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Un fenómeno, que no hay que decirlo, influye en un vivo y en muchos casos entusiasta interés por literaturas antes consideradas poco familiares a nuestro inmediato entorno de lenguas latinas (francés, italiano y portugués). Todo ello, por supuesto, contando siempre, de forma paralela, con la muy influyente presencia, que no conoce ningún tipo de declive, muy al contrario, de la literatura anglosajona.

Deslizamientos geográficos que inciden en el gusto y curiosidad de los lectores, mucho menos homogéneos, mucho más diversos y cosmopolitas, como toda una generación de españoles que viaja sin cesar «físicamente» a otros países. Nuevos acercamientos que ofrecen curiosas sorpresas. Por ejemplo, en el caso de la novela policiaca, antes mayoritariamente norteamericana y británica, o como mucho con puntos «fijos» y clásicos, de grandísima altura y calidad como el belga Simenon, o si no el autor de política-ficción italiano Leonardo Sciascia. Un género que se ha desplazado a los países nórdicos (los suecos Henning Mankell, Stieg Larsson y su saga Millennium, Asa Larsson o Liza Marklund, el islandés Arnaldur Indridason, los noruegos Jo Nesbo y Karim Fossum), a Polonia (Zygmunt Miloszewski, autor de El caso Telak, perteneciente a la serie protagonizada por un joven fiscal de Varsovia) o incluso a la Europa del sur, con dos escritores «seniors», que compiten en fama y ventas con su ilustre colega escandinavo, recientemente fallecido, Henning Mankell. Estos dos escritores, tardíamente revelados, son el siciliano Andrea Camilleri (creador del célebre comisario Montalbano) y el griego Petros Markaris, padre en la ficción del no menos popular comisario Kostas Jaritos. A partir de 2010 este economista y novelista griego, nacido en Estambul en 1937, comenzó a escribir su excelente Trilogía de la crisis, formada por las novelas Con el agua al cuello, Liquidación final y Pan, educación y libertad. Unas novelas en las que la desolación de la vida cotidiana actual griega brillaba con toda su brutal y desasosegante inquietud, aderezada con un buen número de asesinatos, relacionados en muchos casos con evasores, defraudadores fiscales, políticos corruptos y grupos diversos de extrema derecha.

Todos estos autores son los representantes europeos de lujo de un género, el policiaco, en el que algunos escritores actuales han sabido aunar calidad y seguidores masivos y entusiastas. Sus apasionantes tramas de misterios criminales radiografían y desnudan los entresijos políticos, económicos y de poder de las sociedades actuales.

Aunque no todas las grandes revelaciones nórdicas han tenido que ver con la novela negra por supuesto. Ahí estarían el divertido y desopilante autor finlandés Arto Paasilinna y su compatriota Sofi Oksanen, el islandés Sjón, la noruega Linn Ullmann (hija del director de cine Ingmar Bergman y de Liv Ullmann) o el gran escritor sueco Per Olov Enquist. Caso aparte, como inusitado éxito mundial, ha sido el de Karl Ove Knausgard (1968). De forma autobiográfica, este escritor noruego emprendería en 2009, con el provocador título de Mein kamp (Mi lucha, traducido al español como La muerte del padre), una monumental saga de seis novelas, con el objeto de narrarse a sí mismo, como personaje, y a su tiempo, a la manera proustiana y torrencial.

Y cuando hablamos de deslizamientos habría que hablar (aunque sea a través de un rápido panorama) de ese ligero deslizamiento asiático que se ha producido desde el protagonismo estelar que tuvo durante la segunda mitad del siglo XX, después de la guerra mundial, una magnífica generación de autores japoneses (Yukio Mishima, Kenzaburo Oé, Junichiro Tanizaki). Autores todos ellos leídos con pasión a lo largo y ancho del mundo, que poco a poco han dejado paso a una mayor presencia, con novedades cada vez más abundantes en las librerías, de nuevos autores chinos. Un caso aparte por supuesto es el enorme impacto que ha significado internacionalmente la lectura de un autor japonés de la personalidad y singularidad hipnótica como es Haruki Murakami, heredero de una grandísima generación de las letras niponas. Autor de mágicas, surrealistas, desgarradas y fantasmalmente poéticas novelas de amor e iniciación, con frecuentes homenajes musicales, novelas que no pocas mezclan lo real y lo imaginario, el posmoderno Haruki Murakami, devocionado e incomprendido a partes iguales, ha influido sin duda en generaciones enteras de lectores y escritores de las últimas décadas del pasado siglo y este primer tramo del presente. Obras como Tokio blues, Al sur de la frontera, al oeste del sol, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, After Dark, 1Q84 o Kafka en la orilla han dejado una inolvidable impronta entre sus miles de seguidores.

Por otro lado, uno de los mejores descubrimientos de estos últimos años provenientes de China es el autor de la excelente y dura novela El camino oscuro, Ma Jian (Qingdao, 1953). Escritor y disidente político, actualmente residente en Londres, Ma Jian a los treinta años recorrió China, viaje del que surgiría su libro Polvo rojo. En El camino oscuro narra la historia de una joven campesina, Meili, nacida en el corazón de la China rural, casada con Kongzi, un maestro de pueblo, lejano descendiente de Confucio.

Otro de los mejores escritores chinos actuales —de la generación del célebre Yan Lianke, autor de la novela satírica Los besos de Lenin y de Los cuatro libros— es Yu Hua, nacido en Hangzhou, Zhejiang, en 1960. Su novela ¡Vivir! sería adaptada para la pantalla por Zhang Yimou, recibiendo el Gran Premio del jurado de Cannes de 1994. En ella se cuenta la historia de Fugui, un niño mimado, único heredero de la familia Xu. Tras dilapidar toda su fortuna en el juego y en los burdeles, Fugui se ve obligado a trabajar la tierra. Aunque este revés de la suerte se revelará como una inesperada tabla de salvación en el momento de la llegada de la China comunista: el que en otro tiempo fue hijo de una familia de terratenientes, al haberse convertido en un simple campesino, logrará escapar del lúgubre destino deparado a los ricos.

Por su parte, Qiu Xiaolong (1953), cuyo padre sería víctima de los Guardias Rojos durante la Revolución Cultural, es el principal autor de novela negra china de nuestros días. En 1989 se trasladaría a los Estados Unidos. Su héroe principal, Chen Cao, es un epicúreo y gourmet policía, además de poeta, cuyas investigaciones describen la vida de Shangái de los años noventa, durante el régimen de Deng Xiaoping. En los casos de Chen Cao se mezclan la política, lo cotidiano, la intriga policial, la omnipresencia del Partido y los vertiginosos cambios sufridos por la China moderna. En El caso Mao, el inspector-poeta recibe la llamada de un ministro encargándole que investigue el caso de unos documentos comprometedores, posiblemente heredados por la nieta de una actriz que tuvo una relación «especial» con Mao, una figura aún «intocable» décadas después de su desaparición.

Por su parte, los grandes escritores norteamericanos, siempre en plena y activa producción, casi sin desfallecer, desde un magnífico Philip Roth, eternamente propuesto para un Premio Nobel que parece no llegar nunca, autor de las magistrales La mancha humana (2000), La conjura contra América (2004), Elegía (2006), Sale el espectro (2007), que retrataba un melancólico final de la saga Zuckerman, con su protagonista considerablemente envejecido), o Némesis, de 2010, que anunció como «su último libro», hasta John Updike, Cormac McCarty, Joyce Carol Oates, John Irving, el espléndido autor de Canadá, Richard Ford, los concienciados Richard Russo y Russell Banks, o los cada vez más seguidos por las últimas generaciones Paul Auster y Don DeLillo, encontrarían unos herederos de lujo en autores actuales del realismo casi decimonónico como Jonathan Franzen, en un creador de mundos sombríos y desolados de Alaska como David Vann (Sukkwan Island) o bien en el fallecido y experimental autor de La broma infinita, David Foster Wallace, que tomaría el legado rupturista de Thomas Pynchon, John Barth o William Gaddis.

Por su parte, autoras magníficas, como la cuentista Lorrie Moore (Pájaros de América, Como la vida misma), tomaban el testigo de la mítica escritora de relatos Lydia Davis (El final de la historia, Cuentos completos) o de una no menos estremecedora maestra de la forma breve, olvidada durante años y recientemente recuperada, tanto en Estados Unidos como en España, Lucia Berlin (Manual para mujeres de la limpieza). A ellas hay que añadir autoras tan interesantes como la denominada «reina de las bad girl heroines», A. M. Homes (Música para corazones incendiados), o la nigeriana-americana Chimamanda Ngozi Adichie (Americanah).

Crítico agudo de la institución familiar en todas sus mutaciones, de Jonathan Franzen (Chicago, 1959) se puede decir que es el más directo heredero de eminentes autores de «la gran novela americana», como los citados Philip Roth, Don DeLillo o John Updike. Si ya en Las correcciones (2001) había pasado por el hacha a esa gran institución fundadora de su país, la familia, en la magnífica Libertad (2010) le dará el golpe de gracia definitivo. Radiografía de tres generaciones de una misma familia del Medio Oeste americano, entre 1970 y 2010, en esta obra Franzen pasa revista, a través de los cultos, progresistas y comprometidos Berglund, representantes de una nueva burguesía urbana, a una serie de figuras típicas, pero nunca suficientemente conocidas, habituales tanto de las pinturas de Norman Rockwell como de los paraísos con piscina de la clase media acomodada de David Hockney.

Uno de los más activos y permanentemente renovados grandes nombres de la factoría americana, que arriesgan sin cesar obra tras obra, es sin duda Don DeLillo, autor de una reciente y magnífica novela Cero K (2016), una mezcla de ciencia-ficción y ficción metafísica, digna de Orwell y los grandes clásicos. Hijo de emigrantes italianos en el Bronx, DeLillo (1936) es el preferido y más citado por las últimas generaciones de su país, como es el caso de Jonathan Franzen. También es posiblemente el más inspirado y apasionante cronista de muchas de las peores pesadillas, profundas heridas y contradicciones del sueño americano, no pocas veces amenazado. El que mejor ha explorado (junto a otros monstruos sagrados de la literatura americana de después de la guerra como Norman Mailer, Gore Vidal o Roth) la historia de su país y el impacto de acontecimientos particularmente violentos y sorpresivos sobre el inconsciente colectivo, ya sea en novelas memorables como Ruido de fondo, en la magnífica obra que le dedicó al asesinato de Kennedy (Libra), en el monumental clásico moderno que es Submundo o en el brillante y desasosegante retrato que le dedicó a un frenético especulador de Wall Street (Cosmópolis, 2003). El hombre del salto (2007) sería la obra que le dedicaría al trauma que inauguró el siglo XXI: el atentado del 11 de septiembre de 2001.

También el autor de Parejas y de la serie protagonizada por el héroe gris de la middle class americana Harry «Rabbit» Angstrom, John Updike (1932) escogería para reflejar la violencia extrema contemporánea en su novela Terrorista (2006) a la figura imaginaria de un fanático de nuestros días. La obra narra la deriva y feroz desierto identitario de un joven terrorista made in America, el joven Ahmad Mulloy, hijo de una irlandesa y de un estudiante egipcio que los abandonó cuando él era solo un niño. Mezcla rabiosa de los adolescentes autores de la matanza de Colombine y del talibán californiano apresado durante la guerra de Afganistán, Ahmad, alumno de un liceo de los suburbios de Nueva Jersey, fanática y paranoicamente hostil a la cultura que le rodea, viviría obsesionado por el enigma de la figura de su padre y por la religión musulmana.

De manera sutil, indirecta y poética, como tiene acostumbrados a sus numerosos lectores, en especial del continente europeo, lo mismo que había sucedido en su día con William Faulkner, Paul Auster (1947), uno de los mejores autores del panorama mundial, daría también respuesta a su manera, con su bellísima novela Brooklyn Follies (2005), a la tragedia de las Torres Gemelas. Un autor con un público fiel e incondicional que sigue con pasión cada una de sus maravillosas y laberínticas filigranas, entre intrigas policíaco-filosóficas sobre la identidad y puzzles con numerosos rastros culturales que convocan a una serie de personajes o almas en pena que el azar ha reunido en su sempiterno omphalos planetario: el barrio de Brooklyn. Un refugio interior donde «uno se retira cuando el mundo real se convierte en algo imposible», llamado «Hotel Existencia».

Por su parte, uno de los escritores más secretos y reacios a las apariciones públicas, en el país de la hiperinflación de las afirmaciones mediáticas, en la estela de los otros dos mitos por excelencia de la desaparición, Salinger y Pynchon, Cormac McCarthy (1933) es hoy un maestro indiscutible que ha sabido renovar de forma turbadora la grandísima herencia dejada por Faulkner en la literatura americana. Con novelas instaladas en la frontera mexicana y surgidas de las peores tinieblas y abismos de la condición humana, McCarthy es el autor de la magnífica Trilogía de la Frontera. A ella se unirían la oscarizada y espléndida No Country for Old Men y otro gran éxito internacional, por el que obtuvo el premio Pulitzer 2007: La carretera, una espeluznante parábola, entre bíblica y apocalíptica, de un brutal y desolado lirismo, en la que dos personajes errantes, sobrevivientes de algún tipo de catástrofe nuclear o de algún colapso metafísico, se pasean por un mundo destruido, reducido a cenizas, y por una naturaleza carbonizada.

Tras el éxito internacional y la película basada en su novela Todo está iluminado (2002), el joven escritor Jonathan Safran Foer —cuya esposa es la excelente novelista Nicole Krauss, autora de La historia del amor—, heredero de la tradición judía oriental de autores como Bashevis Singer o Henry Roth, escribiría una fábula maravillosa, Tan fuerte, tan cerca (2005), que viajaba al dolor y la curación posterior de la ciudad de Nueva York, golpeada en lo más íntimo de su ser tras el ataque efectuado a las Torres Gemelas.

Para seguir en el ámbito anglosajón —muy dominante, y con toda justicia, en la esfera de la literatura internacional— hay que hablar de un magistral grupo de escritores británicos, que se fueron consolidando en su mayoría en las últimas décadas del pasado siglo. Uno de ellos es Kazuo Ishiguro. Nacido en Nagasaki en 1954, Ishiguro no es tan solo uno de los mejores escritores de este momento, a nivel mundial, sino uno de los que mejor han sobrevivido —desde novelas como Un artista del mundo flotante, Los restos del día o la magnífica Nunca me abandones— al paso del tiempo y a representar con plena maestría, libro tras libro, lo mejor de aquella generación de oro de los comienzos de los ochenta, que lanzó a escritores como Salman Rushdie o Martin Amis a la conquista del mundo, literariamente hablando. Hoy día, tanto él como Ian McEwan, Graham Swift, William Boyd o Julian Barnes, simbolizan un compromiso inamovible con vistas a no bajar el listón de lo más inteligente y perdurable de sus trayectorias, en no ceder terreno al afrontar retos estilísticos y de lenguaje, y en la renovación y replanteamiento continuo de temas. Con unas melancólicas historias de «música y crepúsculo» reunidas en Nocturnos (2009), Ishiguro volvería a demostrar su talento al apuntar, más que documentar profusamente, caracteres ambiguos y recelosos a la hora de mostrarse del todo, como sucedía en el mejor Chéjov o en Henry James.

Por su parte, despiadado e irónico observador, la clase media británica es una fuente fija de inspiración para el gran novelista y autor de relatos Julian Barnes (Leicester, 1946). Aunque debutó con El loro de Flaubert por otros caminos más extravagantes, su sentido del humor nunca le ha abandonado a la hora de meterse de forma sutil en la vida, manías y tics principales de sus contemporáneos. Especialista en magníficos retratos de parejas, o bien en triángulos amatorios y generacionales, ya sea en libros de cuentos como Pulso y La mesa limón, o en novelas como Amor, etcétera, Barnes pasa siempre por el escalpelo a sus contemporáneos, a gente que de forma siempre previsible opinan y aplican lugares comunes de moda.

Si El sentido de un final (2011) es una de las más admirables y conmovedoras obras de este autor, donde se narra el doloroso y desencantado paso del tiempo en un grupo de jóvenes cuya más previsible y decepcionante obra será precisamente su entrada en la madurez, en El ruido del tiempo (2016) Barnes compone una obra mixta, mitad novela e inmersión imaginaria en la conciencia de un personaje —ayudado por una base auténtica y perfectamente documentada de hechos y acontecimientos—: el músico y compositor soviético que sobrevivió a Stalin, Dmitri Shostakóvich. Un tema, los totalitarismos nazi y soviético, por los que igualmente se sentiría atraído en sus ficciones (La zona de interés, ambientada en Auschwitz, 2015) o en libros de origen mestizo como Koba el temible (La risa y los veinte millones, 2002) su compañero generacional Martin Amis, de incansable, muy exitosa, y en ocasiones irregular, presencia a lo largo de los años. Incomparable cronista de la realidad y distintos submundos británicos, antes y después de las salvajes crisis económicas, experto en retratos vitriólicos y esperpénticos de la Inglaterra actual, como sucede con ese gran autor que también es Jonathan Coe, Amis saca auténtico oro negro de la primitiva y neandertalesca brutalidad de una enriquecida delincuencia huligánica y suburbial londinense, como demostraría en Lionel Asbo. El estado de Inglaterra (2012).

Por su parte, otro de estos magníficos e imprescindibles maestros británicos, Ian McEwan, escribiría en esta primera década del siglo, entre otras, dos obras memorables. Por un lado, en 2001, Expiación (llevada al cine en 2007), espléndida filigrana narrativa en la que este autor volvería a uno de sus temas preferidos: la ambigua inocencia y la devastadora capacidad de destrucción en edades tempranas de la vida. Una inolvidable historia de amor marcada por el caos de la guerra y los convencionalismos sociales. Y por otro lado, la magnífica Chesil Beach (2007), una desasosegante historia de amor, noviazgo y sexo en una época, los años sesenta, en Inglaterra.

Y pasando ya al caso siempre único, estimulante literariamente hablando, que es Irlanda, hay que decir que esta zona, pequeña y reducida dentro del espectro europeo, cuenta con una aparentemente infinita sucesión de genios a lo largo de las épocas. Desde Joyce, Yeats y Flann O’Brien, hasta llegar al momento actual con el expatriado Colum McCann, el veterano maestro William Trevor, un espléndido autor como es Colm Tóibín o una no menos genial escritora de la categoría de Edna O’Brien, tenemos por fuerza que llegar a uno de los más inconmensurables estilistas de la literatura actual: John Banville. Uno de los escritores más unánimemente aclamados del panorama internacional, Banville ha merecido sonoros elogios de críticos y colegas de renombre: desde George Steiner, Claudio Magris y Martin Amis a Don DeLillo. En cada una de sus obras, desde el comienzo, que se remonta al año 1970, y desde novelas como Mefisto, Eclipse, Imposturas, El mar, Los infinitos o la serie negra firmada como Benjamin Black, Banville —como también sucede en el caso del surafricano Coetzee— no ha dejado de plantearse retos siempre diferentes, vigorosos, intrincados en los caminos y vericuetos que va tomando la trama y en esas indagaciones difíciles de contentarse con tres o cuatro banales hallazgos.

Pero si tuviéramos que hacer un resumen de los primeros quince años del siglo, un buen observatorio, un buen escaparate mundial, más orientativo en ocasiones de lo que parece, serían los premios Nobel de Literatura concedidos. Algunos de los galardones mejores y más «literarios» (es decir, menos polémicos o discutidos) logran revitalizar con el tremendo empuje de este reconocimiento mundial el área lingüística y los países de los que provienen. Ahí estaría el premio concedido a un escritor de un mundo elegiaco y poético tan propio como es Patrick Modiano (espléndido autor de una dilatada obra, representada sobre todo en su célebre Trilogía de la Ocupación), al gran autor turco Orhan Pamuk, al húngaro Imre Kertész (autor de Sin destino o su último e impresionante libro aparecido este año, poco antes de su fallecimiento, La última posada), a la británica Doris Lessing, a la estupenda escritora rumano-alemana Herta Müller, al esquivo y magnífico novelista sudafricano J. M. Coetzee o a una de las mejores autoras de cuentos, desde Chéjov, como es la autora canadiense Alice Munro.

Todos ellos no hacen por supuesto desmerecer a notables creadores de sus zonas, como sería el caso de la otra gran autora de nuestros días, la canadiense Margaret Atwood; al recientemente fallecido autor húngaro Péter Estérhazy; a dos autores franceses de talento muy poco usual como son en la actualidad Michel Houellebecq y Emmanuel Carrère; al sobreviviente del Holocausto —lo mismo que Kertész en su día— el rumano Norman Manea; al albanés Ismail Kadaré, que narró de forma igualmente memorable la vida durante una dictadura comunista, o a un candidato eterno al Premio Nobel, escritor checo que cambió de lengua, concretamente al francés, como es Milan Kundera, otro de los grandes nombres del pasado siglo y de este también.

Se queda pendiente, sin un Nobel aún, la literatura neerlandesa, encarnada hoy por su máxima figura que es Cees Nooteboom, o la literatura en lengua hebrea, de la que son eternos candidatos Amos Oz, Abraham Yehoshúa y David Grossman, el gran triunvirato de esa literatura, al que siguen varios escritores de enorme talento de la actualidad como son Etgar Keret, Nir Baram o Tsruyá Shalev. La literatura alemana, una vez desaparecidas dos grandes figuras tutelares como Günter Grass y W. G. Sebald, tiene espléndidos representantes hoy como Bernhard Schlink, Daniel Kehlmann o Ferdinand von Schirach. Un recambio generacional que puede aplicarse a muchas de estas literaturas europeas: tras la desaparición de Antonio Tabucchi en Italia, y la consolidación ya indiscutible de figuras como Claudio Magris y Roberto Calasso, hay que leer a autores italianos de nuestros días como Andrea Bajani, Giuseppe Montesano, Melania Mazucco o ese enigma llamado Elena Ferrante.

En el caso de las literaturas centroeuropeas, sobre todo en el caso polaco, el recambio de la generación del premio Nobel Czeslaw Milosz o del poeta y brillante prosista Adam Zagajewski, en estas primeras décadas del XXI, estaría representado por espléndidos autores actuales, auténticos maestros del estilo, como son Marek Bienczyk, Andrzej Stasiuk u Olga Tokarczuk. Pero otros autores actuales sumamente interesantes, de potente y original obra, que sin duda hay que citar, son el búlgaro Georgi Gospodinov, el serbio Goran Petrovic, la croata Dubravka Ugresic, el esloveno Drago Jankar y el rumano Mircea Cartarescu.

Escritora, editora y crítica literaria. Su última obra es «Humanismo cosmopolita» (Gedisa) del que es coautora con Rafael Argullol.