Jorge Bustos. Periodista y escritor. Subdirector editorial de El Mundo y presentador de Mediodía COPE. Autor, entre otros libros, de El hígado de Prometeo, Asombro y desencanto y Casi.
Avance
El bipartidismo se consolidó en España a finales de los años 80 con una gran formación socialdemócrata que, bajo la batuta de Felipe González, dejó atrás el marxismo para abrirse a la economía social de mercado, y con un gran partido de centroderecha, refundado por José María Aznar, que aglutinó a conservadores, liberales y democristianos. Ambos partidos asumieron la alternancia en el poder desde el respeto a la Constitución de 1978 y una clara vocación europeísta. El seísmo provocado por la crisis económica de 2008 alteró ese esquema y dio entrada en el escenario a nuevas formaciones por el centro (Ciudadanos), y por los extremos, izquierdo (Podemos) y derecho (Vox), del arco político. Lastrado este último por su carácter confesional y por sus problemas estructurales (centralismo orgánico, bisoñez de los cuadros), el espacio mayoritario de la derecha queda en manos del PP. Esta formación parte ahora, bajo la dirección de Alberto Núñez Feijóo, de una ventaja sobre «el jacobinismo castellano: la comprensión de la diversidad territorial» del país, premisa que la derecha debe asumir si quiere gobernar la España real. Pero para llegar a la Moncloa, deberá combinar la firmeza opositora con el ofrecimiento de una alternativa clara y un programa atractivo para un amplio espectro del electorado. Y para ensanchar su base sociológica debe guardar la equidistancia con los populismos y apelar, por un lado, a la fibra moral del conservadurismo y, por otro, a lo aprovechable del pragmatismo socialdemócrata. En este sentido, «el PP será centroderecha o no será».
La tarea reformista que tiene por delante es ingente: desde la rehabilitación intelectual del 78 a la deslegitimación del relato nacionalista, pasando por la restauración de la neutralidad institucional, la moderación fiscal o la reforma equitativa del sistema de financiación autonómica. «Sería estúpido que no recogiera la bandera de la igualdad», que ha tirado el sanchismo obligado por sus socios, señala el autor. Pero un reto tan difícil como el de la la inmigración puede brindarle una oportunidad histórica, ya que España cuenta con una ventaja de la que carecen otras democracias europeas: una migración culturalmente fácil de asimilar como es la hispanoamericana. Debería tomar nota, además, del pragmatismo en la materia de Meloni, con el reciente consenso alcanzado entre los 27, más allá del eje ideológico y que alcanza a fuerzas socialdemócratas. Apeado el sanchismo del Gobierno, el PP puede convertirse, gracias a su poder territorial, en «el administrador casi único del Estado de bienestar en España». Si consigue, además, quitarse el sambenito con el que se le pretende identificar con la derecha populista, contribuirá a reducir el tono de la polarización y a que vuelva a ser posible la concordia.
Artículo
Lo lógico sería pensar que la derecha en España se dirige al mismo lugar que en otras democracias de Occidente. Pero por más que la globalización tienda a acompasar los cambios y a unificar las tendencias, sigue encontrando aquí y allá resistencias idiosincrásicas o condiciones materiales que ralentizan o corrigen los grandes rumbos apuntados.
El hispanista británico Raymond Carr tuvo que enseñarnos a los propios españoles a desconfiar del tópico de nuestro excepcionalismo. El devenir de la España moderna, más allá de los procesos tardíos de industrialización y del difícil arraigo del liberalismo político, no fue en esencia demasiado diferente al de otras naciones de nuestro entorno. Una reciente exposición en el Museo del Prado titulada Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910) da cuenta, en forma tan bella como elocuente, de esa sincronización inevitable de nuestro país con las corrientes sociales, culturales, económicas y políticas de su tiempo.
El pintoresquismo español, que sirvió de reclamo a un famoso lema del desarrollismo franquista (Spain is different), sirvió para atraer al turismo extranjero al tiempo que alimentaba la pereza mental autóctona, con su punto de vanidad inmovilista. Tras una Transición que algunos seguimos considerando en buena medida ejemplar, a finales de los ochenta el sistema de partidos en España había logrado equipararse al europeo en sus líneas programáticas generales. Emergió un gran partido socialdemócrata que bajo el liderazgo de Felipe González dejó atrás el marxismo para abrirse a la economía social de mercado, y que abrazaba la centralidad ideológica representada en los valores constitucionales y en la modernidad social. Y emergió un gran partido de centroderecha que, tras la refundación de José María Aznar, aglutinaba a las distintas familias de su tradición —conservadores, liberales, monárquicos, democristianos— bajo un puñado de principios reconocibles: liberalismo económico, compromiso con la unidad nacional y sus símbolos, defensa de la iniciativa privada y la libertad individual, asunción del humanismo cristiano en los valores familiares y sociales. Ambos partidos asumieron la alternancia en el poder desde el respeto compartido a la Constitución de 1978 y una clara vocación europeísta. El camino recorrido desde entonces por nuestra democracia apenas ha ofrecido otras desdichadas particularidades que la sangrienta contumacia del terrorismo etarra y las tensiones centrífugas que, con mayor o menor energía, han seguido protagonizando los nacionalismos periféricos.
El tablero roto
La quiebra del bipartidismo posterior a la Gran Recesión de 2008 tampoco fue privativa de España. Italia, Grecia o Francia experimentaron antes similares sacudidas. La crisis económica se tradujo en una crisis de la representación política. Por la izquierda surgió Podemos para revitalizar las estrategias neomarxistas del populismo latinoamericano ante el fracaso del PSOE, forzando nuevos ejes identitarios para articular la lucha política a través de la hegemonía cultural y mediática. Por el centro se extendió Ciudadanos, rescatando el impulso reformista abandonado por el marianismo bajo una imagen rejuvenecida y ampliada de la condición liberal y un duro discurso antinacionalista. Faltaba la reinvención por la derecha. España había sido durante años el único país de Europa sin una ultraderecha relevante, pero terminó desarrollando su propio movimiento identitario, de corte euroescéptico y nativista, liderado por un antiguo dirigente del PP vasco, Santiago Abascal.
Hoy, cuando Ciudadanos ha desaparecido del Congreso y Podemos cuenta con cuatro diputados, de la llamada nueva política solo quedan los dos últimos en llegar: Sumar y Vox. El primero no es propiamente un partido sino un espacio de confluencias que amenaza disolución por la incapacidad de Yolanda Díaz de marcar un perfil propio que se resista a ser asimilado por el PSOE de Sánchez. El llamado sanchismo que devora a Sumar no es otra cosa más que una fórmula personalísima de acceso y retención del poder mediante la renuncia a la experiencia socialdemócrata y la amalgama con el populismo identitario, la nostalgia antifascista, los amagos anticapitalistas y las cesiones al separatismo.
En cuanto a Vox, su marcado carácter confesional ha bloqueado su desarrollo como partido mayoritario, atractivo para las clases trabajadoras y campesinas en la estela del lepenismo. El centralismo orgánico y la falta de cuadros verdaderamente preparados más allá del fervorín doctrinario han favorecido la toma de decisiones contraproducentes como las purgas de capital humano o la renuncia al poder institucional en los territorios; algo difícil de entender por las bases sociológicas de la derecha, conocido su aprecio por el orden y su recelo hacia toda tentativa revolucionaria. Y por si esto fuera poco, le ha surgido un competidor antisistema que, pese a su clamoroso friquismo y sus crecientes problemas con la justicia, pesca votantes ingenuos o airados en las cloacas digitales donde nadan los caimanes del bulo y los residuos de la calumnia, la difamación y el odio. Es el irresistible perfume de la antipolítica que Vox, demasiado tarde, quizá se arrepiente ahora de haber agitado.
Regreso al futuro
Así las cosas, la derecha española mayoritaria quedará en manos del PP. Su líder y posible presidente del Gobierno proviene de Galicia, tierra que ha proveído de no pocos dirigentes al conservadurismo español. Con una ventaja sobre el jacobinismo castellano: una instintiva comprensión de la diversidad territorial que la derecha debe asumir si quiere gobernar la España real, muy alejada de cierta engañosa autopercepción de homogeneidad que nunca existió. Conviene recordar que el Estado de las autonomías no es el culpable del pluralismo territorial: fue ese pluralismo preexistente, secular, lo que persuadió a los constituyentes de la conveniencia de otorgarle reconocimiento administrativo en el marco de una sola identidad española, compatible con los sentimientos localistas y compartida por la inmensa mayoría.
Alberto Núñez Feijóo suele repetir que el galleguismo es la manera más eficaz de combatir el nacionalismo: una forma de apoderarse de sus banderas simbólicas despojándolas de toda deslealtad al proyecto común constitucionalista. Esta sensibilidad no siempre es bien entendida en Madrid, donde al poco de caer Pablo Casado —demasiado madrileño quizá para comprender toda la dimensión orgánica del PP—, aterrizó Feijóo para hacer su mili de líder nacional. Al principio, las propias bases sociológicas de la derecha le afeaban ocasionales recaídas en la morriña galaica, y es cierto que su longeva ejecutoria como barón autonómico a veces le ha disuadido de usar la mano dura para imponer en todo el partido un discurso unitario y una estrategia inequívoca. Fue quizá ese escrúpulo lo que le impidió atajar la caótica cascada de pactos con Vox después de las elecciones autonómicas que permitieron a Sánchez desempolvar el miedo a un Abascal vicepresidente para movilizar a la izquierda en la recta final de las generales. Tiempo después, sin embargo, Feijóo se ha hecho con las riendas del partido, ha acreditado que sabe sintonizar con el sentir de las bases en la calle y en la tribuna parlamentaria y ha conjurado los cantos de sirena del bilateralismo fiscal con que el Sánchez pretendía dividir a los barones del PP, el principal activo político de Feijóo.
¿Hacia dónde se dirige por tanto el centroderecha español? Si Feijóo se convierte en presidente del Gobierno, es probable que los tiempos le exijan asemejarse al primer Aznar antes que al último Rajoy. Para llegar a la Moncloa primero deberá combinar la firmeza opositora con el ofrecimiento de una alternativa clara. Contra lo que escribieron muchos analistas en su día, yo no creo que Feijóo se equivocara al proponer la derogación del sanchismo. Naturalmente que sus bases le demandarán la derogación de todas aquellas leyes divisivas que han servido a Sánchez para pagar las facturas de sus socios y expulsar de la agenda legislativa a la mitad del país. Pero ese vacío debe llenarse con un esfuerzo reformista inédito en múltiples frentes.
Si el PP quiere cumplir con su misión histórica en tiempos de polarización, deberá fijar un rumbo equidistante por igual del populismo identitario de izquierda y de derecha. Es decir, el PP será centroderecha o no será. Eso supone tomar lo aprovechable del pragmatismo socialdemócrata y blandir en otros asuntos la fibra moral del mejor conservadurismo. De ese modo ampliará su base sociológica sin perder por el camino al votante antisanchista más movilizado. La nueva hegemonía que está construyendo Juanma Moreno en Andalucía, la comunidad más poblada de España, debiera servir de inspiración a Feijóo, sin perder por ello de vista el instinto popular que exhibe Ayuso en Madrid. Los analistas apresurados atizan la división donde coexisten dos almas.
Ingente tarea reformista
La tarea reformista es ingente y solo podrá llevarse a cabo con una mayoría amplia. Pero la ruta debería empezar a fijarse desde la oposición. De la rehabilitación intelectual del 78 a la deslegitimación del relato nacionalista; de la restauración de la neutralidad institucional a las políticas de natalidad y al pacto migratorio; de la redimensión de la transición energética bajo el nuevo paradigma realista formulado por Draghi al restablecimiento de una política exterior previsible, en particular con Hispanoamérica; de la restitución de la seguridad jurídica en materia inmobiliaria a la reducción del gasto político improductivo, la moderación fiscal o la reforma equitativa del sistema de financiación autonómica. Obligado por sus socios, el sanchismo ha tirado al suelo la bandera de la igualdad, y sería estúpido por parte del PP no recogerla para incorporarla a su acervo futuro.
He descrito el deber ser, y me atrevería a afirmar su coincidencia con el plan que ronda por la cabeza de la actual dirección del centroderecha español. Pero no ignoro que la coyuntura conspira contra la aproximación del deber ser al ser. En otras democracias europeas la inmigración se ha convertido en el principal factor de desvertebración política. Para recuperarse y volver a competir con el PP, Vox espera que se intensifiquen los flujos migratorios irregulares; pero de momento España cuenta con una ventaja de la que ni Alemania ni Francia ni Reino Unido ni Italia gozan: una migración culturalmente fácil de asimilar como es la hispanoamericana. Por otro lado, la fórmula Meloni ha generado un nuevo consenso entre los 27 que va más allá del eje ideológico y alcanza a fuerzas socialdemócratas. Nuevamente el PP debe tomar lo aprovechable del experimento italiano sin traicionar su oportunidad histórica: convertirse, merced a su poder territorial y una vez desalojado el sanchismo de la Moncloa, en el administrador casi único del Estado de bienestar en España.
La izquierda menos sectaria debería felicitarse de que el PP, a diferencia de lo que le ha ocurrido a la derecha convencional francesa, holandesa, austriaca, inglesa o incluso alemana, se encuentre aquí en inmejorable disposición de contener, derrotar y aminorar a su competidor radical. Lamentablemente, estos años de agotadora polarización estratégica han reeducado al progresismo en la identificación propagandística del centroderecha con la derecha populista. Ese desmentido es otro de los retos que deberá completar la acción de gobierno del PP, de tal modo que la concordia vuelva a ser posible.
Imagen de cabecera: Monumento a la concordia (Oviedo). Escultura de Esperanza D’Ors. CC Wikimedia Commons.