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Juan Pablo II: «Cruzando el umbral de la esperanza», Vintage español, 1995

El libro del Papa ha sido un acontecimiento editorial de dimensiones desusadas. En pocos meses habrá varios millones de ejemplares en multitud de lenguas corriendo por el mundo. No es habitual que los Papas escriban libros o mantengan entrevistas periodísticas destinadas al gran público. Los géneros literarios de un Pontífice son más bien las encíclicas, las constituciones apostólicas, las bulas y, si acaso, las homilías o los discursos.

Existían, ciertamente, los precedentes de los «Diálogos con Pablo VI» del filósofo francés Jean Guitton (1965) y las conversaciones del propio Juan Pablo II con André Frossard («¡No tengáis miedo!» , 1982). También a la muerte de Juan XXIII (1963) se había publicado un libro suyo. Pero era un diario espiritual que reflejaba su intimidad de hombre religioso, que no había sido pensado ni escrito para el público.

El libro de ahora, «Cruzando el umbral de la esperanza», se distingue netamente de los de Guitton y Frossard, en su concepción, en su estructura y en su misma finalidad. Sin embargo, después de leerlo atentamente y reflexionar sobre él, uno se inclina a contemplarlo como la tercera parte de una trilogía, que habría empezado con los de los escritores franceses. Los interlocutores cambian: Guitton, Frossard, Messori. Los papas también: Montini, Wojtyla. Pero el diálogo con el hombre continúa.

En el libro de Guitton, Pablo VI se proponía «dar a conocer el cristianismo al mundo de aquel momento». Años después de los «Diálogos», Guitton, en su «Diario», lo dice precisamente con esas palabras, puestas en labios del pontífice mismo. En los «Diálogos», Pablo VI hablaba al mundo del cristianismo y de la iglesia y hablaba también a la iglesia, evocando su misión -y su vocación- respecto del mundo y de la historia. En las conversaciones con Frossard, Juan Pablo II se dirigía a los cristianos con un grito que había lanzado ya en la plaza de San Pedro al tiempo de su elección, y que parece extraído de la declaración conciliar «Gaudium et spes», en cuya redacción Wojtyla había tomado parte, como han manifestado varios distinguidos padres conciliares. El «no tengáis miedo» del Papa, que es el título y la almendra de sus entrevistas con Frossard, es una invitación a la fortaleza y una palabra de aliento para los cristianos siete años antes de que cayera el muro. Mensaje al mundo, o un libro para el mundo, el de Guitton y Montini. Mensaje a los cristianos, o un libro para cristianos, el de Frossard y Wojtyla en el primer tramo del pontificado del papa polaco.

Para el hombre de la calle

El libro de ahora, «Cruzando el umbral de la esperanza», es más general y menos ambicioso, o quizá más, según las perspectiva desde la que se lo considere. Está escrito (y de puño y letra del Papa) para los hombres de hoy, cristianos o no cristianos, creyentes de cualquier fe, indiferentes o ateos. Son palabras del Papa. Pero no se han pronunciado desde su autoridad de maestro universal de los cristianos o desde el trono pontificio, sino desde sus convicciones y, por así decir, desde la calle.

El Papa proclama ante los hombres en general cuáles son las respuestas que él, Juan Pablo II, desde sus propias convicciones y en el contexto cultural contemporáneo, ofrece a las preguntas más radicales, las que se hace la gente común en materia de religión. Nada menos que si existe Dios; si Jesús es Dios; qué es eso de la salvación; por qué existe el mal; por qué hay tantas religiones si Dios es uno solo; en qué se distingue cada fe o confesión de las otras o en qué se diferencia de las demás confesiones el cristianismo. Y ya entre los cristianos, ¿por qué Roma y una autoridad? ¿Existe o no la vida eterna? ¿Qué es eso de rezar que practica y recomienda el Papa? ¿Sirve para algo no sólo rezar, sino simplemente creer?, etc. etc.

La tarea del periodista ha sido elaborar las preguntas. El mismo declara en su presentación que ante la singular oportunidad de componer con toda libertad un cuestionario que el Papa estaba dispuesto a contestar, no quiso andarse por las ramas, ni perderse en menudencias de iglesia o sacristía. Optó por pedir al Papa respuesta a las interrogaciones que en el secreto de sus corazones y en la intimidad de sus conciencias se hacen millones de seres humanos, cristianos o no, de buena o menos buena voluntad, que en algún momento de sus vidas ven aflorar en el fondo de sus espíritus el «por qué» y el «para qué» que no dejan de acompañar a la existencia de los hombres. Messori sabe -y todo el mundo sabe- que esas grandes preguntas últimas no están siempre planteadas en todos los humanos como cuestiones vivas o punzantes y que la población del globo no se compone de seis mil millones de Kierkegaards o de Unamunos. Pero las preguntas están ahí, sobre la superficie del planeta y en el seno de la sociedad humana.

Las respuestas de Juan Pablo II son a la vez muy personales y de validez general. Empieza reconociendo que él mismo y su ministerio son un escándalo y una provocación. Pero es el ministerio histórico de Pedro y él lo asume como un servicio. No es fácil, pero es. Enseguida empiezan las grandes cuestiones en una especie de amplio itinerario circular que va desde la existencia de Dios hasta esa puerta que abre a la esperanza el temor filial de los que se sienten hijos de Dios, que permite superar el miedo a la vida y a la muerte, a los grandes misterios de la existencia personal, del bien y del mal, del mundo y de la condición humana. Me detendré sólo en un par de cuestiones.

De la existencia de Dios a las otras religiones

Si Dios existe o no, es una interrogación que implica toda la existencia de cada uno de los hombres. No es tan sólo la primera «quaestio» de la Summa de teología de Santo Tomás, donde ocupa ese lugar por razones de sistema. Es una pregunta global y vital, no meramente intelectual. Las famosas cinco vías del teólogo de Aquino, que de un modo u otro no dejan de remontarse a Platón, a Aristóteles, a Cicerón y a San Agustín, son válidas como método de acceso a una respuesta, pero han de ser vistas dentro de un contexto. En la cultura moderna, además, resulta que -por la senda de la hermenéutica- el lenguaje simbólico a que apelan algunas filosofías no contradice sus conclusiones, sino que acaba confluyendo con ellas. Después, el reconocimiento de Dios traerá consecuencias, en las que no hay oportunidad ni espacio para detenernos aquí ahora.

En los capítulos 13 a 16, siguiendo el hilo de los planteamientos de Messori, Juan Pablo II habla de otras religiones, por las que muestra gran respeto, en el espíritu del encuentro de Asís. El budismo es también, «desde cierto punto de vista» dice el Papa, una religión de salvación. Pero, a diferencia de la cristiana, su soteriología, punto central «o único» de su sistema espiritual, es negativa. Parte de que el mundo es malo y fuente de sufrimiento. Hay que liberarse de él. Salvarse es hacerse indiferente al mundo. La mística cristiana es justamente lo contrario. El desprendimiento del mundo no es un ñn, sino un medio para la unión con Dios y para liberar y transformar el mundo. El islam es monoteísta, igual que el cristianismo, y su Dios es poderoso y ha creado el mundo. Pero no es un dios-en-el mundo, un Dios con nosotros. El islam no es una religión de redención.

El libro del Papa responde a muchas más preguntas y contiene muchas más reflexiones, que en no pocas de sus páginas están impregnadas de la emoción de experiencias personales: los jóvenes, Asís, el atentado y, como trasfondo de todos sus capítulos, los documentos del Concilio.

Quizá haya lectores que, al llegar al final, querrían encontrar todavía algo más en la línea de la esperanza que se abre en el último capítulo como un horizonte y un destino. Pero parece que el autor y el entrevistador han pretendido un libro abierto, como la cultura moderna en que se inscribe. Juan Pablo II es de seguro uno de los más grandes pensadores y «profetas» eslavos de este siglo. Dostoievski lo fue del XIX. Hace sesenta años el escritor alemán Karl Adam sacudió muchas conciencias cristianas y no cristianas de occidente empezando su libro «Jesucristo» con unas palabras de Aliocha Karamazov. Vienen a decir que la gran cuestión es si un hombre moderno, «un europeo de nuestros días», puede creer en la divinidad de Jesucristo. El libro de Juan Pablo II responde al personaje de Dostoievski con una sola palabra: puede.

La traducción española, del poeta y novelista Pedro Antonio Urbina, es elegante y precisa. Ya, en el acto de presentación del libro en Madrid, alguien especialmente autorizado la elogió diciendo que había servido de ayuda para la versión a otras lenguas.

Fundador de Nueva Revista