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De los libros es un capítulo de los Ensayos de Michel de Montaigne (1533-1599) que la editorial Nórdica publica en forma de libro exento. Esta edición, con ilustraciones de Max, se lee en un suspiro y deja un regusto amable, rúbrica habitual en los lectores del humanista de Burdeos.

De los libros (Ed. Nórdica), 64 págs.

Comienza Montaigne quitándose importancia (y responsabilidad) al advertir de su condición de amateur en todas las disciplinas del conocimiento humano: «Quien busque ciencia, que vaya a sacarla de donde mora; de nada hago yo menos profesión». Echa la culpa de su ignorancia a la falta de memoria, hace una defensa desacomplejada del plagio y pide al lector que se fije más en la manera en que aborda los temas que en los contenidos que vaya exponiendo.

Su manera de enjuiciar libros y autores podría caracterizarse como «crítica ligera con gran carga de profundidad»

Montaigne pasa de una idea a otra sin solución de continuidad, pero en la cabeza del lector la cadencia del discurso funciona y adquiere sentido: «No cuento con más sargento de línea que el azar para situar mis piezas: a medida que acuden mis cavilaciones, las voy apilando, ora se agolpan y ora van despacio y en fila». Es el fluir de la mente, la vida que en su movimiento constante se registra en la escritura. Un espejo de la inteligencia que nos devuelve la imagen —ondulante, compleja— de la realidad.

En De los libros podemos conocer a Montaigne a través de sus lecturas pues dice libremente lo que opina de todas las cosas (y si comparte comentarios, incluso, sobre aquellas cosas que están más allá de su conocimiento, lo hace para «manifestar hasta dónde alcanza mi capacidad y no hasta dónde alcanzan las cosas»). Su manera de enjuiciar libros y autores podría caracterizarse como «crítica ligera con gran carga de profundidad».

Recluido en su castillo desde los treinta y ocho años para consagrarse por entero a la escritura de sus EnsayosMontaigne se opone a la idea de la lectura como cilicio o tortura y declara abiertamente su visión hedonista de las letras, sin olvidar la dimensión ético-práctica del nosce te ipsum«Solo busco en los libros el gusto que me proporcione un honrado entretenimiento; o, si estudio, solo busco la ciencia que trate del conocimiento de mí mismo y que me instruya en un bien morir y un bien vivir». Si un libro se le atraganta, no tiene mayor empacho en abandonar su lectura y reemplazarlo por otro: «Nada hago si no es con buen humor, y el empeño y la presión excesiva me ciegan el entendimiento, lo amohínan y lo cansan».

Prefiere frecuentar a los autores antiguos que a los de su época, y de entre aquellos gusta más de los latinos que de los griegos. Reconoce haber perdido el interés por autores que en su juventud le entusiasmaban (como Ovidio y Ariosto), reivindica los múltiples significados de las fábulas de Esopo y proclama como a sus poetas predilectos a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio.

Los clásicos de la Antigüedad son para Montaigne el modelo perfecto, tanto a nivel estilístico como en el orden moral: no quisieron ser afectados ni rebuscados; supieron siempre acogerse a la mesura, el decoro y la contención; «les sobra con qué hacer reír, no necesitan las cosquillas». Este contraste queda ejemplificado mediante la Eneida de Virgilio, que consigue «hender los aires con vuelo alto y firme, sin perder el rumbo», frente al Orlando furioso de Ariosto, que «revolotea y brinca de cuento en cuento, como de rama en rama, por no fiarse de sus alas más que en trayectos breves y se posa cada dos por tres por temor a que le fallen el resuello y la fuerza».

Este tipo de símiles dota a su escritura de un encanto singular. En el ámbito del conocimiento, las obras que más concuerdan con su natural variabilidad son los Opúsculos de Plutarco y las Epístolas de Séneca, pues se puede empezar y dejar la lectura donde uno quiera, ya que no tienen continuidad entre sí ni dependen unos discursos de otros. Además, ambos autores «coinciden en la mayoría de sus opiniones útiles y certeras» y enseñan los pensamientos de los mejores filósofos de forma «sencilla» y «pertinente».

De Cicerón confiesa que su forma de escribir le resulta aburrida y le cansan sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías

De Cicerón, aunque le produzca gran admiración su filosofía moral, confiesa que su forma de escribir le resulta aburrida y le cansan sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías con los que alarga las presentaciones de las cosas, en vez de ir al grano: «No necesito aderezo ni salsa; como de buen grado las viandas crudas; y esos aperitivos para abrir boca, en vez de despertarme el apetito, antes bien me lo cansan y asquean». Disfruta sobre todo con los libros de Historia, donde el ser humano se le presenta «de forma más viva y más completa que en ningún otro lugar, con la variedad y verdad de sus sentimientos íntimos, de bulto y en detalle». En especial le atraen las biografías de personajes históricos, pues se detienen «más en las opiniones que en los acontecimientos y más en lo que sale de dentro que en lo que acontece fuera». Diógenes Laercio, César, Salustio, Cicerón… son los referentes que menciona en este punto.

En particular, las reflexiones de Montaigne sobre los libros de Historia, haciendo sutiles clasificaciones, dictámenes y matices, nos parecen las páginas más logradas del librito. Algo similar a lo que le gusta leer es lo que trata de llevar a cabo él mismo en sus Ensayos, inaugurando un nuevo género literario que representa el clasicismo en la modernidad y la modernidad en el clasicismo.

Adquirió Montaigne la costumbre de añadir al final de cada libro que leía la fecha en que lo había terminado de leer y la opinión que le había merecido. Pues bien: en la parte final recoge algunas de esas anotaciones que resultan ser precisas semblanzas y juicios sumarios sobre autores como Guicciardini, Philippe de Commyne o Martin du Bellay; pequeñas obras maestras de penetración psicológica y estilística de un género, el de la crítica impresionista, al que también supo adelantarse en el tiempo.

Espíritu perspicaz y lúcido

Al leer a Montaigne tiene uno la sensación de estar conversando con un amigo culto, irónico, refinado, agudo, nada pomposo ni afectado, ni pedante ni engreído. Tampoco cuando habla sobre libros cae Montaigne en la grandilocuencia, ni hace alardes de superávit de culturaDe los libros no es sino una muestra más del saber estar y decir de un espíritu perspicaz y lúcido que, sin darse importancia alguna, se derrama en reflexiones originales en torno a la escritura, los clásicos, el estilo literario o la fisonomía humana, para solaz de sus lectores.

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos.