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Víctor Lapuente. Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford, catedrático en la Universidad de Gotemburgo (Suecia) y profesor visitante en ESADE. En sus investigaciones, estudia la diferencia de calidad de los gobiernos y compara las políticas públicas de países.


Avance

Los grandes pactos son más necesarios que nunca para sacar a la política de la inercia continuista en la que ha caído, afirma Víctor Lapuente en este artículo. Es especialmente importante en el caso de España, porque en lo que llevamos de siglo nuestro país está estancado. En productividad y renta per cápita, calidad institucional y control de la corrupción, educación y natalidad, hemos progresado poco o nada. En las comparativas internacionales, hemos sido superados por países a los que llevábamos ventaja, como algunas naciones de la Europa del Este.

«Pactos», monográfico de Nueva Revista

No ayuda la escasa tradición pactista en España y la ausencia, también extraña en el ámbito europeo, de fuerzas políticas centrales que actúen de bisagra, facilitando los acuerdos entre la izquierda y la derecha. En España, recuerda Lapuente, cada vez usamos más términos sentimentales y menos racionales. Dentro de los términos emocionales, predominan los negativos, y eso se nota especialmente en internet. Las redes sociales se han sumado a la deriva negativista de los medios de comunicación digitales creando «máquinas del cabreo»: algoritmos que viralizan los contenidos más irritadoramente polarizados.

Según Lapuente, el caos informativo actual tiene unas consecuencias más nocivas para las democracias que para las dictaduras porque toda democracia se basa en el debate y, por tanto, «un ágora contaminada de ruido, mentiras y gritos es incompatible a la larga con el funcionamiento del sistema». Para Lapuente, «la debilidad inherente a la democracia tiene la misma fuente que su fortaleza: la libertad de expresión».

El pacto cívico que España necesita no será posible si no hay un cambio en la ciudadanía. Lo particularmente pernicioso es la caída de la confianza que los españoles tienen en aquellas personas que no conocen personalmente, que no forman parte de su círculo familiar o de amistades. Nada es posible sin un mínimo de confianza en los demás.

Una aproximación pragmática al problema del pacto, por imperfecta que sea, parece lo más sensato para reconstituir un espíritu de acuerdo cívico.


Artículo

La paradoja de nuestro tiempo es que cada vez hay menos diferencias sustantivas entre los programas de los grandes partidos, pero cada vez es más difícil que lleguen a pactos. En las democracias modernas el margen de maniobra de la política se ha estrechado mientras el frente de choque entre los partidos se ha ampliado. Pero que las divergencias en políticas sean pequeñas no quiere decir que los grandes pactos no sean necesarios, sino, todo lo contrario, lo son más que nunca para sacar a la política de la inercia continuista en la que ha caído. Solo acuerdos entre los principales actores políticos serán capaces de poner en marcha las reformas estructurales que España necesita para afrontar el futuro, del pacto intergeneracional a la regeneración institucional.

En lo que llevamos de siglo, España está prácticamente estancada. En productividad y renta per cápita, calidad institucional y control de la corrupción, educación y natalidad, hemos progresado poco o nada. En las comparativas internacionales, hemos sido superados por países a los que llevábamos ventaja, como algunas naciones del Este de Europa, y no nos hemos acercado a los países más avanzados. A quien más nos parecemos es a Italia, cuya economía apenas ha crecido desde la entrada en el euro. También nos estamos «italianizando» en otro aspecto fundamental: la creciente desigualdad territorial. Como en Italia, nuestras regiones del «norte» (País Vasco y Navarra en servicios públicos; Madrid en economía) se distancian de las del «sur» (la mayoría, incluida Cataluña). A eso hay que sumar la consolidación de la desigualdad económica y el incremento de la segregación escolar, que dificulta todavía más el funcionamiento del ascensor social. Los que crecimos en la España rural de finales del siglo XX y fuimos a sus colegios públicos, gozamos de unas oportunidades de movilidad social que no están al alcance de las chicas y chicos de hoy, sometidos a unas barreras cada vez más insuperables.

Para dinamizar un país adormecido no basta con un partido o una ideología concreta. Necesitamos el concurso de todas las energías, vengan de la izquierda o de la derecha. Desgraciadamente, eso es difícil en el contexto político a pesar de que, o más bien precisamente porque, las diferencias entre los partidos no son muy importantes.

Nunca ha importado menos que nos gobierne un partido de izquierdas o de derechas. A medida que las instituciones y políticas de una democracia se consolidan, las posibilidades de cambio se reducen. Los cambios de gobierno implican cambios graduales, no sistémicos, sobre todo en el contexto de la Unión Europea. En política económica, las instituciones europeas o bien determinan unilateralmente el camino, como ocurre con la política monetaria o la regulación de la competencia, o bien lo marcan con unos límites cada vez más precisos, de los presupuestos a los regadíos, pasando por las pensiones. En asuntos tradicionalmente controvertidos, como la pertenencia a la OTAN, las diferencias se han limado, y en las controversias más novedosas, de los derechos reproductivos a la gestación subrogada, las discrepancias son más superficiales que antaño.

La reforma de la conocida como ley del «solo sí es sí» es un buen caso de estudio. Miradas con lupa, las diferencias entre lo votado a iniciativa del PSOE y la propuesta de sus socios de gobierno eran infinitesimales. De facto, las consecuencias legales de que la violencia y la intimidación fueran consideradas un subtipo legal (como defendía la reforma) o un agravante aplicable a cualquier caso (como pretendían Unidas Podemos, ERC o Bildu) eran prácticamente idénticas. Como mucho, uno o dos años de cárcel de diferencia para unos supuestos muy determinados. Además, esas discrepancias prácticas fueron estrechándose todavía más durante las semanas previas al debate de la reforma en el Congreso. A medida que aumentaba el conflicto retórico, las diferencias sustantivas se iban evaporando. Sin embargo, la impresión general que intentaron transmitir los protagonistas es que las divergencias eran estructurales, que el futuro de la libertad y casi de la especie humana dependía de esa votación. Lo mismo se puede aplicar a muchos otros temas, de la ley de Vivienda a las rebajas del IVA: diferencias minúsculas, conflictos mayúsculos.

En general, la política, que debería ser una nevera que enfriara los debates sociales, se ha convertido en un horno que los calienta. Incluso ahí donde existe un relativo consenso ciudadano. No es un problema idiosincrático de nuestro país, fruto de nuestro cainismo secular, aunque no ayuda la escasa tradición pactista en España y la ausencia, también extraña en el ámbito europeo, de fuerzas políticas centrales que actúen de pivote o de «bisagra» facilitando los acuerdos entre las principales fuerzas de la izquierda y la derecha.

Negatividad y trivialidad

Esos lastres históricos de nuestro país se han visto agravados por dos tendencias globales en las democracias: el ascenso de la negatividad y de la trivialidad. La política se ha llenado de contenidos cargados, por un lado, de una emocionalidad negativa; y, por el otro, de un tono trivial. El resultado es un doble deterioro del debate público.

En primer lugar, toda la sociedad vive un auge de las emociones en el lenguaje —y una consecuente caída del discurso racional—. En «Ascenso y caída de la racionalidad en el lenguaje», un estudio publicado en la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of Sciences, se analiza el vocabulario de millones de libros, tanto de ensayo como ficción, publicados en inglés y español desde 1850 hasta 2019. Y lo primero que se observa es una tendencia esperanzadora, asociada a la industrialización: los términos ligados al procesamiento racional de la realidad (como «determinar» o «conclusión») fueron usados crecientemente en el periodo entre 1850 y 1980. Al mismo tiempo, las palabras ligadas a una interpretación emocional del mundo (como «sentir» o «creer») fueron perdiendo peso. Pero, a partir de 1980, se invierten estas tendencias: cada vez usamos más los términos sentimentales y menos los racionales.

Además, no todos los términos emocionales ganan el mismo peso, sino que predominan los negativos. Es un lugar común que lo negativo, lo trágico, atrae más que lo positivo. En las redacciones anglosajonas se ha hablado siempre del if it bleeds, it leads («si sangra, mueve»), haciendo referencia a cómo noticias con sangre suelen traer más ventas que las buenas. Y es también una asunción entre muchos analistas que esta tendencia se ha agravado con la digitalización y las redes sociales. Estas sospechas no siempre se han podido corroborar empíricamente, pero un reciente estudio publicado en la también prestigiosa revista Science documenta claramente cómo la negatividad alimenta el consumo digital de noticias. Para empezar, ese consumo es un fenómeno crecientemente relevante, pues la inmensa mayoría de ciudadanos en las democracias contemporáneas obtienen parte de su información a través de internet. Los medios online, aviesos conocedores de la psicología humana, y del hecho de que las informaciones negativas son más pegajosas en nuestro cerebro que las positivas, lo explotan para generar más clics, más tráfico y, por ende, más ingresos. En este estudio en concreto se manipularon los titulares de noticias, cuyo texto era idéntico, y en unos casos se insertaron palabras con connotaciones positivas (como «apoyo», «beneficio», «favorito» o «bonito») y, en otros, negativas (como «enfadado», «daño», «problemático» o «feo»). Los resultados son descorazonadores: la inclusión de términos positivos redujo significativamente el número de clics que una noticia recibía mientras que introducir términos negativos los aumentaba. Por cada palabra negativa las visualizaciones de una noticia incrementaban un 2,3 por ciento.

Las redes sociales se han sumado a la deriva negativista de los medios de comunicación digitales creando lo que el psicólogo Jonathan Haidt denomina la «máquina del cabreo»: algoritmos que viralizan los contenidos más irritadoramente polarizados. No fue siempre así. En sus tiernos inicios, las redes sociales cumplieron con su función primordial: conectar a los ciudadanos. Es icónica la portada de la revista Time con la cara de un joven Mark Zuckerberg declarado persona del año en 2010 con el alias «el conector». Eran tiempos de esperanza en el poder democratizador de las nuevas tecnologías. Las revistas, populares y científicas, se llenaban de estudios sobre cómo Facebook y otras plataformas servían para coordinar las acciones de protesta y articular las oposiciones democráticas a los regímenes autoritarios. Y, sin duda, las redes sociales jugaron un papel importante en, por ejemplo, las revueltas de la prima- vera árabe y movimientos liberalizadores inmediatamente posteriores.

Sin embargo, pasada su inocencia infantil, las redes sociales mutaron a una fase más oscura, que se puede fechar hacia el año 2009 cuando Facebook introdujo la opción del «me gusta» y Twitter el retuit. A partir de entonces, la obsesión de las plataformas ha sido maximizar la atención de sus usuarios y, para eso, han recurrido a todo un arsenal científico-tecnológico, que ha incluido tanto los más sofisticados algoritmos como los más sencillos experimentos científicos —comparando los efectos de una determinada manipulación en dos grupos de usuarios similares, uno de «tratamiento» y el otro de «control»—. El resultado es que un grupo pequeño de usuarios, los más radicalizados del espectro ideológico, se han adueñado de la mayor parte de discusiones de la plaza pública digital, con unos mensajes de ira que intentan despertar el sentimiento tribal de los receptores, utilizando sin escrúpulos las noticias falsas. Las redes se han convertido así también en «máquinas del caos». Algunos medios se han dado cuenta y, en una rectificación curiosa, la revista Time llevó de nuevo a Zuckerberg a su portada, pero, en esta ocasión, su rostro es más pálido y siniestro y con una ventana sobre su boca en la que se lee «¿Eliminar Facebook?» y dos opciones: «Cancelar» o «Eliminar».

El caos informativo actual tiene unas consecuencias más nocivas para las democracias que para las dictaduras. Porque toda democracia se basa en el debate y, por tanto, un ágora contaminada de ruido, mentiras y gritos es incompatible a la larga con el funcionamiento del sistema. Como ha observado algún agudo analista, el fascismo solo ha surgido en sistemas democráticos, ya fuera la República romana o la Italia de los años veinte. En las dictaduras no hay espacio para el surgimiento de fascismos, de líderes mesiánicos que se proyectan a través de un verbo envenenado, porque la palabra no tiene el mismo poder que en una democracia. La debilidad inherente a la democracia tiene la misma fuente que su fortaleza: la libertad de expresión.

Desgraciadamente, como recordaba hace poco el filósofo Yuval Noah Harari en The Economist, el problema de desinformación se puede agravar de forma exponencial con la inteligencia artificial. Pongámonos en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2024: ¿cómo sabremos que tal o cual noticia, o tal o cual foto, o tal o cual video con la voz real de un candidato, es verdadero o producido por un robot? La inteligencia artificial ha jaqueado el sistema operativo de la civilización humana y las consecuencias de esa intromisión son, en el mejor de los casos, perturbadoramente desconocidas.

De forma paralela al descenso en el tribalismo y la mentira, el mundo digital se ha transformado también en una «máquina de trivialidades». Como señala Haidt, la capacidad de viralización de las redes ha hecho que lo frívolo se magnifique hasta límites insospechados hace unos años. Por ejemplo, la discusión política en EE.UU. quedó secuestrada por el vestido que la representante Alexandria Ocasio-Cortez lució en la gala Met con el slogan tax the rich o por el abrigo que llevó Melania Trump a un aniversario del 11-S, cuyo bordado recordaba a una de las torres gemelas impactada por un avión.

En España tenemos nuestras dosis continuas de frivolidad, como el incidente de la celebración del 2 de mayo en Madrid cuando al ministro Félix Bolaños le fue denegado el acceso a la tribuna del desfile conmemorativo. A esto hay que sumarle un lastre característico de nuestro ecosistema mediático: el periodismo declarativo. Más que en otros países de nuestro entorno, en España los informativos de las televisiones, radios, amén de los medios digitales, abren a menudo con reproducciones literales de las palabras de los políticos. Conocedores de su valor «performativo», nuestros representantes —a todos los niveles, porque esto aqueja a todas las administraciones: estatal, autonómica y local, como mínimo, en los ayuntamientos más grandes, pero extendiéndose a otros— dedican una ingente, y creciente, cantidad de recursos a asesores de prensa, community managers y demás maquinaria para tratar de estructurar el debate público.

Que los poderes ejecutivos de nuestras administraciones destinen dinero público a la impúdica promoción de sus ocupantes es una tergiversación del principio de imparcialidad sobre la que, curiosamente, se habla muy poco en nuestro país y que resultaría inaceptable en, por ejemplo, una democracia del norte de Europa, donde se admitiría que el ministro X o la presidenta regional Y emitieran opiniones políticas desde su móvil y cuenta personal en horas fuera del trabajo y sin asistencia de ningún servidor público pagado con el impuesto de todos. El resultado es que somos una sociedad donde los trending topic están, a diario, copados por los nombres de los políticos mediáticamente más ruidosos. El número de seguidores en Twitter de nuestros líderes políticos también supera la media de seguidores que tienen sus correligionarios en otros países.

Recuperar la cultura de pactos

En este contexto de toxicidad negativa, tribalismo y frivolidad, un pacto entre los grandes actores políticos es una quimera. Los «nuevos políticos», que emergieron hace una década de la mezcla de escándalos de corrupción, crisis financiera y de representación, han envejecido rápido y mal. En lugar de tratar de atajar los problemas de fondo que acertadamente venían a denunciar —como el desprecio hacia el futuro, con unas perspectivas vitales menguantes para los jóvenes, y el deterioro de las instituciones, colonizadas por los grandes partidos y usadas como coto privado para colocar a amiguetes y para blindarse en el poder—, se han contagiado de, y en algunos casos, amplificado, los males de la vieja política. Si tuviéramos una revista Time española, son muchos los líderes políticos que podrían haber pasado, en el espacio de diez años, de una portada elogiosa bajo el eslogan del «conector» o el «reformador» a una en la que se pide su desaparición de la vida pública.

El pacto cívico que España necesita no será posible si no hay un cambio en la ciudadanía. Hay una lectura positiva, como los datos que presenta José Juan Toharia en este número: la sociedad española demanda pactos. Pero, desgraciadamente, también hay un lado negativo en la opinión pública: se ha desplomado la confianza ciudadana. Primero, en las instituciones públicas, lo cual es malo en sí mismo, pero admite correcciones si, por ejemplo, se consolidaran gobiernos vistos como ejemplares por la población. Lo particularmente pernicioso es la caída de la confianza social; es decir, la confianza que los españoles tienen en aquellas personas que no conocen personalmente, que no forman parte de su círculo familiar o de amistades. Uno de los efectos más destructivos de las crisis políticas es el que tiene sobre ese imprescindible pegamento social que facilita la vida cotidiana, desde hacer negocios a donar sangre o pagar impuestos. Nada es posible si no tenemos un mínimo de confianza en los demás.

Y una de las relaciones causales mejor documentadas en las ciencias sociales es la que va de unas instituciones públicas percibidas como corruptas a una sociedad donde la gente no confía en el prójimo. España sufre ese problema en estos momentos, sobre todo en aquellos lugares donde las instituciones han sido más manoseadas, como Cataluña, región que aparece, en algunos indicadores, como la comunidad con menos confianza social de España. En el extremo opuesto aparece el País Vasco, con una confianza social particularmente alta incluso para los estándares europeos. Con muchos problemas y arrastrando sombras del pasado, el País Vasco puede ser un buen lugar para que el resto de España se inspire a la hora de intentar vertebrar pactos entre las grandes fuerzas políticas. A pesar de algunas lagunas, el parlamento vasco presenta recientemente numerosos ejemplos de acuerdos amplios entre partidos políticos en posiciones ideológicas teórica y tradicionalmente antagónicas. Y, aunque el oasis vasco devenga un espejismo como el catalán, es mejor comenzar por experiencias cercanas que por la lejana e idílica Dinamarca.

Una aproximación pragmática, por imperfecta que sea, parece lo más sensato para reconstituir un espíritu de pacto cívico. Lo perfecto es enemigo de lo bueno siempre, pero en política es «El Enemigo», con mayúsculas. Han sido los vendedores de mundos perfectos quienes lo han puesto todo patas arriba. Para quien persigue una visión perfecta, y totalizante, de la política, sentarse con el rival es pactar con el diablo. Los defensores de esa política sacralizada son los enemigos de una cultura de pactos.

Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford, catedrático en la Universidad de Gotemburgo (Suecia) y profesor visitante en Esade. En sus investigaciones, estudia la diferencia de calidad de los gobiernos y compara las políticas públicas de países.