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Si prestamos atención a esos ensayos que van más allá del análisis superficial y oportunista de algunos fenómenos, encontramos títulos que motivan la reflexión, ya sea porque alertan de la debilidad de nuestros razonamientos, porque hacen descubrir detalles que pasamos por alto o porque expresan lo que tal vez nosotros pensamos pero fuimos incapaces de explicitar. A nadie se le escapa que la lectura ha de incomodar, en cierto modo, y que aquella que se goza es siempre la que puede reposar el paso de los años y aguantar relecturas innumerables, no la que sirve exclusivamente de pasatiempo. En eso, precisamente, consisten los clásicos: no se agotan.

DE LA FILOSOFÍA A LA MÍSTICA DEL CUERPO

Hannah Arendt ha pasado ya a formar parte de ellos, por más que su obra haya sido sometida a ciertas malinterpretaciones, voluntarias o no, que buscan en el pasado reciente compañeros de combate más que el lustroso acierto de una verdad que se descubre. Lo que quiero es comprender reúne textos, cartas y fragmentos que permiten llenar la ausencia de una autobiografía. Y es una lástima, en efecto, que la pensadora alemana no haya ofrecido al público un relato de su existencia, tan rica como dramática. Además de la transcripción de las entrevistas televisivas —en las que Arendt disecciona con inteligencia el contexto político y social y confiesa su más íntimas inquietudes— y de un excelente coloquio sobre el alcance de su obra, se recoge la correspondencia con uno de sus principales maestros, Karl Jaspers. Éste fue, según una bella confesión de la pensadora judía, quien dio continuidad a su propia vida. ¿De qué otro modo —existencia y vida— podría haber rendido Arendt el tributo del discípulo al maestro generoso?

Pero si se trata de rendir tributo, el de Edith Stein se corresponde más con la defensa intelectual de un proyecto que había sido explotado por un discípulo infiel y poco caritativo con quien le había ofrecido una perspectiva filosófica sobre la que atisbar cielos más altos, y le había ayudado profesionalmente. Nos referimos, claro está, a la relación de Heidegger con Husserl. En La filosofía existencial de Martin Heidegger, Stein, que había sido ayudante del prestigioso autor de Investigaciones lógicas, y una de las pocas que había comprendido en profundidad el potencial de la fenomenología, se enfrenta al exitoso e indiscutible autor de Ser y tiempo, pero lo hace en territorio propicio: la discusión filosófica.

Stein no sólo disecciona uno a uno los argumentos intrincados de un filósofo polémico, tan interpretado como oscuro, y no sólo desvela el sentido de los términos más abstrusos, sino que contrapone una visión agradecida de la existencia a la inmisericorde dialéctica de un hombre arrojado a su suerte. Santa Teresa Benedicta de la Cruz no aprovecha la crítica para construir sus propios teoremas; su denuncia filosófica —lúcida, penetrante— aprovecha los resquicios de la exposición de Ser y tiempo para sortear el nihilismo con educadas referencias a la trascendencia. Se dice en la introducción que la elaboración de este texto coincide con el acercamiento de la filósofa conversa a la tradición escolástica. Y a partir de esta fuente, Stein podrá enriquecer la perspectiva fenomenológica con las aportaciones de la filosofía perenne.

Pero si descendiéramos un poco del vuelo en las alturas, iríamos a parar a un libro que constituye también un ascenso. Es uno de los aciertos de la editorial Nuevo Inicio, de creación reciente, pero con una trayectoria llena de descubrimientos. Uno de ellos, sin duda, es haber dado a conocer al lector español a Fabrice Hadjadj, francés de ascendencia judía y converso al catolicismo en 1998. Su último libro lleva por título La fe de los demonios (o el ateísmo superado). Título igual de sonoro que el anterior publicado por la editorial granadina: La profundidad de los sexos. Por una mística de la carne. En él, Hadjadj reflexiona sobre el significado cristiano de la sexualidad, descubriendo la corporalidad de la fe.

Más allá de lo que es una reivindicación de la visión católica y de la trascendencia del amor sexual, desvela el sentido trivial y la descorporeización de algunas visiones restringidas del hombre. Porque entre el exhibicionismo sexual, la falta de pudor y el convencionalismo de género, a juicio del autor francés se esconde el desprecio por la carne del gnosticismo moderno. Un desprecio que suena más bien a mutilación espiritualista, si se permite la expresión. Lejos del pecado, la sexualidad vivida en plenitud se revela como don. Partiendo de la Escritura, con referencias a los santos padres, a los teólogos más reconocidos y a una tradición asentada en el sentido común y en el amor verdadero, Hadjadj teje un mosaico bello y desprejuiciado sobre el sexo que restituye el valor espiritual de lo corpóreo.

EL CONSUMO, EL ARTE Y EL ESPLENDOR DE LA BELLEZA

Pero la sexualización es sólo la otra cara de la moneda del consumo, una ideología transversal que absolutiza los medios y obvia los fines. Daniel Bell, recientemente fallecido, recordó en un ensayo memorable, Las contradicciones culturales del capitalismo, la incoherencia de la ética de la productividad y el hedonismo de la sociedad de masas. Es la esquizofrenia del trabajador estresado de la mañana que busca compensación en la vida epicúrea de la noche. Y habría que reconocer que razón no le faltaba: el individuo contemporáneo es tan tecnológico e iconoclasta como susceptible de ser engañado en el fácil juego del marketing y la creación artificial de necesidades.

París-Nueva York-París, de Marc Fumaroli, es una crítica a la impostura del arte contemporáneo desde la tradición clásica. Porque se ha perdido por los remolinos de la historia la visión y la producción artística desinteresada; en la línea del consumo y la trivialización, la estética se ha convertido en esteticismo: ya el objeto de arte no nace del otium, de la embriaguez evocadora de la contemplación humanista, sino del negocio de grandes compañías. La belleza queda, de esa forma, desbancada de su altar divino: en las catedrales del arte contemporáneo, el culto que se rinde tiene forma de dólar.

La contemplación exigía, bien es cierto, un objeto, la realidad, la naturaleza, el hombre, que el artista se apropiaba y exponía. La referencia, en cualquier caso, seguía siendo lo real; sin embargo, la imagen se ha adueñado del arte contemporáneo, pero ésta finalmente no remite a nada exterior a ella: lo virtual, lo posible, lo onírico, lo deseado apuntan a la subjetividad del artista, tan prolífico en identidades como complejo en interpretaciones.

¿Algo que objetar al consumo cultural? Adorno concibió la instrumentación técnica del mercado cultural como una estrategia política y cuasitotalitaria. Pero no habría que denostar el alcance de la industria cultural si los libros que se venden a montones —desde los grandes clásicos a los últimos bestsellers, que de todo hay— se leyeran tanto como se compran. A esta transformación del arte en cultura de masas se refiere La cultura-mundo, un concepto, meramente descriptivo, que quiere sintetizar la convergencia de tres procesos, el del consumismo, el individualismo y la tecnificación. A diferencia de Fumaroli, que expone críticamente la tergiversación del canon, Lipovetsky y Serroy levantan acta de la falta de criterios y de la transición del arte moderno al posmoderno.

UN MANIFIESTO DE POLÍTICA POSMODERNA Y EL ASOMBRO FILOSÓFICO

Representante de esa dirección posmoderna aplicada a la política fue Richard Rorty, uno de los filósofos más influyentes de los últimos años, y uno de los más inteligentes. Política cultural, que recoge la cuarta parte de sus escritos filosóficos, es un manifiesto que defiende el relativismo, el progreso pragmatista y la contingencia de todas las cosmovisiones universalistas, pero está tan bien escrito y contiene una argumentación tan sutil y perspicaz que supone un desafío leerlo.

La fina ironía de Rorty, su conocimiento de los grandes problemas filosóficos y su cultura literaria hace muy difícil sortear sus tesis. Intentemos al menos resumirlas para ver los presupuestos filosóficos de la política posmoderna. Heredero de la tradición pragmatista, Rorty logró fama filosófica con un libro que desmontaba algunos tópicos metafísicos, La filosofía y el espejo de la naturaleza. En él y en otros ensayos, Rorty justifica el reduccionismo culturalista de nuestro tiempo: a su juicio, todos los conceptos claves (verdad, bien, naturaleza, etc.), tienen una matriz cultural y, por tanto, son convencionales. Los hemos mantenido, señala Rorty, porque han servido para el cumplimiento de nuestros fines, pero no por su verdad intrínseca.

¿Qué consecuencias tiene esto en el ámbito de la política? Ésta ha de dejar de alentar posibles consensos sobre la vida buena, la justicia, el bien o la felicidad; su misión ha de versar sobre narrativas que nos ilustren acerca del sufrimiento ajeno, que nos abran a mundos culturales diversos al nuestro. Y en ello, ciertamente, se han mostrado más adecuadas las novelas que los argumentos filosóficos.

La filosofía de Rorty se presenta como un proyecto modesto y sitúa el papel de los intelectuales en la misma línea que el de los artistas, los poetas y los novelistas. Nadie podrá negar que puede aprenderse más sobre nuestra condición en un buen poema de Yeats que en los tratados hegelianos. Pero la privatización de la ontología que promueve es una forma decidida de dar por muerta la verdad.

¿Estamos dispuestos a sostener los principios sobre los que reposan nuestras sociedades en acuerdos tan contingentes como nuestras apreciaciones artísticas? Demasiada fe tiene Rorty en el hombre de hoy, demasiada confianza en la estética, y eso salva parte de su optimismo. Pero las lecciones de la historia no pueden olvidarse con tanta facilidad.

En lugar de decretar la extinción de la verdad, Jeanne Hersch, discípula de Karl Jaspers, nos muestra en El gran asombro que la historia de la filosofía alcanza justificación en la necesidad que tiene el hombre de seguir buscándola, pese al clamoroso fracaso de sus intentos. Su exposición de los más importantes sistemas filosóficos es original y tiene como hilo conductor la admiración que provoca la realidad —su riqueza natural, sus profundos misterios— en el individuo.

Con independencia de que se esté o no de acuerdo en la selección —están los clásicos, pero hay también espacio para Comte, por ejemplo, o para Bergson y, cómo no, para Jaspers—, el esfuerzo por exponer sucintamente las diferentes respuestas que estos grandes hombres han dado a los grandes interrogantes es una actitud diferente a la de Rorty. Precisamente, Hersch apela a la tradición de pensamiento para hacer frente, hoy, a los peligros que amenazan la condición humana. «La verdad tiene que reencontrar su contacto con el ser y volver a ser decisiva para la libertad», concluye.

UNA FIGURA DE HOY: BENEDICTO XVI

A la vinculación entre la verdad y la libertad se ha referido en bastantes ocasiones Benedicto XVI, y también lo hace en Luz del mundo, una extensa entrevista que concedió a Peter Seewald. Del libro se recordará, por desgracia, una frase que los medios reprodujeron en portada; pero si uno lee el contenido de esta suculenta entrevista con mirada reflexiva sabrá que Benedicto XVI es poco dado al sensacionalismo y a la innovación frívola. Gracias a Seewald, que plantea preguntas, y a la generosidad sincera del Papa, que no esquiva ni las más incómodas, se puede percibir que Benedicto XVI es consciente y está a la altura de su misión en la Iglesia.

Y si alguien esperara grandes declaraciones abstrusas de uno de los teólogos más brillantes de la segunda mitad del siglo XX, se equivocaría. Se descubre al teólogo detrás de una vida sencilla y piadosa, se percibe al grande de espíritu en la inocencia radical de un sacerdote enamorado de su vocación y más preocupado en ser fiel a Dios que en buscar la fama de los hombres. Porque el intelectual que es Benedicto XVI queda patente en la franqueza de sus respuestas, en las hondas pero accesibles reflexiones, con las que intenta aproximarse al mundo.

No hay improvisación en sus intervenciones, ni apresuramiento. Es consciente de que el tempo sobrenatural resulta quizá escandaloso en un mundo vertiginoso, de que el cultivo del silencio es también lo más necesario en una sociedad ruidosa que ha perdido sus sintonías. Por ello, la lectura de este libro no puede dejar indiferente. En él se repasan los últimos acontecimientos en la vida de la Iglesia —el tema de los abusos sexuales, las polémicas de algunas de sus intervenciones, el caso Maciel…— desde la perspectiva de la fe: en estas pruebas, Benedicto percibe ocasiones para la purificación, pruebas que Dios permite para profundizar en la fe.

Benedicto XVI no es un hombre aferrado al pasado, ni pesimista con respecto al futuro. Se abren, señala, grandes posibilidades para la Iglesia. Descubre la dinámica de un cristianismo creativo que se propone, desde la seriedad de la vocación cristiana, la grandísima tarea de la nueva evangelización. Y reconoce la importancia de que la impronta religiosa colonice con su mensaje esperanzador el ámbito de la cultura y de la ciencia, abriendo nuevas perspectivas a la razón. Y todo ello sin incurrir en la frivolización sentimental ni en el optimismo superficial: el Papa nos recuerda que el mal existe y que éste actúa en el mundo. Se trata de un libro importante para entender el presente de la Iglesia y también las claves de su futuro más próximo.

Acercarnos a Benedicto XVI es lo que pretende Pablo Blanco, quien ha escrito la biografía en castellano más completa sobre el pontífice, situando su trayectoria en el contexto cultural y religioso del siglo XX. Dos son los fundamentos sobre los que Joseph Ratzinger ha construido su vida: el amor hacia Cristo y su interés por la razón, dos leitmotiv que explican su ministerio sacerdotal y sobre los que también han girado sus primeras enseñanzas pontificias.

Pablo Blanco explica la génesis de su personalidad y la conciencia del ministerio sacerdotal —y más tarde episcopal— del joven Ratzinger. Su vocación de servicio y su disponibilidad a la Iglesia son ya conocidas. Pero es oportuno recordar otras circunstancias que, en ocasiones, tienden a olvidarse. Así, las que han jalonado su vida no han sido fáciles: la penuria económica de la posguerra, el recuerdo de los crímenes del nazismo, la crisis teológica y eclesial, la contienda ideológica de la sociedad en los años sesenta… Pero, frente a todos estos desafíos, la vida de quien se sabe cooperante de la verdad resplandece como un ejercicio de coherencia e integridad poco habitual en una sociedad acostumbrada a los bandazos ideológicos.

Asimismo Blanco recuerda las contribuciones de Ratzinger a la teología. Hay un capítulo específico dedicado al Concilio Vaticano II, que es un punto de referencia en su magisterio teológico. Ratzinger ha reflexionado sobre la renovación eclesial que supuso y ha leído atentamente los textos conciliares, huyendo de las interpretaciones simplistas. Ha denunciado la «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura» de algunos teólogos, empeñados en leer la historia eclesiástica desde la contraposición entre el progreso y la tradición, y ha defendido, en coherencia con el legado católico, la hermenéutica de la continuidad, que es la que puede dar más frutos, en la que se mantiene invariable el depósito de la fe.

Pablo Blanco presenta, en definitiva, a un hombre reflexivo, amante de la música, sencillo de costumbres y fiel a su vocación. Se trata de una voluminosa biografía, excelentemente documentada, que llega a analizar minuciosamente los seis años de su pontificado y atisba algunas claves para entender los desafíos a los que se enfrenta la fe en este siglo XXI.

Profesor de Filosofía del Derecho (Universidad Complutense de Madrid).