Escribía Walter Benjamin en Voy a desembalar mi biblioteca que “para el auténtico coleccionista la propiedad es la más honda relación que puede establecerse con las cosas: y no porque las cosas estén vivas en él, sino que es él quien habita en ellas”. Frente a su biblioteca, Benjamin redescubre los libros en los que habita, libros que, en un lento y minucioso proceso de desembalaje, van dibujando la casa del escritor. “Marguerite Yourcenar decía que la mejor manera de conocer a alguien es ver sus libros, y creo que es verdad”, comenta Jesús Marchamalo, que acaba de republicar su poético e híbrido texto Tocar los libros (Fórcola): “las bibliotecas hablan de nuestras obsesiones, afinidades e intereses y expresan un proyecto de lectura. Tienen algo, también, de yacimiento arqueológico; hablan de los lectores que somos, pero también de los que fuimos, y de los lectores que quisimos ser y en los que finalmente no nos convertimos”. Marchamalo, siguiendo los pasos de Benjamin, se adentra en la casa intelectual de los escritores, es decir, en sus bibliotecas: de Félix de Azúa a Javier Marías, de Fernando Savater a Onetti o al poeta cubano Gastón Baquero cuya “biblioteca caótica se extendía por las sillas y las mesas, y en montones en el suelo”. Mientras Umberco Eco consideraba que “cualquier lector mínimamente preparado sabe que hay libro que hay que leer y libros que sencillamente hay que tener”, Baquero parecía haber devorado todos aquellos libros que llenaban cualquier espacio, por pequeño que fuese, de su casa.
Sin embargo, como bien decía Benjamin, la biblioteca no se mide por número de volúmenes, sino por la relación que se establece con ella: Mendoza “tiene, al parecer, un número sorprendentemente pequeño de libros, un centenar o dos, tal vez ni siquiera tantos, ya que acostumbra a abandonarlos en parques o cafeterías cuando los termina” y “cuentan que Bryce Echenique, cuando leyó el cuento de Augusto Monterroso Cómo me deshice de quinientos libros, tomó la decisión de desprenderse exactamente de ese número de ejemplares”. Al final de su vida, cuando la ceguera le impedía la lectura, la biblioteca de Borges también empezó a menguar, disminuyeron los volúmenes que atesoraba, pero en su cabeza el recuerdo de cada página leída permanecía grabada con sorprendente precisión. Y es que las bibliotecas son más que un número de volúmenes y trascienden su carácter material: el caso de Baquero como el de Borges enseñan que la biblioteca no es simplemente posesión física de los libros, sino que es posible hablar de una biblioteca inmaterial, aquella que todo escritor posee a través del recuerdo de las lecturas realizadas: “Baquero era capaz de recordar buena parte de los libros que había leído: diálogos, personajes, nombres de lugares, párrafos a veces completos; se había convertido en el hombre libro, el hombre biblioteca. No necesitaba los libros porque vivían en él, y esa es una idea que me resulta tremendamente sugestiva: hacerte poema, como decía Gil de Biedma”.
La figura de Baquero evoca al memorioso Martí de Riquer que, desde los quince años, releía anualmente el Don Quijote; conocía perfectamente cada enclave de la narración, no había escena, diálogo o personaje que se le escapara: Martí de Riquer no necesitaba consultar la obra cervantina, ésta vivía en él con la misma intensidad con la que Auerbach, desde su exilio en Estambul, conservaba en el recuerdo la biblioteca que había debido abandonar en su huida desde Alemania. “La investigación fue escrita en Estambul durante la guerra”, escribe Auerbach en el epílogo de Mímesis, “ahí no existe ninguna biblioteca bien provista para estudios europeos, y las relaciones internacionales estaban interrumpidas, de modo que hube de renunciar a todas las revistas, a la mayor parte de las investigaciones recientes, e incluso, a veces, a una buena edición crítica de los textos”, sin embargo, añade el romanista alemán, “es muy posible también que el libro deba también su existencia precisamente a la falta de una gran biblioteca sobre la especialidad; si hubiera tratado de informarme acerca de todo lo que se ha producido sobre temas tan múltiples, quizá no hubiera llegado nunca a poner manos a la obra”. La obra nace en el exilio, un exilio geográfico y material, pero no bibliográfico: de Homero hasta Virginia Woolf, los autores y sus textos vivían en Auerbach pues, si como diría Borges, la patria de todo escritor es su biblioteca, al filólogo alemán, nadie le había arrebatado la suya.
“Los libros, de algún modo, nos construyen, y de eso es de lo que hablo en este libro” nos comenta Marchamalo que adentrándose en las bibliotecas de diversos autores traza su propio retrato, haciendo de Tocar los libros una autobiografía sentimental escrita a partir de biografías ajenas: “en el prólogo digo que Tocar los libros es uno de mis libros favoritos y, en la medida en que todo lo que escribes de algún modo lo es, seguramente el más autobiográfico. Sí hay en este libro una vocación, no sé si del todo consciente, expresa, de biografía sentimental a través de las lecturas. Y un recorrido, espero que no del todo nostálgico, por ese mundo de autores y libros que me han marcado como lector y, desde luego, también como escritor” Sin embargo, en las páginas finales, Tocar los libros desprende un halo de melancolía, sobre todo con respecto a un futuro, ¿seguirán los libros emocionando como hasta ahora? Ante la supuesta crisis del papel, ¿el libro no será más que una reliquia de un tiempo ya transcurrido? “Recuerdo un blog, no sé si seguirá activo, que se llamaba Paleofuture, en el que se recogían imágenes de los años cuarenta, cincuenta, que expresaban visualmente la idea que en esos años se tenía del futuro: un mundo donde robots domésticos atendían a los humanos que se transportaban en máquinas voladoras; las ciudades estaban protegidas por cúpulas geodésicas que garantizaban un tiempo estable; se pensaba que habría colonias en la Luna, que comeríamos pastillas y complejos vitamínicos… Y es curioso porque nada de eso tiene que ver con la realidad que vivimos”, comenta Marchamalo. Entonces, insistimos, ¿la biblioteca es una pasión que no está irremediablemente destinada a caducar en las futuras generaciones? “Es cierto que la tecnología ha modificado muchos aspectos de la vida cotidiana –Internet y lo que significa es prodigioso–; cambios algunos superficiales, y otros profundos, pero hay otros muchos en los que continuamos igual que hace décadas. Nunca me he resistido a la tecnología; tengo teléfono móvil, soy de Facebook, de Instagram, tengo un blog, uso Twitter, pero también monto en bici, tiro con arco, escribo a mano, mando cartas… Y me gustan los libros. Hay pasiones que no tienen por qué ser incompatibles. No sé si en un futuro la gente tendrá libros en casa, yo, desde luego, los echaría de menos”. La duda, sin embargo, aparece involuntariamente en sus palabras, ¿tendrá libros en casa la gente del futuro? Si los modos de lectura parecen estar cambiando, si bien en España el ebook todavía no se ha afianzado como en Estados Unidos o Inglaterra, y la crisis económica de los últimos años ha conllevado una gran bajada en las ventas de libros, a la pregunta acerca de la supervivencia del papel se suma la pregunta acerca del interés que suscitan los libros, ¿son un extra o lujo al que prescindimos? Si bien es cierto que, como apuntaba el periodista de El País, Carles Geli, en el último Sant Jordi se superaron los 20,3 millones de recaudación del 2015 y las librerías recaudaron entre el 6% y el 8% de las ganancias anuales, ¿no resulta culturalmente pobre que se concentre en un solo día del año las elevadas cifras en ventas de libros? ¿Nos preocupamos de la biblioteca solo una vez al año?
“No creo que sea un lujo tener una biblioteca, no debería serlo, y desde luego la mía no lo es. Ni comprar un cuadro. Ni ir a un concierto. Ni viajarnos comenta el autor de Tocar los libros que, sí embargo, añade: “existe una idea, bastante extendida, algo estúpida, esnob, de que hay una cultura de baja graduación, y una cultura ‘premium’, de acceso restringido. Yo no lo vivo así; tener libros es mucho más barato, seguramente, que comprarse una moto, y nadie piensa que tener una moto sea un signo de exclusividad”. Y es precisamente contra esta idea que escribe Jesús Marchamalo, que parece hacer suyas las palabras de Lorca: “no sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro”. Tocar los libros es un elogio de la biblioteca, es un canto de amor a los libros y las relaciones íntimas y colectivas que se establecen a través de ellos: los libros se disfrutan en intimidad, pero nos relacionan en colectividad. La biblioteca es el espacio donde uno se encuentra consigo mismo y con el resto. Punto de confluencia, retrato intelectual de quien lo posee y bagaje material y metafórico del saber; en este sentido, Tocar los libros puede leerse también como una reivindicación de la bibliofilia en tanto que expresión de un saber que no debe ser un lujo ni una pasión de unos pocos. “Yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos” escribió Lorca, palabras que no sólo cobran particular sentido en la actualidad –baste como el ejemplo la espuria puesta en escena de un más que patético homenaje a Cervantes por parte de las instituciones–, sino que sirven como postilla al libro de Jesús Marchamalo. Como el breve texto de Walter Benjamin, Voy a desembalar mi biblioteca, Tocar los libros es, tras el poético envoltorio formal, un discurso afirmativo que trasciende con creces el mero anecdotario para ofrecerse como una fenomenología de los libros: la construcción del yo y la construcción del colectivo no puede prescindir de los libros en tanto que guardianes y custodios de aquel saber que se opone a la barbarie, de aquel saber que permitió a Auerbach salvarse del exilio y, en definitiva, de aquel saber que nos permite afirmarnos en una humanidad que, como ya dijera Ernest Curtius en 1935, vive sumida en una crisis de la que sólo puede salirse con una reactualización de la palabra cultura.