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«El genio de Emerson es el genio de América». Harold Bloom

Los últimos procesos electorales han revelado el hastío de los ciudadanos para con sus representantes, tanto en lo referente a la ética personal como en su repulsa hacia las formas clásicas de gobernar el destino común. Como consecuencia del desencanto, a lo largo del Occidente capitalista brotan hoy en día formaciones políticas cuya razón de ser obedece a una aspiración de renovar del sistema, cuando no a la superación del mismo. Las ideologías han dejado de ser cortapisas para el reconocimiento de que la democracia ha perdido «la frescura de los inicios», en expresión del profesor de Ciencia Política del Boston College Robert Faulkner, la capacidad rousseauniana del hombre para vivir sin que deje por ello de sobrevivir la libertad natural, la galerna de la armonización del yo en la sociedad soplada por Platón, Jenofonte y Aristóteles, y retomada más tarde por los padres fundadores de los Estados Unidos. Al volver la vista atrás para asentar los nuevos pasos por la incertidumbre de toda inflexión, nos sumergimos en una genealogía que unos inician en La República y llevan a los pies de los sofistas, cuya experiencia nos advierte sobre el neosofismo del debate televisado y la polivalencia de esos analistas enfocados siempre desde la misma ideología. El método, en definitiva, difumina el tema y nos remite a Descartes, a Spinoza y a Rousseau, a Alexis de Tocqueville. Y a Santayana, pretendido gran filósofo americano, cuyo epigrama devenido en tópico —como los grandes epigramas— fundamenta esta búsqueda de respuestas en la herencia recibida: «Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo».

Ralph Waldo Emerson (Boston, Massachusetts, 25 de mayo de 1803-Concord, Massachusetts, 27 de abril de 1882)

se proclamaba un hombre sin pasado, y predicaba que lo importante era vivir, y en ningún caso haber vivido. Un excéntrico, un hereje: «No importa lo que haya en tu pasado ni en tu futuro: lo más grande está dentro de ti»,

nos legó, negro sobre blanco. En el esclarecido canon de la filosofía con tintes políticos repasado con anterioridad, cada vez son más los que echan en falta a este pensador heterodoxo, que tuvo al gran Henry David Thoreau empleado como jardinero y que es al intelecto democrático lo que Karl Marx al fundamento económico de la historia. La denuncia de esta exclusión realizada por los filósofos Stanley Cavell y Cornell West y críticos de la talla de Harold Bloom, así como los descubrimientos del ascendente de su obra sobre la de Nietzsche, han puesto de manifiesto la enorme injusticia que la historia de la filosofía practica a diario con el padre intelectual de la democracia moderna. Sirva de preámbulo a esta reivindicación la consideración que de sí mismo tenía y dejó por escrito el propio Emerson, como «el filósofo más frío» o, de manera más crítica, «el filósofo circular». Sobre el reproche habitual a la falta de sistema en su pensamiento caeremos más adelante, adentrándonos en disquisiciones que a él le serían completamente ajenas, pues «es fácil vivir en el mundo según la opinión del mundo. Es fácil vivir en la sociedad según la propia opinión. Pero el hombre grande es aquel que en medio de la muchedumbre conserva con perfecta dulzura la independencia de la soledad».

En la reprobación de la Wikipedia como fuente solvente de información subyacen criterios evidentes para cualquier investigador avezado, entre los que destaca su información breve, enumerativa y simplona, rayana al estructuralismo por mor de las búsquedas en Google. Por ello, resulta del todo sorprendente que en la entrada referida a «Filosofía en Estados Unidos» no exista una sola mención a Emerson, cuando el nada sospechoso Bloom considera que disminuir su repercusión como pensador no hace más que agigantar su figura como «fundador de la religión americana», entendida esta como una identidad excepcional emanada de los derechos y obligaciones del hombre en cuanto ciudadano libre, así como del espíritu y pensamiento con que se acomete la acción debida. Pese a que la identificación de Emerson con el tópico del americano sanote, noble y entusiasta lo ha más bien perjudicado a la hora de ser tomado en consideración —célebre es la acusación que le hace Santayana: «Emerson no fue primariamente un filósofo, sino un místico puritano dotado de fantasía poética y capacidad para la observación y el epigrama»—, resulta incuestionable que «nadie, después de Emerson, ha podido hablar de la americanidad sin tener que volver su mirada hacia él, y es manifiesto que

todos los escritores estadounidenses tienen una deuda con su obra: los que no son devotos suyos, están movidos por una pulsión de negarlo», sentencia Bloom.

De esta forma, mientras las élites del nuevo mundo incurrían repetidamente en las formas de pensamiento clásicas de la vieja Europa —no encontrándose los padres fundadores exentos de este manierismo asentado en la Ilustración—, R.W. emprendía una suerte de pionerismo intelectual que lo llevaría a descubrir nuevas sendas para el genio occidental. Eran tiempos en que América, una vez superada la Guerra de Secesión, anhelaba una independencia artística de la metrópoli, una verdadera emancipación intelectual como afirmación del genio norteamericano, al igual que William Hogarth y los sátiros británicos se habían rebelado contra la pintura francesa cien años antes. En 1968, J.W. de Forest enunciaba por vez primera el concepto «Gran Novela Americana» como manifestación literaria de la excepcionalidad nacional, un título de exclusividad por escrito basado en la no existencia de la Gran Novela Europea, Francesa, Rusa o Española —esta última apenas sería un epónimo del Quijote, una aproximación adanista, estricta y circundante a todo un espíritu, a los valores e ideales imperantes en la cuna de la democracia moderna, un canto a la libertad y al optimismo no exento de fe y simbología, a la primacía de la naturaleza y a la confianza en uno mismo, al esfuerzo y la superación y a los designios divinos que los guían. Para Eduardo Lago, «la Gran Novela Americana asume entonces la función que desempeña en otras literaturas la épica nacional, elemento del que Estados Unidos, como nación joven, carecía».

Los principios anteriormente referidos no solo se han ido filtrando con serenidad desde la obra de Emerson, sino que ningún crítico literario ha osado excluir sus Ensayos ni sus Diarios —como tampoco el Walden u Hojas de hierba— del selecto ramillete de grandes novelas americanas. El sorpasso de Emerson se apoya precisamente en su desprendimiento consciente de las grandes cuestiones filosóficas, del lenguaje técnico y sometido a estructuras feudales de pensamiento, de, en definitiva, abstracciones y entelequias para abordar las urgencias vitales más perentorias, invitando al lector a trascender en su compañía.

La democratización de su obra, accesible para todos los públicos, lo emparenta directamente con Sócrates en cuanto a la apertura de la verdad a los ciudadanos, al tiempo que inevitablemente lo enemista con los intelectuales de la academia,

encerrados en la universidad y en sus torres de marfil dotadas de fibra óptica. Recuerden el axioma de Rorty: «Hay dos tipos de filosofía: una es la analítica, que se enseña en los departamentos de filosofía, y otra es la que se enseña en todos los demás lugares excepto en los departamentos de filosofía». Emerson consideraba que el objetivo último del pensador debería ser forjarse un público entre los mediocres y torpes, pues, a su juicio, «el único medio para la compleción del hombre es la cultura». De esta forma, se aproximó a los hombres para tratar de conocerlos en toda su extensión, pues solo así podría llegar a decirles de forma provechosa qué hacer con su humanidad. Por todo ello, el crítico Javier Alcoriza estima que «el relato emersoniano tendría menos que ver con una filosofía de la historia que con el romance con el universo».

Resulta complicado comprender estas afirmaciones sobre la «relación original» de R.W. con la energía del cosmos sin aludir a su espiritualidad desbordante y radicalmente subjetiva. Hijo de un pastor de la Iglesia Unitaria —fallecido durante la infancia de sus hijos, circunstancia que obligó a la familia a vivir de la caridad, una experiencia traumática que, sin duda, el autor volcaría en su obra—, el propio Emerson se desempeñó algunos años como ministro de su congregación, pero sus inquietudes lo obligarían a dimitir de la tradición y abrazar una progresiva independencia religiosa e intelectual. Fuertemente impresionado por el descubrimiento del hinduismo, el filósofo alineó aquellas intuiciones orientales con sus más profundas convicciones y acabó fundando el Trascendentalismo. Se convirtió, así las cosas, en el principal exponente —sus amigos Thoreau y Whitman pasaron a integrarla de buen grado, y su nuevo credo caló hondamente en sus respectivos textos— de una corriente rupturista, liberal-monista y que otorgaba plenos poderes a la conciencia individual, anulando cualquier tipo de autoridad o jerarquía eclesiástica. La influencia del romanticismo alemán y del fundamento trascendental kantiano situaría a la Naturaleza como única mediación posible para conectarse con la plenitud del universo. Cada alma, entre tanto, contenía las mismas verdades y una totalidad de posibilidades a desarrollar, como explica en su ensayo Naturaleza —con toda probabilidad, el más importante de su producción—, una propuesta expresamente panteísta.

Los hombres torpes eran el objetivo a conquistar, pero solo si estaban dispuestos a evolucionar, como se ve en los perfiles trazados en su grandísima obra Hombres representativos.

No es de extrañar, por tanto, que investigadores como Albert J. von Frank aseveren que «la postura de Emerson en su primera serie de Ensayos es, por definición, profética». Aunque acaso fuera Henry James el más duro crítico hacia R.W., al afirmar que «es más un santificador que un secularizador». Pero ya sabemos que James se pasó media vida tratando de negar la influencia en su Elizabeth Archer (Retrato de una dama) de Hester Prynne (La letra escarlata), personaje que, a su vez, es «manifiestamente emersoniano», según Bloom, para quien estas dos protagonistas representan a la genesíaca Eva de las letras americanas —de acuerdo con la misma tesis, Ma Joad, de Las uvas de la ira, sería la Virgen María del Nuevo Mundo—. Sea como fuere, es incuestionable que los Estados Unidos pasan, con el filtro de la religiosidad de Emerson, del estadio teocrático de Nueva Inglaterra a la democracia en América que desentrañó Tocqueville, y que es esta confianza en sí mismo como hombre la que lo lleva a identificar y repudiar la conformidad como principal enemigo de las sociedades participativas. No en vano John Dewey destacaba extraordinariamente que Emerson prefería ser un hacedor antes que un reflector. Al hilo de la crítica de James, y acaso también con objeto de sacudirse cualquier rastro de su influencia, Santayana no dejaba pasar la oportunidad de señalar que la obra de R.W. le parecía «una religión que se expresa como una filosofía», y es que él, el «pesimista desinteresado», intelectual à la française, renegaba de esta identidad americana, propugnando una contemplación de la verdad del universo desde su cátedra, frente a la llamada a la acción emersoniana.

El exilio autoimpuesto del mundo universitario, propiciado por el propio Emerson en su mítico discurso El escolar americano y en su Declaración de independencia intelectual, le permitió liberarse de los corsés del prestigio académico y ganarse la vida escribiendo artículos divulgativos y ofreciendo conferencias al público en general. Incluso Vicente Huidobro, en el Prefacio a Adán, revela: «Hace algunos años que Emerson me enseñó otras bellezas que llevaba en mi alma», una admiración e influencia que espolvorean toda su obra, elogios, eso sí, que también acaban en lamento por los excesos del espíritu: «¡Ah! Si ese hombre admirable hubiera sido más científico…». Y en cierta medida lo fue, puesto que el pensamiento puramente americano se abrirá camino por las ramas de la ciencia con James Baldwin, Charles Peirce, Grover Maxwell, Max Black y el que, de facto, se ha erigido en el filósofo estadounidense más importante desde el propio Emerson: Albert Einstein.

Fuertemente influenciado por Plutarco, Montaigne y Ruskin, la escritura de Emerson es simple y a la vez paradójica, precisa, depurada y sin arabescos innecesarios, pero encierra toda la potencialidad política y espiritual del hombre.

En cada epigrama permanecen emboscados misterios y problemas, y la historia de esos hombres torpes que buscaba le ha hecho justicia con el recuerdo diario de sus aforismos, cortos y eficaces y motivados por la cotidianeidad, en este mundo nuestro de las redes sociales y la inmediatez. Se trata, en definitiva, de una cuestión de coherencia entre la temática y su formulación, como el novelista de western se apoya en frases secas como balazos de wínchester. «En América —opina Cavell—, la relación entre filosofía y literatura sería distinta a la afrontada en las tradiciones principales de Inglaterra y Alemania».

No obstante el desafecto de sus gomosos compatriotas, J. S. Mill, Coleridge, Wordsworth y Carlyle lo confirmaron como una influencia indispensable para sus proyectos frescos en la vieja Europa. «Leer a Emerson resulta, en primer lugar, una forma de descubrir a un escritor americano», señala Alcoriza, apelando, nuevamente, a la coherencia de su producción, puesto que el aprendizaje de los torpes implica conocimiento de sus costumbres y una nada desdeñable empatía, es decir, de literatura. Se inicia de este modo una saga de filósofos-poetas como definitivo rol social del humanista, y que va desde Whitman hasta Bob Dylan. «Tal como el músico se vale del concierto, el filósofo se vale del drama, y la novela de la épica, porque estas formas complejas permiten al poeta emitir su conocimiento de la vida por vías indirectas de la manera didáctica, y puede, por tanto, expresar las cantidades y valores fluctuantes que no podría nunca dar la tesis o disertación».

Así, en su libreto tan importante era el leer como el escribir, puesto que «al igual que hay una escritura creativa, existe una lectura creativa», y, por ende, «cuando el alma se forja en el trabajo y la invención, la página de cualquier libro es tan grande como el mundo». Pese a un trabajo previo de documentación que lo confirma como un ser excepcional, los textos de R.W. no miran al lector por encima del hombro, sino que, explica Alcoriza, «puede decirse que la elaboración de su pensamiento y de sus libros no tendría fin, es decir, que, más allá de sus libros, el autor daba por supuesta la capacidad creativa de sus lectores». Confianza en uno mismo y en sus lectores. De acuerdo con esta tesis, leer y escribir, actividades que habían sido tan importantes en la fundación y progreso de la nación americana, redundan en beneficio de lo público, sublimando ese modelo de sociedad imperfecto que ahora nos hace fustigarnos —de ahí, la necesidad de reconciliación con la imperfección que apunta Javier Gomá— y sobre el que ha ironizado Robert Faulkner: «El pluralismo, el irracionalismo, el historicismo y el igualitarismo de esta época sofisticada nuestra».

A juicio de Emerson, la democracia es más una oportunidad que una necesidad histórica, y solo siendo críticos podremos salvarla y evolucionarla.

¿Nos cultivamos lo suficiente como para sacarle todo el partido a nuestro modelo de sociedad y evolucionarla?, cabría preguntarse. En Estados Unidos, Julian Assange o el soldado Manning son ejemplos de individuos que se han lanzado contra el sistema ante la traición de los fundamentos de la propia nación americana.

Emerson, a quien se ha acusado asimismo de «optimista», contrapone a su idealismo la evidencia de que nuestras expectativas sobre la vida son siempre desproporcionadas en relación a los medios de la naturaleza. A este respecto, añadiremos a su devoción por el libro de Job la acreditada influencia que su pensamiento tuvo sobre la tercera «consideración intempestiva» y la Genealogía de la moral de Nietzsche, un pensador que, digamos, tendría serios problemas para ser el alma de la fiesta, y desde cuyo descubrimiento está obligando a una relectura y reinterpretación de los textos emersonianos. No obstante su fe en que el escepticismo —legado de Montaigne— sería derrotado por la condición de «creyente nato» del hombre, reconoce que la naturaleza no admite democratizaciones —Carácter—, conformándose su filosofía como una resistencia a las aspiraciones del idealismo desbordante, sin dejar de recordarnos que no hay nada más complicado que entender esta frustración-anomia «sin abdicar por ello de nuestras tareas cotidianas».

Por este motivo, concluye en uno de sus textos que «pensándolo bien, no hay otra solución para el progreso del hombre que un honesto día de trabajo, las decisiones tomadas diariamente, las expresiones generosas y las buenas acciones del día».

Y acaso por esto, también, esos antisistema de los que se dice que quieren acabar con la sociedad prefieren la rebeldía más romántica de Thoreau o Whitman como forma de protestar contra un mundo que les parece injusto. «La revolución tendrá lugar mediante la domesticación gradual de la idea de cultura», escribió R.W., un optimista, expansivo idealista que soñaba con mostrar su propia infinitud a cada hombre particular, alumbrando una generación verdaderamente formada, preparada intelectualmente para vivir lejos de los departamentos de filosofía y hacer crecer el sistema democrático. Dejemos la conclusión a Dewey: «El de Emerson es el único nombre del Nuevo Mundo que puede ser pronunciado junto al de Platón. Es el profeta y heraldo de cualquier sistema que la democracia pueda construir y sostener. Cuando la democracia se haya articulado a sí misma, verá que sus logros estaban ya propuestos sin problema en Emerson».

Periodista y escritor