Erótica y materna. Un viaje al universo femenino (Rialp, 2019), el nuevo libro de la neuropsiquiatra y psicoterapeuta Mariolina Ceriotti Migliarese, constituye el complemento indispensable a su anterior obra: Masculino. Fuerza, eros, ternura. Con ello, pretende simbólicamente destacar la necesidad de revalorizar uno de los fundamentos antropológicos esenciales del ser humano que hoy está en grave crisis: la alteridad sexual y la imprescindible complementariedad entre los sexos. Por esto, es importante insistir una y otra vez, tal como hace Ceriotti: «Cada cachorro humano necesita tanto de un padre como de una madre. Para el buen crecimiento son necesarios adultos dispuestos a madurar en la conciencia del deber específico de su propio código, aquel del que son portadores potenciales en base a su sexo».
Mariolina Ceriotti Migliarese: Erótica y materna. Un viaje al universo femenino. Rialp, 2019.
Las pérdidas de la revolución sexual
Desde la revolución del 68 hasta nuestros días el concepto y la propia vivencia de la maternidad ha experimentado fuertes cambios. La lucha por la igualdad en derechos y deberes entre los sexos fue a lo largo de siglos una batalla por la justicia y la dignidad de la mujer. Sin embargo, como afirmó Sigrid Undsted, «el movimiento feminista se ha ocupado tan sólo de las ganancias y no de las pérdidas de la liberación». En la década de los setenta, una vez alcanzada cierta igualdad, al menos formal, en derechos y deberes, comenzó un nuevo movimiento feminista de corte igualitarista cuya pretensión no era ya sólo la igualdad jurídica, sino la identidad con el varón en todas las facetas de la vida. En expresión de Jutta Burgraff, reclamaban una «igualdad funcional de los sexos». De las vindicaciones limitadas al ámbito público se pasó a la exigencia de igualdad también en la vida privada, reclamando la eliminación radical del tradicional reparto de papeles entre varón y mujer, lo que afectó a facetas tan íntimas como: las relaciones sexuales, la maternidad, la crianza de los hijos o el matrimonio. La mujer comenzó a renunciar a su propia esencia femenina, sin ser consciente del menoscabo que esto implicaría a largo plazo para su libertad y su pleno desarrollo personal. Al negar radicalmente la existencia de ciertos rasgos femeninos innatos, por vez primera en su historia, el movimiento feminista iba contra sí mismo, contra su propia razón de ser y se desnortaba autolesionando a las mujeres a las que en un principio defendió. La mujer asumió de forma espontánea, y sin queja alguna, que los roles masculinos eran los justos y oportunos, que debía imitarlos para lograr la igualdad, y adoptando un comportamiento y en ocasiones un aspecto varonil se traicionó a sí misma, sacrificando su alma femenina, a cambio de ser aceptada en el universo masculino. De este modo, ha llegado hasta la actualidad la idea, fuertemente implantada en la sociedad, de que trabajar en casa, ser buena esposa y madre, es atentatorio contra la dignidad de la mujer, algo humillante que la degrada, esclaviza e impide desarrollarse en plenitud. Y que, para ser una mujer moderna, es preciso previamente liberarse del yugo de la feminidad, en especial de la maternidad, entendida como un signo de represión y subordinación: la tiranía de la procreación.
Erótica y materna apela a ese modelo de mujer que, habiendo sido madre, sabe guardar la medida adecuada de su parte “erótica”, es decir, de su ser mujer, sin permitir que quede anulado o devorado por su lado maternal.
Así, en la actualidad, como expone la autora, «se está produciendo una transformación progresiva en nuestros principales códigos simbólicos» y nos encontramos con mujeres que renuncian abiertamente a tener hijos, porque entienden que «maternal es sinónimo de sacrificial»; y otras que, habiendo sido madres, sufren desviaciones en el ejercicio de la maternidad. La mujer-madre “equilibrada”, es decir, aquella que habiendo sido madre y ejerciendo orgullosa una maternidad plena no renuncia a su propio desarrollo personal y profesional, tratando de encontrar el punto medio de la balanza entre ambos ámbitos de su vida, es difícil de encontrar.
El título de la obra de Mariolina Ceriotti, Erótica y materna, va dedicado precisamente a ese modelo femenino-maternal de mujer que, habiendo sido madre, sabe guardar la medida adecuada de su parte “erótica”, es decir, de su ser mujer, sin permitir que quede anulado o devorado por su lado maternal. Se trata de aquella madre que no es toda y solo madre, en beneficio, no únicamente de ella misma y de su propio crecimiento personal, sino en claro beneficio de sus hijos y de su pareja. Este modelo de mujer será más libre y dará más libertad y autonomía a sus propios hijos. «Lo erótico y lo maternal, el amor de sí y el amor al otro, son dos componentes inescindibles de la condición femenina… ambos deben encontrar un equilibrio y una integración mutuas».
La buena madre
Si bien es cierto que en los primeros años de vida de los vástagos el apego materno-filial que se crea es muy fuerte, toda madre debe ser consciente de la necesidad de conjugarlo con ciertas dosis de “desapego” para que la relación sea equilibrada y sana. La relación madre/hijo no debe ser exclusiva y excluyente; desde el primer momento la madre debe hacer frente al desafío de lograr, como afirma Ceriotti, «la justa distancia emotiva y física…vigilarla continuamente y redefinirla en función del momento evolutivo del hijo».
La enorme fuerza del vínculo materno-filial presenta riesgos. Las mujeres corremos el peligro de transformar con suma facilidad el instinto de donación que nos caracteriza, en instinto de posesión y de exclusión, y convertir la solicitud en un control exhaustivo y agotador; creando entre la madre y el hijo un «continuum psicofísico especial, que da forma a una relación de pertenencia e influencia mutuas». Como señala Ceriotti, cuando la madre transforma su amor en apropiación y control, «sin proponérselo, acaba cargando al hijo con una deuda de gratitud imposible de saldar y culpabilizadora, que también le va a condicionar en sus decisiones afectivas de adulto». En estas circunstancias, es misión del padre salvar a la madre y al hijo de ese peligro; especialmente aquellas madres demasiado ansiosas o preocupadas que le transmiten una percepción del mundo como un lugar plagado de peligros y, en consecuencia, la idea de que solo estará a salvo en el regazo materno.
La dación de amor de las madres, el instinto amoroso materno, puede volverse en nuestra contra en ausencia de padre (o ante un padre “insignificante”), pues un amor ilimitado puede asfixiar a los hijos. La madre teje alrededor de los hijos un «útero virtual» (Naouri, 2008) con el fin, consciente o no, de mantenerlo indefinidamente en su interior. En estas circunstancias de simbiosis madre/hijo, «sofocante y antivital» (Risé, 2006), al padre correspondería dotar al hijo de libertad frente a la posesión obsesiva de la madre.
La madre, en ausencia de padre o cuando éste no es significativo, puede desarrollar, en palabras de Aldo Naouri, un «amor caníbal”, capaz de devorar a sus hijos; no se desvincula de ellos, lo que no permite que éstos adquieran su propia identidad como sujetos independientes y se sientan siempre como una prolongación de la madre. En palabras de Sullerot, en estas circunstancias, «el hijo no es más que un pedazo de la madre y el padre no es nada».
La dación de amor de las madres, el instinto amoroso materno, puede volverse en nuestra contra en ausencia de padre.
Cuando la madre no es capaz de liberar al hijo de sí misma en la justa medida, corresponde al padre, con una presencia real y afectuosa, reconducir la relación a sus justos términos para el bien de ambos. Debemos ser conscientes de que el seno materno es íntimamente acogedor, pero a la vez es profundamente limitativo. La entrada del padre en esa unidad abre al hijo a la necesaria relación con el mundo que le va a permitir desarrollarse como persona de forma plena fuera del influjo del regazo materno. En todas las culturas, la separación del hijo de la madre es un hecho esencial, un momento decisivo, no sólo para la vida del hijo y de la propia madre, sino para la entera sociedad. En palabras de Ceriotti, el hijo verdaderamente libre desde el punto de vista psíquico es el hijo de «la pareja». Por ello, señala la autora que la mujer que respeta al hombre y le permite cumplir el cometido que le corresponde, en complicidad y complementariedad con ella, será una «buena madre» en la medida que le permite a él ser padre.
La madre narcisista y el hijo producto
Pero, entre las desviaciones de la maternidad expuestas por Ceriotti, es muy usual en la actualidad encontrar madres cuya maternidad “devora” su lado femenino. Se anulan como mujeres al centrar el sentido de su vida sola y exclusivamente en la maternidad. Este fenómeno se da especialmente entre aquellas mujeres que han optado por la maternidad en soledad, muchas de ellas por técnicas de reproducción asistida, cuyo número está aumentando de forma alarmante y exponencial en los último años. En España, este perfil subió en 2018 un 13%. En algunas Comunidades como Baleares, el aumento es del 96% (datos proporcionados por El Mundo, 15 septiembre 2019). El neofeminismo de la década de los 70 se resumía en la reivindicación «mi cuerpo es mío». La mujer, al apropiarse de su cuerpo, del embrión, del hijo, pretendía apropiarse también de la parentalidad, marginando o negando al padre. La mujer, con los medios anticonceptivos, adquirió un sentimiento de propiedad absoluta sobre los hijos. Desde entonces «la paternidad está determinada por la madre» (Sullerot, 1993), depende por completo de su voluntad y deseos.
Pero tener un hijo siguiendo simplemente los deseos o sentimientos del momento supone en muchos casos un ejercicio de individualismo narcisista que perjudicará la estabilidad y equilibrio personal del niño. En este sentido, el Comité de Bioética de España, en 2017, alertó sobre los riesgos que se desprenden de basar una decisión tan relevante en los meros deseos: «Frecuentemente se ha sostenido que el deseo de tener un hijo es la mejor garantía de que será querido y cuidado. Pero no es exactamente así (…) Nuestra sociedad ha tendido a promover la satisfacción de los propios deseos, pero no tanto a asumir las responsabilidades que esos deseos pueden traer consigo (…) aunque exista el deseo y se mantenga firme a lo largo del tiempo, no asegura que el hijo vaya a recibir los mejores cuidados y educación. Para ello, es necesario que ese deseo no sea patológico, inmaduro o egoísta».
Además, cuando un hijo es muy planificado, cuando es «producido”, especialmente por técnicas de reproducción asistida, se da lugar, entre otras, a una consecuencia para el hijo indeseada, lo que Habermas (2019) califica como un «menoscabo de su autocomprensión moral». Pues al “crear” al hijo mediante un procedimiento tan planificado éste resulta sustraído de toda contingencia, espontaneidad o improvisación, que de algún modo existe en el inicio natural de la vida en general. Aquel hijo, nace sometido a una relación de dominio, por lo que será menos libre (“la libertad humana requiere un comienzo indisponible”), pues los hijos son libres cuando su llegada al mundo escapa de nuestro control, cuando en su advenimiento influye «cierto factor de riesgo» o «la ayuda parcial del azar en la actividad sexual de sus padres» (Naouri, 2005); cuando no nos deben la vida a nosotros sino a un proceso vital, como ha sucedido en las generaciones precedentes.
Al niño programado se le exige inconscientemente por la madre que “lo encargó” lo mismo que se exige actualmente con otros productos de nuestra sociedad: que sea perfecto, que funcione bien, que no decepcione jamás, que cumpla las expectativas que se depositaron en él cuando fue «creado”. Lo que generará ansiedad en la madre y, en consecuencia, los correspondientes sentimientos de angustia e inseguridad en el hijo-producto-posesión. En cambio, el niño no planificado, el niño «sorpresa» será siempre más libre porque, como afirma Ceriotti, «su vida no está pensada para responder a una necesidad de sus progenitores», lo que permite a aquellos encontrar «la distancia emotiva necesaria para apoyarle y guiarle sin pretender el control de su vida».
Vuelta al equilibrio entre los sexos
Hablar del padre y de la madre, del varón y de la mujer y de la existencia de unas características propias de la educación paterna diferentes de las propias de la educación materna, como hace Ceriotti, implica presuponer la existencia de unas diferencias inherentes, naturales, entre hombre y mujer; significa reconocer la alteridad sexual como fundamento antropológico esencial y el dimorfismo sexual como parte de la naturaleza humana.
El intento de vivir sin una identidad, femenina o masculina, está provocando frustración, desesperación e infelicidad entre muchas personas incapaces de ir en contra de su propia esencia. La crisis de identidad personal es el principal problema de la sociedad contemporánea en los países desarrollados. En esta situación, cuando la sociedad pierde el sentido de una de las variantes humanas, como la diferencia sexual que funda y estructura a la vez la personalidad y la vida social, no puede sorprendernos constatar la alteración del sentido de la realidad y de las verdades objetivas.
Es urgente que la mujer recobre su esencia, vuelva a ser ella misma, diferente del varón y por ello única y especial. Su capacidad de tener hijos aporta un sentido biológico a su vida de tal magnitud que sería suficiente para justificar su existencia. Esto le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica. Las mujeres nacen con una explicación natural de su propia valía. En palabras de Gurian (2004), la niña nace con un sentido innato de su significado personal. Juan Pablo II se refería a este don femenino como «el genio de la mujer». Y Burggraf (1990) lo definía como esa delicada sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos de los demás, esa capacidad de darse cuenta de sus posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar, cuidadosamente, con una especial capacidad de mostrar el amor de un modo concreto, y desarrollar la “ética del cuidado”. Pero, como afirma Ceriotti, «si la mujer pierde conciencia de sí misma y de los dones que porta, la vida de todos se empobrece, se vacía y se vuelve más árida».
El intento de vivir sin una identidad, femenina o masculina, está provocando frustración, desesperación e infelicidad entre muchas personas incapaces de ir en contra de su propia esencia.
Además, las mujeres no deben perder de vista que, como señaló Blanca de Castilla (2002), «la única defensa eficaz de la maternidad es que haya varones que descubran la paternidad». Y, sin duda, la persona que más puede influir positivamente en un hombre para que ejerza correctamente su papel de padre es su esposa, con su apoyo y valoración. Para ello, como afirma Ceriotti, «la mujer tendría que ser compañera del hombre, en la igualdad absoluta de valor y en la diferencia profunda del ser». Sin embargo, las realidad es que «nunca hasta hoy hemos tenido tan cercana la posibilidad de comprender la igualdad de valor entre los sexos, su reciprocidad en la diferencia. Y al mismo tiempo, nunca nos hemos encontrado más alejados, desviados y confundidos, al convivir en una cultura que niega el valor de la diferencia. Precisamente en esto reside la paradoja de nuestro mundo actual».
En definitiva, estamos ante un libro que se propone aportar elementos de reflexión sobre la condición femenina, sobre la mujer, «esa parte del género humano que concede (o no) el acceso a la vida», sobre la compañera del hombre. Un tema fundamental para el sexo femenino pero también para los hombres que necesitan aprender a comprender mejor a las mujeres, con el objetivo de reencontrarse, respetarse y quererse, dentro del reconocimiento de la diferencia que nos complementa y equilibra.