Tiempo de lectura: 14 min.

«El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que solía ser», escribió el autor de El cementerio marino. Con ese comentario Paul Valéry se refería con vaguedad poética a las dificultades que un mundo cambiante e incierto imponía al pensamiento de su época. Una idea que se aplica mejor al mundo contemporáneo, mundo más vaporoso que líquido (Bauman) e incluso torrencial, y en el que todo lo sólido se desvanece en el aire. Y que viene como anillo al dedo para hablar de la enseñanza superior. Pero tratemos de tomar distancia para poder ver la película y no solo la foto del presente.

DE DÓNDE VENIMOS

Efectivamente, cuando la moderna universidad se define allá por los comienzos del siglo XIX se trata de «aferrarse al principio de que el conocimiento… debe ser incesantemente perseguido». Así afirmaba el memorando Sobre la organización interna y externa de instituciones de enseñanza superior en Berlín que Von Humboldt redactó en 1810 y que sirvió de base para la fundación de la Universidad de Berlín, la primera universidad investigadora, la primera research university que conocemos. Con cuya fundación aparece una figura nueva, heraldo del futuro: la del trabajador, el asalariado (el white-collar), a quien se remunera para que investigue; el «trabajador del conocimiento» en definitiva (un término que será acuñado mucho más tarde1), por mucho que se tratara todavía de un funcionario prusiano el encargado de esa persecución «incesante» del conocimiento.

Berlín fue la semilla que incentivó la competitividad interna del sistema alemán de universidades, que para finales del siglo XIX era ya la meca del mundo intelectual adonde acudían los jóvenes estudiosos, ya fuera de Estados Unidos, del Japón que se occidentalizaba tras la Restauración Meiji, o becados por la española Junta para la Ampliación de Estudios. Y que se extendió pronto a los primeras joint ventures entre departamentos universitarios y empresas en la Alemania guillermina, dando lugar a la primera (y en gran medida actual) industria química, farmacéutica o eléctrica, un precedente claro de Silicon Valley. Mencionaré solo dos notorios ejemplos de esta proyección empresarial de la universidad alemana: Siemens y Bayer.

Y cuando Estados Unidos se lanza a ampliar su sistema universitario tras la desmovilización de la Gran Guerra (qué hacer con los soldados tras la paz es siempre mal problema), es el modelo alemán el que aplica y generaliza. En la segunda posguerra no será ya el modelo alemán, sino los mismos científicos y profesores alemanes a los que dará cobijo. Si hoy Estados Unidos tiene las mejores universidades del mundo y un 80 por ciento de los premios Nobel se debe a ello. Un ejemplo que ha seguido el resto del mundo.

Cuando redactamos la Ley de Reforma Universitaria copiamos a Ortega en su  «Misión de la Universidad»: «el desarrollo científico, la formación profesional y la extensión de la cultura son las tres funciones básicas que de cara al siglo XXI debe cumplir esa vieja y hoy renovada institución social que es la Universidad española»

 Pero hay instituciones que mueren de éxito, y la universidad puede ser una de ellas. Por supuesto para Humboldt solo una minoría podía acudir a la universidad; se estima que no más de un uno por ciento. Y todavía, cuando en 1930 Ortega se pregunta por las misiones de la universidad, su elitismo está fuera de discusión. Su tarea es formar profesionales, científicos y hombres cultos. Universidad de minorías, en buena medida separada del mundo, enclaustrada y la estructura urbana de campus refleja esa voluntad de aislamiento y distancia con la vida. Y todavía cuando en 1982 redactamos la española Ley de Reforma Universitaria (LRU) copiamos a Ortega en su Misión de la Universidad: «el desarrollo científico, la formación profesional y la extensión de la cultura son las tres funciones básicas que de cara al siglo XXI debe cumplir esa vieja y hoy renovada institución social que es la Universidad española».

Una frase con la que se sintetizaban las tres  grandes tradiciones universitarias: la francesa de las Grandes Écoles, centrada en la formación técnica de cuadros; la inglesa (Oxbridge), centrada en la formación cultural de élites y la formación clásica; y la alemana que iba a dar lugar a la universidad investigadora. Crear una élite social de excelentes profesionales técnicamente cualificados y con una sólida formación humana y cultural, algunos de los cuales se doblaban como investigadores que acrecentaban el stock de saberes a impartir. Las tres funciones se armonizaban de un modo casi natural.

Pero el presente no hace justicia a esa visión.

UNIVERSIDAD UNIVERSAL

Para comenzar, es evidente que el tránsito a la sociedad del conocimiento y la consecuente exigencia democratizadora de la enseñanza superior han modificado sustancialmente ese cuadro, ya idílico y obsoleto y la función formadora adquiere un peso y una relevancia acrecentada, tanto desde el lado de la oferta (pues lo altos costes de la enseñanza exigen obtener de ella una mayor rentabilidad social), como desde el de la demanda (pues la enseñanza superior se concibe por los estudiantes más como inversión que como consumo).

Stanley Aranowitz en un libro de éxito (sobre todo por su título), The Knowledge Factory, recordaba que en 1941 no más de un 3% de los jóvenes americanos acudían a la universidad. Pero entre 1945 y 1965 la matricula creció un 300%, y para finales del pasado siglo más de seis de cada diez de los jóvenes que terminaban la educación secundaria pasaban a la universidad2. Poco después el presidente Clinton hacía suyo el proyecto de una «universalización» de la enseñanza universitaria y hoy la tasa bruta de escolarización terciaria supera ya el 80% en Estados Unidos.

Pero es una tendencia global, nada sorprendente, pues era evidente que una institución que proporcionaba poderosas oportunidades de movilidad ascendente tendría amplia demanda. Y la tuvo, imposible de frustrar en sociedades democráticas. Y poco a poco la tasa de escolarización fue creciendo, y creciendo, y en el mundo en su conjunto ha ascendido del 19% en el año 2000 a cerca del 40%, en buena medida por la creciente incorporación de la mujer. Pero en los países desarrollados se acerca o supera el 80%. Hemos pasado de la universidad de élites a la universidad de masas, pero desde esta a la universidad universal, como señalaba Martin Trow en uno de los trabajos de sociología de la educación más citados3.

La universidad es ya el equivalente a lo que era el bachillerato en las sociedades agrarias de hace un siglo; y los estudios de postgrado son el equivalente a lo que era la universidad (el grado) en tiempos de Ortega

Pero la consecuencia no es sólo la democratización de la Universidad pues tan importante o más es el dato de que, al universalizarse, pasa a formar a la práctica totalidad de los trabajadores de las sociedades modernas. Por la universidad pasan, no el 10% o el 20% de los jóvenes, sino casi todos. De modo que lo que se espera de ella es que forme buenos médicos, abogados o farmacéuticos pero también ingenieros navales, técnicos en sonido, publicistas o periodistas, traductores, fisioterapeutas, enfermeras, asistentes sociales, y un amplísimo y variadísimo catálogo de profesiones, incluidas las náuticas, las bellas artes o la podología. Una sociedad que demanda extensa formación técnica en todas sus actividades pide de su enseñanza post-secundaria que cubra esa evidente exigencia. ¿Quién va a hacerlo si no? En algún trabajo ocasional he sostenido que eso es el sentido objetivo del llamado «proceso de Bolonia»: el fin del modelo de universidad humboldtiano para sustituirlo por una formación profesional post-secundaria universalizada4.

Y así, en las actuales sociedades del conocimiento, la universidad es ya el equivalente a lo que era el bachillerato en las sociedades agrarias de hace un siglo; y los estudios de postgrado son el equivalente a lo que era la universidad (el grado) en tiempos de Ortega.

Este hecho es especialmente importante en España y merece la pena detenerse en ello. Pues por razones variadas la vieja Ley General de Educación de 1970 incorporó a la universidad española la totalidad de las variadas enseñanzas post-secundarias. Y aunque no pocas de esas incorporaciones no se efectuaron sino al amparo de la LRU de 1983, el resultado es que en España universidad y formación terciaria son casi lo mismo.

Este dato, poco comentado, contrasta la realidad española con la de otros países que tienen un sistema dual de enseñanza postsecundaria: el universitario y el técnico o profesional. Las Higher Education Institutions británicas, los Établissement public à caractère scientifique, culturel et professionnel franceses (sin mencionar los IUT), las Fachochschulen alemanas, austriacas o suizas, o los más de 3.700 colleges y universities americanos, de las que solo una mínima parte son universidades  investigadoras.

¿Por qué es esto así? Porque el marco normativo e institucional que resulta sensato y adecuado para la formación de juristas, médicos, físicos o filólogos no es necesariamente el adecuado para las bellas artes, la musicología, las ingenierías técnicas, la enfermería o la podología, y pretender someter toda la variadísima gama de enseñanzas post-secundarias, a un tratamiento uniforme, es prácticamente imposible. Unas enseñanzas son extremadamente teóricas, otras extremadamente prácticas; unas forman profesionales, otras, asalariados; unas requieren años de maduración, otras se pueden cursar en poco tiempo; en algunas se necesita una presencia muy activa del profesor, en otras no; en algunas es razonable fijar numerus clausus, en otras no. Por finalizar, el profesorado de muchas de estas enseñanzas debe estudiar, y no tiene por qué investigar. Y lo digo sin ápice de menosprecio, muy al contrario, pues estoy convencido de que, incluso en la propia universidad, se debería valorar mucho más el estudio y comparativamente menos la investigación.

Por ello uno de los mejores informes sobre la universidad española: la Reviews of Tertiary Education. Spain5 de la OCDE señalaba que «en España no hay una visión de la educación terciaria como un sistema total y coherente»6Y la conclusión es que más que reformar las «universidades» lo necesario es regular la enseñanza post-secundaria en su conjunto. Y así también se debería contemplar la posibilidad de Universidades Técnicas o Centros de Formación Superior al margen de las universidades clásicas, y mucho más vinculados a empresas o asociaciones empresariales saltando más allá del marco normativo tradicional de la universidad.

ENSEÑANZA CONTINUADA

Así pues, la enseñanza post-secundaria se amplía en el espacio para sumar a las formaciones universitarias clásicas las nuevas, demandadas por sociedades tecnológicamente avanzadas. Pero no solo se amplía en el espacio, también lo hace en el tiempo.

Efectivamente, hoy la producción tecnocientífica no es tarea de pioneros trabajando en solitarios talleres (la ciencia de artesanos), sino una producción industrial, continua y rutinaria, generosamente financiada por empresas y Estados. Y la consecuencia es el crecimiento exponencial del stock de conocimientos disponibles y, al mismo ritmo, la acelerada obsolescencia de los tenidos por ciertos en un momento concreto.

Lo que no puede dejar de incidir en la misma formación inicial, que demanda hoy un reciclaje constante, rompiendo el viejo esquema lineal de formación-trabajo para dar lugar a la formación permanente. Pues ¿cuál es el período de obsolescencia de la formación inicial recibida en una universidad? ¿Quince años, diez, cinco? ¿Cuánto tiempo tarda la formación inicial de un médico especialista en quedarse obsoleta?

De modo que, además de tener que revisar los planes de estudio con rapidez, frente al esquema lineal clásico formación-trabajo aparece otro en el que, todo trabajador intelectual (¿y quién no lo es en alguna medida?), debe dedicar parte considerable de su tiempo laboral al reciclaje. Una demanda que ha generado su propia oferta en seminarios, cursillos, congresos, etcétera, que desbordan también a la universidad clásica (y son capturados por las corporate universities; volveré sobre ello).

En 2020, hasta un 30% de la población adulta (25-65 años) ha participado en cursos de reciclaje y formación en Suecia o Finlandia

Un dato: en 2020, la proporción de personas de 25 a 64 años en la UE que participaron en educación o formación fue del 9,2%, pero hasta un 30% de la población adulta (25-65 años) ha participado en cursos de reciclaje y formación en Suecia o Finlandia. Son cifras que más que doblan el volumen de estudiantes universitarios. ¿Y quién ofrece esa formación? No las universidades sino los empleadores, que ofrecían casi un cuarenta por ciento de dichas actividades en la UE.

De modo que la enseñanza superior ya no se circunscribe a las poblaciones jóvenes sino que se extiende a lo largo de la vida activa hasta la misma jubilación (e incluso después de ella) en actividades de reciclaje y de actualización sine die. Y al final los «sistemas» de enseñanza post-secundaria estallan, pues si antes formaban a una minoría de jóvenes (varones), ahora se les pide que formen a casi todos pero que, además, lo hagan casi todo el tiempo.

ENSEÑANZA GLOBALIZADA Y DESNACIONALIZADA

Una tarea que, por fortuna, se ve facilitada por las nuevas formas de enseñanza, mucho más flexibles en cuanto al tiempo exigido a la formación y, sobre todo, en cuanto a la presencialidad. La formación online sobre todo (que ha recibido un impulso enorme e inesperado con la pandemia del COVID-19), no solo afecta al modo de enseñar pues viene a revolucionar toda la estructura de la enseñanza superior. Acaba con la clase magistral, por supuesto, lo que no siempre es beneficioso. Demanda formación muy estructurada casi como una flow chart, con definiciones claras de los objetivos del aprendizaje. Facilita la evaluación. Permite clases potencialmente inmensas. Pero sobre todo viene a «aplanar» el mundo de la formación.

Cuando Thomas Friedman hablaba de un mundo «plano» y sin barreras (físicas o políticas) como consecuencia de la globalización y, sobre todo, de la digitalización, estaba solo comenzando en la enseñanza7. Hoy cualquier universidad puede tener estudiantes en cualquier lugar del mundo. Los monopolios que los sistemas nacionales tenían sobre sus poblaciones han saltado, me temo (¿o no?) que definitivamente. Todas las universidades online carecen de centro físico y se han desterritorializado, compiten potencialmente con todas las universidades del mundo, sin más límite que el de las competencias lingüísticas. Con consecuencias sobre el mundo laboral y profesional.

REGULACIONES OFICIALES OBSOLETAS

Hasta ahora los sistemas terciarios de formación se regulaban por normas estatales que afectaban, tanto a la formación misma como a las titulaciones oficiales y, por supuesto, a las competencias profesionales vinculadas con los catálogos de títulos. Pero la formación online hace estallar los sistemas nacionales, desterritorializando y globalizando la formación. Y cuando cualquier universidad del mundo puede formar a cualquier estudiante del mundo, ¿qué le queda al Estado en la regulación de la formación, de los títulos o de sus competencias? Ciertamente puede exigir la convalidación de los títulos, como hace actualmente, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Y en qué medida la demanda de trabajadores cualificados va a respetar esas titulaciones nacionales? A final será el mercado quien tomará sus propias decisiones saltando por encima de los Estados como ha ocurrido en muchos otros campos dejando obsoletas e inútiles las regulaciones oficiales.

INVESTIGACIÓN ¿UNIVERSITARIA?

Me he centrado en la docencia pero debemos abordar también las otras dos funciones clásicas de la universidad: la investigación y la creación de alta cultura, pues también en ellas «el futuro no es lo que era».

Fue sin duda la guerra (caliente o fría), la que iba a expandir la investigación universitaria fuera de los campus, primero con el proyecto Manhattan para construir la bomba atómica, y después en el llamado Complejo Militar Industrial (CMI), denunciado por F. A. Hayek en Camino de Servidumbre8 (1944), más tarde por el sociólogo C. Wright Mills en su libro La élite del poder de  19569 y finalmente por el presidente Dwight D. Eisenhower en su discurso de despedida a la nación de 196110.

Lo que apuntaban Wright Mills y Eisenhower era la triple alianza de (1) los intereses militares y del Pentágono amparados por congresistas que defienden los puestos de trabajo de sus Estados; (2) aliados con las grandes empresas de armamento y tecnología; y (3) en intima conexión con las research  universities y sus laboratorios. Todo ello orientado a la producción de ciencia y tecnología en gran escala para los más diversos usos. La llamada Big Science.

El resultado ha sido y es espectacular: el radar, los nuevos materiales, los microondas, los paneles solares, las desaladoras, el teléfono celular, el GPS, las computadoras, y tantas otras innovaciones son derivados del CMI. Hasta Arpanet, el origen de internet, es un derivado de ese complejo. Alianza que, como es evidente, no se ha interrumpido y ha continuado en Silicon Valley y otros hubs similares11.

Al tiempo que algunas universidades devienen fábricas del conocimiento, algunas fábricas de conocimiento se doblan de universidades, las corporate universities, creadas por empresas para satisfacer sus necesidades de formación de empleados o de investigación

La investigación hoy se realiza en una compleja red que integra a algunas (pocas) universidades, en íntima conexión con empresas de alta tecnología, muchas de las cuales son hoy gigantes de mundo corporativo. Recordemos a los viejos Laboratorios Bell (hoy propiedad de Nokia), una «fábrica» de trabajadores-científicos que contaba con más de 4.000 doctores en 22 países, y que obtuvieron nada menos que siete premios Nobel en Física. ¿Era esto un laboratorio, una empresa, una universidad? Todo ello al tiempo. Las «fabricas del  conocimiento» no son solo las universidades, sino las propias empresas cuya investigación, no solo aplicada, sobrepasa a la universitaria.

Por lo demás, al tiempo que algunas universidades devienen fábricas del conocimiento, algunas fábricas de conocimiento se doblan de universidades, las corporate universities, creadas por empresas para satisfacer sus necesidades de formación de empleados o de investigación. Y desde Walt Disney a Boeing, Motorola, el Infosys Global Education Center de Delhi, o Gazprom, pasando por las más conocidas (Hamburger University, McDonald Corporation o Apple University) son ya más de 2.000 las corporate universities de más de 50 países, con un crecimiento espectacular12.

Se tiene tendencia a menospreciar estas instituciones pues no tienen reconocimiento oficial como tales universidades y sirven a las empresas de las que dependen. Pero realizan  tareas formativas que las universidades no cubren –y por eso existen– y llevan a cabo también actividades de investigación, usualmente aplicada, que luego rentabilizan. En el fondo son una rama más del complejo sistema de formación post-secundaria, rama que complementa a las universidades a las que, eventualmente, puede llegar a sustituir al menos parcialmente, y en todo caso lo hace ya en tareas de reciclaje y actualización.

¿CULTURA SUPERIOR?

¿Y qué ha ocurrido, finalmente, con la función cultural? Detengámonos en ella pues es quizás la más afectada. De entrada porque las crecientes exigencias burocráticas de la función formadora y de la investigadora han privado a la universidad de la serenidad y la disponibilidad que demanda la creación de alta cultura. Los profesores  generan («manufacturan», señala alguna socióloga de la ciencia) conocimientos, y son evaluados por ello. Los estudiantes adquieren técnicas útiles, y son evaluados por ello. Pero la producción de alta cultura exige tiempo, serenidad, disponibilidad, estudio, mucha lectura, y nadie tiene tiempo ya, atrapados como estamos por las exigencias de la rentabilidad docente-investigadora y su rendición de cuentas. Basta analizar los criterios que maneja la ANECA para acreditar profesores para darse cuenta de que la creación de cultura no forma parte de su universo.

Los conglomerados mediáticos son hoy el espacio público de oferta y demanda de cultura, con una capacidad de penetración y una presencia y visibilidad que dejan obsoleta la anticuada tecnología universitaria

Pero no solo la oferta de cultura, también la demanda. Pues la emergencia de inmensas empresas mediáticas que combinan diversos soportes (prensa, edición de libros, radio, televisión, internet, cine), que necesitan imperiosamente contenidos que soportar, «manufacturar» y vender, y para las cuales la cultura es un «contenido» más, han ido fagocitando la tarea de la crítica de la cultura, ya sea de ideas políticas o sociales, de calidad literaria, de originalidad artística o musical. Los conglomerados mediáticos son hoy el espacio público de oferta y demanda de cultura, con una capacidad de penetración y una presencia y visibilidad que dejan obsoleta la anticuada tecnología universitaria.

Cierto que quienes elaboran esos contenidos son, con no poca frecuencia, profesores de universidad y en todo caso universitarios. Cierto también que quienes «consumen» esos contenidos culturales (y soy consciente de la demoledora reificación del lenguaje que utilizo, más con ánimo de denuncia que de descripción), son ese porcentaje creciente de población activa que, por haber sido formados en la universidad, constituyen el mercado y el target group de la oferta  cultural mediática, pues la nuestra es ya una sociedad repleta de intelectuales y expertos. La cultura es desde hace años (releamos a Simmel o Benjamin) industria de la cultura, con tanta importancia económica como la industria de los conocimientos, y más aún si la extendemos hasta abarcar el espectáculo (¿y no lo son la música, la ópera o el cine?). La principal industria exportadora de los Estados Unidos no es, por supuesto, General Motors, pero tampoco Apple o Microsoft, sino Hollywood.

De modo que el propio éxito de las universidades, al elevar el nivel cultural y científico de la población, ha generado un inmenso y rentabilísimo mercado de la cultura, que es hoy explotado por empresas mucho más poderosas y dinámicas que las  universidades. Y a cuyas exigencias, prioridades, agendas y calendarios se someten los creadores de la cultura, en el fondo (aunque lo ignoren) trabajadores autónomos de las empresas multimedia, en la nómina de uno u otro de los grandes grupos mediáticos. Ello, mientras sueñan con ser individuos libres y creativos, cuando no un rebelde transgresor.

Por «estallido» de la formación superior entiendo un complejo proceso en buena medida derivado del hecho de que, sociedades de gran complejidad tecnocientífica, exigen niveles crecientes de formación para la totalidad de sus trabajadores, sea cual sea su campo de especialización

 En resumen, por «estallido» de la formación superior entiendo un complejo proceso en buena medida derivado del hecho de que, sociedades de gran complejidad tecnocientífica, exigen niveles crecientes de formación para la totalidad de sus trabajadores, sea cual sea su campo de especialización.

La formación llamada «superior» (y hay que poner el concepto entre comillas) abarca a porcentajes crecientes de las cohortes de jóvenes, pero se proyecta en el tiempo a los adultos, lo que lleva a que sean las empresas las que asumen una gran parte de esa tarea (¿es eso formación «superior»?). Otro tanto ocurre con la función investigadora, que se dobla en «industrias del  conocimiento» claramente empresariales. Y de nuevo en la creación de alta cultura, que salta desde los claustros a los acertadamente denominados «medios» de comunicación.

Y no resisto la tentación de un comentario final al hilo de la coyuntura española. No sé bien cuántas leyes universitarias (o de educación) llevamos aprobadas desde la transición democrática. Sin duda muchas, pero he perdido la cuenta. Lo que sí sé es que son leyes que derogan leyes (que a su vez derogaban leyes), sabiendo que ellas mismas serán también  derogadas. Y los esfuerzos inútiles producen melancolía, al menos a quienes, desde cierta edad y experiencia, contemplamos tantas ilusiones y tantos fracasos.

De todas las leyes anteriores solo una, la LRU, era  imprescindible (y no digo buena sino imprescindible): había que adaptar el sistema universitario a la nueva Constitución de 1978, y no se podía hacer sino a través de una ley orgánica. Todo lo demás pudo arreglarse mediante revisiones y/o programas específicos, sin someter al cuerpo universitario a las tensiones derivadas de reformas sobre reformas, sobre reformas, todas ellas inacabadas. Nos hemos movido mucho, nos hemos  inquietado mucho, lo hemos cambiado casi todo varias veces, pero hemos avanzado poco, como muestran los rankings internacionales de universidades donde ocupamos lugares que dan sonrojo.

La reforma de la universidad española necesita, creo, no tanto leyes generales (en todo caso necesitaría deslegalizar muchas normas) como programas específicos

La reforma de la universidad española necesita, creo, no tanto leyes generales (en todo caso necesitaría deslegalizar muchas normas) como programas específicos. Menos regulación y más control a posteriori. Más transparencia y accountability y menos uniformidad. Mejores incentivos selectivos para apoyar lo bueno dejando que lo malo vaya desapareciendo por sí solo. Comparemos el éxito de las escuelas de negocios españolas, en un sector escasamente regulado, con el de las universidades, y saquemos consecuencias.

Es más, las leyes paralizan los procesos de reforma interna, e incluso la gestión ordinaria, a la espera de que se desarrollen sus previsiones, parálisis que pueden durar muchos años, y lo hemos visto recientemente. ¿No sería mejor, en lugar de pretender reformarlo todo con nuevas normativas, sin duda racionales (al modo napoleónico), abordar pequeñas reformas apoyadas por financiación en función de resultados, reformas cuya eficacia se pueda medir y revisar? ¿Por qué no probamos el  humilde trial-and-error en lugar de la mirada soberbia del legislador?

Frente a la arrogancia de quienes creen que se puede arreglar una institución mediante decretos o leyes, de una vez y para siempre, lo que necesitamos es la humildad de quien sabe que solo poco a poco, con mucho tesón, tocando esto hoy y aquello mañana, con prudencia, progresan de verdad los asuntos humanos. En todo caso con serenidad y tesón, constancia y perseverancia. Como quien cuida un jardín, año a año, poco a poco; no como quien construye una autopista o un trazado de AVE. No más ingeniería social, por favor.

NOTAS

1 Por Peter Drucker, Landmarks of Tomorrow, Harper, New York, 1959.

2 S. Aranowitz, The Knowledge Factory : Dismantling the Corporate University and Creating True Higher Learning, Beacon Press, Boston, 2001, p. 2.

3 Martin Trow, Reflections on the Transition from Elite to Mass to Universal Access: Forms and Phases of Higher Education in Modern Societies since WWII, International Handbook of Higher Education Philip Altbach, ed. Kluwer, 2005.

La Universidad española: entre Bolonia y Berlín, en Claves de Razón Práctica, 221, abril 2012, 32- 39.

5 Puede verse en https://www.oecd.org/spain/42309226.pdf (4-8-2013).

6 Op.cit.p. 66 y101.

7 Thomas L. Friedman, La tierra es plana, Ediciones Martinez Roca, 2006.

8 F. A. Hayek, The Road to Serfdom, Routledge, Londres, 1976, p. 146, nota 1.

9 C. Wright Mills, Power Elite, New York,1956.

10 Inicialmente Eisenhower utilizo la expresión military-industrial-congressional complex, pero eliminó luego la referencia al Congreso para evitar reacciones excesivas.

11 La idea de un CMI como motor de la tecnociencia ha dormitado durante bastantes años hasta que recientemente la ha revivido un gran experto en armamento americano, el historiador Chalmer Jhonson en su magna obra The Sorrows of Empire: Militarism, Secrecy, and the End of the Republic New York, Metropolitan Books, 2004.

12 Véase la web del Global Council on Corporate Universities: https://www.globalccu.com/

Catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Expresidente del Real Instituto Elcano. Vicepresidente de UNIR.