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Carlos II de España siempre ha tenido mala imagen. La tuvo desde que Pierre de Villars, marqués de Villars y embajador francés en España, escribió sus Memorias de la corte de España desde 1679 hasta 1681. La influencia del diplomático fue tal que varias generaciones de españoles hemos estudiado una Historia de España en la que la degeneración del monarca crecía paralela al descrédito y hundimiento de nuestro país.

 Sorprendentemente, la historiografía moderna tampoco ha aportado nuevos estudios dignos de mención, salvo los volúmenes del duque de Maura que, quizá por ser duque, resultaba sospechoso en su admiración hacia el monarca «hechizado». Sólo recientemente esas lagunas se han empezado a llenar, sobre todo gracias a investigadores españoles que han descubierto unos documentos y una época terriblemente desdibujados por el desdén de la ignorancia.
Quizá por eso, el volumen que acaba de publicar el Centro de Estudios Europa Hispánica titulado Carlos II, el rey y su entorno cortesano resulta particularmente interesante. Se trata de un conjunto de ensayos —once para ser exactos— de otros tantos especialistas, que abarcan desde la vida del monarca, a su actividad política y artística. Están precedidos por otro artículo de Luis Ribot, director de la obra, titulado El rey ante el espejo. Historia y memoria de Carlos II, que centra todo el volumen. Este texto resulta particularmente interesante por la imagen que ofrece del rey, gracias a numerosos documentos de la época, entre otros a los del duque de Montalvo, especialmente las confidencias que hace a Pedro de Ronquillo. Se agradece lo bien escrito que está. Se lee como una amena novela. Realmente nunca he entendido que los trabajos de investigación deben ser aburridos y estar mal escritos.
Tampoco es que Ribot maquille la imagen del soberano, no. Explica lo poco dado que era a las tareas de gobierno. Pero lo hace siempre por boca de sus ayudantes: Medinaceli, Oropesa y el propio Fernando de Moncada,octavo duque de Montalvo. Me resulta particularmente chocante la abulia que Moncada atribuye al rey y su falta de voluntad respecto a su esposa María Luisa de Orleans, con el empeño con que se comporta en algunas reuniones del Consejo de Estado.
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Que no le gustaba trabajar a Carlos II es algo que describen todos sus ayudantes, por lo menos los que tenían trato con el. Lo cual nos hace también pensar en la reacción posterior de los Borbones hacia el entorno cortesano español: aquello de utilizarlos y borbonear, estaría más que justificado.
Resultan más benevolentes las descripciones que hacen los extranjeros del monarca como Sebastiano Foscarini. Fue embajador de la República de Venecia desde 1682 a 1686 y trazó un retrato real que Ribot no quiere eludir: «Tiene la piel delicada y blanca, la frente grande, los ojos bonitos y dulce la mirada, el rostro muy largo y estrecho, los labios muy grandes como todos los de la Casa de Austria, y la boca grande, la nariz extremadamente aguileña, el mentón puntiagudo y levantado, los cabellos rubios y espesos, muy lisos y pasados por detrás de las orejas, la estatura bastante alta, recta y ágil, las piernas delgadas muy juntas…». Repasando esta descripción uno no entiende los estilismos que se hacía tan poco favorecedores. Valga como botón de muestra el retrato, que se reproduce en estas páginas de Carlos II como gran maestre de la Orden del Toisón de Oro que se encuentra en el castillo de Rohrau en Austria. Más que un gran maestre parece un auténtico payaso, pero quizá los asesores en aquel momento le estaban criticando más que asesorando. Es verdad que no tenía a un Velázquez para trazar la efigie real con la maestría y rotundidad que hubiera necesitado su cuerpo, pero no es menos cierto que los retratos, dibujos y grabados que han llegado hasta nosotros ofrecen una apariencia francamente mejorable en el último eslabón de la Casa de Austria.
Si extraordinario resulta el ensayo de Ribot, la parte final, dedicada a la visión que del rey nos han dejado los dos últimos siglos, resulta muy reveladora. Maura se encargó no sólo de romper con la tradición sino también de reescribir la historia en lo que a la sucesión del rey se refiere. A Maura le siguieron con posterioridad Henry Kamen, Antonio Domínguez Ortiz, Calvo Poyato, Contreras y el propio Ribot. Por eso resulta de agradecer el apunte final, a modo de resumen, que ofrece el coordinador de la obra: «Carlos II recibió una escasa formación para el oficio de rey y adoleció de una notoria debilidad de carácter y falta de criterio, en buena parte por su escasa confianza en sí mismo y en sus propias opiniones: otros importantes defectos suyos fueron la irresolución y la volubilidad. Las personalidades más fuertes influían poderosamente sobre él; más aún si eran las mujeres de su propia familia: su madre y sus dos esposas, que se situaban por tanto a su propio nivel. También puede achacársele su poca dedicación a las tareas de gobierno, al menos durante buena parte de su vida. Sin embargo queda fuera de toda duda la normalidad de su inteligencia y es muy probable que, pese a su debilidad, fuera un ser perfectamente normal desde el punto de vista físico…». Me dirán, lo sé, que si esta es una visión diferente y más certera del monarca cómo debió ser aquella que le acompañó en vida o inmediatamente después de su muerte. Y tiene razón, pero me remito a lo que decía antes: los Austrias siempre han tenido mala fama en vida. Quizá aquel maldito entorno… o que no se sabían rodear de colaboradores fieles, pero probablemente había algo más.
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DE LA EDUCACIÓN DEL REY NIÑO AL PRÍNCIPE ABSTRACTO
No se trata, al menos lo creo así, desgranar en estas líneas el contenido del libro sino en ofrecer un abanico de los temas tratados para picar la curiosidad al que lea estas líneas. Como he dicho un poco antes, hay capítulos para todos los gustos, pero sin duda los que aluden a la biografía real tienen un interés especial. Los de Josefina Castillo, Tratados para la educación del rey niño; Adolfo Carrasco Martínez, El príncipe deliberante abstracto, y María Victoria López-Cordón Cortezo, Las mujeres en la vida de Carlos II, son apasionantes aunque se solapen entre ellos en algunos apartados o desarrollen lo ya anunciado por Ribot.
Interesantísimo el de Antonio Álvarez-Ossorio Alvariño sobre La piedad de Carlos II, con una bibliografía sorprendente y novedosa. Y donde el libro ya se convierte en un festín es en los tres «artísticos»: José Luis Sancho y José Luis Souto, El arte regio y la imagen del soberano; Ángel Aterido, Pintores y pinturas en la corte de Carlos II, y, sobre todo, en el de Miguel Morán Turina sobre Carlos II y El Escorial. Y es que no sólo acompañan las imágenes —magníficamente reproducidas por cierto— de cuadros, dibujos, diseños o arquitecturas, sino que ofrecen una visión muy novedosa de la relación del monarca con el arte, particularmente con el monasterio de El Escorial, al que Carlos II dedicó los cuidados y atención que no tuvo ni con sus mujeres ni con el gobierno de España.
Los artículos de Carmen Sanz Ayán, La fiesta cortesana en tiempos de Carlos II; Begoña Lolo, La música en la corte de Carlos II, y Eliseo Serrano, Los viajes de Carlos II, me han interesado menos pero, el especialista que busque referencias no se sentirá defraudado. Si hay que hacer algún reproche es la repetición innecesaria del nombre de Carlos II en casi todos los títulos de los capítulos, pero este es un aviso que cabría hacer al coordinador y, como he dicho, Ribot se ha ganado ya mi respeto.
Pero el capítulo final no defrauda. Juan A. Sánchez Belén recoge en La muerte os sienta tan bien, majestad no sólo los sermones evidentemente laudatorios hacía el monarca fallecido, sino también algunas interesantes consideraciones sobre la cuestión sucesoria y el final del rey pasmado.
El esfuerzo gráfico en la ilustración del libro queda patente en la página dedicada a los créditos fotográficos. Es muy de agradecer el esfuerzo realizado, aunque se podrían haber incorporado algunas imágenes más: tal es la calidad de la obra y el esfuerzo realizado. ¿Lo mejor? Que en cada línea se encuentra un nuevo dato, una referencia novedosa, un apunte sorprendente. Hay libros que, por su tamaño o vistosidad, nacen con la única idea de ser un acompañamiento lujoso para una mesa de salón. No es el caso. Este es ya un libro de referencia para el estudio de Carlos II y su época. Un libro hermoso, sin duda, pero sobre todo interesante. Y cabe por ello felicitar a la fundación que dirige José Luis Colomer por su edición y por el planteamiento científico original y final que tiene la obra.
DIRECTOR DE ARS MAGAZINE