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Las pequeñas virtudes (Le piccole virtù) de Natalia Ginzburg (1916-1991) es el breve ensayo sobre educación que da título a un libro en el que también hay apuntes autobiográficos, semblanzas –como la que dedica a su segundo marido, titulada Él y yo– o reflexiones sobre la vocación de escritor. Asuntos distintos y dispersos, hilvanados por la prosa transparente y la perspicacia para captar la vida cotidiana.

Volcada en su vocación de escritora “este es mi oficio y lo haré hasta mi muerte”; amiga de Italo Calvino, Pasolini, Moravia, o Sciascia, entre otros; intelectual de izquierda (llegó a ser diputada del Partido Comunista); Ginzburg ha sido considerada como heredera de Chejov por su habilidad para el relato corto.

Las pequeñas virtudes. (Acantilado). 164 págs.
Las pequeñas virtudes. (Acantilado). 164 págs.

Las pequeñas virtudes fue escrito por Ginzburg a comienzo de los años 60 y parte de su propia experiencia como madre. La autora tuvo tres hijos de su primer marido, el intelectual antifascista Leone Ginzburg, que fue asesinado por los nazis; y otros dos más de su segundo marido, un profesor de literatura.

El ideal educativo que propone la autora tiene que ver con la exigencia y la excelencia, ya desde las primeras líneas:

“Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes”. Y sintetiza cuáles son estas:

“No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero;

– no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro;

-no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad;

-no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación;

-no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber”.

Explica que padres y educadores tienden a lo contrario: “elegimos el camino más cómodo, porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es más, nos protegen de los golpes de la suerte”.

Y se extiende en dos aspectos: el ahorro y deseo de éxito

El ahorro

La autora sostiene que “no deberíamos enseñarles [a los hijos] a ahorrar, deberíamos acostumbrar a gastar”. Señala que como a los padres “nos abruma el problema del dinero, la primera pequeña virtud que se nos ocurre enseñarles a nuestros hijos es el ahorro”. Y les regalamos una hucha, explicándoles “lo bonito que es conservar el dinero en lugar de gastarlo”. Pero tal cosa es “nuestro primer error”. Porque, cuando se rompe la hucha, “los niños pedirán una nueva hucha y nuevo dinero para custodiar”; y “pondrán en el dinero unos pensamientos y una atención que está mal que pongan. Preferirán el dinero a las cosas”.

Recalca que es importante enseñar a los hijos a ser libres frente al dinero: “Ser sobrios con nosotros mismos y generosos con los demás: esto significa tener una relación justa con el dinero, ser libres frente al dinero”.

El deseo del éxito

Pone en guardia a los padres frente a la pequeña virtud del éxito. Ya desde que el niño llega por primera vez al aula: “Acostumbramos a dar al rendimiento escolar de nuestros hijos una importancia del todo infundada. Y esto no es sino respeto por la pequeña virtud del éxito”.

Les exigimos el éxito, porque “queremos que satisfagan nuestro orgullo”

Afirma que bastaría con que los hijos no quedaran demasiado rezagados con respecto a los demás, con “que no les suspendieran en los exámenes, pero nosotros no nos contentamos con eso”. Les exigimos el éxito, porque “queremos que satisfagan nuestro orgullo” De suerte que si en la escuela no van tan bien como nosotros pretendemos, “alzamos entre ellos y nosotros la barrera del descontento constante”. Parece como si nos ofendieran, explica Ginzburg: “Adoptamos ante ellos el tono de voz enfurruñado y lloroso de quien lamenta una ofensa”.

Y sin embargo, afirma la autora, es falso que ellos “tengan el deber, ante nosotros, de ser aplicados en la escuela o de dar al estudio lo mejor de su ingenio. Puesto que les hemos encaminado hacia los estudios, el deber de ellos ante nosotros, es simplemente el de salir adelante”.

El papel de los progenitores debe limitarse –sostiene- a “infundirles valor, si un fracaso les ha mortificado”; pero también a “bajarles los humos, si un éxito los ha envanecido”.

Injusticias

Señala la autora que padres y educadoras deben ser cautos al prometer premios y castigos. Por la sencilla razón de “la vida rara vez tendrá premios y castigos”. Ginzburg extrae una lección pedagógica de la observación de la realidad: con frecuencia, los sacrificios no tienen premio y las malas acciones no suelen ser castigadas, “al contrario, a veces son espléndidamente compensadas con éxito y dinero”.

De ahí que los hijos sepan, ya desde la infancia, que “el bien no recibe recompensa y el mal no recibe castigo, y que, sin embargo, es preciso amar el bien y odiar el mal…”

En este sentido, el hijo debe tener claro, desde la infancia, que “no tiene nada de raro (…) sufrir injusticias o ser incomprendido”. Porque en la vida “tenemos que esperar ser continuamente incomprendidos e ignorados, y ser víctimas de injusticias”. Y lo único que importa es “no cometer injusticias nosotros mismos”.

Los hijos no pertenecen a los padres

Una de las ideas recurrentes de Las pequeñas virtudes es que los hijos no pertenecen a los padres y deben ser libres para elegir su propio destino, su vocación: “que se desarrollen al margen de nosotros”. La razón es que los hijos tienen vida propia, y los padres deben respetarla.

“Nuestros hijos deben saber que no nos pertenecen; pero que nosotros sí les pertenecemos, siempre disponibles”. La tarea del progenitor se reduce a ser “un simple punto de partida, ofrecerles el trampolín desde el cual darán el salto”.

“La única verdadera salud y riqueza del hombre es una vocación” afirma Natalia Ginzburg. Y define a ésta como “una pasión ardiente y exclusiva (…) la conciencia de poder hacer algo mejor que los demás, y amar ese algo por encima de todo”.

La contrapone al dinero: “es la única posibilidad de no estar absolutamente condicionado por el dinero, de ser libre ante el dinero, de no sentir, ante los demás, ni el orgullo de la riqueza ni su vergüenza”. Con la vocación -explica Ginzburg- “el niño no se fijará siquiera en la ropa que lleva (…) y el día de mañana será capaz de cualquier privación, porque en él la única hambre y la única sed serán su pasión misma, que habrá devorado todo lo que es fútil y provisional”.

“Debemos ser importantes para nuestros hijos, pero no demasiado”

¿Cómo despertar en los hijos el nacimiento y el desarrollo de una vocación? se pregunta. Afirma que “el despertar de la vocación” requiere “espacio, espacio y silencio, el libre silencio del espacio”. Lo cual exige que los padres respeten la intimidad y la libertad de los hijos: “la relación con nuestros hijos (…) debe ser una relación íntima y, sin embargo, no mezclarse violentamente con su intimidad”

Y continúa desgranando:

-“Debemos ser importantes para nuestros hijos, pero no demasiado”;

-“Debemos tener con ellos una relación de amistad, pero no debemos ser demasiado amigos de ellos”;

-“Es preciso que su búsqueda de la amistad, su vida amorosa, su vida religiosa, su búsqueda de una vocación estén rodeadas de silencio y de sombra, que se desarrollen al margen de nosotros”.

Finalmente, advierte, que la única forma de “resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación” es que los padres tengan la suya y no la traicionen: “Si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que requiere el brote de una vocación”.

Doctor en Comunicación. Periodista y escritor. Coordinador editorial de Nueva Revista.