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John Gray. Filósofo político nacido en South Shields, Inglaterra, en 1948. Fue profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Oxford y catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Autor, entre otros ensayos, de Falso amanecer (Los engaños del capitalismo global), Perros de paja, Misa negra (La religión apocalíptica y la muerte de la utopía) y Los nuevos leviatanes, del que reproducimos un extracto.


Avance

El pensamiento woke no es una variante del marxismo, en contra de lo que sostienen sus críticos de derechas, sino una evolución «extrema e hiperbólica» de la ideología hiperliberal de Occidente. Una de las funciones de los movimientos woke —observa John Gray— es «desviar la atención del impacto destructivo que el capitalismo de mercado tiene en la sociedad». Desde el momento en que las cuestiones identitarias, con «su cháchara ociosa sobre microagresiones», comienzan a acaparar la atención política y mediática, los conflictos entre intereses económicos pierden relevancia. Tampoco se puede decir que el wokismo sea una versión del posmodernismo, del pensamiento de Derrida o Foucault, lo que ocurre es que el hiperliberalismo ha vulgarizado la filosofía posmoderna igual que «el fascismo degradó en su día el pensamiento de Nietzsche». ¿De qué se trata entonces? De dos cosas, indica el autor: de un sucedáneo de fe para quienes no soportan vivir sin la esperanza de salvación universal inculcada por el cristianismo, y en este sentido es una religión; y de una vía para que una parte excedentaria de la élite pugne por procurarse una posición de poder en la sociedad, y en este sentido es una revuelta de la burguesía profesional. Pues a medida que el capitalismo concentra riqueza y poder en sectores cada vez más reducidos, esos burgueses, los sectores excedentarios de la élite (profesores universitarios, figuras mediáticas, abogados, activistas sociales y directivos de ONG) se enfrentan a una creciente competencia, con la correspondiente caída de sus remuneraciones y de su estatus. El capitalismo occidental ha creado una lumpen-intelligentsia, una clase marginada en aumento para la que no tiene función productiva alguna. De forma que el wokismo es tanto una carrera profesional como un culto. Y también una especie de inquisición. Los campus universitarios de EE.UU. exigen a los aspirantes a una plaza de docente o investigador una suerte de limpieza de sangre, mediante la declaración de su compromiso con «la diversidad, la equidad y la inclusión».

Y la teoría crítica de la raza, una de las más destacadas manifestaciones del wokismo, carece del carácter de universalidad que sus autores pretenden. Lo único que hace, a juicio de John Gray, es «proyectar sobre el conjunto de la humanidad lo que no es más que una historia específicamente estadounidense». No se puede reducir la crítica al racismo a la obsesión por la blanquitud en EE.UU., plasmada en obras como Fragilidad blanca (Por qué es tan difícil para los blancos hablar de racismo), de Robin D’Angelo. El Holocausto no ha dejado de ser una atrocidad sin parangón en la historia solo porque los ejecutados eran «blancos». La opresión racial que ha sufrido la población de color en Estados Unidos ha sido, y sigue siendo, extrema y duradera. No hay duda. Sirva de botón de muestra el histórico caso de un veterano sargento afroamericano de la Segunda Guerra Mundial que quedó ciego como consecuencia de las torturas sufridas a manos de la policía, por pedir al conductor del autobús en que viajaba que parara para ir al baño. El asunto obligó al presidente Harry Truman a tomar cartas en el asunto, poniendo punto final a la segregación racial en las fuerzas armadas. Sin embargo, añade Gray, el racismo estadounidense no es ningún paradigma del racismo en otras latitudes. Y compartimentar la sociedad en identidades grupales étnicas solo contribuye a perpetuar y agudizar las divisiones raciales. Tan pernicioso como el racismo puede ser el discurso woke sobre la raza. Al fin y al cabo, es «un síntoma de la enfermedad» que pretende remediar.


Artículo

«Su filosofia moral no es más que una descripción de sus propias pasiones».

Leviatán, capítulo 46

Los orígenes del llamado movimiento woke se encuentran en la decadencia del liberalismo. De hecho, este movimiento es más poderoso en el mundo anglosajón, precisamente en aquellos países donde el liberalismo clásico adquirió mayor fuerza. Por el contrario, en China, en Oriente Próximo y Medio (incluida India), en África y en la mayor parte de la Europa continental, es visto con indiferencia, perplejidad o desprecio. Pese a que sus apóstoles creen que se trata de un movimiento universal de emancipación humana, en gran parte del mundo se lo considera un síntoma del declive occidental: una versión hiperbólica del liberalismo que Occidente profesó durante su breve período de hegemonía aparente al término de la Guerra Fría.

John Gray. «Los nuevos leviatanes». Sexto Piso, 2024

La ideología hiperliberal desempeña una serie de roles. Funciona como la lógica justificativa de un tipo de capitalismo hoy en quiebra, pero también como una vía para que una parte excedentaria de la élite pugne por procurarse una posición de poder en la sociedad. Si puede decirse que expresa algún sistema coherente de ideas, ese sería el credo antioccidental de una intelligentsia antinomista1 que es inefablemente occidental. Desde un punto de vista psicológico, proporciona un sucedáneo de fe para quienes no soportan vivir sin la esperanza de salvación universal inculcada por el cristianismo.

En contra de lo que dicen sus críticos de derechas, el pensamiento woke no es una variante del marxismo. Ningún ideólogo woke se acerca ni de lejos a Karl Marx en su nivel de rigor, amplitud y profundidad de pensamiento. Una de las funciones de los movimientos woke es desviar la atención del impacto destructivo que el capitalismo de mercado tiene en la sociedad. Desde el momento en que las cuestiones identitarias comienzan a volverse centrales en política, los conflictos entre intereses económicos pierden relevancia. Toda esa cháchara ociosa sobre microagresiones expulsa del debate temas como las jerarquías de clase y la relegación de amplios sectores de la sociedad al paro y la pobreza. Al tiempo que halaga los egos de quienes protestan contra cualquier menosprecio a su cultivadísima autoimagen, la política de la identidad condena a la deshonra y al olvido a muchas personas cuyas vidas son arrasadas por un sistema económico que las desecha por no aprovechables.

Tampoco se puede decir que el pensamiento woke sea una versión del posmodernismo. No hay nada en él de la juguetona sutileza de Jacques Derrida o del mordaz ingenio de Michel Foucault. Derrida jamás sugirió que hubiera que deconstruir todas las ideas, ni tampoco supuso Foucault que la sociedad podría funcionar sin estructuras de poder. El hiperliberalismo ha vulgarizado la filosofía posmoderna como el fascismo degradó en su día el pensamiento de Nietzsche.

En lo que a sus aspectos económicos se refiere, los movimientos woke constituyen una revuelta de la burguesía profesional. A medida que el capitalismo concentra riqueza y poder en sectores cada vez más reducidos, los profesores universitarios, las figuras mediáticas, los abogados, los trabajadores de organizaciones benéficas, los activistas sociales y los directivos de ONG se enfrentan a una creciente competencia, con la correspondiente caída de sus remuneraciones y de su estatus.

La sociedad ha producido un número de miembros de la élite mucho mayor que el que es capaz de absorber. Al mismo tiempo que crea una clase marginada en aumento para la que no tiene función productiva alguna, el capitalismo occidental produce también una lumpen-intelligentsia superflua desde el punto de vista económico. La consecuencia tanto de lo primero como de lo segundo es la desestabilización del sistema político mediante el que este tipo de capitalismo se reproduce a sí mismo.

El historiador y sociólogo Peter Turchin ha examinado el papel de esta élite excedentaria en el terreno de la política. Esta teoría de la superproducción de élites continúa el trabajo que ya hiciera en su día el economista político Vilfredo Pareto (1848-1923). Pareto analizó los sistemas de creencias políticas entendiéndolos como racionalizaciones de las luchas de poder en el seno de la élite. Lo que mueve esas luchas hoy en día no es solo la rivalidad por el poder, sino también la inseguridad. Los sectores excedentarios de la élite están librando una guerra por su supervivencia económica en la que los valores hiperliberales se convierten en mercancías negociables en el mercado laboral.

El wokismo es tanto una carrera profesional como un culto. Publicitando su virtud, estos graduados superfluos que produce el sistema educativo aspiran a ganar un punto de apoyo en la deteriorada escalera que conduce a la seguridad económica: la seguridad que, en su caso, se derivaría de su integración en el escalafón de los guardianes de la sociedad.

El campus, modelo de régimen inquisitorial

El campus universitario constituye un modelo de régimen inquisitorial cuyo alcance se ha extendido actualmente al resto de la sociedad. En el de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, por ejemplo, quienes solicitan una plaza en Ingeniería Química y Biomolecular deben presentar una declaración escrita «que exponga la manera en que el candidato enfocará una experiencia diversa, equitativa e inclusiva en la educación superior». Toda vacante docente que se publica en la facultad de Letras y Ciencias de la Universidad Estatal de Ohio, incluidas aquellas que surgen en ámbitos como la economía, la biología de agua dulce y la astronomía, requiere que el solicitante presente una declaración «que exprese sus compromisos y capacidades demostrados para contribuir a la diversidad, la equidad y la inclusión a través de la investigación, la enseñanza, la mentoría y la proyección del conocimiento y la implicación con el resto de la sociedad». En la Universidad de California en Berkeley, su reglamento de evaluación de las contribuciones de los candidatos a la diversidad, la equidad, la inclusión y la pertenencia llega incluso a exigir que se le dé una baja puntuación a todo aquel solicitante que «comunique su intención de hacer caso omiso de la diversidad de orígenes de su alumnado y del imperativo ético de tratar a todo el mundo por igual». Muchas otras prácticas similares están hoy extendidas por buena parte del sistema estadounidense de enseñanza superior.

El pensamiento woke se presenta a sí mismo como un movimiento global en el que Estados Unidos está tomando la iniciativa. En la práctica, sin embargo, es un fenómeno muy localista. Libros como el de Robin D’Angelo, Fragilidad blanca. Por qué es tan difícil para los blancos hablar de racismo (2018), no hacen más que reducir a parámetros locales un mal universal. Ninguna crítica general del racismo puede fundarse sobre las teorías estadounidenses de la «blanquitud» en el siglo XXI. El Holocausto no ha dejado de ser un crimen sin igual en la historia solo porque los que fueron asesinados en él eran «blancos». El genocidio ruandés de 1994 y las masacres de población musulmana en la guerra de la antigua Yugoslavia también fueron atrocidades racistas. Y el intento ruso de erradicar la cultura ucraniana en los territorios ocupados es una iniciativa racista, como lo es el empeño chino en anular a los tibetanos, a los uigures y a otros pueblos minoritarios.

Si un rasgo define el racismo estadounidense es su conexión con la esclavitud negra. Ahora bien, la institución del esclavismo no siempre adopta la forma de un tipo binario de opresión racial. Tanto en la Grecia y en la Roma antiguas como en buena parte de Oriente Próximo y Medio, se practicaron múltiples variedades de esclavización —de prisioneros de guerra, de deudores, de castas hereditarias enteras, etcétera— no relacionadas con la raza, y el comercio de esclavos era una actividad habitual en África siglos antes de la llegada del colonialismo europeo. La servidumbre de la gleba que se practicaba en Rusia —y que se abolió en 1861, poco antes de que se prohibiera la esclavitud en Estados Unidos en 1865— no estaba más basada en la raza de lo que pudiera estarlo la reesclavización de los campesinos en las granjas colectivas soviéticas o la imposición de trabajos forzados a millones de prisioneros del gulag. En su actual forma de tráfico humano, la esclavitud sí suele guardar relación con las prácticas racistas, pero las estructuras de poder que la hacen posible descansan sobre desigualdades que son tanto económicas como raciales. Para entender la injusticia y la opresión no se puede tomar como único modelo la experiencia de una sociedad o un periodo concretos.

La llamada teoría crítica de la raza tiene, pues, el mismo defecto que la teoría de las relaciones internacionales de Samuel Huntington: trata de proyectar sobre el conjunto de la humanidad lo que no es más que una historia específicamente estadounidense. El libro El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, que publicó en 1996 el ya entonces veterano profesor de Harvard, no era un análisis sobre conflictos internacionales entre civilizaciones, sino una aportación particular a un debate puramente nacional sobre el multiculturalismo. Las «civilizaciones» de Huntington eran las minorías estadounidenses.

La opresión racial que sufre la población negra en Estados Unidos es cruda, extrema y duradera. El caso del sargento Isaac Woodard es muy ilustrativo. Woodard tenía veintisiete años y era un veterano afroamericano del Ejército de Tierra que, tras haber sido licenciado del servicio, se dirigía a casa en un autocar de la compañía Greyhound para reunirse con su familia en Carolina del Norte en 1946. Durante el trayecto le pidió al conductor que hiciera una parada para ir al baño. Reanudada la marcha, el autocar hizo su parada prevista en Batesburg (Carolina del Sur) y el conductor aprovechó para llamar a la policía, que sacó a Woodard del autobús. Lo llevaron a un callejón y le dieron una paliza con sus porras. Luego lo detuvieron por alteración del orden público y lo encerraron en los calabozos municipales. Por el camino le propinaron repetidos puñetazos en los ojos. Durante la noche que pasó encerrado, el jefe de la policía local continuó golpeándolo y dándole en los ojos con la punta de la porra. A la mañana siguiente, Woodard compareció ante el juez, que lo halló culpable del delito del que se le acusaba y le impuso una multa de cincuenta dólares. De allí lo llevaron a un hospital municipal, donde no lo atendieron como debían. Al final lo trasladaron a unas instalaciones del ejército en Spartanburg, donde los médicos le confirmaron la pérdida total y permanente de visión en ambos ojos.

El caso de Woodard se hizo conocido gracias a la Asociación Nacional de las Personas de Color (NCAAP) y llamó la atención del presidente Harry Truman, que se implicó personalmente al enterarse de que a Woodard lo habían agredido cuando aún llevaba puesto su uniforme militar. El ejército estadounidense estuvo segregado por razas hasta que el propio Truman abolió la práctica en julio de 1948. Las fuerzas de ese país eran las únicas de todas las de los aliados en la Segunda Guerra Mundial que tenían instaurada esa reglamentación. En el Reino Unido, el Gobierno recomendó que, en pubs y en otros locales de reunión de las localidades donde hubiera tropas estadounidenses negras destinadas, se prohibiera que personas de diferente raza socializasen; pero ese consejo oficial se ignoró casi siempre y, en ocasiones, incluso chocó con la resistencia activa de quienes supuestamente lo debían seguir.

En la conocida como la batalla de Bamber Bridge, un grupo de lugareños ingleses se pelearon contra fuerzas estadounidenses que intentaban imponer la segregación de los soldados negros. El comercio británico de esclavos fue abolido por el Parlamento en 1807 y la esclavitud quedó prohibida en todo el Imperio británico en 1834, una generación antes de su abolición en Estados Unidos, país que ha ido sistemáticamente a la zaga de muchos a la hora de eliminar las peores formas de racismo contra las personas negras.

Tras una investigación sobre el trato dispensado a Woodard, el jefe de policía fue llevado a juicio ante un jurado íntegramente blanco que lo halló inocente de todos los cargos, pese a admitir que había apaleado reiteradamente a Woodard en los ojos. Este responsable policial falleció en 1997 a los 95 años en Batesburg, la localidad donde había dejado ciego a Woodard medio siglo antes. Woodard, por su parte, se mudó a Nueva York tras el juicio y murió en un hospital para veteranos en 1992, a los 73 años.

Cuesta imaginar un símbolo de la injusticia racial más potente que esa ceguera tan salvajemente infligida al sargento Isaac Woodard. Pero el racismo estadounidense no es ningún paradigma del racismo en otros sitios, como tampoco su multiculturalismo es un modelo que ninguna otra sociedad tenga por qué emular. La compartimentación de la sociedad en identidades grupales étnicas perpetúa e intensifica las divisiones raciales. El discurso woke sobre la raza es un síntoma de la enfermedad de la que pretende ser remedio.

  1. El antinomismo es la doctrina de que la ley moral no es obligatoria para los cristianos como regla de vida. Nota de la Redacción.
    ↩︎

Extractos del capítulo Dioses mortales, del libro de John Gray, Los nuevos leviatanes. Reflexiones para después del liberalismo (Sexto Piso, 2024, págs. 128-134). Con la autorización de © Sexto Piso. Las negritas son de Nueva Revista.


Foto de encabezamiento: © Shutterstock / M-SUR.

Filósofo político nacido en South Shields, Inglaterra, en 1948, fue profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Oxford, y catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics. Autor, entre otros ensayos, de «Falso amanecer», «Perros de paja», «Misa negra» y «Los nuevos leviatanes».