejecutivo y que el presidente del gobierno español no era el interlocutor del presidente francés». Lamentablemente, su embajador en Madrid, Jean-Franfois Deniau, también se mostraría propenso a recrear ciertos hábitos dieciochescos, comportándose en ocasiones como si fuese el representante del Elíseo ante La Zarzuela, en vez del embajador de Francia. A pesar de su relación supuestamente amistosa con Don Juan Carlos, después de dar la impresión de que apoyaba plenamente el ingreso de España en la CE, Giscard cambiaría bruscamente de postura en vísperas de las elecciones presidenciales francesas de 1981, con gran disgusto de Madrid.

Las relaciones del Rey con el sucesor de Giscard, el socialista François Mitterrand, serían inicialmente más frías, pero más fructíferas a largo plazo. Al igual que muchos otros socialistas europeos, Mitterrand se había negado a visitar España en vida de Franco, y en un principio aceptó el veredicto de la oposición exilada sobre el joven monarca español. De hecho, en octubre de 1975 anotaría en su diario que Don Juan Carlos era un «rey de tercera mano», a quien compadecía por «la ola que se lo llevará por delante». Sin embargo, cuando Areilza visitó al político francés a principios de 1976, éste reconoció que había subestimado al Rey, y se mostró más optimista sobre el futuro de la monarquía.

En el curso de la primera visita del presidente Mitterrand a España, en junio de 1982, Don Juan Carlos le pidió con firmeza su ayuda en las interminables negociaciones con la CEE, así como en la lucha contra ETA, que seguía actuando impunemente desde la región vascofrancesa. Si bien muchos pensaron que Mitterrand había ido a Madrid con las manos vacías, regresó a París con una idea mucho más clara de las necesidades españolas. Fue en gran medida gracias al Rey, que empezó a comprender que la urgencia con la que España pedía el ingreso en la CE era una expresión de factores políticos endógenos, relacionados con la necesidad de consolidar la joven democracia.

Durante una visita a París realizada en noviembre de 1983 con motivo de una reunión de la UNESCO, Don Juan Carlos vio de nuevo a Mitterrand, abordando una vez más la cuestión del terrorismo. Poco después, sería González quien visitaría al Presidente, obteniendo la impresión de que el gobierno francés estaba a punto de cambiar de postura. El embajador español en París, el socialista catalán Joan Raventós, llegaría a la conclusión de que fue la primera de estas visitas la que había sido decisiva para superar el impasse. Cuando Mitterrand volvió a Madrid en 1984, habían desaparecido los principales obstáculos para el ingreso de España en la CE, y Francia empezaba a actuar contra los etarras que se refugiaban en su territorio. Todo ello hizo posible la visita oficial de Don Juan Carlos a Francia en julio de 1985, que vino a inaugurar una nueva etapa en las relaciones franco-españolas. En un ambiente mucho más distendido, y a sugerencia de Mitterrand, el Rey tuvo ocasión de dirigirse a la Asamblea Nacional francesa en 1993, convirtiéndose en el primer jefe de Estado extranjero que lo hacía desde 1919.

La República Federal de Alemania

Don Juan Carlos también cultivó la amistad de los principales dirigentes de la República Federal de Alemania, país que aseguró finalmente la adhesión de España a la CE. El canciller Schmidt, que siempre se mostró orgulloso de su contribución a la transición española, visitó oficialmente Madrid en 1980, y al año siguiente lo hizo el Presidente, Karl Carstens. Schmidt, que recibió a Don Juan Carlos en Bonn en 1982, se referiría posteriormente a la enorme suerte que había tenido España de poder contar con un jefe de Estado que se había revelado como «un enérgico demócrata».

El Reino Unido

Don Juan Carlos y Doña Sofía contribuyeron de forma decisiva a mejorar las relaciones bilaterales de España con casi todas las potencias europeas, y muy especialmente con otras monarquías parlamentarias. Ello fue particularmente cierto en el caso del Reino Unido, cuyas relaciones con España podrían haber sido mucho mejores de no haber sido por el contencioso gibraltareño. Tras la muerte de Franco, Don Juan Carlos hizo lo posible por no dar la impresión de que su parentesco con la Familia Real inglesa podía comprometer la postura española, motivo por el cual se refirió a la recuperación de Gibraltar para la soberanía española en su discurso de Proclamación. Dicha inquietud no impidió que los Reyes visitaran privadamente a la Familia Real inglesa en numerosas ocasiones, ni que lamentaran profundamente no poder asistir a la boda del príncipe de Gales y Lady Diana Spencer en 1981 -por haber elegido éstos Gibraltar como punto de partida de su luna de miel-.

A pesar de Gibraltar, las relaciones anglo-españolas eran lo suficientemente buenas como para que el Rey creyera que podía mediar en el conflicto de las Islas Malvinas. En mayo de 1982, en una carta dirigida al Secretario general de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar, Don Juan Carlos manifestaría la angustia que le causaba el conflicto «como español, como soldado y como Rey», instándole a negociar un alto el fuego que le permitiera entablar conversaciones con Londres y Buenos Aires. De haberlo conseguido, seguramente habría recibido el premio Nobel de la Paz, para el que fue propuesto por vez primera en 1978, pero lamentablemente no fue así.

La decisión del gobierno británico, tomada en 1984, de permitir que se suscitara la cuestión de la soberanía en las conversaciones bilaterales sobre Gibraltar, preparó el camino para la visita oficial de los Reyes al Reino Unido en abril de 1986, en el transcurso de la cual Don Juan Carlos se convirtió en el único monarca europeo que ha tomado la palabra en el Parlamento inglés. A pesar de referirse en su discurso a Gibraltar como una «reliquia colonial», el Monarca fue recibido con un entusiasmo sin precedentes, hasta el punto de que el presidente del Parlamento concluyó su saludo con un sonoro «¡Viva el Rey! ¡Viva España!». La reina Isabel n realizaría finalmente su primera visita oficial a España en octubre de 1988, y algún tiempo después Don Juan Carlos regresaría a Windsor para recibir la Orden de la Jarretera.

El caso de Grecia

El único país europeo cuyas relaciones bilaterales con España se vieron afectadas negativamente por el hecho de que el jefe del Estado fuese un rey y no un presidente republicano fue Grecia. El presidente Karamanlis, que nunca perdonó a la reina Federica por haberle obligado a exiliarse en 1963, visitó oficialmente Madrid en 1980, pero dada la persistente hostilidad del gobierno griego hacia su Familia Real, Atenas sigue siendo la única capital de la CE y de la OTAN que los Reyes de España aún no han visitado oficialmente.

Las relaciones con Hispanoamérica

La Monarquía también desempeñó un papel crucial en el afianzamiento de las relaciones con la América española. A finales de los años setenta y principios de los ochenta, el éxito de la transición a la democracia y la perspectiva de su adhesión a la CE hicieron de España un socio enormemente atractivo para las repúblicas hispanoamericanas. Esto era especialmente cierto en los países que habían experimentado recientemente su propio proceso democratizador, o que acababan de iniciarlo, y que veían en el Rey el símbolo del «milagro» español.

Don Juan Carlos comprendió por primera vez su importancia como promotor de la democracia en el exterior en el curso de su quinta gira hispanoamericana, realizada en mayo de 1983, que le llevó a Brasil y a Uruguay, países con regímenes militares que avanzaban lentamente hacia un gobierno civil. El general Alvarez, jefe de la Junta Militar de Uruguay, había iniciado poco antes conversaciones con los representantes de la oposición democrática, en un proceso que había sufrido numerosos reveses. Ante el desconcierto de la Junta, cuando Don Juan Carlos llegó a Montevideo fue recibido por una multitud entusiasta que deseaba expresar no solo su admiración y simpatía por el gran protagonista del cambio político español, sino también sus propias ansias democratizadoras. Como recordaría Moran en sus memorias, «los manifestantes, cuyas filas aumentaban al entrar en la ciudad, alternaban los vivas al Rey con las consignas democráticas». Como ya hiciera en Argentina en 1978, el Rey se reunió con una treintena de dirigentes de los principales partidos democráticos, incluidos algunos de los que habían sido proscritos por las autoridades militares. Cuando uno de ellos comparó la situación uruguaya con la que se había dado en España a la muerte de Franco, Don Juan Carlos se apresuró a señalar una diferencia esencial, como era el hecho de que en éste caso había sido el propio Franco quien le había nombrado sucesor, garantizando así la obediencia de los militares. El Rey aprovechó la reunión para aconsejarles sobre cómo debían tratar a sus propias Fuerzas Armadas, destacando la importancia de permitirles una retirada «honorable» de la política.

Una vez finalizada la visita, Doña Sofía preguntaría al ministro de Asuntos Exteriores: «¿cree, ministro, que nuestra visita ayudará a los uruguayos?» Morán le contestó afirmativamente, por estimar que «el prestigio del Rey y de la democracia española serían un impulso». Poco después, el gobierno español pudo dar respuesta a esa interrogante con mejor conocimiento de causa, gracias a una encuesta encargada a tal efecto. Este estudio demostraría que un elevado porcentaje de montevideanos había seguido la visita Real con gran interés, hasta el punto de que un 65% de los encuestados había visto a Don Juan Carlos y a Doña Sofía con sus propios ojos. Por otro lado, la reunión del Monarca con los dirigentes de la oposición era el episodio más valorado de la visita, y sus alusiones a la democracia eran las más recordadas. Tanto es así que el 39% de los entrevistados opinaba que Don Juan Carlos había hecho una contribución importante a la transición democrática en Uruguay. Esta era la clara opinión de Julio Sanguinetti, el primer presidente uruguayo elegido democráticamente tras el abandono del poder por los militares, que visitó España en 1985 para agradecerle el apoyo prestado.

El Monarca desempeñó un papel similar en relación con los otros países del cono sur. Don Juan Carlos gozaba de un enorme prestigio y popularidad en Argentina debido a su papel en el proceso español, y los protagonistas de la transición argentina se legitimaban a los ojos de su propia opinión pública a través de su relación con él. El presidente Alfonsin, representante de la nueva Argentina democrática, visitó Madrid en 1984 y recibió a Don Juan Carlos en Buenos Aires al año siguiente. En 1990, el Rey pudo visitar finalmente Chile, donde admitió públicamente que no había querido ir antes debido a la presencia en el poder de Pinochet. Como ya sucediera con Alfonsin y Sanguinetti, la presencia del presidente Aylwin en Madrid, un año después, fue recibida en Chile como una prueba definitiva de la aceptación del nuevo régimen por parte de las democracias europeas. De esta manera, el Rey vino a desempeñar en relación con hispanoamérica un papel similar al que habían tenido anteriormente algunos estadistas europeos en relación con España.

Puede afirmarse, por tanto, que fue en gran medida la habilidad del Rey a la hora de explotar el prestigio y la autoridad adquiridos durante la transición española lo que le permitió asumir «la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica», tal y como proclama la Constitución. Esta «comunidad histórica» incluye, en teoría al menos, a la Cuba de Fidel Castro, que ha logrado amortiguar parcialmente los efectos del prolongado embargo estadounidense gracias a la relación con España. Don Juan Carlos es el único jefe de Estado europeo que ve con cierta regularidad al autócrata cubano, a pesar del incidente provocado por Castro en 1990, cuando puso en entredicho el carácter democrático de Monarquías parlamentarias como la española. Sin embargo, a pesar de su buena voluntad, es poco probable que el Rey pueda hacer gran cosa por la democratización de Cuba. Como él mismo ha confesado, cuando se reunieron en 1991 Castro estuvo «muy simpático», pero «los dos sabíamos que no podríamos conversar sobre nada verdaderamente serio.

Dados los sentimientos de amor y odio que suelen caracterizar las relaciones entre las que fueron potencias imperiales y sus antiguas colonias, no puede sorprendernos que, en ocasiones, la presencia del Rey en hispanoamérica resultara conflictiva. En concreto, la promoción de los actos conmemorativos del Quinto Centenario del descubrimiento de América por parte de la Corona ofendió a algunos sectores de la sociedad hispanoamericana, a pesar de los esfuerzos realizados para garantizar la participación de las poblaciones indígenas. En 1990, por ejemplo, el dirigente izquierdista mejicano Cárdenas rechazó una invitación Real para asistir a estos actos alegando que no podía conmemorar un genocidio. Paradójicamente, durante esa misma visita a México los indios de Oaxaca pidieron apoyo al Rey en sus esfuerzos por obtener del gobierno mejicano un reconocimiento oficial de sus derechos de propiedad sobre la tierra. Algunos años antes, durante una visita a Chile, los indios mapuches habían insistido en agasajar al Rey en su propio territorio, con gran irritación de las autoridades de Santiago.

Fiel a su propósito de fortalecer los vínculos entre España y sus antiguas colonias, una cuestión que le había obsesionado desde el mismo día de su proclamación, Don Juan Carlos ha fomentado con entusiasmo la creación de una «comunidad iberoamericana de naciones». Este proyecto, impulsado por los acontecimientos de 1992, se ha plasmado en la celebración de cinco cumbres de jefes de Estado iberoamericanos, celebradas en México (1991), España (1992), Brasil (1993), Colombia (1994) y Argentina (1995). Ya en la primera de estas reuniones, celebrada en Guadalajara, Don Juan Carlos pudo comprobar la deferencia con la que le trataban los demás jefes de Estado, actitud que no quiso atribuir a la mera cortesía, sino a algo «más sincero, más hondo». Cada vez que uno de ellos se levantaba para pronunciar su discurso, «se dirigía en primer lugar a Salinas de Gortari, nuestro anfitrión: «Señor Presidente…»; e, inmediatamente después, se volvía hacia mí: «Majestad…» Cada vez que esto ocurría se me ponía la carne de gallina. Todos me daban testimonio de un respeto, un afecto, que nadie les había impuesto». Esta modestia del Monarca subraya una diferencia esencial entre la Comunidad Iberoamericana y la Commonwealth británica: el hecho de que en la primera la posición del Monarca español sea idéntica a la de los demás jefes de estado.

África y el mundo árabe

Además de Hispanoamérica, la otra esfera de influencia tradicional de España ha sido el norte de África y el mundo árabe. A lo largo de los años, Don Juan Carlos ha cultivado de manera muy especial su relación con el rey Hassan II de Marruecos, país de vital interés para España por motivos estratégicos, económicos y políticos. Su amistad con Hassan se remonta a principios de los años setenta, cuando aún era Príncipe de España, época en la que el Rey de Marruecos pasó varios días en La Zarzuela durante una visita privada organizada por Don Juan. A partir de entonces, los dos monarcas hablarían a menudo por teléfono para discutir asuntos internacionales de mutuo interés, aparte de sus relaciones bilaterales. Esta relación personal no impidió al Rey marroquí poner a España y a su futuro Monarca en un serio aprieto a finales de 1975, con motivo de la famosa «Marcha Verde» sobre el Sahara; pero su amistad sobrevivió a la crisis.

Hassan, que goza todavía de poderes casi absolutos, y que ejerce un enorme control sobre todo lo relacionado con las relaciones exteriores de su reino, ha tendido a tratar a los ministros españoles como meros emisarios personales de su «hermano» Don Juan Carlos. Es por ello por lo que todas las negociaciones importantes entre España y Marruecos han exigido en mayor o menor medida la intervención del Monarca, tal y como reconoció públicamente el gobierno del PSOE al agradecer a Don Juan Carlos sus esfuerzos para lograr un importante acuerdo de pesca con Rabat, en 1983.

Sin embargo, el trato con un monarca cuasi-absoluto podía plantear ciertas dificultades. Siempre que la prensa española criticaba a Marruecos y a su rey, Hassan llamaba por teléfono a Don Juan Carlos para decirle: «¿Pero cómo es posible que toleres que tus periódicos digan esas cosas sobre mí? ¿Cuándo vas a acabar con eso?»… lo que obligaba al monarca español a explicarle que en una democracia el Rey no controla la prensa. Pero Don Juan Carlos tenía a menudo la impresión de que «aun siendo un hombre muy inteligente y muy preparado, Hassan no llega a comprenderme. A veces incluso me pregunto si me cree».

Bajo Franco, España había establecido fuertes vínculos con los países árabes con el objeto de compensar el rechazo que suscitaba el régimen entre las democracias europeas. Estos antecedentes permitieron a Don Juan Carlos establecer unas relaciones muy cordiales con numerosos monarcas árabes, algunas de las cuales se remontaban a sus primeros viajes como Príncipe de España. Cabe destacar entre todos ellos al Rey Hussein de Jordania, a quien Don Juan Carlos y Doña Sofía llegaron a considerar como un amigo íntimo de la familia. Don Juan Carlos mantenía asimismo buenas relaciones con el Rey Fahd de Arabia Saudí, que visitó España en 1984, y ello a pesar de que «las relaciones [con los saudíes] no siempre son fáciles», entre otros motivos porque «no les gusta hablar otro idioma que no sea el suyo», con lo cual «uno se encuentra raras veces a solas con ellos».

Las relaciones del Rey con los monarcas de los principales países productores de petróleo resultaría especialmente beneficiosa para España, un país que depende por completo del crudo importado para su abastecimiento. Don Juan Carlos ya había intercedido ante el príncipe heredero Fahd de Arabia Saudí en nombre del gobierno de Franco durante la primera crisis del petróleo de 1973, con el propósito de conseguir envíos suplementarios de crudo. Varios años después, durante la segunda crisis del petróleo, Fahd ofreció a España -de nuevo a petición de Don Juan Carlos- 190.000 barriles diarios de crudo a un precio especial. Pese a ello, en enero de 1980 las reservas españolas disminuyeron hasta límites preocupantes, en vista de lo cual el gobierno recurrió una vez más al Rey. En esta ocasión, Fahd añadió otros 50.000 barriles diarios, que los expertos en petróleo llegarían a denominar «la cuota del rey». Don Juan Carlos conseguiría posteriormente cantidades adicionales de crudo a través de los gobernantes de Qatar, los Emiratos Árabes y Kuwait, a todos los cuales visitó en 1980 y 1981.

La cuestión israelí y los árabes

Las relaciones personales del Rey con estos monarcas se puso a prueba en 1986, con motivo del establecimiento de relaciones diplomáticas entre España e Israel. Israel se había negado siempre a reconocer al régimen de Franco debido a su relación con las potencias del Eje, y tampoco veía con buenos ojos sus estrechas relaciones con sus vecinos árabes. A cambio del apoyo de las naciones árabes en las Naciones Unidas y en otros foros, Franco había apoyado activamente la causa árabe, mostrándose partidario incluso de la creación de un Estado palestino.

Don Juan Carlos quiso establecer relaciones con Israel desde el principio, y durante la etapa pre-constitucional de su reinado animó tanto a Areilza como a Oreja a iniciar un acercamiento. Sin embargo, al mismo tiempo el Monarca temía que ello pudiese debilitar la posición de España en el mundo árabe. A pesar de ello, Don Juan Carlos suscitó esta cuestión con Fahd y Hussein a finales de 1982, durante las visitas privadas que éstos hicieron a Madrid. Un año después, tras una visita de los Reyes a Túnez, la prensa local aseguraría que el Rey había dado garantías a sus anfitriones de que no habría un acercamiento a Israel. A lo largo de 1984, la prensa israelí empezó a publicar comentarios en el sentido de que Don Juan Carlos estaba obstaculizando los esfuerzos del gobierno español por mejorar las relaciones con su país, opinión que parecía compartir la administración norteamericana. En vista de ello, a finales de 1985 el Rey envió a González dos «notas institucionales» (o exposiciones por escrito de su opinión) instando al gobierno a establecer relaciones con Israel cuanto antes.

Como se había temido, los árabes no recibieron con agrado esta decisión. Sin embargo, como ha confesado el propio Rey, «en tanto que amigo personal de muchos dirigentes árabes, podía intervenir entre bastidores. Dije entonces a mis «hermanos» árabes: «escuchad, no se trata de traicionar una amistad, y mucho menos de dejar de lado nuestros lazos fraternales. Podéis pedirme muchas cosas, pero no podéis exigir de un Estado democrático como España que no tenga relaciones diplomáticas y comerciales con otros estados democráticos, entre ellos Israel». Los monarcas árabes aceptaron finalmente su punto de vista, aunque de mala gana. Y como comentaría el propio Monarca, «quizá no hubieran reaccionado de la misma manera ante las explicaciones del presidente de una república».

Los nuevos vínculos de España con Israel permitieron a Don Juan Carlos mediar en el conflicto de Oriente Medio con cierto éxito. En enero de 1989, el Rey recibió a Arafat en Madrid, y apoyó con entusiasmo las conversaciones de la OLP con Washington. Al mes siguiente recibió al presidente de Israel, Herzog, a quien animó a plantear nuevas propuestas en vista de la postura cada vez más moderada de la OLP. En reconocimiento de estos esfuerzos, los amigos árabes del monarca propusieron Madrid como sede de la conferencia de paz de Oriente Medio, celebrada finalmente en el Palacio Real en octubre de 1991.

Don Juan Carlos y Doña Sofía pudieron visitar por fin Israel en octubre de 1993, un mes después de la firma en Washington del histórico acuerdo entre Israel y la OLP. En su discurso al Knesset, Don Juan Carlos (que se convertía así en el primer monarca europeo en dirigirse al Parlamento israelí) defendió el derecho de los palestinos a la autodeterminación y apoyó la fórmula de «paz por territorios». A pesar de que esto molestó a algunos diputados, el primer ministro Rabin pediría al Rey que siguiese actuando como puente entre Israel y el mundo árabe. La visita contribuyó sin duda a la reconciliación iniciada con el reconocimiento mutuo en 1986, aunque la comitiva Real se disgustó por las comparaciones que hacía la prensa israelí entre la expulsión de los judíos de España en 1492 y el Holocausto.

Europa central y oriental

La reputación del Monarca como promotor de la democracia también permitiría a España reforzar sus vínculos con los países de la Europa central y oriental. De hecho, en los años ochenta la transición política española vino a convertirse en un bien exportable que nadie podía vender mejor que Don Juan Carlos. Sin embargo, el Rey siempre supo que una cosa era promover la democracia y otra muy distinta «exportar» la Monarquía. Durante su visita a Bulgaria en mayo de 1993, fue recibido con gran entusiasmo por numerosos manifestantes pro-monárquicos, a pesar de lo cual hizo lo posible por mantener las distancias. El Rey consideraba imprudente alentar la idea de que el retorno de la monarquía solucionaría los problemas de un país de la noche a la mañana, algo que había discutido a menudo con su amigo el Rey Simeón n de Bulgaria, que vivía exiliado en Madrid y estaba casado con una española. Este escepticismo se debía en parte a la percepción de que la situación de España en 1975 tenía muy poco en común con la de los países del antiguo bloque comunista a finales de los años ochenta. Como él mismo ha explicado, «yo heredé un país que había conocido cuarenta años de paz y que durante esos años se formó una clase media poderosa y próspera, una clase que prácticamente no existía al final de la Guerra Civil… (una clase) que en poco tiempo se convirtió en la columna vertebral del país». En el contexto mucho menos propicio de los países de la Europa central y oriental, un monarca incapaz de solucionar los enormes problemas socioeconómicos existentes «sería repudiado con un entusiasmo similar al que lo había recibido a su llegada. Incluso se le haría responsable de problemas que ya existían cuando todavía estaba en el exilio».

Como se ve, la Corona ha desempeñado un papel fundamental en la proyección exterior de España durante las últimas décadas. Sin embargo, en última instancia la importancia de dicha proyección radica no tanto en el impacto que pueda tener sobre la percepción que de España se tiene en el exterior, sino en la que los españoles puedan tener de sí mismos. Según el constitucionalista Bagehot, la Monarquía no solo encarna y representa a un país, sino que es un espejo en el que se contempla y recrea la ciudadanía. Así, el prestigio y popularidad de los monarcas en el exterior, fruto a su vez de la admiración y respeto que suscita casi todo lo ocurrido en España desde 1975, ha contribuido sin duda a moldear la imagen -cosmopolita, dinámica, tolerante y moderna- que la sociedad española desea tener de sí misma.