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James W. Heisig
. Nacido en Boston (1944), Heisig es doctor en Filosofía de la Religión por la Universidad de Cambridge, Inglaterra, y pasó varios años dedicado a la docencia en los Estados Unidos y Latinoamérica antes de unirse al Instituto de Religión y Cultura de Nanzan, en Nagoya (Japón), que dirigió una década. Activista en favor del diálogo entre religiones y filosofías de Oriente y Occidente, es traductor y un autor muy prolífico.


Avance

En A la búsqueda de la bondad colectiva, James W. Heisig explora la «civilidad». No se trata de buenas maneras o modales, sino de algo mucho más difícil: generosidad y desprendimiento en estado puro, «una forma de amor». Para ser cívicos de verdad, en ese sentido, hay que despojarse de toda mezquindad y estrechez de miras, de todo egoísmo y egocentrismo, y abrazar una humildad extrema: la civilidad auténtica es radicalmente desinteresada. Difícil de encarnar, se puede reconocer a través de un método. Heisig propone «pensar en anécdotas», historias, de su propia vida y de las vidas de otros (reales o ficticias), y buscarles sentido. Por poco científico que sea este método, es más adecuado para su propósito: la búsqueda de la sabiduría. En situaciones en las que la arrogancia y la autoafirmación gratuita son la postura más habitual, es posible recuperar nuestra dignidad replegándonos, adoptando la «civilidad» en el sentido ultraexigente de Heisig.


Artículo

Elibro de James W. Heisig’s In praise of Civility (traducido como En busca de la bondad colectiva. Elogio de la civilidad en Herder) es un ejemplo de una palabra cotidiana (civismo) utilizada de forma poco cotidiana[1]. «Civismo» suele asociarse a una forma de interacción social educada, correcta. Es urbanidad en funciones, una marca de «civilización». Heisig, sin embargo, va por otro camino. El civismo que alaba en su libro no es lo que los diccionarios entienden por ese término. No son buenos modales, ni decoro, ni nada por el estilo. De hecho, Heisig se esfuerza por formular su propia definición alternativa. En un momento dado, se refiere a «toda una constelación de impresiones, recuerdos e imágenes por la que uno puede transitar sin ser capaz nunca de expresarlo con palabras, ni de llegar a ver realmente la necesidad de hacerlo… La civilidad es así».

James W. Heisig: En busca de la bondad colectiva. Elogio de la civilidad. Herder, 2023

En lugar de una definición clara, Heisig diseña un método aproximado para reconocerla: «Reconoces la civilidad cuando la ves. Es una de esas cosas que sientes en los huesos antes de poder analizarla o expresarla con palabras». El método —«pensar en anécdotas», lo llama Heisig— consiste en contar historias, de su propia vida y de las vidas de otros (reales o ficticias), y buscarles sentido. Por poco científico que sea este método, es más adecuado para su propósito: la búsqueda de la sabiduría. A través de historias, fábulas y anécdotas, la sabiduría se encarna; así es como podemos tocarla y ella puede tocarnos. Desde las anécdotas de los filósofos cínicos hasta los apotegmas de los Padres del Desierto, pasando por los koanes del budismo zen o los relatos de los sufíes o los jasídicos, la sabiduría nos ha llegado a menudo bajo esta forma narrativa.

Sin duda, Heisig tiene algunas historias que contar. Erudito extraordinario, trabaja la filosofía occidental y oriental, la teología cristiana y el budismo, los estudios comparados y el diálogo interreligioso. Escribe y traduce en varios idiomas. Aunque lleva varias décadas afincado en Japón, ha dado conferencias por todo el mundo y cuenta con fieles seguidores en varios países. A la hora de «pensar en anécdotas» es un maestro. Las historias que cuenta no sólo son apasionantes, sino también contundentes y edificantes. Mezclando autocrítica y un agudo sentido de la observación, Heisig cuenta cómo aprendió civilidad mientras hacía cola para coger un ascensor en unos grandes almacenes de Japón o guiando a una anciana a cruzar una calle concurrida de Londres, cuando le ayudó un conductor de burros en Creta, cuando hizo de intérprete para un distinguido filósofo japonés en Bolonia o intentaba tomarle el pelo a un joven monje en el templo Ryōan-ji de Kioto. También vuelve a contar historias variopintas de Las mil y una noches, cuentos de monjes budistas, maestros zen, buenos califas y otros. El resultado es una joya de libro, tan entretenido como sabio, una obra en la que contar historias y filosofar se convierten en una sola cosa y las distinciones entre géneros y disciplinas quedan felizmente abolidas.

Lo que empezó siendo una derrota —la incapacidad de Heisig para encontrar una definición satisfactoria para esa civilidad— acaba convirtiéndose en un triunfo. Tras habernos familiarizado con las anécdotas, se sale mejor preparado para entender no sólo qué es la civilidad, sino cómo funciona en la práctica. En opinión de Heisig, lo más importante de esta es su discreción: «No es la adquisición de una base de conocimientos o una cierta capacidad de buen juicio. Es un arte que necesita práctica y refinamiento». Puede que esto no sea más que otra forma de decir lo difícil que es la civilidad. Como «búsqueda de lo invisible, de lo inaudible», pertenece al escurridizo dominio del matiz. La verdadero civilidad o bondad colectiva, que odia llamar la atención sobre sí misma, prefiere pasar desapercibida. Si se persigue con demasiada insistencia, desaparece: se ha logrado justo lo contrario. En sentido estricto, la civilidad no puede perseguirse en absoluto, al menos no como perseguimos otras cosas. Nuestro papel consiste únicamente en dejar que ocurra, en hacerle sitio. La civilidad escribe Heisig, nos da «la oportunidad de superarnos». No es tanto «algo que hacemos, sino algo que ocurre cuando nos superamos y nos quitamos de en medio». De hecho, ocurriría «mucho más si nos quitáramos de en medio hasta que estuviera claro que nos necesitan».

Cuando uno lee las reflexiones de Heisig sobre la civilidad, a menudo tiene la sensación de que no se refiere a algo ordinario, sino a un estado de ánimo excepcional que roza la santidad: «La civilidad es una forma de amor», llega a afirmar. Para ser cívicos de verdad, en ese sentido, debemos despojarnos de toda mezquindad y estrechez de miras, de todo egoísmo y egocentrismo, y abrazar, en su lugar, una humildad extrema. «La civilidad auténtica es radicalmente desinteresada». En resumen, la resignificación del civismo que hace Heisig es tan drástica que el concepto resulta casi irreconocible. Si ya no se encuentra civismo ordinario en su relato, es porque casi no lo hay. Ser cívico, en el sentido de Heisig, es casi imposible, igual que Nietzsche pensaba que era casi imposible ser un verdadero cristiano.

In Praise of Civility es un libro breve y, dada su «impenitente dependencia de historias y anécdotas», puede parecer sencillo. Pero no lo es. Su aparente sencillez es un disfraz intencionado. Tras la fachada desenfadada y accesible, se esconde un profundo estudio de la condición humana. La civilidad puede parecer un tema filosófico menor, pero Heisig lo sitúa en el centro de una red de reflexiones sobre lo que nos hace humanos y lo que puede comprometer nuestra humanidad, sobre la olvidada importancia de los prejuicios en la vida, sobre la rutina y la «capacidad de ver a través de la superficie de las cosas sin perder de vista la superficie», sobre nuestra mortalidad y finitud, y sobre el papel fundamental de la narración en la construcción de nuestra identidad: «Nos inventamos de nuevo cada vez que contamos una historia. Hasta nuestro último aliento consciente, la historia está siempre en construcción». El argumento de Heisig a favor de la civilidad es tan sutil como convincente: si dejamos que se produzca —sabiendo cuándo quitarnos de en medio— cuidamos mejor no sólo de los demás y del propio mundo, sino de nosotros mismos. Ese cuidado puede salvarnos, si es que algo puede hacerlo.

También a la búsqueda de la dignidad, en el libro Why Argument Matters, defiende Lee Siegel, el concepto de «argumento» como acto de afirmación de alguien contra el mundo. Puede parecer lo contrario a la civilidad de Heisig como «desinterés radical», pero si se examinan más de cerca, son complementarios. Están invisiblemente unidos como dos aspectos de la misma búsqueda de una vida digna. Cuando somos aplastados, preservamos nuestra dignidad argumentando, defendiendo nuestra propia existencia. Pero en situaciones en las que la arrogancia y la autoafirmación gratuita son el camino de menor resistencia, podemos recuperar nuestra dignidad replegándonos y adoptando la «civilidad» en el sentido altamente exigente de Heisig.

[1] Para marcar la diferencia en la traducción al castellano se ha preferido la forma menos cotidiana de la palabra y se ha optado por «civilidad»


Este texto es un fragmento de un artículo publicado originariamente en la revista Commonweal. Lo reproducimos aquí en su totalidad con permiso de los editores.

Catedrático de Humanidades en el Honors College, Texas Tech University, (Estados Unidos) e investigador honorario de Filosofía en la Universidad de Queensland (Australia). Ensayista y colaborador de varios medios.