Tiempo de lectura: 9 min.

La poesía de Francisco Brines se reconoce, distingue y caracteriza por esto: por la emocionada y emocionante lucidez que produce lo que podemos llamar su coherencia. Una coherencia que —conviene decirlo— no deriva de la mecánica e implacable aplicación de un sistema, sino de la escrupulosa vivencia de ese profundo sentido de lo sagrado que se da sólo en la más absoluta intimidad: la del yo enfrentado a la angustia de ser y de dejar de ser, la del yo frente al terror y al horror que en los humanos produce, más que el ser, el sí mismo.

Carlos Bousoño ha denominado metafísica a esta poesía que es, a la vez, conocimiento y emoción, y que se constituye en una salvadora fortaleza: «La poesía era también, pues, mi fortaleza» ha escrito Brines en un texto —«La certidumbre de la poesía»— que puede considerarse como su poética y en el que su autor describe lo que el poema aporta y lo que la poesía es. El poema para Brines es «la conciencia dramática del vivir». Por eso «no suele crecer en el estéril territorio de la certeza», sino en y desde «la necesidad». Y, por eso, la poesía funciona en él como «un desvelamiento». La «conciencia dramática del vivir» —que constituye su base perceptiva— determina lo que otro de sus estudiosos, José Andújar Almansa, ha llamado su «ética de lo trágico» e informa de lo que el propio Brines ha reconocido como su moral: «una moral de estirpe clásica», para la que propone la calificación de «estoica». El pensamiento poético de Brines posee una metafísica y una ontologia definidas, que implican una ética precisa y que configuran también una muy clara posición moral.

Antes me referí a su profunda coherencia; ahora hay que indicar otro principio que recorre su obra: la unidad. Alejandro Duque Amusco ha insistido en ello: según él, «el proceso creativo» de Brines «es una fiel insistencia sobre la misma idea matriz». No es, pues, un poeta que proceda por saltos: en él hay un mundo, muy pronto y muy bien delimitado, al que el propio desarrollo y la experiencia de la vida irán dando contornos cada vez más precisos, en los que el dualismo que articula su base se verá sometido a un intenso proceso dialéctico, en el que, más que cambios bruscos, hay una creciente y coherente evolución. José Olivio Jiménez lo ha explicado muy bien. Para él, como para Alejandro Duque Amusco, en Las brasas, el primer libro publicado por Brines, «está el germen» de toda su poesía posterior. Para el gran crítico cubano, la poesía primera de Brines se inscribe dentro del «concepto rilkeano de la soledad como ámbito y sostén», practica la técnica de la objetivación —patente en el enfoque azoriniano y velazqueño de ese cuarto en penumbra, invadido por la inclinación del sol, en el que está sentado alguien / que es un bulto de sombra— y extiende sobre la «monocromía en denso gris», que le sirve de fondo, un despliegue del símbolo que será siempre uno de sus más revisitados ejes. Hace años, y en consonancia directa con esto, me atreví a poner en relación una parte del campo léxico de Brines —penumbra, sombra, oscuro, ensombrecer— con la pintura de Rembrandt —en la que la realidad del individuo se disuelve en un bulto que se hunde «hacia dentro, hacia su no ser»— y con la de Velázquez en la que, al evitar el bulto «no convierte el cuadro en un plano, sino en un hueco», porque, como advierte Ortega, «el mundo no es un bulto, sino un hueco —un hueco dentro del cual hay bultos—» que, «al hallarse […] en aquel participan en su oquedad». El primer Brines insiste en un tono —el gris—; en una palabra: «sombra»; y en un tiempo verbal: el presente actualizador que aglutina, en él, los tres distintos planos temporales y, de acuerdo con ello, el yo se objetiva tanto como se despersonaliza en un proceso de claroscuro, similar al de la pintura mencionada, y coherente y acorde con la acción de difumino que el paso del tiempo extiende sobre el yo.

Se ha dicho que la tradición de la que parte Brines es la de Manrique y la de los poetas metafísicos del Siglo de Oro español: Aldana, Medrano, Fernández de Andrada y Quevedo. Y es que Brines —como ya ha sido apuntado al establecer su posible relación con los dos maestros de la pintura antes citados— parte del pensamiento de la muerte, que la lectura de Séneca había hecho llegar a Rembrandt y al Barroco europeo y español. Gebhardt ha afirmado que el Barroco «es el arte de lo pasajero», porque en él «el espectador no se halla ante un hecho consumado, sino que toma parte, como por acaso, en un acontecimiento»: en un azar. ¿No es una postura del espectador ante el arte Barroco la que determina la instancia del discurso de Brines? ¿No ha titulado éste su obra Ensayo de una despedida? ¿No hay en ella un extranjero, tan peregrino como el de Góngora y el de Angelus Silesius, un viajero de sí mismo, que ve personas, paisajes y países como si fueran continuos adioses a y de su yo? La filiación barroca de Brines está patente en esto: en su vivencia y su visión del tiempo, en su tratamiento de la anécdota y en su idea de la narratividad. Materia narrativa inexacta titulará Brines el segundo movimiento de sus libros, y «la singular e irrepetible realidad de los instantes únicos vividos» constituirá el tejido de Palabras a la oscuridad. Según él,

El hombre es esta carne marchita y negra
una débil razón
y un sentimiento frágil.
Si existe Dios asumirá el fracaso;

y «Los hombres sólo existen para ser contemplados por la mirada blanca de la luz». La visualización de lo concreto es el medio por el que Brines objetiva y refuerza las distintas frases de su proceso de simbolización. Lo característico de su escritura es que cada símbolo consista, más que en un concepto abstracto, en una visualización. En esto hay una herencia ignaciana, producto tal vez de su educación en los jesuítas, y no sería difícil rastrear en ello la huella de la sesión XXV del Concilio de Trento y el punto 121 de los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Brines —y éste es uno de sus máximos logros— se desvía de la norma ignaciana al invertir tanto el sentido como el significado de la interpretación plástica del mundo y al sustituirlas por un nihilismo trascendente, que des-sacraliza lo referido para historizar lo emocional. En Brines el yo es una manifestación del tiempo, pero el tiempo no es una epifanía de Dios. Para él, antí- tesis de Nicolás de Cusa, el hombre no participa del eterno instante de Dios, sino del eterno instante de la nada.

Según muestra el autor, el único instante perfecto es el del amor. Si en Las Brasas Brines contraponía la monocromía del hombre a la policromía de la naturaleza, en Palabras a la oscuridad descubre el silencio del sol. Se inicia así el ejercicio de una poesía de pensamiento, basada en lo que Dionisio Cañas ha definido como «mirada crepuscular» y Brines mismo ha descrito como «la mirada del que perdió la dicha»; una mirada que intenta conciliar

la carne con la sombra,
el sueño con la nada

pero que sabe —como dirá en Aún no

que no hay merecimiento en el nacer
y nada justifica nuestra muerte.

Palabras en la oscuridad es, toda ella, una hipertematización del tiempo; Aún no es, en cambio, un libro irónico, satírico y moral. ¿Por qué este cambio? Creo que por un principio de unidad: Brines es, sobre todo, un poeta elegiaco, y todo poeta elegíaco es, y a la vez, un poeta metafísico y un poeta moral. Aún no supone, pues, un lógico desarrollo de su obra, como Insistencias en Luzbel supone una investigación gnoseológica, una desesperación metafísica y una atroz y despiadada reflexión epistemológica sobre las formas y los contenidos que —por uso, convención o norma— consideramos casi como verdad. Insistencias en Luzbel cumple, en la obra de Brines, la misma función que Materia narrativa inexacta: formalizar lo que José Olivio Jiménez considera «situaciones conflictivas del autor». Materia narrativa inexacta abría el paso a Palabras a la oscuridad, como Insistencias en Luzbel conduce a El otoño de las rosas, en el que

hay un calor de vida ya gastada,
la aceptación del mal o la alegría,
un secreto entusiasmo de haber sido

y la certidumbre de sabernos ante un libro mayor: ante una de las cumbres de la poesía española de todo el siglo XX; ante un libro unitario que transcurre con entera y absoluta naturalidad, que emociona y conmueve y que alcanza el difícil nivel de lo clásico, visible en poemas como «Los veranos», «El más hermoso territorio» o «Desde Basai y el mar de Oliva», de los que el lector no quiere irse y a los que todo lector suele volver.

Brines ha hablado de la función sagrada del acto poético y se ha referido a una poesía —preferida la llama— que «más que de conocimiento, es de salvación»; que «intenta revivir la pasión de la vida» y «traer de nuevo a la experiencia lo que, por estar vivo, ha condenado el tiempo». Poeta del tiempo y del conocimiento, en sus primeros libros, lo es, en los dos últimos —y de modo muy claro, en Última costa— del misterio y de su extraña presencia y sensación: la de «La tarde imaginada» o la del poema que le da título y que le pone fin.

La poesía de Brines aspira a lo que enseña: aprender a vivir mejor. Sucede en ella lo que Brines reconoce en la de Cernuda: que lo que allí se expresa es la experiencia de la vida concretada, analizada, sintetizada y realizada en el acto de intensidad, que es el poema, cuya función no es otra que hacernos llegar, a la vez, la vida profunda y la afirmación vital. Brines —que se ha mostrado siempre «absolutamente contrario a las tendencias reductoras del arte»— ha escrito que la poesía es «la palabra significando en libertad», porque nos «hace poseedores del mundo». Para Brines el espacio del mundo está simbolizado en un lugar concreto — Elca— que representa también la inocencia y la infancia, porque encarna la existencia sin tiempo y la pureza entendida como ausencia de culpabilidad. Elca —escribe Brines— «es un término del campo de Oliva, el pueblo en donde nací. Se trata de una casa, blanca y grande, situada en un ámbito celeste de purísimo azul, y rodeada de la perenne juventud de los naranjos. Domina desde una ladera, sin altivez, un ancho valle, abierto al mar, y mira la agrupada y densa sucesión de unas desnudas montañas que se hacen de plata antes de llegar al solemne Montgó». En Elca afirma Brines haber experimentado la continuidad de todas sus edades, gozado de «la suave y cálida protección familiar» y descubierto la realidad de su persona física y poemática. En Elca también ha asistido Brines a algo que su poesía de un modo u otro siempre retomará: la tragedia del tiempo y, con ella, el sentimiento de la pérdida del mundo. Lo que no le impedirá decir: «Allí donde he vivido he gozado del mundo». Y ese oscuro y luminoso gozo es el que su poesía comunica al lector: una emoción del yo, que es una emoción del tiempo. Porque el yo de Brines —aun siendo el suyo propio— es siempre un yo plural: un yo coral, en el que habla él, pero nos sentimos hablar todos y cada uno de nosotros.

He intentado describir, más que explicar, los temas y las claves de su obra y, en concreto, dos rasgos distintivos de la misma: la coherencia de su fundamentado pensamiento y su profunda e íntima unidad. La escritura de Brines discurre sobre la experiencia vital, pero se apoya en una sólida estructura filosófica. Francisco José Martín dedicó todo un libro a demostrarlo: su idea del desvelamiento y su teoría del Aún no son —y por completo— de cuño y raíz heideggerianos, como su crítica de los valores y sus análisis y reflexión sobre el lenguaje, parten de Nietzsche y de Wittgenstein. De Azorín procede su sentimiento del paisaje y su emoción del tiempo; su colorido entronca con el impresionismo del primer Juan Ramón, que él desarrolla; como su concepto y práctica del símbolo remiten a Machado, y su sentimiento trágico a Unamuno, aunque en Brines éste se verá neutralizado por el vitalismo de Ortega y el magisterio ético y estético de Cernuda, cuyo rescate se debe, sobre todo, a Brines y a su generación: la del medio siglo, la del cincuenta, denominada también —y significativamente— «generación Rodríguez-Brines» por el hispanista Philip Silver. Dentro de ella ocupa Brines un espacio por completo propio. Con Claudio Rodríguez y José Ángel Valente salvó a la poesía del estrecho y limitado tematismo impuesto por la mal llamada «poesía social»; fue uno de los primeros que transitó las sendas del culturalismo, concillándolas con la más exigente praxis de la autobiografía poemática; reimpuso el epigrama, no desdeñó la metapoesía y es el más alto poeta de su tiempo en dos manifestaciones de la lírica en —y por— las que su seguro magisterio siempre se le reconocerá: la reformulación de la elegía y un nuevo concepto del poema anecdótico, narrativo y moral. Por si esto fuera poco, Brines ha sido —y e s— un prosista ejemplar y un crítico excelente: ahí están para corroborarlo sus escritos de arte, sus crónicas de fútbol y de toros y la serie de ensayos dedicados a analizar la obra de poetas como Salinas, Gerardo Diego, Lorca, Gastón Baquero, Vicent Andrés Estellés, Juan Gil-Albert, José Hierro, Vicente Gaos o Carlos Bousoño. En ellos queda patente la extrema calidad —y la manifiesta generosidad— del atento y curioso lector que Brines siempre ha sido.

Francisco Brines es uno de nuestros máximos poetas: un poeta que resume en él la tradición y que la reconvierte y reactualiza en lo que la tradición siempre es: modernidad. Un poeta, reconocido y admirado por las generaciones anteriores a él, por la suya propia y por todas las siguientes; un poeta que Carlos Barral supo definir como lo que es: un clásico viviente, un poeta, pues, cuya obra nos emociona, nos ilumina y nos acompaña; un poeta que nos ayuda en el más difícil de todos los empeños: en ese extraño oficio que llamamos vivir.

Poeta. Catedrático de Literatura, Univesidad St. Gallen (Suiza)