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El pasado 10 de septiembre, el Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad la creación de una comisión para el estudio de una posible modificación de nuestro sistema electoral. Cristalizaba así en el Parlamento un debate antiguo que, en realidad, engloba varios temas y que parte de perspectivas parcialmente distintas para unas y otras fuerzas políticas.

Desde el arranque de nuestro actual sistema democrático, el ejercicio del voto por parte de los ciudadanos españoles residentes en el extranjero ha planteado diversos problemas técnicos. Algunos cambios normativos y diversas instrucciones de la Junta Electoral no han podido superar completamente los retos que plantea la correcta confección del censo electoral de estos compatriotas, ni las dificultades existentes para el adecuado control de la recepción y el traslado físico de sus votos a través de los distintos servicios de correos extranjeros; tampoco su efectiva representación parece bien resuelta. A pesar de todo, la Ley Orgánica del Estatuto de la ciudadanía española en el exterior, aprobada en 2004, confirmó la práctica consolidada estableciendo que «los españoles residentes en el exterior tienen derecho a ser electores y elegibles, en todos y cada uno de los comicios, en las mismas condiciones que la ciudadanía residente en el Estado español, en los términos previstos en la normativa de aplicación».

Otro hecho bien conocido ha modificado notablemente las condiciones en las que opera el sistema electoral. La entrada de millones de personas a lo largo de la última década (ahora residen en España casi cuatro millones y medio de extranjeros, un 10% de la población, según datos oficiales) ha transformado nuestra realidad. El Código Civil exige, con carácter general, diez años de residencia legal y continuada en España para optar a la nacionalidad española, plazo que se reduce a cinco años en el caso de los que tengan reconocida la condición de refugiados y a dos para los originarios de Iberoamérica, Filipinas o Guinea Ecuatorial. Muchos extranjeros han accedido ya a la nacionalidad española por este cauce, unos 400.000 desde 1995, y por tanto han obtenido su derecho al voto. Es importante destacar que más de la mitad se han nacionalizado en los últimos cuatro años, lo que muestra la rápida aceleración del proceso (se convirtieron en españoles 38.328 extranjeros en 2004, 42.826 en 2005, 62.335 en 2006 y 71.806 en 2007). Las cifras seguirán creciendo a medida que se vaya cumpliendo una década desde los grandes procesos de regularización.

Por ejemplo, en las últimas elecciones autonómicas madrileñas más de 100.000 extranjeros nacionalizados españoles pudieron votar; y ya eran casi 150.000 un año después, en las generales de 2008. Sobre un censo de casi cuatro millones y medio, ese poco más del 2% puede parecer irrelevante, pero la experiencia nos demuestra que es una cifra más que suficiente para cambiar el sentido del resultado electoral en una convocatoria autonómica, o para alterar la asignación de un escaño en el Congreso. En todo caso, como antes se decía, es una influencia que se irá acentuando dado el contraste entre el estancamiento demográfico de la población española de origen y la fuerte inmigración de la última década.

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La nacionalidad es una lógica e irrenunciable exigencia constitucional para el ejercicio del voto en las elecciones generales, pero la misma norma aplica un criterio matizadamente distinto para el caso de la elección de alcaldes y concejales que, según el artículo 140 CE, son elegidos «por los vecinos». En el momento de su aprobación eran pocos los extranjeros y prácticamente insignificante su potencial impacto electoral pero, como sabemos, las cosas están cambiando mucho. Los debates públicos más cotidianos, aquellos referidos a problemas más próximos, los que tienen una menor carga política y un carácter más administrativo, es decir, los asuntos locales, reclaman ser decididos por quienes mejor los conocen, por quienes resultan más directamente afectados por ellos, es decir, por los vecinos, sean o no españoles. Pero también hay que reconocer que esta misma lógica puede poner en cuestión el voto local de quienes no residen efectivamente en un municipio español, aunque disfruten de nuestra nacionalidad.

En consecuencia, para aquellos que no siendo españoles residen legalmente en nuestro país, la Constitución establece la posibilidad de participación en las elecciones municipales, atendiendo a criterios de reciprocidad. Es ésta una condición que se cumple para todos los nacionales de la Unión Europea en virtud de sus tratados, pero de muy compleja aplicación en los demás casos, lo que ha limitado notablemente su efectiva aplicación. La ausencia de auténticos sistemas democráticos en muchos de los estados de los que son originarios los inmigrantes, los límites constitucionales que impiden el voto a los españoles en sus respectivos países, o la falta de equivalencias claras en el ámbito territorial de las elecciones (municipales, provinciales, regionales y nacionales, en nuestro caso) son algunas de las causas que con más frecuencia hacen inaplicable este criterio de reciprocidad, incluso para ciudadanos de larga residencia en España y plenamente integrados en nuestra sociedad.

Volvamos entonces al comienzo y pensemos sobre el sentido del voto de los españoles residentes en el extranjero. Son parte del pueblo español y, en consecuencia, han de participar, como cualquier otro, en la decisión de todos los asuntos de interés común. También su número está aumentando en los últimos años, no por la existencia de flujos migratorios relevantes hacia el exterior, sino por los cambios legales que han ido ampliando el número de quienes potencialmente pueden acceder a la nacionalidad española (los nietos de españoles o los descendientes de quienes se vieron obligados a renunciar a la nacionalidad española como consecuencia de la guerra civil, por ejemplo). Sin duda, estos españoles tienen también preocupaciones específicas que querrían ver correctamente representadas y defendidas ante las Cortes Generales. Esto último, sin embargo, no tiene una clara articulación en nuestro sistema electoral. La distribución de los votantes en el exterior entre las cincuenta circunscripciones provinciales diluye su impacto en cada una de ellas y, unida al juego del sistema proporcional con listas cerradas y bloqueadas, hace imposible la visualización concreta de representantes políticos de los residentes en el exterior.

Algunos países europeos han encontrado una solución a este problema mediante la creación de una circunscripción propia para los nacionales residentes en el extranjero, una opción que ahora se valora jurídica y políticamente en España. En las pasadas elecciones generales, 1.205.329 personas integraron el censo de residentes en el exterior con derecho a voto (más de un 20% superior al censo de la región de Murcia, por ejemplo) a las que cabría asignar 14 diputados propios siguiendo los actuales criterios de distribución.

Cuando hablamos de la participación de los residentes en el exterior en las elecciones municipales la cuestión se complica en un sentido algo diferente ya que, conviene destacarlo, ellos eligen el municipio español donde quieren estar inscritos. El procedimiento vigente les exige una leve justificación de las razones de su elección (último domicilio en España, lugar de nacimiento, origen familiar, o cualquier otro que pueda resultar razonable), opción de muy difícil valoración y comprobación por parte de las autoridades competentes. La adscripción de estos electores entre los miles de municipios españoles ha dado lugar, en ocasiones, a comportamientos fraudulentos que han desembocado en agrias disputas políticas y graves litigios ante los Tribunales de Justicia.

Recientemente, el Parlamento gallego aprobó por unanimidad, y remitió a las Cortes Generales, una proposición de ley reclamando el ejercicio del derecho al voto en urnas situadas en nuestros consulados. Se trataría así de limitar al máximo la intervención de los servicios de correos extranjeros y de garantizar mejor la pureza del proceso democrático cuando transcurre en países donde la autoridad electoral española tiene mayores dificultades para ejercer su labor. Esta opción, sin embargo, plantea problemas irresolubles si el resto de la normativa permaneciese igual. Cientos de candidaturas en las elecciones generales pasan a ser decenas de miles en las municipales haciendo imposible su disponibilidad en cada centro de votación; pero cualquier solución simplificadora podría comprometer el secreto del voto. En los programas electorales de distintos partidos y en los primeros debates parlamentarios se ha planteado ya el voto telemático a través de Internet, una opción novedosa que, con seguridad, será tomada en consideración.

LA REFORMA DEL SISTEMA ELECTORAL

En todo caso, las cuestiones enunciadas no agotan los temas de posible discusión. Izquierda Unida insiste en denunciar el perjuicio que le inflige el sistema electoral vigente: su escaso 3,77% de votos validos en 2008 tan sólo le reporta dos escaños, frente a los 13 que con un sistema proporcional puro le podrían corresponder. También hay quien pretende limitar la presencia de fuerzas nacionalistas en las Cámaras. Ahí los argumentos tendrían que ser otros, porque lo cierto es que el 3,03% de los votos recibidos por Convergencia i Uniò le reportan 10 escaños, una proporcionalidad casi exacta. Y si bien es cierto que el PNV, con un 1,19% del voto y seis escaños resulta favorecido en el Congreso, lo contrario se podría decir para ERC, BNG o Coalición Canaria. Desde esta perspectiva son los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, quienes ven reforzada su presencia a través del sistema electoral. Cada uno de ellos ha recibido una prima el pasado mes de marzo de 14/15 escaños, conjuntamente más de un 8% de los que integran el Congreso de los Diputados (donde, aun así, al PSOE le faltan siete escaños para la mayoría absoluta). Por último, la elección directa de los alcaldes constituye uno de los temas más debatidos a lo largo de los últimos años y, con seguridad, estará presente en el debate.

Hay algo en lo que el Partido Popular ha venido insistiendo en sus documentos, en su acción política y en su discurso parlamentario: cualquier reforma del sistema electoral tiene que ser fruto de un amplio acuerdo. El sistema electoral constituye la columna vertebral de cualquier democracia y no debería ser alterado de manera unilateral o escasamente mayoritaria. Es cierto que el PSOE incumplió recientemente esta pauta de actuación al forzar la confección paritaria de las listas electorales, pero eso no ha hecho cambiar nuestra posición. Los procedimientos electorales han sido ya perfectamente asumidos por los ciudadanos que, en general, los conocen y valoran positivamente. Nadie con legítimo derecho se ha visto privado de representación y la estabilidad política ha quedado garantizada. Cualquier reforma ha de constituir una clara mejora del sistema vigente, que le permita arrancar con vocación de permanencia y disponer de un amplio respaldo social. En los próximos meses veremos si es posible conseguirlo.

Abogado. Inspector de Hacienda del Estado, interventor y auditor del Estado. Ha sido secretario de Estado de Organización Territorial, portavoz de Ciencia y Tecnología y presidente de la Comisión de Hacienda en el Congreso. En la actualidad es miembro del patronato de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES).