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En el momento de escribir estas líneas, la democracia española se encamina, tras cuatro elecciones generales en cuatro años, hacia la formación del primer gobierno de coalición en el ámbito nacional. El tradicional bipartidismo imperfecto que caracterizó el sistema de partidos español comenzó a fragmentarse en las elecciones europeas de 2014, dando expresión a la profunda crisis económica y política vivida en España. Primero, 5,7 millones de electores fueron abandonando al PSOE todavía en el gobierno, entre 2008 y 2011, lo que permitió la construcción electoral de Podemos. Poco después, Ciudadanos saltó a la arena nacional sobre los 3,6 millones de electores que abandonaban el PP, también en el gobierno de 2011 a 2015, en esta ocasión sumando a la gestión de la crisis económica la crisis catalana y la de sus propios casos de corrupción.

En 2016, los antiguos bloques izquierda-derecha ya se habían fragmentado, un proceso que continuó en las elecciones de abril de 2019, con el derrumbe de PP y la irrupción de Vox. Además, la política española no se entiende sin la existencia de un tercer bloque que, si bien de menor magnitud, es determinante en la formación de gobiernos y en la construcción de la agenda política nacional: los partidos nacionalistas.

Frente a las críticas a la fragmentación, defiendo su utilidad, porque demuestra que la política española ha sido capaz de encontrar cauces de expresión de su creciente pluralidad. Es la sociedad la que se fractura, al mismo tiempo que grandes sectores sociales desconfían de las fórmulas políticas habituales.

En donde los partidos tradicionales fracasaban, la sociedad ha sabido agrupar preferencias y traducirlas en una mezcla de viejas y nuevas organizaciones políticas que repolitizan su expresión a través de cauces institucionales. Defiendo que los grandes partidos españoles se han adaptado y han sobrevivido a una crisis de legitimidad global mejor que muchas de las históricas formaciones políticas europeas que, desde posiciones hegemónicas, han pasado a la irrelevancia o directamente han desaparecido. Y esto ha sido así gracias a una cultura política que no siempre hemos sabido valorar, así como a la flexibilidad y solidez demostrada por el sistema electoral (a pesar, o precisamente, gracias a sus conocidas imperfecciones), y también por el propio diseño institucional español, que exige revalidar en el Parlamento lo ganado en la calle para, tras el momento de expresión social, pasar a otro estrictamente político: el de los acuerdos para formar gobierno.

En situaciones de bloqueo o de fuertes disputas internas, el recurso al líder fuerte tiene ventajas organizativas, pero también graves inconvenientes

Justo en este punto es donde arrecian las críticas, pues ya que la fragmentación del voto incrementa el número de partidos parlamentarios, dificultando los acuerdos de gobierno, tanta repetición electoral no sería más que una manifestación de un sistema electoral que no ha logrado reducir el número de partidos, evitando así los actuales problemas de gobernabilidad. Quienes esto defienden olvidan que, en un buen diseño institucional, cada cual tiene su cometido y la misión del sistema electoral y del sistema de partidos es la de expresar adecuadamente las preferencias ciudadanas, incluidas las fracturas sociales, lo que constituye la base misma de la legitimidad del sistema democrático. Alcanzar acuerdos para conformar gobiernos corresponde a los líderes y partidos parlamentarios, sobre las bases de esa expresión en términos de diputados, que ellos mismos han contribuido a generar en sus contiendas electorales. Mi tesis es que, lo que falla, no son las normas institucionales, ni siquiera aquellas que ordenan la investidura, sino las estructuras de los partidos, tradicionales o nuevos, el tipo de contienda electoral a la que nos someten los nuevos y viejos medios de comunicación y, sobre todo, el tipo de liderazgo que partidos y medios de comunicación generan.

PARTIDOS DÉBILES, LÍDERES FUERTES Y EFÍMEROS

Los partidos son criaturas resilientes y temerosas de los cambios de humor de su electorado, lentos pero siempre dispuestos a adaptarse. Los partidos tradicionales españoles acabaron tomando conciencia de que la crisis económica y política les había pillado ensimismados, satisfechos de sus logros y relativamente «a salvo de los caprichos del electorado». Los socialistas, desalojados de la gran mayoría de las instituciones y con pérdidas electorales impensables poco antes, iniciaron la carrera por incorporar medidas de relegitimación con sus afiliados y electores; elecciones internas directas entre todos los afiliados para la elección del líder interno, reintroducción de las primarias para la elección de algunos candidatos electorales, y otras medidas de «consulta directa» a afiliados y electores para determinadas decisiones. Sin embargo, estos procesos de «democratización aparente» (José Antonio Gómez-Yáñez y Joan Navarro en Desprivatizar los partidos, Gedisa, 2019), incorporados después, en mayor o menor medida, por casi todos los partidos nacionales, y diseñados no como instrumentos de apertura social sino como mecanismos de relegitimación de las direcciones partidarias, han generado la mayor concentración de poder en torno al líder y su equipo jamás conocida en nuestra democracia.

Nuestros partidos provienen de dos tradiciones europeas, la socialdemócrata y la democratacristiana, con una larga experiencia en organizaciones políticas con fuertes controles y contrapesos internos que reflejan complejos equilibrios y luchas de poder entre grupos sociales diversos (socialdemócrata) o entre fuertes personalidades (democratacristiana). El recurso a la elección directa de los líderes (de tradición anglosajona y sobre todo americana), con evidentes ventajas en términos de movilización preelectoral, aporta, además, un plus de legitimidad al ganador que le permite rodearse de equipos fieles y transformar en meros trámites los tradicionales controles internos de la organización.

Un partido debilitado, un líder fuerte y efímero. ¿Cómo extrañarnos de la escasa disposición al pacto en la política española?

En situaciones de bloqueo o de fuertes disputas internas, el recurso al líder fuerte tiene ventajas organizativas, pero también graves inconvenientes. La ausencia de controles internos facilita la transformación de la dirección de los partidos en aparatos electorales de apoyo al líder, ganando en eficacia electoral a corto plazo lo que se pierde en pluralidad y capacidad de representación. La organización se debilita al ser la crítica o la discrepancia rápidamente estigmatizada como deslealtad. El líder y su equipo carecen de incentivos para establecer tediosos acuerdos internos. La antigua «mesa camilla», si bien poco democrática, representaba una cierta correlación de fuerzas internas, que ahora es sustituida por el «círculo íntimo», cuya continuidad está estrechamente vinculada a la del propio líder. Paradójicamente, el recurso directo a los afiliados y los electores, que permite la mayor concentración de poder y recursos en torno a un líder fuerte, lo atrapa en un círculo de soledad, pues no existen incentivos para tejer alianzas internas, que siempre constituyeron las bases tradicionales de la política. Así mismo, la ausencia de controles internos debilita a la organización y la aísla de sus propios afiliados y electores en el medio plazo, ya que estos solo pueden esperar cambios bruscos de liderazgo y equipos, y «suerte» en la arena electoral. Un partido debilitado, un líder fuerte y efímero. ¿Cómo extrañarnos de la escasa disposición al pacto en la política española?

EL PASADO NUNCA VUELVE

Después de que la familia Kennedy, consciente de que su candidato nunca lograría el apoyo de la Convención Demócrata a la presidencia de los EE.UU., apostó por crear un equipo de campaña fuera del partido y que John F. frecuentara la televisión, un medio de comunicación entonces considerado frívolo, la política nunca más volvió a los salones de convenciones. La actividad política aprende, evoluciona, encuentra o produce nuevas dificultades y, en el mejor de los casos, las integra en una síntesis, no necesariamente mejor, pero siempre distinta.

A pesar de que las nuevas formaciones políticas tienen pendiente superar la crisis más determinante, la sucesión de su fundador, la fragmentación del sistema de partidos ha llegado para quedarse. No es posible ni relevante saber cómo evolucionarán las actuales fuerzas políticas, pues ya sabemos de la capacidad de la sociedad española de crear otras nuevas. Solo drásticos cambios en el sistema electoral podrían cambiar el panorama actual, y me temo que no necesariamente a mejor.

Sin embargo, sí me atrevería a aventurar que, manteniéndose estable el sistema electoral, y habida cuenta de las escasas diferencias programáticas reales entre las ofertas programáticas de partidos colindantes, la proximidad y la alta volatilidad de sus electorados, así como los altos incentivos en términos de asignación de escaños a las coaliciones electorales para los subsistemas mayoritarios e intermedios (provincias de menos de siete diputados), muchas coaliciones de gobierno se irán conformado mediante el recurso a alianzas preelectorales, hoy todavía casi inéditas. Los siguientes gobiernos serán de coalición en proporciones cada vez mayores, lo que provocará cambios en el funcionamiento de las organizaciones políticas y, a su vez, en los tipos de liderazgo que estas produzcan.

Empecemos por dejar de considerar a los partidos como entidades privadas, no lo son. Tienen encomendadas funciones constitucionales básicas, sin las cuales, simplemente, la democracia es imposible

Sin embargo, en el medio plazo, los partidos deberán encontrar una nueva síntesis para una vieja tensión entre el «partido demanda» como herramienta de movilización y pertenencia de un electorado y una ciudadanía en permanente transformación, hoy quizás subestimado, y el «partido oferta» como herramienta mediática al servicio del candidato electoral, hoy quizás sobrevalorado. En una sociedad donde el sentido mismo de la intermediación se transforma y la economía de plataformas invierte los términos de las relaciones económicas, los partidos políticos seguirán experimentando no pocos cambios.

¿QUÉ HACER MIENTRAS TANTO?

Empecemos por dejar de considerar a los partidos como entidades privadas, no lo son (propuestas elaboradas por el Foro + democracia (www.masdemocracia.org). Tienen encomendadas funciones constitucionales básicas, sin las cuales, simplemente, la democracia es imposible. Su funcionamiento interno no puede quedar en manos únicamente de los intereses de sus miembros o de sus direcciones temporales. Los partidos deben cumplir el precepto constitucional de un funcionamiento interno democrático, que posibilite el derecho básico a la participación política efectiva.

Necesitamos una ley de partidos que, como la alemana, proteja e incentive la figura del afiliado como sujeto activo del derecho a la participación política y establezca controles y contrapesos en el ejercicio de la dirección política interna. Necesitamos, singularmente, avanzar en la democratización de los sistemas de competición interna en la selección de candidatos electorales, probablemente la función más importante de los partidos, sin la cual la eficacia del derecho constitucional al sufragio pasivo queda secuestrado por una pequeña oligarquía orgánica. Las primarias para selección de candidatos electorales han llegado para quedarse, pero tenemos que hacerlas bien, no al servicio de quienes las convocan, sino de la sociedad a la que pretenden representar. La regulación del sistema electoral debe contemplar los procesos de selección de los candidatos en el interior de los partidos, con normas comunes que garanticen su funcionamiento democrático bajo la supervisión de las Juntas Electorales. El proceso electoral no comienza con la notificación de las candidaturas por parte de los partidos, sino cuando, tras la convocatoria electoral, los partidos deben ser llamados a seleccionar a sus candidatos mediante un proceso de participación al servicio de sus afiliados y electores, y no como una fase más de la batalla por el control del poder interno. Aun siendo consciente de la dificultad de separar ambas esferas, creo que debemos introducir incentivos para que los partidos seleccionen y ofrezcan candidaturas que sirvan para mejorar sus posiciones electorales gracias a la proximidad con sus electores, un valor hoy bastante desatendido.

Necesitamos una ley de partidos que, como la alemana, proteja la figura del afiliado y
establezca controles y contrapesos en el ejercicio de la dirección política interna

Los partidos deben dejar de ser el agujero negro de la democracia. Sin duda evolucionarán y se adaptarán a los cambios sociales, pero a estas viejas y denostadas instituciones debemos ayudarlas a cumplir su misión de agregar preferencias sociales en términos de participación y apertura social, y a que seleccionen sus candidatos electorales sin que la única mirada sea el control y la lucha por el poder interno. Se puede hacer, y existen ya buenas experiencias. Quizás ayude, sin desviar la atención sobre la siguiente campaña, volver a pensar en el medio plazo, en la vieja y noble idea del legado. Es importante, porque, con partidos débiles, la democracia es siempre frágil.

Sociólogo. Confundador del Foro + Democracia