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En las distintas estéticas de la ciudad futura, los creadores del cine, de la literatura o de la pura adivinación sociológica amontonan selváticamente los anuncios publicitarios. Describen paisajes abigarrados, de videoclip urbano, en que los colores chillones en movimiento se confunden como los reclamos en un mercado de cualquier época, pero más atosigantes e invasivos.

En Retórica clásica y publicidad, Eduardo Fernández parte de las claves perennes del hablar persuadiendo, que los clásicos descubrieron como constantes humanas. Y desde ellos priva en cierto modo a esos paisajes venideros de su mitificado poder de acoso a una libertad desarmada ante la sofisticación y el estímulo de los resortes menos conscientes, de las sinestesias a la neurociencia. El mouere de los publicistas, viene a demostrarnos este doctor en Clásicas y licenciado en Teoría de la Literatura, tiene las mismas bases que las suasoriae romanas: la publicidad es retórica.

La retórica fue el conocimiento de la literatura y la comunicación transmitido y practicado durante veinticuatro siglos. Que Aristóteles diera las líneas maestras de su sistematización definitiva la asimila a tantas otras ciencias de raigambre, pero significa también que sus fundamentos no se mudan con la radicalidad de los saberes instrumentales a los que sirve. Tiene por eso mucho sentido — y no sólo académico — tomar como prisma los esquemas que guiaron desde la Antigüedad a quienes pretendían inducir conductas determinadas, para observar una de las manifestaciones de la comunicación que marca y sigue siempre por su propia naturaleza las tendencias más actuales.

El perfil acabado que la preceptiva retórica ofrece desde Quintiliano supone una clara ventaja como término de comparación escogido por el autor, ante la fragmentación de las explicaciones más recientes de los mecanismos de persuasión. Nunca como hoy había sido tan necesario persuadir (para diferenciar los productos, pero también en la diplomacia pública, en las declaraciones de las instituciones conómicas, en las relaciones laborales y las políticas sociales…). En la sociedad de redes, el poder difuso apuntala o acaba sepultando a los demás; de ahí tantos estudios parciales que desde ciencias relativamente recientes se centran, muchas veces sin saberlo, sobre las mismas cuestiones multiseculares de esa Gramática de la expresión, como la denomina Antonio Fontán en el prólogo del libro.

El esfuerzo de traducir el lenguaje publicístico a las categorías retóricas es un intento audaz de reducir a sistema las posibilidades comunicativas. En este sentido, es especialmente acertado, por realista, el esquema que en el libro se reproduce al desarrollar cada oficio del orador y cada parte del discurso: en primer lugar la adaptación del esquema retórico al discurso publicitario, la clasificación de apartado concreto y sólo a continuación el estudio de la pervivencia del modelo retórico en los ejemplos estudiados (163 anuncios televisivos de coches, de los años 1994-98).

Aunque la estructura sistemática es, como se ve, clásica, en el trabajo se incorporan los conocimientos de las diversas tendencias de la refundación neorretórica que Lausberg y Perelman abrieron a mediados del siglo pasado, representada en primer nivel en España por Albaladejo, García Berrio o López Eire: la retórica como panoplia hermenéutica es imprescindible para la aproximación a la publicidad, vista como un texto formulado en diversos lenguajes.

La presencia de la retórica clásica en la publicidad no se limita a la elocutio, la elaboración lingüística más o menos artificiosa mediante figuras y selección léxica. En el estudio comparado de teoría clásica y creación contemporánea, surgen vías de reflexión productivas. El genus demostratiuum o epidíctico, el propio de las alabanzas, es el más ajustado al tipo de discurso publicitario, aunque hay también elementos del deliberatiuum.

Un rendimiento práctico para el publicitario, pero también para cualquier orador en busca de argumentos es, por ejemplo, la demostración de que los recursos de la inuentio clásica siguen siendo guías útiles para el ingenium, como se verifica en la coincidencia con los anuncios analizados. Era previsible que en el exordio a la función apelativa acompañase el delectare: pero esto sucede en algunos casos de manera especialmente interesante, como por la presencia de la dissimulatio, tipo de insinuación que retrasa la aparición del producto (la opinión del orador en el Deinuentione ciceroniano) y la sitúa en el momento más propicio.

Que la narratio publicitaria a penas contiene elementos objetivos y se convierte en mera estrategia de refuerzo de la argumentación (el mouere prima sobre el docere) es experiencia común de cualquier televidente avisado, que jamás creería estar bien informado por un anuncio; más llamativo resulta, en cambio, el paralelismo trazado entre los elencos plásticos de virtutes de las etopeyas romanas y las enumeraciones de los recursos técnicos del automóvil acompañados por las imágenes. Y por citar otros hallazgos chocantes, encontramos en Cicerón la descripción de un concepto tan genuino de la venta de automóviles como el de la «ocasión» (De inventione, 1, 26, 37).

También la dispositio depara algunas sorpresas, pues el orden de los elementos ofrece en los anuncios una regularidad sistemática, que algunos creían imposible de recuperar en la oratoria contemporánea. En este apartado cabría sugerir que el slogan se podría identificar y estudiar a través de la teoría de la peroratio romana. Una especial referencia, y una recomendación de consultarla en la primera lectura, merece la esmerada clasificación de los anuncios conforme a las figuras retóricas empleadas con la misma finalidad pretendida por los oradores clásicos, por los abundantes resultados que se ajustan a las figuras tradicionales.

La enumeración de estos ejemplos, unidos a abundantes loci clásicos recogidos en la obra que siguen sirviendo hoy para vender, parece contradecir la idea, también clásica, de que lo que despierta el deseo (ephímeros) sea necesariamente flor de un día (ephémeros). Y es que sin duda el fundamento último de la persuasión (concepto más amplio que el de convicción racional, como precisa Fernández) escapa a las técnicas comerciales más pragmáticas y se sitúa, junto a la retórica entre los saberes más profundamente humanos.