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La crisis económica, cuya sombra aún nos envuelve, ha tenido unos efectos devastadores en la economía española. Ha hecho desaparecer al 11% de los empresarios españoles. El 18% de las empresas entre 10 y 99 trabajadores y el 12% de las que contrataban entre 100 y 499 trabajadores han cerrado. Nuestra tasa de desempleo ha pasado de un 8% de la población activa al 21% en algo más de dos años, después de siete trimestres de crecimiento económico negativo. Hoy, miramos al futuro con desconfianza, sabiendo que hay deudas contraídas que tenemos que pagar, advirtiendo que la salida de la crisis va a ser larga, tomando medidas que no sirven para atajar los problemas estructurales que tenemos y, en el fondo, confundiendo la causa real de esta situación con sus efectos.

Un breve vistazo a los dos últimos ciclos de crecimiento resulta revelador de las deficiencias de nuestro modelo de crecimiento. El primer ciclo comenzó en 1982 con un completo plan de estabilización, que se inició con dos devaluaciones de la peseta por un total aproximado del 15% respecto a las principales monedas. Hasta la crisis de 1993, la economía española creció de forma permanente, impulsada por la construcción de infraestructura pública y dejó al Estado altamente endeudado. Entre 1992 y 1995 se sucedieron cuatro devaluaciones de la moneda por un 35% de su valor y la economía española inició nuevamente un ciclo expansivo hasta 2008. Este segundo ciclo estuvo impulsado por la construcción de la vivienda y ha dejado a las familias y las empresas con un fuerte endeudamiento. Como puede apreciarse, siempre tira de la economía española el mismo sector, siempre crecemos gracias al endeudamiento y siempre salíamos de las situaciones complicadas devaluando la moneda. Ahora, cuando toca pagar las deudas, nos enfrentamos con una crisis financiera global y además no podemos devaluar.

Además, en ambos ciclos, costó muchos años crear empleo y, en ambas ocasiones, se destruyó el empleo creado en muy poco tiempo. Entre 1992 y 1995 se pasó de una tasa de paro del 16% al 24% y en este ciclo hemos pasado del 8% de paro en 2007, al 21% actual muy rápidamente. La conclusión es que nuestras empresas atesoran trabajo en la fase expansiva del ciclo sin hacer los ajustes necesarios y en los tiempos de crisis hacen ajustes duros y masivos.

Y aún existe otra característica relevante de nuestro modelo de crecimiento y es el déficit exterior que genera, en cuanto empezamos a crecer, y la necesidad de financiación que la cuenta corriente deficitaria implica. En 2007 llegamos al punto de que el superávit de la cuenta de servicios originado por el turismo no es que no fuera suficiente para poder compensar el altísimo déficit de la balanza comercial, sino que ni siquiera podía saldar el déficit de la balanza de rentas originado por los intereses de nuestro endeudamiento. En 2007 nuestro déficit en la cuenta corriente llegó casi al 10% del PIB, solo superado por Grecia y seguido de cerca por Portugal entre los países de la Unión Monetaria; reflejando que España es un país que vive por encima de sus posibilidades y necesita que alguien le financie su crecimiento.

Así pues, crecemos con un sector motor, como es el de la construcción, que requiere una elevada financiación en la promoción y en la venta, y en cuanto crecemos empezamos a importar y a generar déficit exterior que también tenemos que financiar. Y cuando hemos entrado en recesión, el Estado, que mantenía una saneada situación de las cuentas públicas, ha iniciado una política fiscal expansiva que ha agravado nuestra situación y sin acometer con estos recursos medida alguna eficaz que corrija nuestro modelo de crecimiento. Y todo esto perteneciendo a la UM, es decir sin poder devaluar la moneda y con un horizonte de estabilidad económica que obliga a corregir el déficit público en el medio plazo.

Si queremos analizar con rigor la situación actual de la economía española tenemos que diferenciar las causas de los efectos. Y la causa final de la situación que padecemos y que debemos acometer es que la economía española, en su conjunto y con notables excepciones, no es competitiva. Las devaluaciones de la moneda y el haber tenido como motor un sector como la construcción o las rentas del turismo, que son bienes no comercializables, le ha permitido mantener durante treinta años crecimientos aceptables de PIB por habitante, cotas de bienestar crecientes y conseguir una convergencia relativa con los países europeos. La integración, primero en la CEE y después en la UM, le ha permitido también financiar este crecimiento. Pero hoy las devaluaciones ya no son posibles y su solvencia se ha puesto en duda.

Las ideas sobre la competitividad son diversas. Lo primero que hay que advertir es que competitividad no es competencia. Cuando nos referimos a la competencia queremos indicar que en un mercado existen numerosos oferentes y demandantes y ninguno de estos agentes tiene poder de mercado, que los bienes no están diferenciados, que el Estado regula lo imprescindible el marco económico y que la información está disponible para todos, es decir que el mercado es transparente.

La competitividad es un concepto diferente. Tiene en principio tres acepciones. La primera de ella entiende que un país es competitivo cuando es un país excelente para vivir y para hacer negocios, con un elevado PIB por habitante y una economía dinámica y próspera. Esta idea es la que desarrolla el Global Competitiveness Report, elaborado por el Word Economic Forum, que sitúa a España en el puesto 42 entre los países más competitivos.

La segunda idea viene a indicar que una economía competitiva es aquella que genera valor y esto se refleja en el saldo superavitario de su cuenta corriente. Crear valor significa producir bienes que los consumidores del propio país y los consumidores de los países con los que se comercia prefieren a los producidos por otros países. En la economía global, en la que el comercio internacional se ha desarrollado intensamente, la especialización en determinados bienes en los que los países tienen ventajas comparativas y en la dotación de factores, se combina con el intracomercio, en el que todos los países producen más o menos los mismos bienes pero diferenciados. La economía española, tenía su área comercial, antes de la crisis, bien definida en el entorno de la UE y principalmente, tanto sus exportaciones como sus importaciones, se realizan con Alemania, Francia, Italia, Reino Unido y Portugal. Hoy, afortunadamente, se están buscando nuevos mercados y esta dinámica muestra que una parte importante pero minoritaria de la economía española sí es competitiva.

La tercera percepción sobre la competitividad, hace referencia a que un país es competitivo si sus empresas ganan cuota de mercado en el ámbito nacional e internacional. Según este enfoque, que puede estar representado por el informe McKinsey, los países más competitivos son aquellos con fuertes sectores caracterizados por la diferenciación de los bienes y que sean altamente comercializables, es decir exportables. A este respecto hay que decir que el sector de la construcción, hoteles y restaurante, el transporte terrestre o la energía, que acaparan buena parte del PIB español, están en el grupo de los bienes menos diferenciados y menos comercializables y definen los sectores menos competitivos.

Indudablemente, las tres ideas están muy relacionadas y en todas ellas son los mismos factores los que inciden en la competitividad de un país. Agrupar y ordenar estos factores, nos puede ayudar a entender el camino que debe recorrer la economía española para afrontar el reto de la competitividad.

  • – La primera manera de ganar competitividad es devaluar la moneda. España, como se ha indicado, ha recurrido a este factor de competitividad de forma permanente. Devaluar la moneda no soluciona las deficiencias de una economía no competitiva. Simplemente aplaza el problema y evita ajustes y sacrificios. Puesto que pertenecemos a la UM y pensamos seguir haciéndolo, esta opción ya no es posible.
  • – La segunda variable que incide en la competitividad es la inflación. Si los precios de los bienes de un país suben más que los precios de los bienes de los países con los que compite, pierde competitividad. Este diferencial de inflación, en relación a sus socios comerciales, ha sido una característica constante de la economía española. ¿Por qué suben más nuestros precios? Parece que hay tres razones predominantes.
    • – Los mercados españoles necesitan tener un mayor grado de competencia. Las empresas productoras y los canales de distribución, por lo general, tienen algún tipo de poder de mercado y transmiten con facilidad a los precios cualquier subida de costes o aumentan sus márgenes ante cualquier presión de la demanda.
    • – El modelo de negociación colectiva basado en el IPC, alimenta la espiral inflacionista. Los salarios suben según la inflación y, a su vez, hacen subir los precios originando una inflación que vuelve a hacer subir los salarios. Este es un modelo que está siendo cuestionado en la actualidad.
    • – Las empresas españolas, ante una mayor demanda de sus productos, prefieren aumentar las horas extraordinarias de sus trabajadores contratados, que son más caras, antes que contratar nuevos trabajadores. En parte porque no hay desempleados muy cualificados y en parte porque contratar a la persona adecuada y, en su caso, despedirla si posteriormente fuera necesario, es un proceso largo, complejo y costoso.
  • – En tercer lugar, los costes de producción elevados hacen perder competitividad. Es conocido que los costes laborales han subido en el último ciclo por encima de la media de la UE y lo siguen haciendo en la actualidad en plena crisis. Pero además de los costes laborales y las cargas sociales, hay que considerar los costes energéticos, de las materias primas, suministros y telecomunicaciones, transportes, financieros, cargas fiscales a las empresas y los denominados costes de transacción. Estos últimos están relacionados con las molestias y barreras existentes para el desarrollo económico. Por lo general, están originados por la rigidez del marco regulatorio, la burocracia administrativa, la búsqueda de rentas y la corrupción. Así pues, son estas un conjunto de variables en las que debemos esforzarnos en corregir para mejorar la competitividad de la economía española.

Finalmente, el factor más importante que incide en la competitividad es la productividad. La productividad es el valor creado por hora de trabajo. Por tanto no tiene nada que ver con los salarios ni con los costes laborales. Tiene que ver con el valor de los bienes que los consumidores perciben y estén dispuestos a pagar y con la eficiencia a la hora de producir estos bienes. Hay que decir que entre 1995 y 2006, la economía española, en plena revolución tecnológica, fue la única de la UM que tuvo una tasa media anual de crecimiento de la productividad negativa. Y este dato es el que explica todo lo que nos ha pasado y nos apunta a la causa real de todos nuestros males.

Por tanto, la economía española pierde competitividad sistemáticamente por su elevada inflación, la mayor subida de sus costes, principalmente laborales, y la pérdida de productividad. Y la única manera de mejorar la competitividad de que disponía, que eran las devaluaciones, ya no son posibles. ¿Qué podemos hacer?

La solución natural de la economía española ha sido siempre defensiva, especializándose en sectores de bienes no comercializables o en los que la dotación de factores es favorable como el turismo o la agricultura. De tomar ahora esta salida, se produciría la deslocalización masiva de buena parte del tejido productivo actual, algo que en cierta medida ya ha ocurrido.

Otra opción puede ser el cambio de su área comercial, algo que está pasando en la medida que las empresas más capaces están buscando nuevos mercados y lo están consiguiendo. Países de la Europa del Este y emergentes latinoamericanos se han convertido en el objetivo para muchas empresas, así como el norte de África, ahora muy convulso, y algunos países centroafricanos.

En ocasiones se hace alusión a la necesidad de bajar los salarios españoles. Sin duda es una solución, que en cierta medida se llevó a cabo en el pasado ciclo económico, con salarios mileuristas y jornadas laborales muy elevadas, que hacen descender el salario por hora. Esta medida no es aconsejable, además de reducir el PIB por habitante, es una salida imposible, puesto que en la economía global son muchos los países que compiten con salarios muy bajos imposibles de alcanzar para la economía española.

Así pues, al margen de los esfuerzos necesarios para moderar las subidas de nuestros costes y de los precios, la mejora de la productividad es la variable clave para la mejora de la competitividad y es donde tenemos más capacidad de avance.

¿Cómo mejorar la productividad?

Hemos dicho que la productividad es el valor creado por hora de trabajo. Así pues, la mejora de la productividad se consigue produciendo bienes con más valor y haciéndolo de forma más eficiente.

La eficiencia productiva tiene que ver con la tecnología de las empresas y con el capital humano de sus trabajadores. Consiste en producir bienes con, cada vez, menos recursos. En los últimos años, las denominadas TIC han permitido mejorar la eficiencia de muchas empresas y al hacerlo ha mejorado la productividad de muchos países. Los sistemas de información se han convertido en un factor productivo más, capaz de mejorar la eficiencia empresarial, pero, si se usan adecuadamente, son capaces también de crear valor en los bienes y servicios producidos.

Es conocida la cierta resistencia de las empresas españolas al uso de las tecnologías de la información. La formación de los líderes y directivos, la organización tradicional de las empresas, las barreras reales o psicológicas al uso de las tecnologías de la información son algunas de las razones que se esgrimen para explicar el gap tecnológico del tejido productivo español. Además, junto a estas causas, hay que señalar que el marco laboral actual incentiva el uso desproporcionado de la contratación temporal de los trabajadores. De hecho, casi el 30% de los contratos laborales existentes en 2007 eran temporales.

Con un 30% de la fuerza de trabajo con contratos que vencen en pocos meses, no existe ninguna razón, por parte de las empresas, para formar a estos trabajadores que, alternando meses de trabajo con meses de paro, nunca alcanzan cualificación alguna y no acumulan capital humano. Pero las consecuencias de este exceso de contratos laborales son aún más perniciosas si comprendemos que, en estas circunstancias, la tecnología utilizada por las empresas ha de ser muy básica y de ahí la baja productividad de nuestra economía. Urge corregir esta anomalía y esta es la razón de la propuesta de un único contrato laboral de carácter fijo, con una indemnización por despido progresiva que incentive a las empresas a mantener a los trabajadores más valiosos y, a su vez, les anime a invertir en formación y en la adquisición de una tecnología productiva más avanzada, eficiente y competitiva. Esta medida, sencilla y que puede modularse si es aconsejable para que afecte solo a los nuevos contratos, conseguiría, junto a desgravaciones fiscales y otros incentivos, generar una fuerza laboral con más experiencia y más formación y unas empresas que redujeran el gap tecnológico productivo actual.

La creación de valor, es sin duda la variable clave para la mejora de la productividad y de la competitividad de una economía y de un país. Las medidas tradicionales apuntan al diseño, la calidad, la atención y los servicios al cliente, la diferenciación de productos y la innovación como aspectos a mejorar. Los sistemas de información permiten además diferenciar no solo productos, sino también clientes, generando un valor para el consumidor derivado del trato personalizado y exclusivo. También están originando que determinados servicios, que antes se prestaban de manera muy personal y por tanto eran bienes no comercializables, ahora se hayan convertido en servicios absolutamente exportables en la medida que se prestan por medios tecnológicos que no requieren ya un trato personal directo. Pensemos en la reserva de vuelos, hoteles, restaurantes, consultas y operaciones bancarias, etc.

Pero aún debemos de llegar más allá si queremos comprender en qué consiste la creación de valor en los tiempos actuales, en los que el consumidor, que es el que paga por los bienes y les da con ello valor, se ha convertido en un agente muy sofisticado.

Para intentar aproximarnos a esta idea de la creación de valor, quizás pueda ser eficaz dividir el valor percibido por el consumidor en dos partes: una parte hard y otra parte soft. La parte hard tiene que ver con las necesidades que satisface un bien y la relación calidad-precio. El valor que generan muchos bienes y servicios tiene que ver mayoritariamente con este componente hard del valor. Y en cierta medida buena parte de las empresas españolas tienen esta concepción del valor y configuran, con este objetivo, su modelo de negocio: producir bienes con demanda, de calidad y a buen precio.

Sin embargo, cada vez los consumidores son más sofisticados y demandan un componente soft en los bienes, basado en sensaciones de consumo. Sensaciones como sentirse joven, tener salud, ser exclusivo y diferente, parecerse a las personas o iconos que se admiran, tener experiencias vitales intensas, formar parte de la modernidad y estar a la moda, son componentes del valor cada vez más deseados por los consumidores. Los bienes, en general, no son hard o soft, sino que constituyen un mix de ambos y la mezcla de ambos componentes es la que genera más valor. Como puede adivinarse, buena parte de este componente soft se puede crear en el nuevo espacio económico de juego creado por Internet y nuevamente los sistemas de información y la reestructuración de la cadena de valor son los elementos claves para conseguirlo.

El tejido productivo español no parece que esté asumiendo este segundo componente del valor de manera intensa. Se ha especializado mucho en la creación hard del valor y esto tiene sus riesgos en una economía global de fuerte competencia y con agentes económicos más baratos. Manteniendo la calidad, la batalla en los costes es lo que marca el éxito o fracaso y hemos visto que los costes de la economía española suben más que los costes de los países con los que competimos y no podemos pretender tener salarios equivalentes a los de los trabajadores emergentes.

Indudablemente, este cambio estratégico es difícil de ver y de implementar. Requiere una nueva visión de las empresas y una política empresarial que se diseñe en dos líneas: fomentando el uso de las tecnologías de la información en el sistema productivo y la formación de los trabajadores; y modificando el terreno de juego para que las empresas puedan avanzar en esta dirección.

Nos estamos planteando con insistencia qué sector tomará el relevo de la construcción como nuevo motor de la economía española. Se apunta al turismo, a la agricultura, las energías renovables… En la economía global cualquier empresa de cualquier sector puede llegar a ser competitiva porque las tecnologías actuales permiten nuevas visiones que crean valor. El uso de las tecnologías de la información y la formación interna, deben ser estimuladas en las empresas de cualquier sector. Este impulso generará un efecto multiplicador en el sector TIC y en el sector de empresas e instituciones de información. Hemos invertido demasiado en infraestructura física y muy poco en capital humano, pero la inversión en información debe hacerse en el ámbito empresarial para acumular este capital humano, que junto al software, son las dos principales fuentes de la creación de valor: el talento y el software.

Junto a esta acción hay que modificar al menos tres aspectos del escenario de juego. La primera cuestión sería modificar el marco laboral con un contrato único y fijo que permitiera establecer una relación estable de largo plazo entre las empresas y los trabajadores. Para que sea posible, se debería plantear para las nuevas contrataciones o establecer una transitoria amplia para los contratos fijos actuales. La indemnización por despido sería progresiva, por ejemplo 12 días de salario por el primer año, 14 por el segundo, 16 por el tercero y así sucesivamente hasta el límite que se quiera, 35 días, 40 o 45. Esta medida despejaría la incertidumbre actual sobre la reforma laboral, simplificaría el marco jurídico laboral y animaría a muchas empresas a crear empleo rápidamente.

La segunda medida debería ser establecer una negociación colectiva de salarios que no sea tan inflacionista como lo es la actual y que permita la mejora de la competitividad. De nada sirve subir los salarios nominales si suben también los precios de los bienes de consumo, así no se mejora la capacidad adquisitiva de los salarios. Puesto que la economía necesita siempre una cierta tasa de inflación, deberían negociarse la subida de salarios fijándonos en dos componentes. El primero debería fijarse a nivel nacional, con sindicatos, patronal y Gobierno, y oscilar entre una subida del 0,5 al 1,5%, dependiendo de las expectativas del IPC. De esta forma se establecería un intervalo de inflación objetivo reducido. El segundo componente debería negociarse en cada empresa según la subida de la productividad, de manera que si la productividad sube los salarios también lo hagan. ¿Cómo medir la subida de la productividad? Aunque se puede ligar la productividad a objetivos físicos de producción, lo más útil es hacerlo a un volumen monetario representativo del valor creado por hora de trabajo. Puede ser la cifra de ventas de la empresa o sus beneficios, pero lo más acertado sería hacerlo considerando el incremento del valor añadido del año en curso y dividido por hora de trabajo. De esta forma el incremento de las ventas por las operaciones ordinarias de la empresa menos los suministros necesarios constituirían el valor añadido creado, y una vez deflactado para corregir la creación nominal de valor puramente debida a los precios, se dividiría por las horas de trabajo empleadas y se tendría así el incremento de productividad que se aplicaría a los salarios.

Este mecanismo incentiva aunar objetivos entre empresarios y trabajadores en busca de la eficiencia, la inversión tecnológica y de la creación de valor, buscando reducir costes de producción innecesarios, reduciría la inflación y con todo ello mejoraría la competitividad.

Estas dos acciones deberían complementarse con un programa para «Simplificar España», centrado inicialmente en aquellos aspectos más relacionados con el tejido productivo y que representa unos elevados costes de transacción para nuestras empresas. En concreto nos referimos a los trámites necesarios para crear empresas, nuevas instalaciones empresariales, trámites administrativos con las diferentes administraciones, etc. Nuevamente los sistemas de información permiten diseñar plataformas comunes que reúnan diferentes competencias administrativas en la tan anunciada «ventanilla única» que nunca se abre.

La economía española puede tener un rendimiento más notable. La nueva visión de la creación de valor debe ir filtrándose poco a poco con acciones de política económica dirigidas con ese objetivo y, junto a esta línea estratégica, es necesario eliminar la cantidad de obstáculos en el escenario de juego que impiden que mejoremos la competitividad y tengamos un tejido productivo que genere el empleo y la renta por habitante que todos deseamos.

Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Profesor del IE