Con este estudio sobre Carlos Barral (1928–1989) como editor, Juan Ignacio Alonso consigue escribir una historia fascinante que se lee con amenidad de novela. Sin dejar de cumplir su propósito explícito: iluminar unos años claves (los 60 y 70) para España y la literatura desde uno de sus epicentros: la inquieta Barcelona del momento. El ensayista llega preparado al reto porque con su formación cubre todos los campos de la biografía de Barral: Alonso es doctor y profesor de Literatura; editor él mismo en Santillana y Espasa Calpe y, además, escritor de creación con varias novelas en su haber.
Precisamente, la primera lección que nos da este libro es de estilo: la eficacia de una prosa transparente que transmite los hechos con claridad, sin adornos, apoyándose en testimonios de primera mano. El estudioso no se deja margen de opinión personal, más allá de un elegante sesgo a favor de su biografiado.
La segunda lección que Alonso transmite es la importancia del trabajo del editor. A pesar del glamour de la vida privada de Carlos Barral, miembro preeminente de la gauche divine [la exquisita elite intelectual y social de izquierdas]; a pesar de su indiscutida condición de poeta de peso de la generación del cincuenta; a pesar del político senatorial que Barral acabó siendo por el PSOE, Alonso pone siempre por delante su figura del editor.
Es una decisión oportuna, pues es oficio que no suele atraer los focos, pero que limpia, fija y da esplendor a la literatura de los otros, contribuyendo a mejorar sus obras y a elevar el nivel cultural de la sociedad. En el caso de Helen Hanff, recientemente analizado en Nueva Revista, llamamos la atención sobre la labor a veces principal de un buen editor.
La editorial Seix Barral promovió la novela del realismo social, buscó alianzas con Gallimard y Einaudi y potenció el boom latinoamericano
En el caso de Carlos Barral esa importancia se abre en abanico, tal y como describe el libro: «Seix Barral [desarrolla en la edición] cinco campos de vital importancia: la publicación en español de las nuevas literaturas que se estaban produciendo en Europa, sobre todo en Francia, Italia y Alemania; el apoyo a una renovación de la poesía española que favoreció la consolidación de la llamada generación de los Cincuenta; la promoción de la novelística española del Realismo Social; la apertura hacia el exterior mediante alianzas con los principales editoriales internaciones, como Gallimard e Einaudi, cristalizada en los encuentros de Formentor y la creación de premios editoriales conjuntos; y, por último, la promoción y potenciación del llamado boom de la narrativa latinoamericana, cuyo epicentro se situó en Barcelona en buena medida gracia a la iniciativa de Barral y otros actores culturales, como la agente literaria Carmen Ballcels».
La tercera lección de El aristócrata indigente es reversible. Aunque el interés prioritario del libro es Barral como editor, Juan Ignacio Alonso muestra y demuestra que no hay compartimentos estancos. La vida de Barral, su condición de poeta, la seguridad personal en sus juicios, los privilegios de su posición social, incluso; su conocimiento de idiomas, la calidad de sus amigos, sus recursos intelectuales, su atractivo personal: todo confluye en hacerle el magistral y muy bien conectado editor que fue.
En ese sentido, resulta ilustrativo el recuerdo de Mario Muchnik: «Barral se creía el hombre más elegante del mundo. Einaudi lo era»; aunque, tras ese pellizco de monja, afirma: «Eran personalidades distintas, pero muy parecidos como editores. La finura con que fabricaban sus libros respondía a su finura intelectual. […] Estaban en la edición no para publicar juguetitos o divertimentos, sino porque tenían una profunda visión de la literatura y de la cultura».
La vida literaria queda muy bien retratada. En especial, las sinergias que se crean entre unos y otros. Hablando de la gauche divine, Beatriz de Moura subrayó: «En el fondo pasar las noches en el Bocaccio [la mítica discoteca donde se reunían] era trabajar, porque aquello era un brote de ideas permanente». El libro es, por tanto, una larga y razonada acción de gracias y un equitativo reparto de méritos. Este ensayo no olvida reconocer a los colaboradores de Carlos Barral: Víctor Seix, Alberto Oliart, Joan Petit, Jaime Salinas, Carmen Balcells o Rosa Regás, entre otros.
Afición marinera y aventurera
Incluso, según explica Alonso, la afición marinera de Barral repercute en su disposición aventurera a embarcarse en todo tipo de proyectos. Su legendario «señoritismo» resultó un instrumento de trabajo. Se explica quizá mejor con una anécdota: «La apuesta cruzada con Petit, que sostenía que de la edición española de The Use of Poetry and the Use of Criticism de T. S. Eliot, traducida por Gil de Biedma, apenas se venderían 500 ejemplares; Barral aceptó el envite pensando que perdería, pero no fue así, porque: “Un sector notable de la capa cultivada del país estaba realmente sediento de información literaria, deseoso del salir del ghetto virtuoso y ciego de la ñoñería nacional”». Obsérvese: Barral se embarca con indudable dandismo en una apuesta que asumía perdida de antemano. Gracias a lo cual publica un libro imprescindible y, además, gana su apuesta.
La afición marinera era uno de los tres homenajes al padre tempranamente desaparecido al que el editor tributó siempre una especie de culto. El barco de Barral era de la tradicional vela latina, como el del padre, y se llamaba también “Capitán Argüello”, nombre del barco paterno. Los otros homenajes fueron igual de explícitos: los veraneos en Calafell y la colección de espadas medievales y renacentistas.
El libro recoge una anécdota muy sabrosa que las pone en relación. Ana María Moix en su Manifiesto personal narra un intento de soborno urbanístico a Barral en Calafell. Cuando los ricos promotores empezaron a hablarle de dineros bajo manta y de coches regalados, el venerable editor empezó a llamar a su mujer a gritos quijotescos: «¡Yvonne, Yvonne, estos sinvergüenzas atentan contra mi honor! ¡Mis espadas! ¡Mis espadas!» Aquellos tipos se largaron inmediatamente. Carlos murió unos meses después.
Al lector curioso le asaltan las preguntas freudianas y jungianas. ¿Hasta qué punto esa llamada al honor está conectada con la presencia física de las viejas espadas? ¿Cuánto emana de la propia simbología del arma (tan estudiada por Juan Eduardo Cirlot, el poeta amigo de Barral y también coleccionista de espadas) y cuánto de la evocación indirecta del padre del autor?
Editó, entre otros, a Vargas Llosa, Cabrera Infante, T.S. Eliot, Juan Marsé… etc
Juan Ignacio Alonso se concentra en aspectos más prácticos, como ir detallando exhaustivamente los principales libros que Barral editó, en una larga nómina de títulos y de autores que resulta deslumbrante: Vargas Llosa, Cabrera Infante, García Hortelano, T. S. Eliot, Juan Marsé… También dedica unas reflexiones interesantes y muy documentadas a la censura y, a partir de la nueva ley de prensa de 1966, a la autocensura, mucho más insidiosa y esterilizante.
Fiel a su sobriedad estilística, Alonso no nos explica el título del libro: El aristócrata indigente, más allá de reconocer que debe ese «luminoso oxímoron» a Gregorio Morán, que describe así a Barral El cura y los mandarines (Anverso, 2014). No hacen falta más explicaciones, sin embargo, porque a lo largo del libro se va entendiendo su exactitud.
Por el lado de la «aristocracia», está clara la de del espíritu en el editor incansable en busca de la excelencia en todos los órdenes: autores, obras, tipografía, traducciones, cubiertas, etc. También en el poeta exigente consigo mismo. Pero igualmente brilla la otra aristocracia más frívola: su gusto por las relaciones sociales; su habilidad para moverse en los círculos más selectos (de la edición y de la ciudad); sus mismas aficiones: las espadas, los barcos, cierto donjuanismo; su natural desenvoltura, su pasión memorialística.
En la imprescindible entrevista con Joaquín Soler Serrano en TVE [Enlace], el mismo Barral reconoce su «diletante actitud aristocrática», e ignora si fue innata o impostada, aunque no le importa, porque ya se le ha hecho naturaleza.
Como aristócrata estaba más preocupado en dar que en recibir
Igual puede decirse de la «indigencia»: forma parte de su leyenda y tampoco necesita explicaciones. Ahí están los riesgos económicos constantes y la ruina ocasional que terminó acarrándole su vocación de editor espléndido. Mejor que Esther Tusquets no puede decirse: «Carlos el Magnífico era uno de los hombres más encantadores que he conocido, pero a veces su encanto no bastaba para anular los dislates provocados por su frivolidad».
Como aristócrata estaba más preocupado en dar que en recibir. Aun a riesgo de arruinarse, bien que nos dio. Nada menos que uno de los periodos más ricos, interesantes y fecundos de la edición literaria española. Su legado pervive, porque, en palabras de Juan Ignacio Alonso, «fue maestro de editores y abrió camino para muchos otros que siguieron la senda por él trazada».