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En 1932, cuando se debatía en las Cortes el proyecto definitivo de la Reforma Agraria, Juan Díaz del Moral presentó un voto particular de mucha enjundia. En él abogaba por que se concedieran tierras únicamente al campesino capacitado para labrarlas e introducir mejoras en las mismas; al mismo tiempo, los lotes de tierras que se dieran habrían de tener el tamaño suficiente para garantizar su viabilidad económica. Advirtió que de no hacerse así, si se sustituían las razones económicas de la reforma por criterios ideológicos y políticos, se estaría llevando «inexorablemente » la miseria al campo. Máxime cuando todas las reformas realizadas en Europa habían demostrado que en ningún país existía tierra cultivable suficiente para asentar a cuantos vivían en el campo.

De nada valieron las innumerables advertencias sobre las insensateces de las reformas sustentadas en objetivos ideológicos y políticos en contra de los económicos. En muchas ocasiones porque quienes las hacían eran personas liberales o de derechas; en otras porque, aunque fueron miembros de la izquierda quienes las efectuaron, nadie tenía derecho a entorpecer un proyecto histórico de reforma. Porque, en palabras de Fernando de los Ríos, «tras esfuerzos seculares, va a comenzar, al fin, de modo orgánico, la obra nada fácil de rehacer la ordenación jurídica de la propiedad territorial en España». La tarea iba a ser, sin duda, gigantesca, ya que rehacer toda la ordenación de la propiedad significaba, ni más ni menos, que rectificar la historia de España. Porque justamente de eso se trataba, las razones económicas debían pasar a un segundo plano o, mejor, desaparecer de la escena.

Al establecer este objetivo se estaba asumiendo la herencia ideológica de los regeneracionistas. Como ellos venían defendiendo desde hacía tiempo, la causa del problema agrario residía en la existencia de la gran propiedad, proveniente del señorío y reforzada en las desamortizaciones. Opiniones estas que habían cobrado carta de naturaleza en el primer tercio del siglo XX, merced, por ejemplo, al Instituto de Reformas Sociales o al Informe de los Ingenieros agrónomos del Servicio Catastral de Sevilla, amplificados ambos con enorme eco por la prensa de la época y por los escritores de más talla, como Ortega, Ibáñez o Baroja. Incluso muy conocidos personajes de derechas, como el conde de Romanones o Calvo Sotelo, coincidieron en señalar que la gran propiedad era la causa de los males del campo español. Males que nada menos que don Claudio Sánchez Albornoz los residenciaba en el «botín» de la nobleza medieval, reforzado por los «heroicos compradores de bienes nacionales», que dieron lugar a la gran rapiña del campo. Por ello, porque los latifundios eran producto de un robo histórico, había llegado el momento de expropiarlos sin indemnización alguna.

Por si no bastara para justificar la reforma y la desaparición del latifundio, el oprobioso origen de la gran propiedad, se afirmaba que la ineficacia de ésta era la que tenía a media España sin cultivar y necesitando importar alimentos, mientras las tierras se dedicaban a dehesas improductivas y fincas para toros bravos. Según los datos que aportaban algunos de los diarios más prestigiosos de los años treinta, por causa de la gran propiedad estaban sin cultivar la mitad de las tierras de Extremadura y de la Bética; el rendimiento de trigo por hectárea era de 9 quintales, mientras en Alemania era de 16, de 12 en Francia, de 10,7 en Italia, de 20,8 en Inglaterra; y proporciones similares se daban en el centeno, la cebada y el maíz; todo por culpa del latifundio, pues «únicamente en nuestro país se toleran ya las grandes propiedades incultas».

El primer gran descubrimiento: nadie sabía de qué cifras hablaba

Esta fue la ideología que asumieron los socialistas, que fueron los que, a la postre, impulsaron la Reforma Agraria. Ideología a la que necesitaron acudir, porque al llegar la República carecían de una definida al respecto, como sucedía a casi todos, por no decir todos, los reformadores.Tanto, que ni siquiera habían pensado en acometer una reforma agraria en cuanto tal, y menos la que al final defendieron. Lo que les preocupaba realmente era el paro de los jornaleros, que achacaron a la vuelta al campo de cuantos se habían desplazado a las obras públicas puestas en marcha por la Dictadura. Para atajarlo pusieron en marcha sus decretos agrarios, para terminar decidiendo que el camino definitivo para atajarlo sería llevar a cabo la Reforma Agraria. Reforma que nadie sabía a qué fincas podía afectar, excepto que habrían de ser las vagamente consideradas como muy grandes. Tal indeterminación provenía de un error básico: los reformadores, cuando hablaban del latifundio, pensaban que la propiedad de la tierra se mantenía concentrada tal como lo había estado en el Antiguo Régimen. Por eso creían que expropiando las fincas que habían sido de señorío, las comunales y los baldíos se encontrarían con un cúmulo de tierra más que suficiente para acometer la reforma. Ahora, en el momento de iniciarla, resultó que nadie sabía cuáles eran esas tierras, qué extensión podían tener, ni quiénes eran sus dueños. Con esto vino a suceder que el sujeto del mal desde la Reconquista y panacea para la redención agraria era desconocido. Azaña anotó en su diario la impresión que le causó esta ignorancia: «Después de tantas comisiones, tantos peritos […] resulta que se ignora una de las bases de lo que vamos a hacer. Claro está que también se ignora la cabida total o aproximada de la categoría de fincas sometidas a expropiación».

Este desconocimiento se soslayó aceptando una medición que ha gozado de una magnífica, y sorprendente, salud historiográfica: latifundio era la finca superior a 250hectáreas. Esta cantidad, sometida a excepciones, no se estableció siguiendo criterio económico alguno, sino que surgió cuando los reformadores cayeron en la cuenta de que para dar tierra a los campesinos carentes de ella, o se expropiaban las fincas mayores de esa extensión o era imposible tener tierra para todos. El hilo argumental de quien siempre fue considerado la autoridad en la materia, Pascual Carrión, y que llevó a esta conclusión, fue el que sigue: había que dar tierras a 250.000 familias sin ellas a razón de 10 hectáreas a cada una, y 5 a 680.000 con una propiedad insuficiente; como se calculaba que la mitad de las grandes fincas no eran cultivables, era necesario expropiar las que rebasaran las 250 hectáreas. Conclusión que no debe sorprender, puesto que las denuncias antiseñoriales aludidas llaman la atención porque raramente aportaban datos que las sustentaran. Una de las más famosas, la del mismo Pascual Carrión glosando la de los ingenieros agrónomos del Catastro de Sevilla, no proporcionaba números de las hectáreas o los jornaleros de los que estaba hablando; pero, sorprendentemente, sí descalificaba por ineficaces a las grandes explotaciones mecanizadas norteamericanas en sus secanos. Y lo hacía para intentar demostrar que la propiedad repartida de Bélgica y Holanda, por ejemplo, era mucho más productiva que esas explotaciones americanas anotadas. Cierto es que en la comparación se le olvidó un dato, como le recordaron de inmediato sus coetáneos: lo que llovía en Bélgica y Holanda y lo mucho menos que lo hacía en los secanos norteamericanos.

Al menos algunos opinaban que una familia podía vivir con 15 o 20 hectáreas de secano, porque había otros que creían que le bastaría con media hectárea de futuros regadíos. Tan era así, que el secretario de la FNTT, el gran sindicato agrario de la UGT, pensaba que cuando se regase el valle del Guadalquivir merced a un pantano proyectado, habría que traer pueblos enteros de Castilla a Andalucía para poder labrar las tierras. Nada extraño, pues uno de los libros de cabecera sobre el tema, el reeditado Los latifundios en España del nombrado P. Carrión, mantenía que «la población de las provincias latifundistas es hoy muy pequeña», por lo que la aspiración era que aumentase «recogiendo la emigración de otras regiones y facilitando la repatriación de los españoles del mediodía de Francia, Argelia y América, que lo están deseando».

Sorprendente afirmación esta de Pascual Carrión, acorde con otras suyas que habían indignado a alguna de las patronales andaluzas, como cuando dijo que la crisis de la agricultura española nada tenía que ver con la mundial, pues «es cosa exclusivamente nacional y estriba en la mala distribución de la propiedad; por eso pretende el proyecto repartir los latifundios». Según don Pascual, en esos latifundios iban incluidas las dehesas, que, ignorando que eran una forma racional de explotar un suelo pobre, tendrían que ser cultivadas, desalojando de ellas al cerdo ibérico, porque estabulado producía más carne.

La vigencia de la imagen antigua de una realidad en pleno cambio

Desde tales premisas se puede entender que se pretendiese la reforma que cada uno quisiera, hasta la que amenazó al jamón de Jabugo, pues si se creía en serio que laferacidad de la tierra iba a obligar a traer población a los campos de Andalucía occidental, Extremadura o la Mancha para que los labraran, el éxito de cualquier cosa que se acometiera estaba asegurado. Desde estos presupuestos, el Gobierno dio un paso más en la dirección de la política socialista. Lo dijo claramente Marcelino Domingo, ministro de Agricultura, al rebatir a Díaz del Moral. Afirmó que las tierras que se iban a repartir no serían entregada a los campesinos en lotes individuales, sino que el Estado pasaría a ser su propietario; por tanto, a él le correspondería la obligación de establecer el aprovechamiento de la misma, para que así el campesino sustituyese su interés por ser dueño de la tierra por el de la explotación colectiva de la misma. Esta decisión coincidía plenamente con la posición oficial del PSOE. Largo Caballero, como ministro y portavoz socialista, esgrimió las razones del deseo colectivista, mostrando, curiosamente, que conocía el proceso de enajenación de tierras del siglo XIX mejor que muchos de los opinantes antes citados. Porque lo conocía, se opuso a la propuesta de Díaz del Moral de entregar en propiedad parcelas económicamente viables a los campesinos. Según Largo Caballero, esto sería volver a las desamortizaciones del XIX, en las que los pequeños y medianos campesinos accedieron a la propiedad de la tierra, para que luego los más trabajadores y capaces de ellos fueran comprándoles sus lotes a los demás hasta rehacer los latifundios. Esto no se podía consentir de nuevo. Por eso se harían arrendamientos colectivos, para «inaugurar una economía agraria de producción colectivizada». Pero repartir las tierras, nunca, porque ese reparto es «la base de la propiedad individual. Quienes propugnan eso son profundamente reaccionarios».

Creo oportuno en este momento traer a colación la referencia que hace Raymond Aron en su libro Pensar la Guerra, Clausewitz. II La edad Planetaria, al historiador militar Sir Basil Liddell Hart y a Lord Keynes. Escribe Aron que ambos coinciden en «la influencia de las ideas sobre el cuerpo de la historia. Según el más ilustre de los economistas del siglo XX, los gobernantes y los hombres de negocios aplican las doctrinas aprendidas de sus profesores veinte años antes». Sir Basil añadió que «la influencia del pensamiento sobre el pensamiento es, en la historia, el factor más importante».

En mi opinión, esto es lo que sucedió a nuestros reformadores agrarios, quienes aplicaron al campo una ideología antigua, acumulada por un determinado pensamiento de la época, sin pararse a considerar que ese pensamiento podía estar sustentado en datos parciales, atrasados, o sencillamente disparatados. Sólo ha habido que esperar a que los historiadores agrarios pongan en evidencia las fallas de las premisas reformistas mediante sólidas investigaciones. Investigaciones que, en muchos casos en lo que a mi conocimiento se alcanza, lo que han venido es a ratificar cuanto de manera pública y fehaciente se sabía en la época. Cosa distinta es que hoy muchos libros de historia sigan compartiendo los mismos tópicos de los reformadores, a costa de la realidad misma de los años treinta.

Para ejemplo, decir que había que traer inmigrantes a las provincias latifundistas porque estaban poco pobladas,ya era un disparate desde los comienzos del siglo XX. En el padrón de 1929 Jaén tenía 48 habitantes por kilómetro cuadrado, 47 Córdoba, 56 Sevilla y 74 Cádiz. La media de población de Andalucía en 1930 superaba la nacional en 7,7 puntos. Con estos datos no ha de extrañar que el socialista Julián Besteiro levantara la voz con esta advertencia: «Por el momento, me parece tan esencial como la reforma agraria en la Gaceta salir al paso a algunos prejuicios que, de persistir, podían hacer estéril toda reforma y producir lamentables desengaños. Me refiero, por ejemplo, al prejuicio de que España es un país agrícola y que hay que conservar ese carácter peculiar suyo. No. En bien de la misma agricultura, hay que hacer de España un país industrial. Si siguiera siendo un país agrícola, sería cada vez más pobre y llegaría a ser miserable».

Esto se sabía de sobra en la época. Lo mismo que se conocían datos básicos que desmentían los de los reformadores. Un informe de un diario del momento recordó que España, el segundo país más montañoso de Europa, cultivaba el 40% de su suelo, al tiempo que otro 40% lo dedicaba a pastos y montes y el resto era urbano e improductivo. Pues bien, Alemania cultivaba el 45%, Italia el 51, Francia el 45 y Suiza, caso extremo, el 12. Nuestra producción media de cereales era de 9 quintales por hectárea, prácticamente la misma que la de Estados Unidos y superior a la de Argentina. Nuestro suelo y el régimen de lluvia no daban para mucho más, tal vez algo, pero no demasiado. Desde luego, comparar nuestra producción con la de los países húmedos era un sinsentido; de hacerlo, había que poner en la misma balanza a Santander o Vizcaya, por ejemplo, para comprobar que sus producciones eran parejas con las de la Europa húmeda.

La enemiga a la maquinaria agrícola

Por otra parte, entre quienes conocían el campo causó estupor la condena de las grandes explotaciones mecanizadas norteamericanas en el momento en que en zonas clásicas de latifundio se estaba introduciendo la misma mecanización. Sin necesidad aquí de aportar los datos al respecto, sobradamente conocidos gracias a la investigación, piénsese que los hechos de la época republicana estaban desmintiendo que el atraso fuera de la magnitud que pregonaban los reformadores. Al respecto hay que considerar que, en todos los conflictos agrarios durante la República, uno de los elementos determinantes de los mismos fue la pretensión sindical de suprimir la siega con máquinas. Cuando la oposición patronal obstaculizó dicha pretensión, los sindicatos se esforzaron en que en todas las bases de trabajo en las zonas latifundistas se restringiera el uso de las citadas máquinas, reservando determinados porcentajes de cada finca para la siega a mano y limitando el uso de aquéllas a sus propietarios. Esta limitación pone de relieve algo más, que se escapaba a la publicista reformadora, pero que era evidente para cualquier conocedor del campo: la mecanización no podía medirse por el número de segadoras, sino por el trabajo que éstas desarrollaban, pues una vez que su propietario había segado sus tierras, arrendaba las segadoras a otros. De aquí que en las bases de trabajo los socialistas y los anarcosindicalistas exigieran que el uso de las mismas se limitara a sus propietarios, como antes dijimos, prohibiéndose tajantementeque las arrendasen.

Porque así eran las cosas, al que quisiera conocerlas le hubiera bastado leer el informe de la Cámara Agrícola de Sevilla de junio de 1931, en el que mostraba que las máquinas segaban el 70% de la cosecha de la provincia. Tan era así, que en 1932 en Andalucía a cada segadora le correspondían una media de 233 hectáreas, media que en España era de 113. La existencia de las segadoras, junto con la de tractores, nos está hablando de una mecanización que desmiente los tópicos del atraso. La Cámara de Comercio de Sevilla en 1929 había hablado del «progreso evidente» de la agricultura en los últimos diez años, merced a la mejora de los cultivos y las prácticas agrícolas y, sobre todo, por el mayor uso de la maquinaria, el análisis de la tierra y el empleo de abonos adecuados. La tendencia que imperaba era la de ir parcelando los grandes latifundios inexplotables para introducirlos en cultivo intensivo. Los resultados que exponía hablaban por sí mismos: de 1919 a 1929 las hectáreas cultivadas habían aumentado en 30.000 y el valor de la producción lo había hecho el 21%. Este aumento se había dado en todos los cultivos a costa de la dehesa, que, pese a reducir su extensión, había incrementado la producción por su mejor aprovechamiento. Valor en conjunto que no se detuvo con la República, ya que en 1934 llegó a ser un 47% superior al de 1919. Estando estos datos de la época a disposición de todos, llama más la atención que los reformadores los ignoraran. Caso este es el de Blas Infante, y caso paradigmático de la injusticia de la historia, pues si éste es hoy personaje conocido, lo es por la recuperación política de su figura justamente por haber defendido los tópicos insostenibles a los que nos venimos refiriendo, aderezados por una interpretación de la historia de Andalucía, que, siendo benévolos, calificaríamos de divertidamente fantasiosa. Pues bien, Infante tuvo una polémica con otro notario, José Gastalver, en la que éste descalificó argumentalmente el mito del reparto, al tiempo que abogaba por la creación de especialistas agrarios que modernizaran las explotaciones, agrupadas en grandes fincas viables económicamente y con instituciones de crédito que les proporcionaran el capital para reformarse.

En la misma línea, en 1931 los notarios del territorio del Colegio de Sevilla, territorio que agrupaba prácticamente a toda Andalucía occidental, publicaron un informe acerca de El problema de la tierra. Jugosísimo documento que puso en solfa todos los tópicos: donde no había concentración de la propiedad también existía problema agrario; en general la tierra «no está mal cultivada»; la ganadería brava estaba abandonando las tierras de labor buenas; la gran propiedad inculta sólo quedaba en los montes y dehesas de escasísimo valor; por tanto, advertían de un error que podía ser muy grave: creer que la concentración de la propiedad era igual al valor de las tierras concentradas, cuando de hecho eran muy distintas. Los notarios, además, arremetían contra otro tópico que ha tenido suerte historiográfica: la del absentismo, porque cerraba los ojos a quien tenía propiedades en varios pueblos y formaba con ellas una unidad de explotación. Sus propuestas fueron un ejemplo de las que hoy llamaríamos modernizadoras: había que aumentar los impuestos para que los propietarios se deshicieran de las tierras que no les eran rentables; los contratos de arrendamiento había que modificarlos para dotar de más seguridad al colono; la parcelación en tierra calma tenía que estar «subordinada a la necesidad de conservar y fomentar el gran cultivo industrial, productor de trigo abundante y barato».

En los olivares no cabía la parcelación, tanto porque solían estar labrados por sus dueños como porque estaban agrupados en la unidad del molino. En cambio, sí era posible la parcelación en las huertas, las viñas y el regadío, pero con un único objetivo pedagógico y nunca económico: para adiestrar al obrero que no tenía sentido de la propiedad, o para crear pequeños propietarios, pero nunca pensando que así se iba a «mejorar el cultivo». Esta parcelación sería la única que permitiría reducir el paro, siempre que el Estado se implicase en ella directamente, porque los grandes arrendamientos colectivos serían un fracaso mientras no se educase a los jornaleros y el Estado crease instrumentos eficaces de ayuda.

Nada de esto se tuvo en cuenta. Por una parte, porque la ignorancia de los reformadores, a la que venimos aludiendo, les llevó a creer que era posible hacer casi cualquier cosa. Y por otra, porque de haberse reconocido esa ignorancia, como más de un republicano y algún socialista quiso, habría habido que abandonar la reforma o, al menos, reducir sustancialmente su alcance, y esto nadie se atrevió a hacerlo.

Las consecuencias económicas inmediatas

Bien pronto empezaron a verse las consecuencias de los errores que hemos ido señalando. Tomando algunas provincias andaluzas como ejemplo, resultó que en Sevilla las casi 500.000 hectáreas de secano afectadas por la reforma sólo daban para asentar a las 65.000 familias previstas en lotes de 3,6 hectáreas. En Jaén, el reparto salía a 4,5 hectáreas. En algunos grandes pueblos de Córdoba, como Lucena, Cabra, Aguilar o Rute, se hizo evidente el disparate de la afirmación de que faltaban brazos en el campo, pues todas las tierras de cada pueblo sólo servían para dar a cada campesino entre 1 y 1,5 hectárea. Que ninguna familia podía vivir con lotes de esos tamaños, fuese en explotación colectiva o individual, era una evidencia. Tanta que, en 1936, a la hora de repartir tierras en Extremadura a los yunteros resultó que el tamaño de los lotes fue tan escaso, que el ministro de Agricultura reconoció en las Cortes que si sólo fracasaban el 60% de ellos, como lo avalaba la «experiencia universal», se daría por satisfecho. Para mayor abundamiento, un diputado de derechas hizo ver que los mismos asentamientos estaban acabando con las dehesas, por tanto con las ovejas merinas, que eran una riqueza nacional. El diputado del PSOE que le contestó manifestó su simpatía por las ovejas, pero puesto a elegir entre éstas y los hombres, él lo hacía por los hombres.

Desde estos puntos de vista no puede extrañar que los socialistas, verdaderos impulsores de la reforma, se negaran en muchas ocasiones a que los técnicos intervinieran en la misma. Y eso que en 1933, al iniciarse su aplicación, el número de dichos técnicos destinados a la tarea en toda España era sorprendentemente exiguo: sesenta ingenieros agrónomos, quince de montes, siete veterinarios, dos registradores o notarios, cinco abogados del Estado y un catedrático de Historia del Derecho, amén de un puñado de administrativos.

Pues hasta el contenido de este catálogo le sobraba a los socialistas y así lo dijeron: mientras menos técnicos interviniesen en la reforma, mejor. Las razones del rechazo eran las mismas que esgrimieron cuando se comenzó a aplicar la intensificación de cultivos. Venía sucediendo que una vez terminada la recolección, los alcaldes, apoyados en los jurados mixtos controlados por los socialistas, decidían que mientras hubiera parados en sus pueblos, las fincas estaban mal cultivadas, por lo que seguía habiendo tareas que realizar; tareas que, obviamente, tenía que pagar el propietario de la finca. Por eso la llegada de los ingenieros agrícolas siempre era una amenaza, porque eran los que informaban de cuántos jornales se podían dar en una finca y sí había o no trabajo que hacer en ella que justificase la intensificación de cultivos. Normalmente, los informes de estos especialistas negaban que hubiera más labores que realizar, desautorizando las pretensiones sindicales y municipales de dar un sueldo a los parados, que es lo que realmente se pretendía con la intensificación de cultivos. Desde esta experiencia, los socialistas anunciaron públicamente que no querían técnicos en la reforma, porque, si se aplicaban criterios económicos a los futuros asentamientos, los ingenieros iban a negar la viabilidad de la mayoría de ellos.

Las consecuencias políticas

Al discutirse en las Cortes la irracionalidad económica de esta política, los diputados del PSOE no pudieron argüir ni una razón en contra. Se limitaron a mantener que los jornaleros tenían que vivir del campo, y si éste era incapaz de ofrecer jornales para todos, como reconocían que podía pasar, ese problema no les concernía a ellos, puesto que era del capitalismo y ellos eran socialistas.

La lógica de los razonamientos socialistas que estamos viendo tuvo un coste extraordinario para ellos y para la coalición gubernamental. En 1933 los republicanos de izquierdas no soportaban, en palabras de Azaña, a los del PSOE en los pueblos, y menos los de derechas; los medianos y pequeños propietarios estaban en pie de guerra contra la UGT y la FNTT, en muchas ocasiones, más que dialécticamente, a tiros de escopetas; y los grandes propietarios se manifestaban contra la ruina acarreada por los socialistas. Ruina que no era sólo una maniobra propagandística, ya que en ese año de 1933 el PSOE de Sevilla pidió al Gobierno que arbitrase préstamos hasta para esos mismos grandes propietarios, porque reconocía que no tenían dinero para adelantar los salarios establecidos por las bases de trabajo.

En esta realidad se sustentó una frase que también ha tenido suerte historiográfica, adjudicada a los labradores, que decidieron no cultivar sus tierras, según se dice, y dirigida contra los jornaleros: «que os dé de comer la República ». La frase comenzó a usarse a partir del momento en que las bases de trabajo arbitradas por los jurados mixtos socialistas acabaron con la capacidad económica de muchos agricultores. Claro es que también se puede seguir pensando que los propietarios españoles, con tal de acabar con la República, decidieron dejar de cultivar sus tierras al precio de arruinarse a sí mismos. Caso sin parangón histórico en la conciencia de clase, al menos que yo sepa.

Todo se iba concatenando. Los socialistas defendieron en el Instituto de Reforma Agraria, organismo ejecutivo para su aplicación, que la dirección de las colectividades debía ser cosa sólo de obreros, pues los ingenieros, los capataces y los encargados estaba viciados por haber trabajado para los terratenientes. Cuando comenzaron a entregarse tierras a las primeras colectividades, los vocales patronales pusieron el grito en el cielo, pues esas entregas carecían del estudio previo de viabilidad avalado por los ingenieros agrónomos. Los vocales socialistas respondieron tajantes: eso era una argucia patronal, cuando lo que había que hacer era mandar dinero a las colectividades. Aun hubo más: el subdirector técnico del IRA reconoció que los ingenieros no habían hecho informes porque, de haberlos hecho, no habría habido ni intensificación ni reforma. Añadió que, por lo mismo, la Reforma Agraria debía olvidarse de tecnicismos para darle todo su aspecto social. Ni que decir tiene que el escándalo en el IRA protagonizado por los vocales patronales e ingenieros fue monumental. Pero, ya se sabe, que unos y otros eran de derechas, y hoy parece que ser de derechas durante la República no es un hecho histórico, sino un pecado de origen que no se perdona.

Pese a esto, las cosas eran como eran, y cuando en junio de 1933 el IRA pensó asentar a 30.000 familias en 80.000 hectáreas, le salió una media de 2,6 para cada una, y esto en la época se sabía que era un disparate. En Cádiz se hicieron repartos e intensificaciones con una media de entre 4 y 5 hectáreas por familia. En Extremadura el gobernador civil mandaba los expedientes para solicitar fondos para intensificar los cultivos a los alcaldes, para que éstos los tramitasen según el número de parados. En otros lugares los colectivistas solicitaron préstamos para comprar maquinaria; al hacerles ver que los sindicatos, a los que ellos pertenecían, prohibían el uso de las mismas en otras explotaciones, respondieron que esa medida sólo valía para los capitalistas.

El cúmulo de incongruencias crecía en cascada. En 1934 y 1935 las familias asentadas en Córdoba cupieron a 7 y 10 hectáreas. En Sevilla hubo lotes que llegaron a las 16, pero en Jaén en 1936 hubo parcelas de una hectárea. En 1936 los asentamientos durante el Frente Popular en Badajoz salieron a 2,6 hectáreas y en Cáceres a 3,5. Datos que no deben extrañar, ya que desde hace tiempo se sabe que entre marzo y julio de 1936 los asentados en España cupieron a una media de 5 hectáreas. A lo que hay que añadir el fracaso de las colectividades que se van estudiando. Fracaso porque los lotes familiares asignados, independientemente de que se cultivasen individual o colectivamente, no permitían subsistir a una familia. Al ser así se produjo un fenómeno llamativo: a la hora de constituirse algunas de las colectividades de las que tenemos datos, o no se presentaban todos los beneficiarios, o los puestos se cubrían con hombres mayores y niños. Al indagar el IRA las causas de esto, la respuesta siempre era la misma: trabajando como jornaleros cobraban más y de manera más segura. Incluso en alguna gran colectividad gaditana, los antiguos colonos denunciaron que con el antiguo dueño vivían mejor que con los dirigentes de izquierdas.

Hagan ustedes mismos el balance

La realidad estaba dándole la razón a Juan Díaz del Moral y a los que opinaban como él. Con los datos de la España de los años treinta, que estaban al alcance de cualquiera, cuanto hemos contado era a todas luces previsible, dada la tierra cultivable, la población agraria, el régimen de lluvias, etc. A partir de esta realidad, la agricultura española venía modernizándose a ojos del que quisiera verlo. ¿Qué todavía no era un modelo? Ciertamente, pero el tópico del atraso era poco creíble. Pero como había que acomodar a los parados del campo, los reformadores acudieron a una ideología pretérita, a lo que hace muchos años decíamos que era una ideología —una construcción mental racionalizadora de intereses, que sólo tiene validez en la esfera del pensamiento—, para justificar lo que querían hacer. Quienes esgrimieron otro cuerpo doctrinal para justificar las colectividades en contra de las explotaciones individuales consideradas reaccionarias, se encontraron con unos braceros carentes de entusiasmo por ellas y sólo interesado por el jornal diario. Si el Estado se lo garantizaba en las colectividades, entonces sí irían a ellas, pero, como dijeron en más de una ocasión a los del IRA, para trabajar igual que siendo jornaleros, para eso que no contaran con ellos. Reacción, en nuestra opinión, plena de lógica, pues ¿desde cuándo los desposeídos, en una situación revolucionaria o de reforma radical, se han sumado a ella para trabajar más o arriesgarse a cobrar menos?

La venganza por el desconocimiento, la estaban llevando a cabo los hechos, los mismos que los reformadores ignoraron, que terminaron por acabar con un proyecto mal concebido, peor informado y, al final, fallido y frustrante. Proyecto que, por sorprendente que parezca, todavía sigue contando con un aura romántica. Lo que nos induce a pensar que la cita que hicimos de Aron, Keynes y Hart no estaría mal que se la recordásemos a nuestros alumnos universitarios. Me temo que pretender hacer lo mismo con algunos colegas no va ser tan fácil.

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Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla