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Dios está muerto. O más bien ha sido asesinado. Una vez que la Razón (escrito en mayúscula por su endiosamiento) ha perdido la cordura, puede atreverse a anunciar que Dios ha dejado de ser el horizonte de los hombres. Así, el camino que en buena parte se emprendió en la Edad de las Luces —construir un nuevo mundo sin necesidad de Dios— Nietzsche lo llevó a término, al menos en sus inconfundibles textos. Si los filósofos de la Ilustración vieron en el Dios cristiano más un motivo de conflicto que de unión de la humanidad, Nietzsche extrajo las últimas consecuencias antropológicas de un universo sin Dios, y de paso sin moral. El profeta del Zaratustra no sólo consideró que Dios estaba dejando de ser el fundamento de la vida, o que dejaría de serlo en un futuro que quizás ahora empezamos a tocar, sino que también pensó que ni siquiera la soñada racionalidad ilustrada podía llenar el vacío cósmico sobrevenido tras las exequias del viejo Dios. De forma genial, el filósofo narra esta experiencia en el parágrafo 125 de La gaya ciencia (1882) cuando presenta a un loco que al mediodía corre por el mercado gritando con una lámpara:

Friedrich Nietzsche: La gaya ciencia. Ariel, 2019

«¿Adónde ha ido Dios? —gritó—, ¡yo os lo voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡todos nosotros somos sus asesinos! ¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo fuimos capaces de bebernos el mar hasta la última gota? […] ¿Hay aún arriba y abajo? ¿No vagamos como a través de una nada infinita? ¿No sentimos el alentar del espacio vacío? ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No llega continuamente la oscuridad y más oscuridad? ¿No tendrían que encenderse lámparas a medio día? […] ¿Cómo nos consolaremos los asesinos de todos los asesinos? Lo más sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo, sangra bajo nuestro cuchillos, ¿quién nos enjuagará esta sangre? ¿Con qué agua lustral podremos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertirnos nosotros mismos en dioses, sólo para estar a su altura? ¡Nunca hubo un hecho más grande, todo aquel que nazca después de nosotros, pertenece a causa de este hecho a una historia superior que todas las historias existentes hasta ahora!».

La continuación del relato explica que la lámpara se cayó al suelo y se rompió. Por eso, Nietzsche debe ser considerado tanto el filósofo de la muerte de Dios, aunque no por la originalidad de su lema ya encontrado en labios creyentes (Lutero, Jean Paul, Hegel…), como el primer sacerdote de la era sin Dios que se atrevió a retratar el nihilismo con toda su crudeza. Nietzsche no es tan bobo como para pensar que, de existir Dios, el hombre pueda acabar con él, pero sí sabe que si la fe desaparece de la vida es porque el ser humano ha tenido la osadía de enfrentarse a Dios y, por lo tanto, de ocupar su lugar. «Nunca hubo un hecho más grande», escribió Nietzsche en labios del loco de la lámpara. Nunca hubo un acontecimiento tan pretencioso, nunca un abismo tan terrible.

Nietzsche sabe que si la fe desaparece de la vida es porque el ser humano ha tenido la osadía de enfrentarse a Dios y, por lo tanto, de ocupar su lugar

Casi un siglo antes que Nietzsche, se publicaba un poema en prosa titulado Discurso de Cristo muerto desde lo alto del cosmos diciendo que no hay Dios (1796), del también alemán Jean Paul Richter. El teólogo español Olegario González de Cardedal, en su obra Cuatro poetas desde la otra ladera (1996), argumenta que el discurso de Jean Paul, con la intuición inequívoca de hacer estremecer al hombre mediante una ficción que imagine su soledad radical sin Dios, fue manipulado por algunos escritores franceses como Madame de Staël, que lo tradujeron sin su nota previa donde expone su aspiración a luchar contra el ateísmo; de este modo, el poema diseccionado se convirtió en seña literaria del nihilismo europeo, un ademán en las antípodas de lo que el escritor alemán pretendía. Jean Paul quiso emular un sueño para que quien estuviera tentado a pensar la posibilidad de la inexistencia de Dios quedara profundamente conmocionado y rechazara tal idea. De hecho, en su discurso el narrador concluye su ficción despertando del sueño y diciendo: «Mi alma lloró de alegría de poder volver a adorar a Dios; la alegría y el llanto y la fe en Dios eran mi oración».

Un desafío: fidelidad a la carne y a la tierra

Con todo, tomándonos muy en serio el nervio más vitalista de Nietzsche sigue quedando un desafío para el cristianismo. ¿Es cierto, como se entresaca del Zaratustra, que Dios ha de estar muerto para que emerja la fidelidad a los valores «del cuerpo y de la tierra»? ¿Tiene algo de razón Nietzsche cuando dice que Dios tiene que morir para que el hombre viva? No es bueno quedarse con una caricatura grotesca del pensamiento de Nietzsche: no es que proponga la antimoralidad o una moral del revés, sino que critica que la ética se fundamente en el deber, de modo que empequeñezca la vida del yo, poniéndole límites y restricciones a su pasión por ser más e imponiendo sacrificios y penitencias. En este sentido, el filósofo del «superhombre» necesita superar la creencia en Dios porque identifica la cultura judeocristiana con el frío y mortecino deber, así como con la aniquilación de lo más hermoso de la vida. Ante ello no sólo propone la deconstrucción de los valores judeocristianos, sino la construcción de nuevos valores que afirmen la dignidad del cuerpo y de la tierra.

La critica de Nietzsche a la ética se fundamenta en el deber: necesita superar la creencia en Dios porque identifica la cultura judeocristiana con el frío y mortecino deber

La respuesta a este reto del pensador alemán, ante el que no queremos ponernos de perfil, ha de encontrarse en las fuentes fundamentales de la fe cristiana y los testimonios de los cristianos. Por eso, un buen ejemplo que podemos tomar para responder sucintamente al desafío nietzscheano es el de Ireneo de Lyon (c. 140-202), un teólogo santo, discípulo de cristianos, como el mártir Policarpo que —según cuenta la tradición— había conocido a Juan el apóstol del Señor. Ireneo dedicó sus dones intelectuales y vitales a exponer la fe cristiana en un contexto gnóstico que despreciaba la carne, la tierra y la materia, cuyo envés teológico suponía el rechazo de la humanidad de Cristo, es decir, de la verdadera encarnación del Verbo divino (Jn 1,14) —Ireneo sabía aquello que escribió Tertuliano: «La carne es el quicio de la salvación»—. A pesar del rigor y la claridad de su presentación de la fe, medió ante el papa para que tratara con suavidad a los herejes. En su magnífico Contra las herejías, encontramos una sentencia que sintetiza su doctrina: «La gloria de Dios es que el ser humano viva, y la vida del ser humano es la contemplación de Dios». De esta suerte, no sólo excluye toda comprensión antivitalista de la religión y nos abre a un matrimonio perfecto entre lo divino y humano, sino que desentraña la clave para crecer infinitamente en vida, proceso que la patrística griega llamó «divinización». Este camino con un horizonte tan ambicioso como el de Nietzsche, infinito, es lo contrario del endiosamiento al que aspira quien pretende lograr la felicidad con sus propias fuerzas, pues la vocación del ser humano a ojos cristianos es la plenitud infinita de la carne, cosa que el Nuevo Testamento e Ireneo nos han mostrado que sólo puede experimentarse por gracia. Y es que, como escribe Ireneo, la divinización de la carne consiste en pasar de la lógica de la conquista, el dominio y la posesión hacia la lógica de la acogida del don y la comunión gratuita. En este clave hemos de entender estas hermosas palabras del obispo de Lyon:

«la carne no posee, sino que es poseída; como dice el Señor: “Dichosos los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia” (Mt 5,4): en el Reino se posee en herencia la tierra, a la que pertenece también la carne. Por eso quiere que nuestra carne sea templo puro, para que el Espíritu de Dios se deleite en él, como el esposo en la esposa. Pues así como la esposa no puede desposar al esposo, pero sí puede ser desposada por el esposo cuando éste viniere a acogerla, de modo semejante esta carne por sí misma, o sea ella sola, no puede poseer en herencia el Reino de Dios».

Igual que no es posible conquistar la plenitud sino acogerla como don, tampoco es posible la salvación de la carne en una suerte de relación pietista a solas con Dios. Los Evangelios nos recuerdan que Jesucristo invitó a una nueva vida llamando a cada uno por su nombre, es decir, gracias a un encuentro personal, con la idea de compartir la fraternidad. No para quedarse ensimismados, sino para llevar el Evangelio a todos las criaturas (Mc 16,15). La misión de Cristo está claramente orientada a crear un nuevo pueblo de Dios más allá de toda raza, sexo, lengua, nación o clase social (Gál 3,28; Ap 5,9). Teológicamente hablando, todos los seres humanos hemos sido creados para ser un único cuerpo en Cristo (Jn 17,21; Ef 1,4).

Ireneo de Lyon defiende que la divinización de la carne consiste en pasar de la lógica de la conquista y el dominio a la de la acogida del don y la comunión gratuita

¿Y el cosmos? ¿Está también destinado a la salvación? Ya lo dice San Pablo: «Todo fue creado por Cristo y para Cristo y todo halla en él su consistencia», de tal modo que la creación ha sido hecha para que al final de la historia Cristo sea todo en todo (1 Cor 15,28). En el siglo XX, Teilhard de Chardin, el jesuita paleontólogo y místico, insistió en este punto haciendo notar que Cristo —Punto Omega— atrae hacia sí la tierra entera, el universo entero.

Un problema: el ateísmo como intento fallido

Pero si el cristianismo ofrece vitalidad, belleza y afirmación plena de la carne y la tierra, ¿por qué hay cada vez menos cristianos en nuestra Europa y más concretamente en nuestra España?, ¿por qué da la sensación de que el ateísmo se extiende a sus anchas? Puede indagarse una respuesta no sólo en la apelación a la libertad individual que Dios nos ha regalado, sino en la asunción cultural —y en algunos casos eclesial— del paradigma antropocéntrico. Nos hemos creído, con L. Feuerbach, que la revelación cristiana es más una proyección de los anhelos del alma humana que una genuina revelación, es decir, hemos creído que las palabras y las promesas de Dios no son realmente fruto de la iniciativa gratuita de Dios, sino construcciones humanas que, en el mejor de los casos, surgen de las ansias humanas de la (inevitable) conciencia religiosa. Así, negamos la condición de posibilidad de la vida de fe: que Dios en verdad ha hablado y ha liberado históricamente a los seres humanos y que se ha revelado de forma definitiva en Jesucristo.

En cualquier caso, la modernidad ilustrada no tuvo suficientemente en cuenta que, como ha sabido conceptualizar el filósofo español X. Zubiri, el ser humano, lo quiera o no, está religado con el absoluto, lo que le lleva a erigirse nuevos ídolos aun considerándose ateo, incluso cuando cree que ya está a salvo de los viejos dioses: la razón, el espíritu, la ciencia, la nación, la raza, el estado, el partido, la clase revolucionaria, el capital, el mercado, la técnica, y también algunos aparentemente más nobles a ojos de cualquier contemporáneo nuestro como el progreso (con permiso de W. Benjamin y, especialmente, de las víctimas), la democracia (o mejor: la voluntad de la mayoría partitocrática) o la infinita aspiración divina del yo. No hace falta haber leído una sola línea de B. C. Han, el filósofo surcoreano de moda, a poco que se tenga un mínimo de mirada introspectiva, para darse cuenta de los enredos eternos del yo que le quitan la serenidad a un ritmo vertiginoso: la fama o los likes, el poder de dominar o de influenciar, el activismo tradicional o el digital, el dominio o la inevitable autoexplotación laboral seguida del burnt out, el dinero o el consumismo desenfrenado de un treinteañero poco más que mileurista.

Como supo conceptualizar Zubiri, el ser humano, lo quiera o no, está religado con el absoluto, lo que le lleva a erigirse nuevos ídolos aun considerándose ateo

Tanto a Feuerbach como a Max Stirner y Nietzsche, que algo intuyeron, les faltó la lucidez de Dostoievski y de Chesterton que vieron que la contrapartida de la fe cristiana no era tanto el ateísmo coherente y radical sino la idolatría: «Es imposible ser hombre y no arrodillarse […] Y si a Dios rechaza, ante un ídolo se inclina…, de madera, de oro o imaginario. Idólatras son todos los ateos: he aquí cómo procede explicarlos…», constató el escritor ruso en su novela El adolescente. Del mismo modo ironizó Chesterton: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa». No muy lejos de la sabiduría popular del refrán castellano: «Quien no conoce a Dios a cualquier santo le reza».

Una modernidad cristiana: críticos desde la fe

La propuesta cristiana en modo alguno renuncia a la razón. Acaso sea la fuente más crítica con lo religioso. La tradición cristiana se ha caracterizado por su confianza en la filosofía y en la capacidad de las facultades del conocimiento. La fe es tan amiga de la filosofía que, desde el siglo II hasta el XVII, sería casi imposible separar la historia del pensamiento filosófico del desarrollo histórico de la teología. En la teología contemporánea, hay quien piensa que la modernidad ilustrada (égalité, liberté et… guillotine) es una hija bastarda del cristianismo, no porque esté mal visto el gesto racional de la Ilustración, sino porque ésta aisló a la razón de su contacto natural con la trascendencia. Con buen tino Goya supo que la razón abandonada a su suerte creaba monstruos. El siglo XX, con sus totalitarismos, sus guerras y sus genocidios, lo ha experimentado en carnes propias.

La tradición cristiana se ha caracterizado por su confianza en la filosofía y en la capacidad de las facultades del conocimiento

No puede haber una auténtica crítica a la Ilustración sin una actitud madura de sospecha hacia lo irracional. La fe siempre es razonable, aunque no fruto de un silogismo. En este sentido, me atrevo a proponer la tesis de que el cristianismo ya contenía en sí mismo las intuiciones fundamentales de los llamados «maestros de la sospecha», Marx, Nietzsche y Freud. El mismo Cristo, en las tentaciones del desierto, nos muestra cómo el hombre —tentado por el maligno— puede usar el nombre de Dios para conseguir bienes materiales, fama o poder (Mt 4,1-11); y de igual manera Cristo arriesgó a realizar la crítica más aguda y sutil a la vida religiosa al advertirnos de que incluso cuando creemos que estamos haciendo cosas buenas como la limosna, la oración y el ayuno podemos estar sirviéndonos a nosotros mismos (Mt 6,1-18). El amor a Dios, al prójimo y a uno mismo nunca están del todo colmados. Dios es un misterio inagotable que nos lleva a purificar continuamente nuestra fe. La historia de la Iglesia está llena de ejemplos de mujeres y hombres, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, sin irnos más lejos, que supieron dar una gran importancia al ejercicio reflexivo y al examen del yo —elementos esenciales del pensamiento moderno—, a la vez que confiaron en que la existencia sólo puede lograr su plenitud si tiene su centro de gravedad en Dios.

Investigador y profesor de Teología en la Universidad Loyola (Granada). Su último libro publicado es «Alteridad y amor. Estudio de ontología trinitaria».