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El propósito de esta nota es el de dificultar la lectura del libro. Se trata de evitar que el lector advierta demasiado tarde las nubes que desde el principio se van acumulando bajo un risueño cielo narrativo. Para lograr más fácilmente este propósito nos vamos a servir de dos recensiones aparecidas anteriormente así como de un motto (distinto del anterior), que vamos a reproducir a continuación de esta nota.

Sobre este libro se han escrito recensiones más laudatorias y también más demoledoras que las que vamos a reproducir enseguida. Si hemos escogido sólo esas dos y nos hemos decidido a reproducirlas es por la curiosa circunstancia de que -al margen de su intrínseco valor aclaratorio muy diferente, por cierto, en cada caso- ambas parecen haber sido escritas una a la vista de la otra, criticándose y anulándose, a la vez que confirmándose así mutuamente. Como si cada una de las dos manos supiera perfectamente lo que la otra hacía. A veces uno tiene incluso la impresión de que en ambos casos se trata de una sola mano, de una mano, por decirlo así, esquizofrénica, más pezuña partida que otra cosa.

Digno de nota es también la desigual longitud de las dos recensiones. La demoledora es notablemente más corta que la laudatoria y está claramente más alambicada que aquélla. Todo eso parece indicar que es más fácil demoler el texto que alabarlo, lo cual, si bien se mira, habla por igual tanto en contra del libro como en su favor.

El único cuaderno original que, al parecer, ha sobrevivido es el primero, el cual empezaba con tres motti. Hemos preferido suprimirlos y sustituirlos por otro del que enseguida hablaremos. El primero de los suprimidos era el himno A las Parcas de Hölderlin; el segundo un soneto confeccionado a partir de dos de Keats («Me acosa el miedo de morir sin ver…» y «Por qué he reído yo en esta noche…»), y el tercero un texto de Dostoievsky sobre la secreta tragedia de la heroína de Eugenio Oniéguin.

Nos consta que, hacia el final, el autor se inclinaba también él por suprimir esos tres motti del principio, que consideraba algo patéticos para su propósito, y sustituirlos por un único motto destinado, sin embargo, a aparecer al final de la obra. Dado que ésta evidentemente no pudo -ni probablemente jamás hubiera podido- cuajar en obra propiamente dicha, aparece aquí después de esta nota a modo de motto inicial. Se cubre así con un misericordioso manto la falta de un auténtico final. Sirva, pues, este único motto colocado ahora al principio del libro como signo de lo que, en su quebrada voz (quebrada por el eco de otras voces en ella), el autor bien hubiera podido llamar «piedad».

Este otro motto forma parte de una teoría sobre el papel rector que el museo ha jugado en el arte de nuestro siglo (Boris Groys, La lógica de la colección. Al término de la época museal, Carl Hanser Verlag, Munich, 1997, pág. 44 y ss.) y es, curiosamente, un comentario sobre el presente libro hecho por uno de los personajes que aparecen en él, pero que no sabe español. De todos modos, éste es solo uno de los enigmas que su autor se llevó consigo. Tampoco llegaremos a saber cómo pudieron aparecer las susodichas recensiones antes de la publicación del libro.

Durante toda su vida el autor intentó inútilmente desentrañar el misterio del tiempo. Tales intentos eran parte del servicio inútil en que según él consistía la vida: hay que hacerlos, aunque sean inútiles (ver Lucas XVII, 10). En una nota manuscrita que el autor no recogió en esta colección, se lee: «No siendo el tiempo sino su propia ausencia, no es posible verlo cara a cara, como el Libro de los Números dice que Moisés vio a Dios. Cara a cara sólo será posible ver el tiempo por el revés».

La primera de las dos recensiones escogidas dice así:

«Lo más extraño de este libro es que haya provocado tantas recensiones. Esperamos que ésta sea la última y que con ella el libro pase por fin a su bien merecido olvido. Aparte de algún que otro destello de mejor o peor gusto, el libro no destaca más que por lo deslavazado de su contenido. Uno no sabe bien si eso se debe a la incapacidad de su autor de seguir un hilo conductor medianamente coherente o simplemente a un incontrolado deseo de tomarse en broma las cosas más serias de la vida, empezando por la muerte.

»En alguno de los innumerables excursos repartidos por el texto, no se sabe bien a cuento de qué el autor da como suyas las definiciones que ya Schopenhauer había dado del humor y de la ironía. En el enteco y prosaico estilo del autor, el humor sería «decirlo en broma y pensarlo en serio», mientras que la ironía sería «decirlo en serio y pensarlo en broma». La originalidad se limita en este caso a apuntar una idea que -como en tantos otros casos- el autor nunca llega a desarrollar: que no se pueden delimitar con plena claridad uno de otro el campo del humor y el de la ironía. Aplicada a la obra en que se encuentra, la idea –hay que reconocerlo- no puede ser más certera. Pero aun aquí habría que hacer una salvedad: si fuera posible entresacar del conjunto alguna que otra fibra de auténtica ironía -eso serían los destellos de que antes hablábamos-, de lo que no cabe duda es de que el auténtico humor brilla en toda la obra por su más perfecta ausencia, y con él el sentido trascendente que la broma pueda llegar a tener. Un solo ejemplo: ya en las primeras páginas se habla de una persona que, en un viaje con pesadas maletas, dijo al autor: «Te estás quedando en el chasis». Y el autor comenta que eso sería para no tener que decir otra vez «huesos», cuando en realidad no era la persona misma sino el autor el que previamente había escrito varias veces esa palabra. El equívoco no es un augurio favorable. Y, en efecto, en todo el relato hasta el final, se da una constante confusión de planos, del plano del pasado narrado y el de la narración presente. Se dirá que el autor está hablando irónicamente. Pero lo peor del caso es precisamente eso, que se trata de una ironía hueca, ironía por la ironía misma, sin un trasfondo que la justifique.

»Decir que el dudoso gusto del libro deja un mal sabor de boca sería aún quedarse corto. Otro ejemplo tomado al azar. También sin venir a cuento, el autor se hace eco de otro personaje -que queda tan en el anonimato como Schopenhauer en el caso anterior-, según el cual la obra de María Zambrano estaría llena, o por lo menos no exenta, de cursilería («…las cursilerías de la Zambrano…»). Aquí el mal gusto estético raya la infamia moral. Qué sufrimientos le tienen que haber costado al autor comprobar su incapacidad no más que para acercarse a la proeza literaria que esa gran española logró con sus ensayos filosóficos llenos de poesía.

»El autor se jacta una y otra vez de poder escribir en varias lenguas y de conocer a fondo a poetas más o menos herméticos, sobre todo a Hölderlin, al que cita con frecuencia en el idioma original, lo que ya de por sí es significativo. Pero se cuida muy bien de citar, y más de traducir, versos como, por ejemplo, éste de Hölderlin mismo: «…que nunca de dioses nacido olvida el origen». Él lo ha olvidado hasta el punto de que uno no sabe a ciencia cierta en qué idioma está hablando en cada párrafo, y menos aún en cuál va a hablar en el próximo. Para convencernos después de lo contrario, no se cansa de hacer juegos de palabras (que en su pedantería poco común él llamaría «puns») ni de usar otros recursos de los bajos fondos de la retórica. En una ocasión escribe «fuera o fuese». Por lo visto, considera eso y otras cosas semejantes todo muy ingenioso

»Por lo que se refiere a sus teorías filosóficas, la misma reiteración es prueba suficiente de que el autor no consigue demostrar ninguna de ellas. La palma se la lleva la teoría de que sólo hay un instante real del tiempo. Para evitar después el absurdo de tener que decir que en ese caso, por ejemplo, cualquier guerra pasada tendría que seguir estando ocurriendo ahora, recurre a otro absurdo mayor todavía: que no existen guerras, por lo menos en el sentido normal de la palabra «existir». En esto nuestro teórico se parece a un astrónomo precopernicano: si no basta con un epiciclo, probemos con dos, y así sucesivamente.

»Como todo auténtico arte, la auténtica poesía vive de la anticipada muerte del poeta. En la medida en que María Zambrano iba fracasando progresivamente en el largo exilio en que consistió la mayor parte de su vida, su filosofía se fue purificando hasta alcanzar las más elevadas cumbres de la lírica, sin traicionar nunca el genio de su propio idioma. En uno de sus últimos textos, si no el último, su voz de agradecimiento por la concesión del Premio Príncipe de Asturias terminó fundiéndose con la del mayor poeta y místico de la lengua castellana: «…diréis que me he perdido, que andando enamorada, me hice perdidiza», -el fracaso de su vida de exiliada -«y fui hallada» -el triunfo del arte- A nuestro autor le ha ocurrido todo lo contrario. Esperemos por lo menos que su vida haya sido, en efecto, un triunfo rotundo. Desde luego, por la calidad de su arte lo tiene plenamente merecido».

Héctor Andrés Vitelli.

La segunda de las dos recensiones escogidas dice así:

«Un libro suele ir por capítulos. Éste va por cuadernos. Cuando se acaba uno se pasa a otro, independientemente de si el tema se había acabado o no con él. Lo que decide es la cantidad de papel disponible en cada caso. En ocasiones, la cantidad es excesiva, porque el tema parece haberse acabado antes que el cuaderno. Entonces hay que llenarlo como sea para no desperdiciar papel. Pero no está excluido que con el pretexto de no tener nada que decir, o precisamente por no tenerlo, sino sólo que llenar el cuaderno, el autor diga en esas ocasiones, bajo cuerda, las cosas más importantes.

»En otras ocasiones, el autor abrevia para terminar un tema antes de que el cuaderno se acabe. Unas veces lo consigue abreviando al máximo, otras veces ni aun así. Entonces el contenido, o la frase, o incluso una sola palabra, se desborda por el cuaderno siguiente como río fuera de cauce. Pero aun así la división por cuadernos se mantiene imperturbable. La insistencia es deliberada. Un detalle tan insignificante como significativo lo demuestra. Me refiero al procedimiento seguido en la paginación. Si la última página de un cuaderno termina en el anverso de una hoja, el texto no sigue por el reverso de la misma. Eso equivaldría a no poder empezar un nuevo cuaderno. El reverso queda, pues, vacío, pero la numeración no lo tiene en cuenta sino que continúa por el número siguiente al del anverso anterior.

»Dada la importancia que el autor parece dar a tales y otros detalles puramente formales, la presentación tipográfica tendría que haber sido más cuidada. Hubiera bastado con achicar en esos casos el tipo de letra de las páginas inmediatamente precedentes, para no dar lugar a la incongruencia de reversos vacíos sin numerar. Después de todo, los editores sí han observado en otras ocasiones la distinción del autor entre dos diversos tipos de letra: más pequeña cuando el contenido es más filosófico y más grande cuando lo es menos. Y, así, cuanto más fresco de mente se encuentra el lector, más podrá atreverse con la letra pequeña, que contiene la teoría de lo que en la grande pretende ser sólo acción1.

»De todos modos, no es cuestión de achacar todos los defectos formales a los editores. Algunos se deben indudablemente al mismo autor. Por ejemplo, cuando en un momento determinado éste habla del número mágico de páginas hasta entonces llenadas («666»), el cual, al introducir modificaciones posteriores, ya no cuadra. Tales incongruencias sólo podrían encontrar cierta justificación en una teoría desarrollada en otras partes por el autor, según la cual para dar con la verdad hay que estar, no en cualquiera, pero sí en un error. Es lo que él llama con Aristóteles «verdad práctica» (o se lo atribuye como parte integrante de su concepto de la misma): «Al conocimiento teórico (episteme, al revés que al práctico) le es ajena la rectitud, porque también le es ajeno el error» (Ética a Nicómaco, Libro vi, capítulo 10).

»Sea como sea, junto con el abreviar el contenido, el de achicar la letra es el procedimiento que, según advierte, el autor había seguido al final de algunos de los cuadernos manuscritos originales para conseguir -como dije, no siempre con éxito- la congruencia formal de tema y cuaderno, continente y contenido: si no basta con abreviar, achiquemos la letra. He dicho congruencia formal, no ideal. Porque es precisamente el hecho de que esa congruencia no siempre se consigue lo que permite al lector percatarse más fácilmente de que, en la tensión entre forma y contenido, el autor opta deliberadamente por la primera, por lo que podríamos llamar la espiritualidad del contenido.

»En términos de estética teológica, se podría hablar aquí de una opción en favor de la presencia frente a la representación, tomando por presencia, por ejemplo, la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía o, ya antes, la misma Encarnación. Dicho vulgarmente, donde hay patrón no manda marinero. Dicho menos vulgarmente, si la divinidad se ha hecho -se hizo o se hace- realmente presente, entonces, en principio, se puede prescindir de todo intento de representarla en una obra de arte.

»Esto no es más que una analogía. Pero es significativo que varios de los textos que en el libro aparecen en forma de comentario al texto principal se ocupen de los más variados fenómenos de iconoclastia, desde la prohibición de imágenes en el Antiguo Testamento hasta algunas de las vanguardias artísticas de nuestro siglo: las que rechazan de pleno toda representación figurativa.

»El punto de comparación reside en la dinámica que en el libro, como ya se indicó, viene dada por la tensión entre lo escrito y la escritura. Lo escrito es el contenido del libro, la escritura el libro mismo tal y como se presenta materialmente a nuestra vista. El contenido es, máxime en un libro de recuerdos, algo pasado; el libro (la escritura), en cambio, algo presente.

»De todos modos, cuanto más avanza el relato, el punto de gravedad pasa paulatinamente de la dimensión espacial (escritura, cuadernos) a la temporal. Pero entonces, el tiempo va perdiendo cada vez más su espacialidad lineal extendida entre el pasado y el presente, hasta convertirse -si eso fuera posible- en un puro presente instantáneo. Por eso, más que de una tensión entre lo escrito y la escritura, se trata a la larga de la tensión entre lo escrito y el escribir. Lo escrito, el texto propiamente dicho, es un contenido muerto, mientras que el escribir, como parte del contexto, es algo vivo y actual. Tan vivo y actual como lo era el contenido escrito cuando aún no había pasado ni era objeto de recuerdo alguno sino el sujeto de la acción o, mejor, la misma acción.

»Planteada la cuestión en estos términos, se podría decir que la opción de que hablábamos antes a favor del continente sobre el contenido es una opción antiproustiana: no es ni en el recuerdo ni es en la ficción artística donde se encuentra la esencia de las cosas, como si, sin él o sin ella, sin la remembranza, las cosas quedaran, como cáscaras vacías, en meros hechos. Pero si la esencia viva de las cosas está en su mismo fluir puntualmente presente, entonces ¿por qué rememorarlas, por qué dejar sus recuerdos por escrito? ¿Qué sentido puede tener esto fuera del escribir mismo?

»Desde esta perspectiva, el texto adquiere una dimensión que yo no dudaría en calificar de mística o, vista de puertas adentro, de trágica. Si consiguiéramos superar el recuerdo, -«dejar nuestro cuidado entre las azucenas olvidado»- habríamos conseguido -como sugiere el himno a las parcas de Hölderlin- dar con lo único que nos podría proporcionar la bienaventuranza; habríamos conseguido, en otras palabras, la felicidad de una plena presencia: «no mirar adelante ni mirar hacia atrás, / dejarnos mecer / como en barca perdida del mar», según dice otro poema del mismo Hölderlin, que el autor cita varias veces. Pero entonces ya estaríamos muertos; nuestro cuerpo habría pasado de golpe- o sucesivamente del estado vivo en que ahora se encuentra, al estado mineral; habría vuelto, en suma, a la tierra de donde procede.

»Por varias y hasta divertidas que puedan ser las cosas que narra, el relato trata de una sola, de la muerte; de la muerte y de la resurrección. Unas veces en el plano de la realidad anterior a la muerte, que es también el plano de la ficción, una ficción no necesariamente literaria, artística o cultural, sino la ficción inherente a la vida sin más: muerte y resurrección, pues, ficticias, como cuando fracasamos y salimos regenerados del fracaso, o cuando sufrimos y sacamos fuerzas de flaqueza; o cuando se nos olvida y se nos vuelve a recordar; o cuando somos nosotros mismos los que olvidamos y volvemos a recordar, etc. Otras veces, pocas, el relato trata explícitamente de esa sola cosa, de la muerte, en el plano de la realidad, el cual, fuera de toda ficción, no es otro que el de la muerte real: lo único que en esta vida no tiene nada de ficticio. Y, así, según el autor, sólo cuando nos callemos, dejaremos de mezclar la verdad y el error en mayor o menor medida. Mientras, el problema es el de saber cómo dar con una realidad que no es del todo tal, que no es realidad sin más. Y la respuesta del autor -dada, por otra parte, ya por Platón- es que para dar con una realidad que no lo es del todo, uno no puede por menos de recurrir, por lo menos en parte, a la ficción. Por eso, en vez de considerar como otros que los filósofos no son más que poetas fallidos, el autor considera más bien los sistemas filosóficos como grandiosos poemas en los que el predominio de la verdad, de la ficción o, directamente, del error es, en principio, sólo cuestión de grado.

»Dije que el libro trata sólo de una cosa, de la muerte. En realidad no trata ni de eso ni de ninguna otra cosa; es una meditatio mortis. Su contenido temático es prácticamente nulo; las mismas ocasiones en que habla de la muerte real son, como ya dije, más bien escasas. Cuando, en los dos ensayos para un prólogo (en los cuadernos 13 y 16), el autor dice que no tiene nada que decir, parece que está hablando en broma, pero está hablando en serio. Por eso, el camino más seguro para no encontrarle su unidad es el de buscársela al libro por el lado de su contenido. Su unidad reside justamente en su nulidad temática; nulidad que, por supuesto, no se puede dar de golpe sino sólo en un proceso de progresiva nulidad o purificación de todo contenido. De golpe sólo se alcanza en la muerte. En una palabra, la unidad del libro está más allá de él y más allá de la vida que el autor todavía vivía cuando lo estaba escribiendo. En su misma falta de plenitud, el libro es un símbolo de la realidad de este mundo tal y como el autor la veía.

»Con esto queda dicho que, más que un relato, el libro es un tratado de metafísica en forma de relato, pero de relato en progresivo estado de deterioro; un deterioro, sin embargo, que ya venía dado desde el principio. El relato se podría haber acabado, en efecto, en cualquier momento, igual que la vida -por falta de papel o por lo que fuere. Nada, o poco, hubiera cambiado entonces sustancialmente, puesto que todo pende siempre del hilo de la casualidad, por ejemplo, del papel disponible (ver ya el primer prólogo ideado en la página 321 y siguiente).

»Eso es lo que el autor nos quiere hacer ver con el truco de los cuadernos; dicho sea de paso, sin conseguirlo del todo. El truco es demasiado visible, demasiado literario, demasiado artístico, demasiado artificial. La literatura nunca llega a alcanzar la vida en sus matices más íntimos que, por lo que se desprende del libro, bien podrían ser las sombras que, ya desde el principio, la muerte real deja caer sobre ella.

»De hecho, en la perenne cuestión de qué es lo más importante, si la vida o el arte, la respuesta del autor al cabo de las dos partes de que consta el libro, es que -para decirlo con Bertold Brecht, a quien hacia el final (página 698) alude sin nombrarlo- de todas las artes la principal es el arte de la vida, mientras que, según el autor mismo -no según ese otro mismo autor-, su sublimidad le viene al arte sólo de la muerte ficticia que comparte con las entidades matemáticas (ver a este propósito ya las páginas 74 y siguientes en el tercer cuaderno). Lo muerto de esas entidades sólo tiene que ver, según él, con una muerte real en cuanto que, a fin de cuentas, el arte procede de la vida, que nunca es algo inmóvil. Esto puede ayudar a explicar su obsesión por el cálculo infinitesimal».

Arturo López Pinto.

Finalmente, el motto seleccionado. Insertarlo al principio y no al final del libro tiene aquí la ventaja de empalmar con la última parte de la recensión de López Pinto por su misma vía explicativa. El progresivo deterioro narrativo de que éste habla ahí no se debería entonces ni a un «desmoronamiento moral de la personalidad del autor tan profundo» -escribe otro crítico- «que parece haber afectado seriamente a su cerebro»; ni -como aún otro crítico más escribe-, al revés, «a causas neurofisiológicas que, al exonerar al autor de culpa moral, hacen aún más grave la responsabilidad estética de los editores» (la dureza de estos juicios se explica mejor si se tiene en cuenta que uno de estos otros dos críticos pudo comparar en su día una obra anterior del autor con una autopista). Por aquella otra vía explicativa -la de López Pinto o la de Groys- resultarían también innecesarias las consideraciones conmiserativas («piadosas») aducidas por nosotros mismos al principio de esta nota. Esto requiere una explicación.

El autor estaba convencido de que, a la vista de los cataclismos históricos a los que les había conducido en nuestro siglo, los alemanes habían terminado por abjurar de todo pensamiento radical (en esto posiblemente exagerara el nivel de conocimientos de los inmediatamente responsables de los cataclismos, o la efectividad de las ideas). No es por eso de extrañar que considerase, posiblemente no sin cierta exageración, al inmigrante ruso Boris Groys como el auténtico filósofo de la Alemania contemporánea. Ni tampoco que hubiera tomado en consideración otros posibles motti entresacados de su obra. Antes de reproducir el único que, por las razones ya aludidas, vamos a insertar a la cabeza del texto principal, no estará de más dar un resumen muy breve del tenor general de esos otros posibles motti que él también había tomado en consideración.

Todos ellos giran en torno al concepto de basura cultural. No es que la cultura deje mucho detritus moral tras de sí (pornografía y demás), sino que la cultura en general se caracteriza siempre por un excedente cuantitativo de producción que provoca en su seno el juego continuo de selección y desecho de que ella misma se alimenta. Lo seleccionado pasa al archivo de la memoria cultural de la Humanidad, mientras que lo desechado perdura en todo caso sólo en la inmemorial presencia divina.

El problema cultural reside, claro está, en encontrar un criterio adecuado de selección. En el arte tradicional, el criterio era el de la calidad de las obras, la cual, a su vez, se medía por la fidelidad a una tradición (eclesiástica, principesca, nacional, estatal, incluso estética, etc.). Pero con las vanguardias artísticas el criterio pasó del orden cualitativo al orden innovativo. Ya no se trata tanto de transmitir una identidad como de marcar una diferencia.

Con el tiempo, también ese criterio se está agotando. Pero no porque la capacidad innovativa se agote sino, al contrario, porque aumenta cada vez más, como también antes aumentaba la capacidad de hacer obras cualitativamente valiosas desde el punto de vista de una tradición determinada. Lo que empezó como protesta contra el arte museal -ése era el hecho diferencial de la vanguardia histórica- se ha convertido mientras tanto, paradójicamente, en un arte hecho para el museo (la colección, el archivo como memoria de la Humanidad, etc.). Y es el hecho de que el museo o la mera colección (a diferencia de la iglesia, la aristocracia, la nación, el gusto, etc.) no tenga una tradición propia, lo que hace que hoy día la producción artística se rija precisamente por una lógica puramente estratégica de diferenciación innovativa con sus nuevos y agravados problemas de ecología cultural. Con el agravante adicional de la irrupción del arte popular en el de vanguardia que, bajo la divisa «o vanguardia o cursilada (kitsch)», todavía Clement Greenberg había podido contraponer entre sí.

El problema que se presenta entonces es el siguiente. Si la innovación ya no funciona como criterio eliminativo, ¿qué otro criterio podría entonces funcionar ahora? La solución que apunta Groys en la obra antes aludida es la del arte de la instalación, en la que el artista construye el contexto mismo de su obra neutralizando así el influjo del museo. Otra posible salida de la actual crisis ecológico-museal, a la vez más radical y más tradicional que ésta, sería una de tipo ascético- eremítico: abstenerse individualmente sin más de toda producción cultural. Pero, como la historia enseña, eso sólo difiere el problema. A los eremitas siguen sus biógrafos, a los san Antonios, a los san Atanasios (y los Gustave Flauberts) que hacen inútiles otra vez sus ímprobos esfuerzos ecológicos de purificación de la cultura.

El autor no parece insensible al problema (ver, otra vez, el prólogo- epílogo a que hicimos referencia en nota a la recensión de López Pinto). Sin embargo, el micrófono que hace aparecer al principio y al final del texto principal tiene más visos de excusa («yo no soy el culpable de la polución») que de válida coartada. No está excluido que el micrófono sea sólo otro truco literario. En todo caso, como nos va a decir pronto Boris Groys, la cuestión es más de fondo de lo que podrían hacer suponer oposiciones tales como la que se da entre micrófono y escritura, hablar (lo vivo) y escribir (que aquí, al revés que en la recensión de López Pinto, estaría por lo muerto). Por otra parte, abandonarse a un escribir vivo, instantáneo y cuasi-automático (como si se estuviera hablando ante un micrófono que le hubieran puesto a uno delante de la boca), si hace el producto, en efecto, más entretenido (más cursi, más kitsch), aumenta a la vez el efecto entrópico de que trata nuestro motto.

Desde el punto de vista de una rigurosa ecología cultural, la única estrategia convincente sería más bien la propuesta por Vitelli: el olvido. Pero para eso -tenga quien tenga la culpa- podría ser ya demasiado tarde. Vitelli tiene también toda la razón cuando señala que el autor nunca logró cortar las adherencias de la vida en su pretendido arte -supuesto que todo lo narrado haya sido efectivamente vivido por el autor, o éste creyera efectivamente haberlo vivido tal y como él lo cuenta-

Por su parte, López Pinto podría responder a esa crítica diciendo -también en la línea de Groys- que eso (las adherencias de la vida en el arte) en el fondo sólo demuestra que el autor no consiguió realizar el ideal perseguido por la vanguardia más radical: crear la última obra de arte, una obra que no reflejara ya otra cosa sino a sí misma, que no representara nada sino que fuera pura presencia: López Pinto podría, en otras palabras, responder diciendo que ni tan siquiera Casimiro Malievich alcanzó ese ideal: que su mismo Cuadrado Negro -con el que Malievich pretendía destruir, y simbólicamente destruyó, todo el arte tradicional- no es sino el reflejo en negativo de este mismo arte, y no sólo el reflejo de sí mismo; que, dicho de otro modo, lo opuesto del arte, la vida, siempre acaba por imponerse en todo tipo de arte, alto o bajo, y que, por consiguiente, el arte nunca logra dejar de ser, a la larga o a la corta, cursi; que, en una palabra, nunca podemos zafarnos de la vida… mientras vivamos (como, con característica tautología, el autor añadiría); que, en definitiva, mientras dure el tiempo -dicho otra vez-, nunca llegaremos a verlo cara a cara, es decir, por el revés.

Partamos, sin embargo, del supuesto contrario. Supongamos que el relato es puramente ficticio y que el autor no hubiera vivido, o creído haber vivido, las cosas tal y como él las cuenta. Entonces ese mismo autor estaría dotado indudablemente de toda nobleza imaginativa. El relato no trataría en ese caso de fácticas realidades sino de poéticas posibilidades y, por eso mismo, sería, ya según los cánones clásicos, no sólo más artístico o poético, sino más filosófico incluso de lo que el mismo López Pinto había supuesto. Y dado que las adherencias que, en el supuesto contrario, mantenían el relato a ras del suelo de la vida no serían entonces tan fuertes como, por su parte, Vitelli había supuesto, éste tendría que revisar su juicio. Pero eso mismo haría su posición inexpugnable, porque la necesidad de revisar su juicio se debería entonces única y exclusivamente a que el relato no estaría ya tan contaminado por las adherencias de la vida como él pensaba. De todos modos, también la posición de López Pinto resultaría entonces inexpugnable, puesto que, de un modo o de otro, la diferencia entre vida y arte no vendría ya dada en absoluto por el contenido, que en ambos supuestos seguiría siendo el mismo.

Pasamos, por fin, a reproducir, sin más explicaciones, el motto ya varias veces anunciado.

Sebastián de San Sebastián – Arturo Tinturero

«Al concepto de entropía se lo ve por lo general como algo negativo, porque se considera que la vida requiere un orden y que la entropía amenaza con destruir toda vida. Pero es precisamente esa amenaza, es decir, la presencia de la muerte en medio de la vida, lo que constituye la fascinación de la entropía y del espacio entrópico, puesto que la colección (el museo) es tanto el espacio de la muerte como el lugar en que se intenta superarla (…). El espacio de la colección es (…) como el intento de superar la muerte entrópica a través de ella misma. El sueño de supervivencia en la entropía es lo que explica la fascinación del arte de la modernidad en su conjunto. Todo intento de imponer a este arte un nuevo orden que le inyecte supuestamente nueva vida está condenado al fracaso porque, al desconocer los términos del problema, declara su propia ingenuidad. –La entropía, en efecto, va más al fondo que todas las oposiciones (caos/ orden, éxtasis/ normalidad, originalidad/imitación, hablar/escribir, crimen/moral, etc.) con que operan las teorías que quieren dar al arte un determinado contenido-, (…) En ese espacio (del museo) se reúnen muchas formas de la vida en torno al punto cero de la muerte, que esas formas, por otra parte, llevan en su propio seno, porque en su conjunto dan una suma entrópica nula».
Boris Groys

«La literatura da simplemente demasiados saltos al pasado y después otra vez al futuro y después vuelta otra vez al pasado -y se salta así constantemente el presente-. Ocuparse del presente requiere mucha paciencia, entraña mucha inseguridad y mucho esfuerzo, y produce poco efecto».
B. G.

(Pensamos que, aunque esta vez no lo hubiera tomado en consideración,
el autor no habría desaprobado insertar aquí este otro motto
tan breve (op. cit., pág. 153). De todos modos, conviene advertir que
Groys no está ahí hablando del presente instantáneo, que tanto preocupaba
al autor y al que, por lo demás, las palabras reproducidas se
podrían aplicar aún con más derecho. Sebastián de San Sebastián y
Arturo Tintero).

NOTAS
1 · El autor decía que, releyendo esos textos filosóficos ya bien entrado el día, él mismo a veces no los entendía en absoluto, pero que, al volverlos a releer por la noche o a la mañana siguiente, los podía entender otra vez «del todo». Las comillas no indican aquí sólo una cita literal, sino también que la expresión no hay que tomarla literalmente, como si en el mundo se dieran «todos» a los que no les falta (ya) nada. Para poner un ejemplo del mismo autor: la esencia abstracta de hombre es un todo al que no le falta nada -a no ser la existencia real-; pero su realización en cada hombre nunca es total (o totalmente presente) -a no ser, en todo caso, en Jesucristo-, «Del todo» significa ahí, pues, simplemente que, con la cabeza fresca, el autor volvía a entender los textos tal y como cuando los había escrito. Sobre el criterio que hemos seguido en la elección del tamaño de la letra, baste con decir que, para facilitar más la lectura, en algunos pocos casos en que el texto de que disponíamos era claramente provisional (apéndices m y rv a Catalanes /), hemos optado por introducir un tipo de letra aún más pequeña.

Por otra parte, una edición crítica que consignara las variantes resultaría en buena parte supérflua, puesto que el autor va señalando él mismo el proceso de gestación en cada caso. Léase a este respecto el «epílogoprólogo»(pág.463) a Catalanes I (sobre la distinción entre i y n véase nuestra nota previa a Catalanes II). Además, nosotros sólo llegamos a poder consultar el primero de los cuadernos originales. El índice es nuestro (Nota de los editores).