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Pocos días después de hablar con la profesora Zulima Fernández, coordinadora de este número de Nueva Revista dedicado a la selección y promoción del profesorado, encontré, casi podría decir me di de bruces en mi hemeroteca, con un sorprendente titular en uno de los principales periódicos españoles: «Es nefasto elegir a los profesores mediante un examen» (El País,14/03/2015).

El autor de la frase, Reijo Laukkanen, profesor universitario de Política Educativa Internacional en… Finlandia, protagonizaba una larga entrevista en la que desarrollaba esa idea, referida más bien a la enseñanza en las escuelas primaria y secundaria, junto con los envidiables prestigio y consideración social de que son objeto los mencionados docentes de un país que, como se sabe, está en el grupo de cabeza en el debatible y debatido Informe PISA, en el último de los cuales —referido al año 2015— España se sitúa prácticamente en la media de la OCDE.

Portada de Nueva Revista, número 167, dedicado a la universidad
Portada de Nueva Revista, número 167, un monográfico dedicado a la universidad

Ello me llevó, naturalmente, a hurgar en mi memoria del año 1976, en el que saqué el título/empleo de profesor agregado de universidad, en una prueba entre dieciséis candidatos de toda España, para tres plazas, dos en Madrid y una en Palma de Mallorca, en lo que se llamaba un concurso-oposición que tenía más de esta que de aquel y sobre lo que volveré más adelante.

Más interesante me resultó la opinión, en el mismo periódico, del responsable de dicho programa evaluador de la enseñanza preuniversitaria, Andreas Schleicher, físico y director de Educación de la OCDE: «La calidad de la educación nunca será mejor que la calidad de los profesores». Paradigma que vale, pienso yo, para todos los niveles educativos y, particularmente, para el que nos ocupa, el universitario.

Ya desde el principio de mi carrera estudiantil, he tenido la convicción de que «solo enseña bien el que sabe lo que enseña», independientemente de las metodologías, técnicas y condiciones de la enseñanza que se imparte y, también, de que «la vocación se hace más que nace», sobre todo cuando uno encuentra su espacio de confort profesional —los franceses dicen «trouver sa niche»— con lo que podríamos añadir que «uno enseña mejor si le gusta lo que enseña» y, por supuesto, «si le gusta enseñar».

La selección del profesorado: ideas básicas

Cabe señalar, llegados a este punto, que se trata de un problema clásico y recurrente de la universidad española y, más aun que, recientemente, una comisión nombrada por el ministro Wert y presidida por la profesora María Teresa Miras, dio lugar a un extenso, valioso y detallado análisis de este asunto. Obviamente, no pretendemos en nuestra reflexión competir o «enmendar la plana» a semejante, e interesante, estudio. Nos limitaremos, más bien a hacer una serie de consideraciones generales y sugerir alguna recomendación al respecto del tema que pueden coincidir o no con las de dicha comisión.

Así pues, tras esta presentación de principios, se trata de sugerir un modelo de selección de profesorado universitario de Ciencias y, en este sentido, tenemos varias opciones. Pero, en primer lugar, me gustaría indicar que, más que seleccionar a un profesor para un puesto concreto de —digamos— catedrático, se trata, en mi opinión, de diseñar una carrera científico-docente, empezando por el principio. Así pues, prácticamente en los últimos años del grado o en el máster, uno se inicia, se debe iniciar, como alumno ayudante de clases prácticas o de problemas. Ahí se haría ya una primera selección, por parte de una comisión del departamento, a través del expediente académico, la destreza en el laboratorio o las aulas de informática o equivalentes y otros méritos, y con una entrevista con los miembros de la comisión.

Ya en este primer paso se sobreentiende que, en las carreras de ciencias, las prácticas de laboratorio son fundamentales, como lo son las prácticas clínicas en las carreras médicas, las de campo para los geólogos y así para todas ellas. Y me permito señalar, con cierta nostalgia revestida de crítica inmoderada, el deterioro de la formación práctica, que ha perdido gran parte del empleo del tiempo curricular en esas carreras, aumentando el de las tutorías que podrían perfectamente reducirse en número y entroncarse con aquellas. Por supuesto que en todas las carreras universitarias hay prácticas de uno u otro tipo y, lo que antecede, se aplica a todas ellas en la modalidad que convenga.

Sobre la investigación

Dícese de la investigación que es como el oxígeno que recorre las venas de la universidad (véase Líneas de Investigación UCM en cuatro volúmenes: Humanidades, Ciencias Sociales, Ciencias de la Salud y Ciencias. Editora: María Alario y Franco. Fundación General de la UCM, 1995) y es evidente que, en esta aun venerable (aunque el adjetivo suene a rancio…) institución, nadie debe limitarse a transmitir los saberes conocidos; se trata, muy al contrario, de progresar en el conocimiento a través de la investigación científica, por lo que en la carrera docente el segundo paso consiste en la realización de una tesis doctoral y, a este nivel, los doctorandos pueden y suelen ser, simultáneamente, ayudantes, demostradores, o asistentes de prácticas y problemas; y en los dos o tres últimos años de los tres o, más bien, cuatro que suele/debe durar una tesis doctoral, participar también en los seminarios.

En buena medida, estas funciones pueden combinarse con las tutorías que actualmente atosigan a los docentes desde la introducción del último plan de estudios general de (casi toda) la universidad europea, el denostado Plan Bolonia. Cierto que la tesis doctoral no la debe hacer todo el mundo; el doctorado no debe ser un puesto de trabajo en vista de las eventuales dificultades del mercado laboral. Debe ser algo motivado por el interés del alumno y, porcentaje importante, por su capacidad, conocida a través de sus resultados académicos y por su participación en grado y máster en esas actividades.

Con la tesis doctoral consumada, esto es, cuando la idea de la misma pasa de hipótesis a tesis, y una vez redactada por el doctorando, corregida por su/s director/es y defendida ante un tribunal competente en el tema e independiente, en el que no haya más de un miembro del entorno próximo del candidato (i.e., el departamento o similar), y suponiendo que se quiere emprender una carrera científica y docente, lo habitual es realizar un periodo postdoctoral en una universidad distinta y distante de la del candidato.

Conviene recordar que, en muchos países, la eventual contratación de profesores no se puede hacer entre aquellos de sus doctores que no hayan efectuado una estancia suficientemente larga como para aprender una nueva técnica o línea de investigación en centros distintos del que contrata. En particular, eso es moneda corriente en EE.UU., donde están algunas de las mejores universidades del mundo (clasificaciones Shanghái y otras) —pero no todas ellas lo son, ni mucho menos—, pero no solo en ellos…

«Desde el principio de mi carrera estudiantil, he tenido la convicción de que «solo enseña bien el que sabe lo que enseña», independientemente de las metodologías»

En la universidad británica tradicional —y varias de ellas figuran también entre las primeras— la carrera docente se estructuraba en los tiempos en que yo me encontraba como postdoctorando a partir del demonstrator —lo que yo fui curso y medio en la Universidad de Gales— y seguía con los lecturer, senior lecturer, reader, senior reader y, por fin, professor y, en principio, todos ellos tenían su línea de investigación. Por otra parte, todos eran comandados por el head of department que daba, aún da, pocas clases, algo así como media docena al año, lleva una o varias líneas de investigación y se preocupa —generalmente mucho y bien— de que el departamento sea bueno en su triple vertiente: docencia, investigación y convivencia. Era también costumbre en ese modelo —a menudo llamado anglosajón— que cada uno, o al menos la mayoría, de esos enseñantes publicara uno o varios libros de su asignatura que, con la ventaja del inglés como lingua franca, sobre todo científica, se convertían en textos obligados por todo el mundo.

La carrera docente. Las oposiciones

Bien, pues a mí me parece que, en nuestra universidad, se debe seguir una carrera científica de ese estilo y considero muy desafortunado que, en la actualidad, en la universidad española solo existan dos figuras docentes y apenas diferenciadas en sus funciones y poco más en las remuneraciones. Además, una clase magistral se cuenta a efectos de cumplimiento del horario como una hora de laboratorio. Aunque admito que todo ello facilita el alcanzar la cima docente (bastante relativa, por cierto), el alcanzarla muy pronto puede ser desmotivador y, en bastantes ocasiones que no me atrevo a cuantificar, reduce el esfuerzo investigador y perjudica a la institución y, ciertamente, a los alumnos.

Y en esa carrera científica, el paso, la promoción, de un escalón a otro debe tener algún tipo de selección. No todos los ayudantes tienen que llegar a titulares, como no todos los readers llegaban a professors.

Se trata pues de seleccionar a los mejores y para ello hay, desde luego, diferentes procedimientos.

Al principio de este artículo me refería a mi propio caso para devenir profesor permanente de la universidad. El concurso-oposición. Este procede en gran medida de los antiguos gremios profesionales que controlaban las actividades de una determinada profesión. Vestigio de ello son los nombres de las calles de los cascos antiguos de nuestras ciudades: toneleros, bordadores, alfareros… Con ese control, que incluía el modo de acceso a la profesión, que a menudo pasaba de padres a hijos u otros parientes, se limitaba, incluso se impedía, la competencia.

En el ambiente universitario, la situación era parecida pero mucho más rigurosa, ya que para alcanzar un título universitario, era imprescindible cursar una serie de estudios reglados. Recogiendo brevemente el caso de la Universidad de Salamanca, que acaba de cumplir nada menos que 800 años y que tan bellamente se describe en un precioso libro que se acaba de publicar sobre la(s) ca- tedral(es) de Salamanca (Catedral de Salamanca: Corazón de una ciudad universal. Director F. Moya Ramos: Editorial artiSplendor. Salamanca 2016; pág. 136 et seq.), en esta se expedían tres títulos: Bachiller, Licenciado y Doctor o Maestro. Y el examen, que se desarrollaba en la capilla de Santa Bárbara, constaba de tres partes, ejercicios decimos hoy: Anuncio, por el tañido de la campana mayor de la catedral la noche antes. Víspera, en la que graduando, padrino, varios miembros del claustro y los testigos concurrían a dicha capilla para la asignación de puntos —esto es, los temas objeto del examen—, que se sacaban a suerte picando tres veces con un estilete en el canto de los libros correspondientes a la disciplina y elaborando de esas páginas las preguntas. Conviene, desde luego, la intervención del azar… El candidato se iba con ellas a su casa y preparaba esos temas de los que se respondía a las preguntas al día siguiente, día del Examen, tras una colación para los asistentes que culminaba la procesión académica que llevaba a todos a esa capilla.

Además de los examinadores, podían hacer preguntas otros licenciados o doctores presentes, sana costumbre que aún se mantiene en muchas de nuestras universidades. La prueba consistía en el desarrollo de esos tres temas y de las preguntas que los examinadores hacían sobre cada uno de ellos. Tras el primer ejercicio se servía una colación («seis platos y los postres», dice el texto citado). Y ya seguían los otros dos ejercicios esta vez sin colación pero con cuatro argumentos (preguntas) de los examinadores que el candidato tenía que debatir o rebatir. Tras ello, el graduando abandonaba la sala y los examinadores, en votación secreta, tomaban una letra A(probado) o R(eprobado) y las introducían en una urna dorada. Contabilizadas las letras, el secretario comunicaba el resultado. Si era satisfactorio, se anunciaba la hora de colación del grado para el día siguiente en el que se organizaba con gran pompa la procesión académica final en homenaje al recipiendario.

Bien pues, el examen correspondiente a la oposición (lo de oposición viene de que —como en los gremios— el tribunal se oponía a la entrada de un nuevo miembro a menos que… fuera suficientemente competente o tuviera los mejores padrinos) en que participé en 1976, algo así como 500 años después de la ceremonia salmantina descrita, había ¡seis ejercicios, seis! Presentación y entrega de los temas, historial, lección magistral, lección extraída a suerte de un programa de unas cien lecciones correspondientes a las dos asignaturas principales, y que se podía «preparar» en cuatro horas encerrado en una sala con los libros que uno quisiera llevar y, eventualmente, con alimentos y bebida no alcohólica y con uno o dos catedráticos vigilando en la puerta para que nadie pudiera pasar la lección al encerrado (ejemplos hubo de que, a veces, ese o esos dos miembros del tribunal hicieron la vista gorda); ejercicio práctico de laboratorio (en el caso de las oposiciones a cátedras de Química Analítica, el presidente del tribunal pedía al mozo de laboratorio un vaso con dos litros de agua destilada caliente y cada uno de los miembros del tribunal añadía el polvillo de una papelina que aportaba a la prueba. 100 cm3 de esa disolución —en la que a veces quedaba un resto insoluble— se entregaba a cada opositor que, a lo largo de esos cinco o seis días, tenía que analizar y descubrir los iones presentes con el equipo personal de reactivos que traía. A veces, incluso, había que realizar posteriormente el análisis cuantitativo de alguno de ellos) —cinco días— y dos temas elegidos a suerte de entre diez indicados a los candidatos el día de la presentación…Tras la realización de cada uno de los ejercicios por cada candidato se realizaba la llamada trinca, en la que, cada uno de ellos, podía criticar las presentaciones de los demás; sin embargo, en mis tiempos de opositor, este tipo de abogado del diablo había caído en desuso. Los que sí preguntaban, desde luego, eran los miembros del tribunal y a menudo —o, por lo menos, a veces— con mayor entusiasmo, por no decir frenesí, incluso agresividad, a los candidatos del o de los otros miembros y ponderaban al alza los propios. Y no eran raros los enfrentamientos entre escuelas o, más bien, camarillas que trataban de vengar resultados de oposiciones anteriores.

Aunque, naturalmente, el resultado de la oposición dependía mucho de la competencia de los opositores, los miembros del tribunal jugaban el papel determinante… De ahí que en las coplillas referentes al asunto se dijera que de las condiciones que había de cumplir un candidato, «la primera y principal (era) tener un buen tribunal».

Y, efectivamente, a lo largo de los años, de la filiación de los diferentes miembros del tribunal mucho dependía el resultado de la oposición. Obviamente, aunque de los cinco miembros del tribunal tres fueran elegidos a sorteo entre todos los de la disciplina en activo en toda España, las influencias políticas, religiosas y aun económicas influyeron de manera decisiva. En los años de la dictadura las diferentes camarillas del régimen: miembros del Movimiento y militares en lo que se llamaban tribunales patrióticos —muy al principio—, la Democracia Cristiana y, sobre todo, el Opus Dei, dejaron poco espacio académico a las ideas más liberales e izquierdosas. Pero no había que ser miembro de una de esas organizaciones para conseguir una cátedra y es obvio que muchos profesores de nuestras universidades llegaron a serlo sin pertenecer a ninguno de estos u otros grupos. Obviamente, este sistema tenía complejidad y exigencia excesivas aunque, debido a esta, la mayoría de los catedráticos al menos conocían su materia y muchos aportaron una incipiente investigación de la que surgieron bastantes de los muchos grupos hoy existentes en España. Este procedimiento es, no obstante, de difícil aplicación cuando el número de universidades es elevado, sobre todo si se crean de golpe varias de ellas y hay que cubrir las plazas a toda prisa como así ha ocurrido en los últimos años.

De ahí que el sistema se ha ido modificando continuamente a partir de la deseada y afortunada llegada de la democracia. No es este el lugar, sin embargo, ni este autor se siente capacitado para ello, de describir la continua evolución de los procedimientos de selección para el acceso al profesorado universitario en la España reciente.

La universidad en la España actual

Como es sabido, y ampliamente criticado, la universidad española actual sufre, y mucho, mucho, de endogamia —y no solo de índole familiar directa, nepotismo, también de amigos y, más a menudo aún, de pelotilleros (pelotillero: adjetivo/nombre masculino y femenino; coloquial despectivo: «Que alaba de forma exagerada e interesada o trata de agradar a alguien con el único fin de conseguir un favor o un beneficio»)— hasta niveles insospechados. Dándose la paradoja de que, contrariamente a esos bellos principios de capacidad y mérito que recoge la exitosa Constitución de 1978, son los propios candidatos, apoyados por su(s) mentor(es), quienes en los departamentos, digamos que en muchos departamentos, no se trata de condenar a todos, eligen el tribunal que ha de juzgarles en una prueba que, habitualmente, no tiene trascendencia en su prácticamente siempre positivo resultado. Una prueba en la que no se juzga realmente la capacidad del candidato y menos aún sus conocimientos de la materia que va a enseñar, que normalmente correspondería a más de una disciplina del área de conocimiento en cuestión. Sin embargo, frecuentemente, los triunfadores del dudoso examen solo conocen una asignatura y se aferran a ella en el reparto de enseñanzas que se imparten en el departamento.

Aunque no es objeto directo de este artículo, la evolución de la universidad en los últimos cuarenta años, estrechamente relacionada a la propia evolución de España a partir de la transición y de la entrada en la Unión Europea, ha supuesto cambios enormes, para empezar en el número de universidades, incluyendo la apertura a la universidad privada, que era meramente testimonial en la etapa anterior.

«Nadie debe limitarse a transmitir los saberes conocidos; se trata, muy al contrario, de progresar en el conocimiento a través de la investigación científica»

Según la información del MECYD, en 1970 había en España unos 300.000 estudiantes universitarios (otras fuentes indican la mitad y que esa cifra solo se alcanza en 1975 aunque, en otra página, el mismo autor cifra en 352.000: José María Hernández Díaz. La Universidad en España, del Antiguo Régimen a la LRU (1983). Aula, 9, 1997 pp. 19-44. Ediciones Universidad de Salamanca), mientras que en 1985 ya eran tres veces más, unos 935.000, y en el curso 2016-17 había, según la misma fuente, 1.558.685 en los es- tudios de grado, primer y segundo ciclo (1.291.188, más de cuatro veces más), máster (184.745) y doctorado (66.249) (MECyD de España: Avance de la Estadística de estudiantes. Curso 2016-2017).

El incremento en el número de estudiantes conllevaba el crecimiento en el número
de universidades y a las diez tradicionales (Santiago, Oviedo, Salamanca, Valladolid, Zaragoza, Barcelona, Valencia, Sevilla, Granada y Madrid —aunque las tesis doctorales solo se podían presentar en esta que, por aquel entonces, recibía el inevitable nombre de Universidad Central), tras el Mayo del 68 se crearon las —mal llamadas— Universidades Autónomas (pues entonces no lo eran tanto) de Madrid y Barcelona y, por la Ley General de Educación, hasta 1973 se crearon otras once. Entre ellas, la UNED, primera universidad «no presencial» modelada en la Open University británica. Y, desde entonces, el ritmo de crecimiento ha sido sostenido.

De acuerdo con los últimos datos del MECYD (2016) hay en España 84 universidades de las que cincuenta son públicas y, dato muy relevante, están repartidas en nada menos que 234 campus y 113 sedes (también hay 71 escuelas de negocios, de las que 34 son privadas. Algunas de estas se encuentran entre las mejores el mundo… y en ella no hay oposiciones de acceso. ¿Será por que se juegan su dinero?).

Pero no solo creció el número de universidades, de sedes, de campus, también lo hizo la disgregación de los estudios. Este, desde luego, no es asunto reciente y hasta la Ley Moyano (1847), la facultad de Filosofía era genérica, esto es, se estudiaban en ella todos los saberes que no tenían que ver con la medicina o el derecho y se constituía en cuatro secciones: Literatura, filosofía, ciencias naturales y ciencias físico-matemáticas. Pero, como recoge Óscar Farrerons Vidal (Evolución histórica de la universidad española. Escuela Universitaria de Ingeniería Técnica industrial de Barcelona/ Escola Universitària
d’Enginyeria Tècnica Industrial de Barcelona. Junio de 2005), «esta división era poco drástica porque existía un Preparatorio que establecía un cierto solapamiento entre las Facultades, de tal modo que los estudiantes cursaban no solo las asignaturas de su carrera sino que estaban obligados a asistir a algunas de las demás». La cita sigue: «Para reforzar los lazos que han de fundir los conocimientos de las Facultades en un saber universal, el estudiante, de cualquier Facultad que sea, estará obligado a cursar, en uno o varios de los períodos de estudio, durante su carrera, dos enseñanzas, por lo menos, libremente elegidas por él, de las Facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias, cuyos alumnos tendrán la misma obligación respecto a las demás Facultades».

Dando un salto de unos cien años, en los sesenta del siglo XX, las facultades de Ciencias, como la de la Universidad Central en la que yo estudié, aunque tiempo atrás se habían separado tanto de las letras divinas como de las letras humanas, eran así mismo, digamos, científicamente genéricas: constituidas por cinco secciones; Ciencias Matemáticas, Físicas, Químicas, Geología y Biología. Pero tenían mucho en común, compartían varias asignaturas, sobre todo las de carácter general que eran tradicionales a todas ellas; en particular el primer curso —selectivo, por cierto—. Y, sobre todo, compartían la administración: un decano, dos o tres vicedecanos y un secretario, más los encargados de cada una de las secciones, que tenían un poder más bien testimonial, o sea poco. Pero esas facultades de Ciencias tenían unas juntas de facultad únicas, y bastante democráticas —¡en pleno franquismo!—, excepto por el decano, que lo nombraba el rector o sea el ministro del ramo —de una terna de catedráticos presentados por la propia facultad—. Y sus decisiones eran colegiadas, o sea que sacar, digamos, una cátedra nueva o reformar alguna asignatura, por ejemplo de obligatoria a optativa o viceversa, cambiar un programa, etc., requería la aceptación por votación en la junta de facultad —en la que, desde luego, había (habíamos) representantes de estudiantes con voz y voto—. Recuerdo aún que, cuando se trató de sacar una cátedra de artrópodos, un conocido matemático se opuso «pues no se podía sacar una cátedra para un animal de cada especie», lo que algunos tomaron por su doble sentido y de ello resultó un cierto barullo, sin gravedad, empero.

Nosotros solo teníamos el primer año básicamente común para las cinco carreras, y aun para los ingenieros, el Selectivo, que iba seguido, para estos, de otro curso común en cada escuela llamadas entonces especiales y luego técnicas superiores, la Iniciación. En humanidades, en lo que se llamaba Filosofía y Letras, tenían más suerte y había dos años comunes y tres de especialización bastante general, por cierto. Recuerdo que en el célebre tranvía de la Ciu- dad Universitaria madrileña uno oía con frecuencia que a la pregunta: ¿Y tú que estudias? La respuesta era «primero, o segundo, de comunes» o «selectivo».

Andando el tiempo, también a partir del sesenta y ocho, y «con el fin de dividir el movimiento estudiantil» (tomado de una conversación en la última junta de la Facultad de Ciencias de la Universidad Central), se fueron dividiendo las facultades de Ciencias en cinco —a las que luego se uniría la Informática—. Con ello no estoy muy seguro de que se dividiera el movimiento estudiantil, pues de esas diferentes facultades salieron varios líderes políticos que después alcanzarían notoriedad, y bastante poder, llegada la democracia; se consiguió sobre todo multiplicar por cinco —y luego por seis— el número de cargos, cinco decanos, cinco por dos o tres vicedecanos, etc.

La unidad administrativa se iba pues reduciendo y para retocar o cambiar la carrera de, digamos, Química, los químicos se bastaban y sobraban. Lo peor estaba por llegar, sin embargo, y bien pasada la transición, en 1983, se aprobó —cierto que laboriosamente— en el Parlamento español una ley, la LRU, en la que se introdujo, constitucionalmente, la autonomía universitaria, la libertad de cátedra y el reparto de competencias entre el Estado y las diecisiete autonomías y dos ciudades autónomas, aunque estas tienen pocas competencias universitarias. Se pasó además de la facultad al departamento, en unidades de doce profesores como mínimo para una disciplina, dentro de un determinada área de conocimiento; con ello el control administrativo y las decisiones —democráticas, eso sí— se iban a tomar en entidades aún más pequeñas y se iba a ir disminuyendo (¿eliminando?) la magnitud de la propia definición de la universidad —la universalidad del conocimiento—. Y ahí culmina, de momento al menos, el problema de la degradación de la toma de decisiones. Efectivamente al ser tomadas por votación en colectivos pequeños, suelen estar decididas por mayorías relativas que pueden/suelen ignorar a las minorías. Así aquellas pueden ir engrosando a costa de las minorías (En Química de Suspensiones y Disoluciones Sólidas, el crecimiento de las partículas grandes a partir de las pequeñas se llama maduración o engrosamiento de Ostwald) al decidir las nuevas plazas y al ir distribuyendo el presupuesto en una reinvención del efecto Mateo en su versión más desigualitaria. O al modificar planes de estudio y horarios del departamento, etc., etc. Y, en ese etcétera aparece el objeto de este artículo: la selección del profesorado universitario.

La selección del profesorado: modelo actual

En 2016 había, en las universidades españolas, de acuerdo con el MECYD, 1.049 centros —facultades y escuelas— y 2.910 departamentos y es probable que aún haya más en el momento actual. Y la selección del profesorado se realiza tras la intervención de un organismo autónomo, la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), que (cita literal) «tiene como objetivo contribuir a la mejora de la calidad del sistema de educación superior mediante la evaluación, certificación y acreditación de enseñanzas, profesorado e instituciones». Y eso se lleva a cabo a través de dos programas de evaluación de profesorado (PEP Y ACADEMIA; PEP: para el acceso a las figuras de profesor universitario contratado; ACADEMIA: para el acceso a los cuerpos docentes universitarios de Profesor Titular de Universidad y Catedrático de Universidad) relativos a las tres categorías de profesores universitarios actualmente existentes, concediendo las correspondientes acreditaciones —a veces llamadas habilitaciones en la jerga académica— a los que lo merecen en función de su CV.

«La tesis doctoral no la debe hacer todo el mundo; el doctorado no debe ser un puesto de trabajo en vista de las eventuales dificultades del mercado laboral»

Existe un tercer programa que también se utiliza en la ANECA, CENEAI, precisamente para la evaluación de la actividad investigadora de los profesores universitarios y del personal de las escalas científicas del CSIC, con objeto de que les sean reconocidos los complementos de productividad (sexenios (en la jerga académica se denominaban «Gallifantes», como a los puntos que recibían los niños que acertaban las preguntas de un célebre programa de televisión que había en la misma época)). Y estos sexenios, sobre los que no podemos extendernos mucho en este artículo (puede considerarse que hay un antes y un después en la universidad española tras la llegada de los sexenios. Por primera vez en su historia había un reconocimiento de la diferente calidad científica e investigadora de unos y otros. Terminaba la mediocre época de «café para todos». Más aún, ello iba acompañado de una nada despreciable remuneración económica que, unida a la correspondiente a los quinquenios docentes, asignados prácticamente a todos los profesores numerarios, supuso alcanzar unos sueldos mucho más atractivos. Por dar un ejemplo: consiguiendo todos los sexenios y quinquenios posibles, se llegaba a ¡duplicar el sueldo! Ciertamente que los profesores que disfrutamos de esa renovación salarial estamos agradecidos al equipo del MEC que los implantó con ciertas dificultades, por cierto, a finales de los años ochenta del pasado siglo), son parte muy importante en los procesos de selección, ya que en la mayoría de las universidades se requieren, como mínimo, cuatro sexenios para optar a una cátedra y dos para una titularidad de universidad (este simple asunto tiene además (mucha) influencia, que puede ser negativa, en el ulterior concurso de acceso pues, tal y como decíamos, si la selección de los componentes del tribunal la hace el candidato, aquel considera que «puesto que la condición de dos (o cuatro) sexenios ya se cumple no hay que hacer un examen formal y estricto», olvidando que esa condición es necesaria pero no suficiente).

La atribución de los sexenios de investigación se realiza en base a unos criterios oficiales estrictos, recientemente modificados y definidos con extraordinario detalle, con lo que, aunque laborioso el procedimiento de atribución de sexenios, es claro y, en principio, se puede objetivar. Su base principal, no exclusiva, es, sin embargo, el controvertido, índice o factor de impacto de las revistas científicas, establecido periódicamente por el Institute for Scientific Information o ISI. Siguiendo ese criterio los méritos de investigación se juzgan más bien por el índice de impacto de las revistas en que aparecen los trabajos presentados por los candidatos que por su valor intrínseco. Y ciertamente que si un trabajo está publicado en una revista con elevado índice de impacto —por ejemplo Nature tiene un I de I del orden de 40—, ello significa que lo leerá mucha gente y que para poder publicarlo en ella ha pasado filtros rigurosos o sea que es de buen nivel o calidad. Pero esto perjudica a las áreas minoritarias, poco cultivadas que tienen, lógicamente, menos lectores y menos citas. También se cuentan, desde luego, otros méritos.

No obstante, el sistema tiene algunos defectos notables y, precisamente en estos días, el Tribunal Supremo ha fallado a favor de una candidata al reconocimiento de sexenios, a la que, según el recurso por ella presentado, no se habían considerado dos de sus trabajos «por no haber sido publicados en revistas de prestigio». Tal y como se recoge en —por ejemplo— el diario El País del 19 de septiembre de 2018, la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso establece que «Las investigaciones, las aportaciones presentadas por los interesados, no pueden dejar de examinarse solo por el hecho de que no se publicaran en las revistas o medios incluidos en los índices o listados identificados […]. Ni tampoco están excluidos por esa sola razón de la máxima valoración permitida […]. Dependerá de su contenido la evaluación que merezcan», lo que resulta netamente razonable. (Curiosamente, y según se recoge en la misma noticia de El País, la Sala Quinta del mismo tribunal desestimó un recurso basado en datos idénticos de otro candidato, coautor de los citados trabajos.)

El problema radica claramente, en la cantidad de trabajos presentados a los comités, «diez mil al año, que se han de resolver en cuatro meses», como indica el actual director de aneca, razón por la cual se establecen esos criterios estándar «basados en veintiún elementos».  La dificultad, radica, como indica la concursante que, por ese motivo, «se ha pasado de analizar el contenido a hacerlo del continente» y, gracias a esa resolución sus trabajos serán revaluados. A partir de ahora, concluye el director de ANECA, «habrá que considerar (leer y analizar) los trabajos que se detecten de calidad y estén publicados en revistas que no aparezcan en los repositorios».

Por cierto que, además de las clasificaciones de las revistas por el índice de impacto, existen unos polémicos índices numéricos individuales, como el índice de Hirsch, h, u otros similares, bastante de moda y que dan una «medida al peso» de la «calidad» de la investigación individual por, y solo por, el número de citas recibidas y que han sido recientemente criticados en dos declaraciones científicas de principios (Declaración de San Francisco sobre la evaluación de la investigación. San Francisco Declaration on Research Assessment (DORA). The Leiden Manifesto for research metrics. Diana Hicks, Paul Wouters, et al 23 april 2015 | vol 520 | Nature | 429. A este respecto resulta muy interesante el artículo del profesor A. de Azcárraga, presidente de la RSE de Física en Europhysics news 49/3(2018) 32). Está claro que, si solo se usa el número de citas de las publicaciones, el tipo de revista y el número de autores de los artículos se da una visión reducida y aun sesgada, de la calidad y la importancia de una investigación.

El «examen» para la obtención de plazas

Y lo mismo puede decirse de la evaluación de los méritos para la obtención de las acreditaciones a las diferentes plazas de profesorado cuyos criterios, incluyendo las labores de gestión, también se han actualizado recientemente. Como decíamos al principio, la comisión Miras se mues- tra ciertamente crítica con este sistema.

Una vez que la universidad ha sacado a concurso la plaza, y utilizamos el singular pues rara vez, si alguna, sale más de una y se llevan a cabo los trámites administrativos, se convoca incluyendo el correspondiente tribunal y en ella participan los candidatos aceptados en el concurso que infrecuentemente suelen ser más de uno. Más aun, la propia universidad «prefiere» que haya solo uno, lo que equivale a una «promoción interna» ya que si saca la plaza «uno de fuera» (¿de fuera de dónde?, ¿de fuera de España, de Europa, del mundo?) pues le sale más caro, ya que sería una nueva dotación manteniendo la del candidato local: otra vez pierde la universidad su primer atributo —la cualidad de universal—, y esta vez, por dinero.

Además, reiterando lo inconveniente de la fragmentación, sería un buen paso adelante que salieran, periódicamente, todas las plazas de la misma denominación en España o, si eso no es legalmente posible, al menos todas las que haya en la propia comunidad autónoma y juzgadas por un mismo tribunal; naturalmente que, la asignación de las plazas, se realizaría en orden a los méritos de los diferentes aspirantes que obtuvieran resultado favorable en el concurso.

Pero en el asunto del tribunal hay otro problema de gran envergadura. Aunque en principio lo tiene que nombrar la universidad, en la práctica esta delega en la facultad, que delega en el departamento y en estos el consejo del departamento suele aceptar como miembros del tribunal a los que sugiere el propio candidato, dos del departamento y tres de fuera.

Y llegamos al quid del asunto. Con un solo candidato y el tribunal nombrado de semejante forma, el desarrollo del concurso es próximo a un, breve, momento de gloria —ciertamente relativa— para el candidato, pues, en más o menos una hora, hace una exposición de la que considera la parte más interesante de su labor científica y un bosquejo de una lección del programa, y tras unas preguntas, pocas —generalmente de conveniencia—, obtiene una plaza docente ¡para toda la vida! Y ello sin la exigencia de una demostración pública de sus conocimientos, de su destreza para dirigir un laboratorio, de su capacidad expositiva en el desarrollo de las asignaturas, de su percepción de la metodología audiovisual informática o asociada a Internet y de los programas auxiliares, todo ello necesario para transmitir la materia objeto del concurso y sin cartas de especialistas externos. Por cierto, que este sistema funciona de ese modo tanto con candi- datos buenos como no buenos. No pretendemos decir, ni mucho menos, que todos los acreditados o habilitados que llegan a culminar las pruebas sean profesores malos o malos investigadores. El asunto es que con ese sistema, al reducir a la mínima expresión el número de candidatos y dejar el nombramiento del tribunal en manos de los mismos, en un entorno tan limitado como el de un departamento, se pueden «colar», de hecho se «cuelan», en la universidad profesores permanentes que quizá no lo merezcan —¡que no lo merecen!— y se cierra el paso a otros que sí lo merecerían.

Para evitar este tipo de situaciones, ¡oh, cuán frecuentes!, en los concursos para las cátedras o las titularidades, el tribunal que, reiteramos, debe estar compuesto muy mayoritariamente por profesores de fuera de la universidad objeto del concurso, sacados por sorteo del escalafón de profesores existentes en toda España en ese campo o incluso, alguno(s), de fuera de España debería considerar muchas más cosas que el CV administrativo —que incluye los aspectos docentes ya llevados a cabo por el candidato— y los sexenios. Materia fundamental para ser un profesor universitario (de Ciencias y no solo de Ciencias) son las asignaturas ya impartidas, las clases efectivamente realizadas; así como investigaciones en marcha, mentoreo, características del grupo de investigación generado, si ha lugar, tesis doctorales TFG y TFM dirigidos, publicaciones, congresos, conferencias —especialmente plenarias, invitadas, internacionales—, distinciones y premios, comités editoriales, doctorados o licenciaturas relacionadas con el tema de la cátedra y, en alguna muy menor medida, la gestión universitaria. Creemos, sin embargo, que dedicarse a la gestión muy al principio de la carrera, cuando no se es aún miembro de los cuerpos docentes, limita las posibilidades para hacer méritos científicos y académicos que permitan acceder, precisamente, a la carrera docente. Por ello, no conviene estimularlos puntuándolos mucho en esos baremos.

En cualquier caso, consideramos imprescindible la realización de, al menos, dos pruebas orales y públicas, referentes a esos dos aspectos: investigador y docente, complementadas eventualmente por otra de carácter práctico-laboratorio, problemas, etc., en el caso de las materias esencialmente experimentales.

«Al contemplar el presente de la universidad española, la botella se ve medio llena, pero con una peligrosa deriva hacia medio vacía»

Un breve comentario en relación con la importancia respectiva de los dos aspectos esenciales de la carrera universitaria, el científico y el docente. Creemos que no debe
establecerse a priori la proporción relativa de estas dos actividades y que, el propio tribunal, a la hora de valorar los correspondientes méritos, puede tener su propio criterio pero, en todo caso, el aspecto investigador debe ser francamente mayoritario.
Decíamos para toda la vida, y así es. Pero ¿no sería mejor que, al cabo de, o cada cinco o diez años se pasara algún tipo de revisión, considerando cómo han evolucionado en ese tiempo todos los aspectos que acabamos de mencionar?

En un análisis de este tipo, sobre todo en estos tiempos que, si somos optimistas podríamos llamar comunitarios, conviene echar una mirada a cómo tratan el problema nuestros vecinos europeos/occidentales… Como no cabe hacer un análisis pormenorizado de este complejo asunto, nos limitaremos a describir el muy exitoso modelo anglosajón. En este, se suele resolver la provisión de plazas anunciándolas en una revista científica importante, por ejemplo, en el semanario Nature: Jobs & recruiting, indicando las características de la misma: lo que se va a enseñar, el número de cursos, el área de investigación en que se va a trabajar —aunque, a veces, eso forma parte fundamental del aporte del candidato, para enriquecer la investigación del departamento con ideas nuevas—, los laboratorios de que se puede disponer y las técnicas experimentales accesibles, los fondos de investigación y becas que tendrá la dotación inicial para establecerla. Entre los requisitos se considera, muy en primer lugar, el CV y un número de cartas de apoyo de gente conocida en esa área que informe sobre las capacidades del candidato. Dependiendo de la importancia del puesto ese número puede llegar a ser alto: hasta seis he visto yo en casos de ese tipo. No hay más que abrir el enlace correspondiente para hacerse una idea de cómo funciona ese «mercado de trabajo». A día de hoy 20/09/2018, aparecían en dicha página web 1.818 empleos, distribuidos por (casi) todo el mundo.

De entre los candidatos recibidos, el director del departamento, o una comisión del mismo, hace una primera selección y convocan a una entrevista a los seleccionados. Y de ese conjunto se saca el elegido —a veces para un plazo reducido tres a cinco años— y, posteriormente, tras analizar el departamento la labor realizada le concede la posición permanente o permanencia, tenure.

Dada la importancia que la selección del profesorado tiene para el departamento, il va de soit, que la elección del candidato no se ve influida por la proximidad familiar, académica, política, religiosa u otra, de los aspirantes con el jurado, ya que se descarta de antemano. Y la tendencia es a conseguir contratar al mejor de la especialidad a nivel mundial independientemente de sus características personales.

Sobre esta base, cabe proponer que, para ir acostumbrándose a este sistema abierto, las universidades españolas pudieran contratar en el sistema público hasta un 20 % del profesorado por este procedimiento y, si daba efectivamente resultado —medible, por cierto, a medio plazo—, ir aumentando esta proporción para ir integrándose en este sistema.

No hemos mencionado en este texto la figura, idealmente fundamental para la universidad, del profesor asociado, en teoría una figura eminente de la empresa, la industria, el hospital, los centros de investigación… que aportarían, en unas cuantas clases un complemento indispensable de la labor profesional que la mayoría de los egresados están llamados a realizar. Muy desafortunada- mente, en general, la mayoría de los contratos de asocia- dos tienen por objeto rescatar a colaboradores para los que no hay plazas, «de momento» y que frecuentemente cubren dignamente las labores docentes. Este asunto, como en realidad todo lo referente a la contratación de profesorado, tiene obviamente un decisivo componente económico.

Las líneas que anteceden constituyen el punto de vista de alguien que ha pasado casi sesenta años viviendo de y para la universidad, esencialmente en la Universidad Complutense, en la que ha sido alumno, alumno ayudante, demonstrator, profesor ayudante, profesor adjunto, profesor agregado interino, profesor agregado numerario, catedrático, director de departamento, decano, patrono de la fundación, coordinador de ciencias en la fundación, ídem de los Cursos de Verano, director de los Cursos de
Verano, profesor emérito y, ahora es, profesor honorífico. Y que ha llevado a cabo estancias dilatadas, en total unos ocho años, mayoritariamente de investigación, pero así mismo docentes en Francia, Inglaterra, País de Gales, Italia, Alemania, Estados Unidos, México, Argentina y Colombia. Y que, al contemplar la realidad presente considera que, con referencia a la universidad española la botella está medio llena, pero con una peligrosa deriva hacia la medio vacía.

Catedrático de Química y ex presidente de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales.