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Las dos Américas —anglosajona en el norte e ibérica en el centro y el sur— por un lado y Europa por el otro ciñen los espacios del océano Atlántico, del que con razón se ha dicho que fue el Mediterráneo de la Edad Moderna, como quizá se diga desde este mismo siglo XXI del Pacífico tal como vienen los tiempos. Las naciones de ambos continentes, que han vivido durante cuatro o cinco centurias una historia común, comparten también una cultura que, sobre todo en los últimos siglos, se ha visto enriquecida casi indistintamente con aportaciones nacidas en una u otra orilla. Católicos en el centro y en el sur del Nuevo Mundo, y con predominio de confesiones «reformadas» en el norte, sus gentes y sus sociedades, igual que las de Europa, pertenecen a la cultura cristiana. Las lenguas americanas de cultura y comunicación (español, portugués e inglés) se formaron en la Edad Media europea. Las dos primeras directamente nacidas del latín, como una hija de su madre, y la otra en parte también. Además, la gramática, la literatura, los modelos culturales y el léxico de la lengua inglesa tienen que ver con el latín bastante más que los restantes idiomas germanos o eslavos del Viejo Continente, en los que no deja de haber huellas gramáticas o culturales de la que fue la lingua franca de todo el Medievo.[[wysiwyg_imageupload:1498:height=184,width=200]]

A partir de los primeros años del siglo XVI, hace precisamente ahora cinco siglos, se empezó desde Europa a descubrir el Nuevo Mundo y a poner el pie en él. Los cambios históricos y políticos que allí se produjeron, fueron diferentes en las diversas experiencias históricas. En el norte hubo una verdadera colonización. Los que llegaban, que eran pocos, desplazaban a los que había, que tampoco eran muchos. Los primeros «pilgrim fathers» venían con su inglés, su Biblia, su laboriosidad y sus hábitos de vida, y fueron obligando a dejar sitio a las escasas y rudimentarias poblaciones nativas, mientras ellos construían ciudades en lo que habían sido meros asentamientos. En unos lugares sencillamente se ocuparon las tierras y en determinados casos — c o m o el que se dio con el futuro Manhattan— se compraron a los nativos. Finalmente, en ciertas ocasiones se asimilaba a los indígenas y en otras, mucho más numerosas, se les vencía y con más o menos resistencia se les echaba hacia el oeste, gracias a la superioridad técnica, militar y cultural de la que disfrutaban los «peregrinos» y sus descendientes.

En el centro y en el sur, España y Portugal actuaron de otro modo. No existieron propiamente colonias en el sentido común de la palabra, sino que los territorios formaban parte de las respectivas coronas y su administración se confiaba a funcionarios del rey a título de virreyes, igual, por ejemplo, que en Aragón o en Valencia. Y para el ejercicio de las responsabilidades militares o judiciales de los representantes de la Corona funcionaban los capitanes generales y las Audiencias. No hubo genocidio cultural, pero sí existió una declarada vocación misionera encarnada en los frailes y obispos que extendían el cristianismo entre los indígenas, para lo cual hubieron de aprender sus lenguas, componer gramáticas y verter a esos idiomas ágrafos los textos de los Evangelios y las enseñanzas de los catecismos.

El norte de América se fue poblando de franceses — e n Canadá—, británicos y más tarde italianos, y de otros países europeos, etc. En la mayor parte de los países del centro y del sur, los de la América ibérica, abundaba y abunda el mestizaje con más o menos proporción de sangre india. Pero todo esto es la «prehistoria» de la situación política, cultural, económica y social del momento actual.

Hoy, a principios del primer siglo del tercer milenio, se quiera o no reconocer, existe una realidad que va más allá de las ocasionales coyunturas políticas. Lo que se suele llamar el «mundo occidental» y su cultura se extiende por el continente europeo y por la América que no es sólo atlántica, sino que desde sus costas occidentales se asoma al Pacífico y se prolonga por este océano hasta Australia, Nueva Zelanda y Filipinas. Es una comunidad internacional más homogénea que todas las demás, de raíces históricamente cristianas, poseedora de una vocación propia, que practica unos modos de vida denominados «occidentales» y que sigue estando en condiciones de ser el eje en torno al que se sostenga el equilibrio del planeta.

Entre las dos Américas y Europa, más esos territorios del Pacífico, la «continental» Australia y las mencionadas naciones insulares, se cubre algo más de las dos quintas partes de la superficie poblada de la tierra. América además es el único continente que se podría recorrer desde el Ártico a la Tierra de Fuego —casi de polo a polo — a pie enjuto y sin mojarse, por unos caminos que dejarían a cada uno de sus lados una mitad de las aguas y las tierras del planeta.

En realidad el conjunto euroatlántico, sin dejar de ser una unidad de cierta homogeneidad cultural, histórica y política, se compone de tres grandes bloques de misión, vocación y características diversas: el Viejo Continente, hoy en casi su totalidad asociado en la U n i ó n Europea y de hecho representado por ella; el Norteamericano —Estados Unidos y Canadá y los antiguos «dominios» británicos de Nueva Zelanda y Australia—, y Latinoamérica, desde el río Grande al estrecho de Magallanes, comprendidas las islas del Caribe. Cada uno de ellos con su vocación, sus pretensiones, su función en el mundo y sus problemas.

La Unión Europea es una instancia administrativa y de gestión de ordenamientos e intereses comunes de los países miembros, que a la hora de la verdad no ha acertado a desarrollar una política exterior verdaderamente común. En sus relaciones con asuntos de fuera, los gobiernos nacionales, los [[wysiwyg_imageupload:1499:height=262,width=200]]empresarios y los profesionales y los agentes culturales van cada uno a lo suyo y sólo se ocupan de eso.

El bloque norteamericano es el de los «primeros de la clase». Son los ricos, los poderosos, el policía al que hay que acudir para que ayude a combatir el terrorismo de los revolucionarios de Colombia, o parar los pies al desenfrenado «populismo» de nouveau riche del actual régimen venezolano y, en su caso, si se llegara al terreno de los hechos, harían algo para contener el indigenismo desatado que ganó las últimas elecciones en Bolivia, mientras se espera sin impaciencia el cantado final de la larga dictadura cubana. Ciertamente, en el norte, con el NAFTA y los intentos de controlar el inmigracionismo mexicano, mejoran o se aclaran la situación y las perspectivas de los «sin papeles» que no dejan de presionar sobre los Estados del sur.

Pero América Latina es una parte vital del mundo occidental respecto de la que tienen una responsabilidad no sólo sus gentes, sino además los norteamericanos y los europeos. América Latina es también cosa de ellos, o más bien, escribiendo desde España, debería haber dicho que es cosa nuestra: concretamente de los europeos y más que de nadie de los españoles. Norteamérica es muy grande económica, científica, política y militarmente, y no deja de dar miedo que un manotazo de gigante pueda echar por tierra los naipes del castillo que están construyendo unas naciones menores.

Los principales Estados europeos deberían conocer mejor la América Latina, igual que las fuerzas económicas y las grandes empresas —las famosas multinacionales, que suelen ser norteamericanas— para acertar con la necesaria colaboración. A cualquiera que conozca un poco aquel continente se le ocurre que sus más urgentes necesidades son las infraestructuras y la educación. Pero hay que saber que las primeras no se reducen a la construcción de autopistas y aeropuertos, sino al desarrollo de un ecosistema social compuesto por la industria pequeña y media, que genera más empleo y de mayor duración, además de por cuestiones inmateriales, o de tercer grado, que van desde la información y las finanzas hasta las más avanzadas tecnologías de las comunicaciones. Y que la educación no consiste sólo en levantar escuelas rurales para que todo el mundo aprenda a leer, sino también, y quizá en primer término, en la formación en los valores de la solidaridad, de la persona, de la familia y de la vida del espíritu, sin desdeñar los contenidos religiosos de la cultura cristiana.

La política respecto de la América Latina — o Hispanoamérica y aun Iberoamérica que es lo mismo— no puede consistir en dar alas a populismos irresponsables, o a una u otra clase de antinorteamericanismos (yankee go home) que generen envidias, odios o resentimientos. Las iberoamericanas son naciones adultas que han de ser tratadas como tales y no con simplificaciones o falsas superioridades que despierten explicables susceptibilidades. Hay que saber que nosotros somos ellos y ellos nosotros. En este número de Nueva Revista hemos querido ofrecer nuestra tribuna a profesores, periodistas y empresarios que tienen algo que decir sobre la cultura, la economía y la política de aquellos países tan nuestros y que merecen ser escuchados.

Fundador de Nueva Revista