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Daniel Gamper. Profesor de filosofía moral y política en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha dedicado especial atención al papel de las religiones en las sociedades democráticas, los límites del liberalismo y al concepto de la tolerancia. Premio Anagrama de Ensayo por Las mejores palabras. De la libre expresión.


Avance

En el prólogo a la obra Frágil felicidad, de Todorov, editada por Gedisa, vuelve el profesor Daniel Gamper a una de las tensiones que vertebran la historia de la filosofía: el dilema entre la obediencia de la persona a una supuesta voz interior y la asunción reflexiva e informada de sus deberes cívicos. Un dilema que a menudo ha hecho que los filósofos se vuelvan pedagogos para dictaminar la manera en que niños y niñas se pueden convertir en buenos ciudadanos. Rousseau no fue una excepción y, en este sentido, su obra de referencia es Emilio, o De la educación, también su libro cumbre, según la consideración de Todorov en Frágil felicidad. En esta obra desarrolla el autor el «tercer camino» con el que Rousseau soluciona el mencionado dilema: el individuo moral, que trasciende las ten­siones entre el individuo solitario y el ciudadano.

Tzvetan Todorov: «Frágil felicidad. Un ensayo sobre Rousseau». Gedisa, 2024

La lectura que del ginebrino hace Todorov puede llamar la atención a quienes lo acusan de «instigador de los horrores revolucionarios, pedago­go incoherente, e insensato y paradójico ilustrado». Una profusión de adjetivos derivada, en ocasiones, de interpretaciones parciales. Todorov contrapone a esta visión una lectura total de Rousseau, acentuando su comple­jidad y ambivalencia. Gamper subraya: «La interpretación de Todorov en Frágil felicidad lee al genial ginebrino como un emblema de la modera­ción: los extremos entre los que se mueven las lecturas tradicionales atestiguan la imposibilidad de reducir la filosofía rousseauniana a un corpus defini­tivo y tranquilizador. Se hace bueno aquí el aserto según el cual quien recibe críticas desde extremos opuestos se halla de algún modo en la verdad».

Al final del prólogo, Gamper hace una interesante traslación de la filosofía roussoniana a la actualidad: «Con las redes sociales el imperati­vo de descubrirse a sí mismo se ha convertido en la transparencia total que Rousseau identifica con el ideal del ciudadano. Pero en el mundo de las redes sociales, el ciudadano transparente, aquel que debe adecuar sus deseos a una voluntad superior, cultiva su identidad para alejarse de los otros al tiempo que expone casi plenamente su intimidad. El individuo ha sido colonizado, pero no por la opresión legal, sino por otro tipo de uniformización que alimenta la ilusión de la libertad completa: una persona, un teléfono». La felicidad que prometen las redes, tangible y heteró­noma, es una trampa: oculta el poder al que obe­dece. Volvemos a la frágil felicidad que Todorov encuentra en Rous­seau: es frágil, precaria, no puede estabilizarse, pues es fruto de una tensión irresoluble y precaria… y acaso sea la única a la que se puede aspirar.


Artículo

¿Cómo hay que vivir? Esta pregunta es el meollo de toda filosofía con vocación práctica. La encontra­mos en el inicio de La República de Platón, el portal de entrada de la racionalidad occidental, cuando Só­crates y su comitiva acuden al viejo Céfalo para sa­ber de él si vivir es o no difícil. Si se articula la res­puesta en términos biológicos, nos hallamos con una simplicidad que, de tan sencilla, no puede ser verdadera: vivimos aun sin quererlo [pero], no es esta vida involuntaria y solo corpórea la que concierne a los que atienden a las palabras del viejo Céfalo. Se trata, más bien, de la vida buena o mala, de cómo queremos vivir, qué persona deseamos ser, con cuánta obstinación permanecemos fieles a la idea que tenemos de nosotros mismos. De ahí pasa­mos sin solución de continuidad a cuestiones que no nos conciernen solo a nosotros: qué relaciones con los otros establecemos, cuánta libertad nos permiti­mos, qué deberes hacia los otros nos imponemos. Ambas caras de la pregunta están íntimamente im­bricadas, pues el individuo –como dice con enfática naturalidad Rousseau y, antes que él, Aristóteles– no existe ni en la teoría ni en la práctica, no es una mónada desconectada de su entorno: los otros lo constituyen, no es nada sin la cultura; en fin, los lí­mites de su cuerpo no son los límites de su mundo.

[…] Las personas oscilan entre la obediencia a una supuesta voz interior y la asunción reflexiva y polí­ticamente informada de sus deberes cívicos. En am­bos casos se corren peligros: o bien esa voz que nos conmina desde dentro puede estar contaminada por discursos que nos son ajenos, o bien la llamada a comprometernos con lo colectivo puede ser una forma de ciego conformismo. Por otra parte, la exigencia de ser auténticos choca con la necesidad que la sociedad tiene de todos y cada uno de los ciudadanos para mantener su fuerza y cohesión. ¿Son compatibles ambas fuerzas contrapuestas? ¿Es imaginable una sociedad plenamente cohesio­nada de personas auténticas?

Filósofos pedagogos

El asunto no es nuevo y antes, como ahora, la cuestión se ha declinado en términos pedagógicos. Casi todos los filósofos que propusieron ciudades justas, órdenes políticos legítimos o utopías sin ta­cha incluyeron en sus modelos escuelas y relatos propicios que facilitaran el alumbramiento de ciudadanos adaptados a estas circunstancias perfectas y dispuestos a mantenerlas a lo largo del tiempo. Los filósofos se visten de pedagogos para marcar la senda por la que deberían circular los menores, vis­tos como los ciudadanos del futuro. Las niñas y los niños deben ser formados para convertirse en bue­nos vecinos, restringiendo los saberes que podrían perjudicar a la ciudad y alentando los comporta­mientos cívicos y solidarios. Cuando, por ejemplo, en La República se propone la propiedad colectiva de los hijos y las mujeres para evitar que los guar­dianes sean parciales en su juicio, se parte del su­puesto de que, sin estas medidas —que habrá que imponer en contra de la voluntad de los afectados, persuadiéndoles con mitos—, las familias se desen­tenderían del bien común. Hay, pues, una tenden­cia humana a anteponer los intereses de la propia familia frente a las exigencias de la vida en sociedad. A algo así se refería también Kant al hablar de la insociable sociabilidad de los humanos, a saber, su inclinación gregaria que va siempre acompañada de la resistencia a la asimilación social.

En nuestros tiempos la tensión entre el individuo y la comunidad, entre los intereses individuales y el bien común, se acepta como un lugar común. Cual­quier deber social es interpretado como un sacrificio de una libertad individual: el individuo no debe justi­ficar su resistencia a colaborar, tiene antes bien el deber de hacerlo para afirmar de esta manera su propia soberanía. Según la cosmovisión liberal que constitu­ye el sentido común de nuestros tiempos y que tiene un reflejo académico en el individualismo metodoló­gico imperante en las ciencias sociales, el individuo acepta a regañadientes la necesidad de vivir en socie­dad. Se transige con los otros como un mal menor.

El sistema educativo encarna esta tensión, pues los progenitores tienen la obligación de educar a sus hijos siguiendo criterios establecidos pública­mente, pero al mismo tiempo exigen que la forma­ción de los menores no incluya ideologías sectarias o que vayan en contra de sus creencias. Las leccio­nes de civismo que se estilaban en el antiguo régi­men han sido sustituidas por asignaturas de educa­ción para la ciudadanía más centradas en trasmitir contenidos constitucionales que actitudes o com­portamientos cívicos. La neutralidad liberal prote­ge a los ciudadanos de los usos ilegítimos de la au­toridad del Estado y de las intromisiones en la conciencia de las personas, pagando sin embargo el precio de un vaciamiento ético en la formación de los menores, así como de una desertización moral de la esfera pública. Crece la suspicacia de los progenitores ante los planes de estudio de la educación obligatoria al tiempo que esta a su vez se esfuerza por ser tan «inclusiva» como sea posible, con el ob­jetivo de «no dejar a nadie atrás». De la educación que anteponía la necesidad de que los menores se adaptaran a contenidos prefijados y se modelasen de manera uniforme, se ha pasado a unas institucio­nes educativas que enfatizan la excepcionalidad que habita en cada niño o niña. Hay que cultivar las po­tencialidades de cada cual. Reconociendo las mane­ras propias de ver el mundo, se facilita y promueve la manifestación auténtica de cada individualidad.

La tercera vía de Rousseau

Ya Rousseau discurrió abundantemente sobre la educación en el que Todorov considera su libro cúl­mine, el Emilio, una obra mixta, «a la vez personal e impersonal, de ficción y de reflexión», un «tratado de formación del hombre ideal dentro de la sociedad». En la sección final de Frágil felicidad, To­dorov desarrolla el «tercer camino» adoptado por Rousseau: el individuo moral que trasciende las ten­siones entre el individuo solitario y el ciudadano. Rousseau distinguió entre dos fases primordiales en el desarrollo del menor: una primera en la que hay que ayudarle a desarrollarse de acuerdo con sus in­clinaciones, permitiendo que se pueda manifestar su ser genuino y singular, y una segunda en la que deben enseñársele sus obligaciones con la sociedad, el camino para convertirse en un buen ciudadano. La formación debe contribuir a que el púber reconozca la comunidad a la que pertenece y sea a su vez reco­nocido por ella. En esta segunda fase, se aprende a respetar las normas, se toma conciencia del papel que cada cual debe desempeñar en la ciudad y de la necesidad de la ciudad para el pleno desarrollo de la personalidad. Lo interior y lo exterior son las dos caras del despliegue individual, sin las cuales no es posible construir ciudadanos que contribuyan a la fuerza de una sociedad en la que quien actúa siguien­do los principios de la comunidad está al mismo tiempo escuchando su voz interior. Así, el individuo moral encarna ambas polaridades sin diluirlas.

La historia de las interpretaciones de Rousseau ha querido simplificar su pensamiento: sus descrip­ciones y valoraciones ambivalentes de la naturaleza humana han sido vistas como contradicciones, errores o incoherencias. Un ejemplo mayor de esto es la afirmación del, por otra parte brillante y refina­do historiador de las ideas, Isaiah Berlin, para quien las soluciones del ginebrino tienen «una especie de sencillez y una especie de demencia que a menudo se encuentra en los maniacos». Rousseau es visto como un iluminado en el peor sentido del término, pues pretende resolver las contradicciones de su propio pensamiento mediante una síntesis represen­tada en la voluntad general que anula los opuestos y los disuelve en una unidad social orgánica sin tacha. De ahí hay un corto paso hasta condenarlo como instigador de los horrores revolucionarios, pedago­go incoherente, e insensato y paradójico ilustrado. Con frecuencia la sencillez de estas lecturas no sirve más que para tranquilizar al intérprete, dándole un punto de apoyo aparentemente sólido y fiable. Es­tos reduccionismos sedantes siguen la lógica de la intransigencia ética: los malos siempre son los otros.

Una de las lecciones que permanecerá de Tzve­tan Todorov es precisamente la esterilidad de las historias que distribuyen culpas según patrones maniqueos. Solo se comprende lo humano, o sea, la capacidad humana del mal, si se la identifica en uno mismo, no como algo ajeno. Todorov, como los buenos filósofos e intelectuales, acentúa la comple­jidad y la ambivalencia, pues solo así el pensamien­to se pone a la altura de su objeto, lo humano. La interpretación de Todorov en Frágil felicidad lee al genial ginebrino como un emblema de la modera­ción: los extremos entre los que se mueven las lecturas tradicionales atestiguan la imposibilidad de reducir la filosofía rousseauniana a un corpus defini­tivo y tranquilizador. Se hace bueno aquí el aserto según el cual quien recibe críticas desde extremos opuestos se halla de algún modo en la verdad.

Individuales y sociales

Diez años tras la publicación de Frágil felicidad, Todorov ahondó en el meollo del asunto con el li­bro La vida en común, en donde sostenía que las grandes corrientes europeas del pensamiento filosó­fico no conciben «la dimensión social, el hecho de la vida en común […] como necesaria para el hombre». Si bien encuentra en Aristóteles una primera impug­nación de esta idea, será Rousseau «el primero en identificar el carácter social constitutivo de nuestra especie». Que los humanos seamos esencialmente sociales, que no podamos entendernos sin formar parte de un nosotros, una cultura o un colectivo, no significa que no existamos también como indivi­duos. Entre el yo que siente a los otros como un obstáculo para su pleno despliegue y el individuo que los necesita para reconocerse a sí mismo hay una tensión irreductible y constitutiva de lo humano.

El estudio de Rousseau es para Todorov una manera de reivindicar el legado de la Ilustración frente a las dos tendencias del siglo XX que la da­ban por amortizada: el conservadurismo encarnado en el papado de Juan Pablo II, que la rechazó por negar la autoridad divina y llevar a un mundo va­cuo e inmanente; y el progresismo radical de Ador­no, Horkheimer y, más tarde, del pensamiento postcolonial, que la vio como encumbramiento de la razón instrumental y celebración etnocéntrica. Para Todorov, en cambio, Rousseau encarna una reflexión ilustrada que subraya la naturaleza contradictoria de la existencia social y moral de los hombres.

Las consideraciones de Todorov a propósito de Rousseau resultan hoy bien pertinentes, si atende­mos al desconcierto con el que se trata de la educa­ción en la esfera pública. Proliferan las agencias que monitorizan y evalúan los sistemas educativos y crece la ansiedad social ante unos resultados que in­dican carencias profundas en la formación de los menores. Las instituciones escolares se reforman en su totalidad y a los pocos años deben volver a ha­cerlo, pues no queda claro quién tiene que adaptar­se a quién. ¿Quién es el enemigo hoy de la autenti­cidad? ¿Acaso no apelan las redes sociales a una constante creación de uno mismo? Se diría que vi­vimos en la paradoja de la autenticidad, ya diagnosticada por Charles Taylor a principios de la década de 1990: hay una exigencia unánime de que cada cual afirme su identidad, realizándose una nueva paradoja del liberalismo, la disidencia como forma de conformismo. Con las redes sociales el imperati­vo de descubrirse a sí mismo se ha convertido en la transparencia total que Rousseau identifica con el ideal del ciudadano. Pero en el mundo de las redes sociales, el ciudadano transparente, aquel que debe adecuar sus deseos a una voluntad superior, cultiva su identidad para alejarse de los otros al tiempo que expone casi plenamente su intimidad. El individuo ha sido colonizado, pero no por la opresión legal, sino por otro tipo de uniformización que alimenta la ilusión de la libertad completa: una persona, un teléfono. Las escuelas, con su afán de tutelar la ex­cepcionalidad, se estructuran a rebufo de las nuevas tecnologías, permitiendo que la vulgaridad se adue­ñe de las aulas y preparando a los menores para ha­cerse tan líquidos como la realidad en la que deben vivir. El mismo concepto de redes sociales o de co­munidades de internautas es traidor, pues la socie­dad replicada electrónicamente vende un sucedáneo de igualdad y, en el lugar de ciudadanos libres, pone a individuos enredados o, al decir de Rousseau, en­cadenados. El centro en torno al cual orbitan los in­ternautas no es una comunidad política de intereses o de objetivos, sino grandes corporaciones privadas con ánimo de lucro que ofrecen la ilusión de una vida emancipada.

La felicidad que Todorov encuentra en Rous­seau es frágil, pues no puede estabilizarse en la me­dida en que es fruto de una tensión irresoluble y precaria. Las sonrisas que los ciudadanos virtuales estampan en sus rostros cuando interactúan en las redes sociales responde a la promesa de una felici­dad que debe ser comprobable y compartible, un rictus perenne con el que se espera cosechar una fe­licidad que pasa por los otros. Sin la envidia ajena, esa sonrisa carece de objetivo, pues es intrínseca­mente dirigida a los otros y dependiente de ellos. Las redes prometen una felicidad tangible y heteró­noma que, sin embargo, oculta el poder al que obe­dece. El portador de un smartphone, o sea, el ciuda­dano de hoy, satisface su gregarismo a solas y se culpa de su infelicidad, como si ser o no ser feliz dependiera solo de sí mismo. Este «sálvese quien pueda» contiene las semillas de aún otro totalitaris­mo que la lectura de este libro –ya es tarde para eso– no puede evitar.


Salvo el avance, este texto corresponde al prólogo del libro Frágil felicidad. Un ensayo sobre Rousseau, de Tzvetan Todorov, que firma Daniel Gamper. Se publica con permiso expreso de la editorial Gedisa.


La imagen que ilustra este texto parte del retrato de Rousseau que firma Allan Ramsay (1776) y se encuentra en la Scottish National Portrait Gallery. La licencia es CC BY NC 3.0 y se puede consultar aquí. Dicho retrato se ha transformado en Canva.

Profesor de filosofía moral y política en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha dedicado especial atención al papel de las religiones en las sociedades democráticas, los límites del liberalismo y al concepto de la tolerancia.