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Hace años T.S. Eliot advertía que los autores de segunda fila se caracterizaban por no darse cuenta de que los cambios de sensibilidad exigían un cambio en la expresión, «but expression is only altered by a man of genius». El libro ante el que nos encontramos responde a esa observación de Eliot: no se trata, simplemente, de otro trabajo que trate sobre temas que algunos pensadores americanos hayan puesto de moda, sino que nos encontramos ante una poderosa reflexión que aporta perspectivas originales sobre cuestiones centrales de la filosofía política contemporánea.

Una recensión de un libro de denso contenido no puede pretender sustituir la reposada asimilación de las tesis en tal libro defendidas, sino, quizá, debe circunscribirse a señalar algunos de sus puntos básicos, sirviendo así de acicate al lector para que acuda directamente «a las cosas mismas», al libro que se comenta.

Pues bien, pienso que la preocupación central del autor es identificar los errores básicos de la democracia occidental, que conducen a que, a pesar de vivir en países ricos y en los que se respetan los derechos humanos, por lo que somos objetos de atracción y de envidia por tantas gentes del mundo entero, haya una extendida sensación de desencanto público entre los ciudadanos. Son muchos quienes hoy observan que los políticos les piden colaborar con el voto, a la vez que en el fondo, les mandan el mensaje de que eso es todo lo que se espera de ellos, animándoles a que disfruten de las delicias de un pacífico consumo, sin que perturben a los políticos pretendiendo inmiscuirse en los avatares de la cosa pública. El asunto viene de lejos. Ya decía Paul Valéry, en 1943 que la politique est l’art d’empécher les gens de se méler de ce qui les regarde. Y aquí se alza la protesta de Llano. ¿Cómo es posible que no podamos intervenir en lo que nos concierne? ¿Cómo hemos caído, dentro de una democracia, en ese engaño? ¿Qué deberíamos hacer para salir de él? La historia comienza con la acertada decisión de la primera modernidad de soltar las amarras en la persona que la fijaban por nacimiento a una comunidad predeterminada, decisión que evolucionó, equivocadamente, hacia un individualismo contrario a la auténtica condición humana.

Ante ese individualismo, fue lentamente configurándose la idea del Estado de Bienestar, cuyos hitos fundamentales quizá se encuentren en Keynes, que da un especial protagonismo económico al Estado, tomando ocasión de la necesaria lucha contra el paro, y en T.H. Marshall quien en sus famosas conferencias del 1949 introduce el concepto de derechos sociales, como necesaria ampliación de los derechos humanos de la ciudadanía. La esencia del Estado de Bienestar, por otra parte, no radicaría solamente en la hipertrofia de las funciones económicas del Estado, sino que a ello habría que sumar la hipotrofia de sus responsabilidades éticas. Si Maritain —como Cicerón— pensaba que el bien común de las personas consiste en la vida buena de la multitud, el pensamiento llamado liberal en USA —con el primer Rawls a la cabeza— entiende, como es sabido, que la política debe ser un terreno moralmente neutral, regido por normas simplemente procedimentales. El segundo elemento consistiría en la mitificación del mercado, único altar público en el que se permite sacrificar a quien sea, especialmente a los más débiles. Y, por último, ambos elementos sellaron una «unión sagrada» con los medios de comunicación, que proporcionan la imagen de una estructura social en donde cualquier ciudadano tiene la posibilidad de ser escuchado por el poder, pero que, en realidad, es la tercera pata del tecnosistema, un conglomerado político-económico-mediático al servicio de la arrogancia de los poderosos y de la prepotencia de los bien situados.

Llano afirma que ese tecnosistema por fin ha entrado en crisis, al ser incapaz de atender las vitalidades emergentes de los ciudadanos y que es preciso señalar sus errores para evitarlos absolutamente y poder proponer unas vías de solución.

Para ello, el autor comienza ajustando sus cuentas con los defensores del Estado de Bienestar y con el paradigma lib/lab que le ha dado cobertura teórica. No se trata de retrotraerse a paradigmas anteriores más insolidarios. Pero, en contra de Dahrendorf, no cabe seguir creyendo en esos presupuestos lib (lo liberal y neutral, la libertad económica fundada en una presunta racionalidad del mercado) sumados a los presupuestos lab (la protección a la labor de los ciudadanos, entregada en manos de un Estado burocratizado e ineficiente que se arroga el monopolio de la benevolencia). No cabe seguir defendiendo una presunta neutralidad valorativa del Estado, expresión de una sociedad falsamente calificada de abierta, cuando es obvio que es imposible construir una sociedad que no se apoye en valores concretos, y es antinatural y disgregador pedir al ciudadano que no luche en la arena pública por lo que cree, permitiendo así que se apoderen de lo público quienes sólo creen en el dinero o en el consumo. No cabe seguir arrancando a los ciudadanos su libertad de iniciativa. Es urgente, por el contrario, animar a todos a que intenten protagonizar responsablemente la estructuración de comunidades diversas con vocación de comprometerse en la dinámica pública.

Así Llano defiende una sociedad en la que se valora el protagonismo de la persona concreta, consciente de su condición de miembro activo de la sociedad, en cuya configuración política procura participar. Una sociedad que promueve una diversidad de comunidades humanas como ámbitos para buscar la plenitud de la persona, que no puede encontrarse en un marco individualista, subrayando de este modo las responsabilidades sociales de cada uno, en sus derechos y deberes. Una sociedad en la que no se desprecia el alto valor de la esfera pública, como ámbito en el que se despliegan las libertades sociales y como instancia que garantiza que la vida de las comunidades no sufra abusivas presiones de quienes tienen el poder.

Nuestro autor reserva el último capítulo a la exposición de la imagen humanista del hombre y del ciudadano, que está en la base de su humanismo cívico. Aquí se puede apreciar que el núcleo de los problemas de la sociedad actual no es meramente organizativo o funcional. Lo que hoy domina, al menos en un nivel superficial, es la imagen mecanicista, individualista y anticognitivista del ser humano, herencia inercial de una Ilustración en la que ya casi nadie cree. Desde esta ideología, el hombre es una incógnita para cabe duda tanto que la utopía es esencial para no conformarse con lo objetivamente insatisfactorio, como que sí mismo, porque ha perdido el sentido y la finalidad de sus propia existencia, a cuyo conocimiento renuncia, para volcarse en un intento de dominar el mundo y de maximizar su placer subjetivo. Por ese derrotero no se va a ninguna parte, precisamente porque no se sabe hacia dónde ir. En cambio, la imagen cristiana y humanista del hombre y de la mujer nos presenta su vida como un dinamismo de autoperfeccionamiento, que permite a las personas ahondar en la interioridad de su intimidad irrepetible y, en el mismo movimiento, abrirse al diálogo interpersonal e intervenir activamente en la configuración de una sociedad más plural y fecunda.

Llano se defiende contra quienes le puedan atacar de utópico o incluso de contrapeso retórico de un implacable consumismo y de la tecnocracia dominante en el tardo capitalismo. Desde luego, entiendo que sería una torpe acusación descalificarle como contrapeso retórico, ofrecido en el fondo para mantener el status quo. Quizá sea tópico exigir a todos ese nivel de intervención activa que Llano pide a los ciudadanos pues incluso el mismo Aristóteles reconoce que el hombre es un animal más conyugal que civil. Ahora bien, lo importante es subrayar la necesidad y la fecundidad de tal intervención, para la que estamos capacitados, pues, aunque no sean muchos quienes se decidan a actuar, las consecuencias de su iniciativa pueden ser considerables. Nada peor que la mentalidad de que les jeux sont faits. Es muy probable que el muro continuara hoy todavía si personas como Solzhenitsyn o Havel hubieran considerado que no tenían nada que hacer.

También la biografía del autor ayuda a creer en la autenticidad de su pensamiento, ya que, tras la famosa anécdota de Tales de Mileto, no pocos piensan que los Catedráticos de Metafísica sólo están para cavilar en su despacho. Llano, por el contrario, además de su actividad intelectual —que se ha traducido en la publicación de numerosas obras—, se ha involucrado con éxito notable en numerosas iniciativas sociales y universitarias, habiendo dejado hace poco el cargo de Rector de la Universidad de Navarra, donde ha desarrollado una relevante tarea durante seis años. Sea bienvenido este libro, que Ariel nos ofrece en una cuidada edición.